Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La buena nueva de Jesús

21-Noviembre-2007    José Luis Servera
    La mística cosmovisión paulina y teilhardiana de una gran evolución entre Alfa y Omega está presente en esta meditación que nos envía el autor y que Atrio ofrece esperando que pueda servir a “buscadores” que quieren mantener tan lúcida la cabeza como jugoso y abierto el corazón.

En un principio sólo existía Dios. Se encontraba plenamente bien en su plenitud de ser y en sus diálogos interiores desde su ser trinitario. Un solo Dios, pero con un “nosotros” en su interior, que le impedía encontrarse solo.

Pero Dios es amor y el amor es expansivo, necesita comunicarse, entregarse a otros. Esta necesidad interior expansiva y benevolente, hizo que Dios quisiera compartir su existencia con otros seres, por eso quiso crear, y nació la creación, benevolencia de Dios hecha a su imagen y semejanza.

Al crear Dios el universo no quiso crearlo como algo ya acabado, sino como algo que nunca acaba de acabarse, como algo creativo, en continuo movimiento, superándose constantemente. En dicha creación, impuso dos tipos de leyes. Para los grandes cuerpos celestes unas leyes fijas, matemáticamente predecibles, siempre iguales. Sin embargo como un creador juguetón e imaginativo al crear las pequeñas partículas o átomos que van formando los distintos cuerpos, quiso que éstas no se rigiesen por leyes fijas, sino por probabilidades y con adaptación al medio, pudiendo salir de sus diferentes uniones cuerpos cada vez distintos, de tal manera que si la creación volviese a empezar los resultados no serían los mismos.

El hombre, cuando en sus estudios científicos descubrió este nivel de azar, se asustó y pensó: si los seres creados son el resultado de unas probabilidades concretas podrían ser otros y entonces debemos admitir que en le mundo creado no existe un finalismo interno, una predeterminación, luego no son fruto de una mente creadora sino del azar y la necesidad y por lo tanto Dios no es necesario y no existe. Los pobres hombres siempre de mirada cercana, mente estrecha y en general poco imaginativos, no pensaron que podría existir otra alternativa posible, la de que Dios pudo crear con una gran imaginación, con la máxima creatividad, es decir, de tal manera que cada vez pudieran salir de la materia nuevas formas cada vez más hermosas, diferentes y maravillosas, adaptadas al medio pero a la vez con una gran originalidad. El finalismo no tiene necesariamente que llevarnos a lo mismo, ni por los mismos caminos, sino que puede también ser imaginativo y creativo, y que esto da a la creación una riqueza y hermosura mucho mayor.

Sin embargo, Dios al crear a su imagen y semejanza, se sintió impulsado a crear seres lo más perecidos a Él. Seres que pudiesen llegar a tener conciencia de sí mismos, pudiesen llegar a ser responsables de sus actos y que pudiesen hablar y dialogar, es decir, los seres humanos, las personas. Dios persona al querer crear impulsado por su amor y benevolencia, crea una explosión de seres que se van superando, yendo cada vez a más, llevando una última finalidad interna, la de llegar a formar personas. La estructura última del universo creciente y creante son las personas, porque Dios es persona, y como gran final de la creación, ha querido que dicho proceso acabe en lo personal con lo cual puede establecer un diálogo de amor entre Padre-Creador y criatura. Así nos lo ha manifestado. Nos ha creado para que podamos relacionarnos con Él, dialogar y amar, par que en un camino de regreso, después de la muerte, vayamos a Él para establecer un diálogo definitivo.

Todos sabemos que lo que Dios creó en un principio, sufre un proceso de evolución. Fruto de esta evolución son los animales que ahora habitan nuestro mundo. Y que de los mamíferos superiores, en concreto de varios tipos de monos, que ahora ya no existen, se desarrolló el hombre, que no es fruto de una única pareja y ni siquiera de un solo “filum genético”, sino de varios.

Aquel hombre primitivo fue despertando, y poco a poco penetrando en el mundo de la inteligencia y de la conciencia, haciéndose cada vez más persona, hasta llegar después de un largo proceso que duró miles de años, al nivel personal actual.

