Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Religión, razón y esperanza

28-Diciembre-2007    Juan José Tamayo

“Puedo entender la fe y el amor. Pero ¡la esperanza! La esperanza es una maravilla, un milagro, un misterio, un inesperado rayo de luz en medio de un mundo en que la pertinencia de la locura humana parece socavar todo fundamento para creer que será capaz de mejorarse”. Así se expresaba a comienzos del siglo XX el poeta francés Charles Peguy.

Quizás siguiendo su estela y en un contexto de pesimismo existencial, filosófico y cultural, surgieron durante la primera mitad del siglo XX dos filosofías de la esperanza, que contribuyeron a iluminar la oscuridad del momento histórico. Una fue la del pensador cristiano francés Gabriel Marcel con su obra emblemática Homo Viator. Introducción a la metafísica de la esperanza, que analizaba la creatividad de la esperanza y su misterioso vínculo con el tú absoluto a partir de la sugerente imagen del ser humano como itinerante. Otra, la del filósofo marxista alemán Ernst Bloch, con su trilogía El principio esperanza, verdadera enciclopedia de utopías, que centraba su reflexión en la realidad como proceso y en las posibilidades de la esperanza en el mundo, a partir de la consideración del ser humano como “animal utópico”.

En otro clima más favorable a la esperanza y de alta temperatura utópica como fue la década de los sesenta del siglo pasado surgió, dentro del cristianismo y bajo la influencia de Bloch, la teología de la esperanza –una de las más creativas de los últimos cincuenta años-, de Jürgen Moltmann, quien descubría en el marxismo la posibilidad de reavivar la esperanza cristiana, hacía suyo el principio-esperanza blochiano, recuperaba la idea de futuro como clave de bóveda de la religión bíblica y daba el salto del “Dios sin futuro” de la acartonada teología escolástica al “Dios del futuro y de la esperanza”.

Benedicto XVI recupera la esperanza como tema de reflexión en su segunda encíclica Salvados por la esperanza: lo cual es digno de elogio, ya que es un tema central en el cristianismo, si bien con frecuencia olvidado o devaluado en la teología y en la vida de los cristianos, quienes han puesto más interés en celebrar el Viernes Santo que el Domingo de Resurrección. Ahora bien, la primera sorpresa que depara la lectura de la encíclica es que no cita ni una sola vez al concilio Vaticano II, uno de los acontecimientos más esperanzadores de la historia moderna del cristianismo, en el que el propio papa participó como teólogo. Fue precisamente el Vaticano II el concilio que restableció la comunicación entre la esperanza cristiana y las utopías históricas, tras muchos siglos de caminar en paralelo o en direcciones opuestas. La Constitución sobre la Iglesia en el Mundo expresaba el encuentro entre las dos orillas de esta guisa: “La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que, más bien, proporciona nuevos motivos para su ejercicio”.

La reflexión filosófica y teológico-bíblica de Benedicto XVI se mueve en el terreno de los manuales clásicos sobre las virtudes teologales, sin tener en cuenta las importantes aportaciones de la filosofía de la esperanza, la teología de la liberación y los estudios bíblicos sobre la esperanza y el mesianismo, el profetismo y la liberación y la relación entre utopías históricas y esperanza cristiana. Su teología de la esperanza pasa por la historia como por brasas. La meta que propone es la vida eterna en el más allá, sin futuro histórico a la vista y sin base en la antropología de la esperanza. A esto cabe añadir la total despolitización de la esperanza de Jesús. Con su radicalismo acostumbrado el papa opone el mensaje socio-revolucionario de Espartaco -que califica erróneamente de fracasado- a lo que trae Jesús: “el encuentro con el señor de todos los señores, el encuentro (a-histórico, se le olvida decir) con el Dios vivo”.

Para Benedicto XVI no hay otro fundamento para la esperanza que Dios. Es una constante que se repite en cada página de la encíclica y siempre con carácter único: “El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Un reino de Dios instaurado sin Dios -un reino, pues, sólo del hombre- desemboca inevitablemente en el final perverso de todas las cosas descrito por Kant” (n. 23). Y más radical todavía: “Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza. Sólo Dios puede crear la justicia” (n. 44). “Es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida (Ef. 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede esperar en Dios” (n. 27). “Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza” (n. 42).

En estos textos se deja sentir el pesimismo antropológico y el teocentrismo excluyente de Benedicto XVI que le acompañan desde los inicios de su magisterio teológico y que se ha ido radicalizando conforme ha ido escalando puestos de poder hasta llegar a la cúpula del Vaticano. El ser humano deja de ser actor y sujeto de esperanza. Sólo Dios está en el escenario de la historia guiándola hacia su meta, la v ida eterna. Fuera de él se cierne la desesperanza por doquier. Todo diálogo con el humanismo moderno se torna misión imposible. El abismo entre Dios y el ser humano es cada vez mayor.

Un enfoque más optimista es el de la antropología de la esperanza, asumido por las corrientes actuales de la teología. La esperanza es una determinación fundamental de la realidad objetiva, es el más importante constitutivo de la de la existencia humana y se inscribe en la estructura misma del ser humano: en su conciencia, en su libertad, en su historicidad, en la relación con sus congéneres y con el mundo. El ser humano vive en cuanto espera. “Por el hecho de ser como es –afirma Laín Entralgo-, el hombre tiene que esperar, no puede no esperar”.

En esta encíclica Benedicto XVI dinamita los puentes de comunicación que había tendido el concilio Vaticano II entre la esperanza cristiana y la transformación del mundo. Somete a un juicio iconoclasta algunas realizaciones históricas más emblemáticas de la Modernidad, concretamente tres: la fe en el progreso, simbolizada en Francis Bacon, la Revolución francesa, considerada…, y el marxismo, el marxismo, acusado. ¿Cuáles son los lugares privilegiados de de aprendizaje de la esperanza para el papa? El actuar iluminado por Dios, la oración y el sufrimiento.

¿Dónde queda la razón en la meditación de Benedicto XVI? Está muy presente, ciertamente, pero carece de autonomía, está domesticada. Sólo es humana si se somete a la tutela divina, si se abre a las fuerzas salvadoras de la fe. Para ser humana tiene que pasar por la prueba de la fe y por la legitimación de Dios. ¡Qué contradicción!

La encíclica termina con una reflexión sobre la vida eterna, al modo de los viejos tratados de los Novísimos -la mayoría, libros de ciencia-ficción un poco macabros- presentando el Juicio final como lugar de aprendizaje y ejercicio de esperanza, pero con el infierno y el purgatorio en el centro, y sin apenas referencias al cielo. El panorama no es precisamente muy esperanzador, ni siquiera después de la muerte.

Termino esta reflexión con dos textos que siguen otra dirección de la esperanza: la de la razón y el amor a la vida. Uno es de Ana Frank: “Aún amamos la vida; no hemos olvidado aún la voz de la naturaleza; aún tenemos esperanza, frente a todo”. Otro, de Bloch: “La razón no puede florecer sin esperanza; ni la esperanza puede hablar sin razón”.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Fundamentalismos y diálogo entre religiones (Trotta, Madrid).

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