Desde el comienzo de la aparición de los humanos, Dios ya nos había destinado a un regreso, después de la muerte, hacia Él. Dios gratuitamente, porque quiso, llevado por su benevolencia e impulsado por su amor nos dio un destino superior, llegar a ser verdaderos hijos de Dios. Por lo natural, nuestro destino es la muerte y con ella se acaba todo y así lo percibimos. Pero, porque Dios ha querido, por la gracia de Dios resucitamos todos nosotros, no el mismo cuerpo, sino transformados en seres distintos, pero no dejando de ser los mismos.

El pecado original y el paraíso terrenal nunca existieron sino que fueron un medio mitológico para comunicarnos algo que Dios reveló a los profetas. Representan, de una manera gráfica el mensaje que Dios nos da de que el destino del hombre es superior a sus posibilidades humanas de muerte. El vivir, como Dios quiere que viva el hombre, es superior a sus fuerzas, y sólo con la ayuda de Dios, en comunión con Él, podemos guardar fidelidad a nuestro destino y luego resucitar. El pecado original más que un hecho histórico quiere subrayar la impotencia y fragilidad humana para poder alcanzar nuestro destino. El origen de nuestros pecados está en la fragilidad de nuestro cuerpo material, que desea conforme de donde procede, según sus instintos y necesidades biológicas como los animales, aunque en nuestro caso mediatizados por la inteligencia, conciencia y responsabilidad. También está el pecado en las estructuras sociales, obra de los hombres y de una gran importancia para el desarrollo de ellos mismos, seres sociales por naturaleza. De aquí que podamos hablar de pecados estructurales y de otros personales, debidos a la fragilidad humana que influyen en nosotros y en nuestras relaciones con los demás.

Cristo no nos vino a redimir, a pagar al Padre, Dios airado, por nuestros pecados. Dios, como nos enseñó el mismo Jesucristo, es misericordioso y nos perdona antes que le pidamos perdón. Como nos enseña en la parábola del hijo pródigo, para que nos perdone no necesitamos mediadores –sacerdotes– ni que nadie pague por nosotros. Basta querer reconciliarse y abrazarle, como sucedió con el hijo pródigo. Dios siempre está abierto a nosotros esperándonos.

Jesucristo no nos salvó redimiéndonos sino revelándonos cual es nuestro destino y cómo es nuestro Dios-Padre-Madre y esto desde el comienzo de los siglos. Cristo representa para nosotros el verdadero camino hacia el Padre. Intentando reproducir en nuestra vida las actitudes de Cristo, encontramos con toda seguridad el camino hacia el Padre. Por esto se dice que el cristianismo no es una religión donde se deben cumplir unas prescripciones sino un seguimiento de Cristo. Por otra parte, viendo actuar a Cristo y observando sus relaciones con el Padre, vemos actuar al Padre –ya que Cristo es la manifestación de Dios en la tierra– a Dios con nosotros y sabemos como es el Dios Padre y como son sus relaciones con nosotros y todo ello de una manera definitiva, es decir, que jamás cambiará, es la última palabra de Dios.

Jesús para perpetuar su memoria:“compartió el pan (símbolo de la necesidad humana) y pasó una copa de vino (símbolo de la alegría comunicada), dando a entender que con ese gesto de la necesidad compartida y de la alegría comunicada se resumía su vida y Él se haría presente entre los suyos”.

Todo esto es el evangelio, la buena nueva que los cristianos tenemos para poderla comunicar y extenderla a todos los hombres de buena voluntad. “Estamos salvados, Dios nos quiere a cada uno de nosotros en particular, nos ayuda y nos espera. Nuestro destino no es morir y así acabar, sino morir para resucitar, como Cristo resucitó, como un tránsito para recalar en el Dios amor que nos espera desde la eternidad. Con este espíritu vivió su vida Jesucristo y con este mismo espíritu quiere que vivamos la nuestra, recordando la magnífica reflexión que nos hizo Pablo:

“Pero Dios, que nos ama, nos hace salir victoriosos de todas las pruebas. Seguro estoy de que nada, ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni cualquiera otra fuerza sobrehumana, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes sobrenaturales, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni criatura alguna existente, será capaz de arrebatarnos este amor que Dios nos ha mostrado por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro”.(Rom 8, 37-39).

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