Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿AMOR SIN IDEOLOGÍA? La primera encíclica de Benedicto XVI

23-Febrero-2006    Demetrio Velasco
      Pasado casi un mes de la publicación de Dios es amor y de los primeros comentarios , ha habido ya tiempo para leerla detenidamente y haber razonado las “primera impresiones”. Esto es lo que ha hecho el autor, catedrático de la Universidad de Deusto, en este comentario que ATRIO somete a reflexión y discusión de los lectores.

    Creo que es una buena noticia para quienes decimos creer en Dios, desde la fe cristiana, el ver cómo un papa escribe su primera encíclica sobre lo más nuclear y constitutivo del mensaje cristiano: “Dios es amor” y los seres humanos estamos convocados, tanto personal como comunitariamente, a participar de la única experiencia que puede humanizar realmente nuestras vidas, como es la de un verdadero amor. Es especialmente importante proclamar esto, como dice el papa, “en un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia”. Lamentablemente, al escribir estas líneas, somos testigos de la forma terrible en que esta perversión de la vivencia religiosa amenaza nuestra paz y nuestra convivencia. Por eso, urge que nos tomemos en serio tanto la reflexión sobre la entraña divina del amor humano, como sobre las formas concretas de tejer las relaciones que lo hagan posible en nuestras vidas, siendo conscientes de que ambos objetivos se condicionan mutuamente.

    La lectura de la encíclica papal intenta hacer ambas cosas. Sin embargo, la impresión que he sacado, tras una lectura detenida de la misma, es que hay algo en el texto que le impide lograrlo, al dificultar tanto su adecuada recepción, como la plausible realización de su mensaje, en este mundo al que nos hemos referido. La razón de esta impresión me ha surgido bajo la forma de una pregunta. ¿Es posible un amor sin ideología, como el que el papa propone? ¿Es posible un amor tan gratuito y universal, que no esté mediatizado por las actitudes egoístas y por las estructuras de pecado que compartimos quienes vivimos en este mundo, incluidos los cristianos?. ¿Es creíble una historia de la Iglesia tejida desde el amor, como la que el papa describe, y, sobre todo, es plausible un proyecto razonable de Iglesia como “comunidad de amor”, si no se tiene en cuenta su precaria realidad histórica e institucional y no se asume el reto de su profunda transformación estructural, para que dicho proyecto sea posible?..

    En mi opinión, tanto la primera parte de la encíclica, la “más especulativa” –que considero una buena aproximación conceptual, antropológica y bíblica al misterio cristiano del Dios Amor, que se encarna en Jesucristo y que nos emplaza ante la indisoluble vocación del amor a Dios y al prójimo–, como la segunda parte, especialmente, que se refiere a la plasmación de esta vocación en la comunidad eclesial, reflejan un modelo tan idealizado del amor cristiano y de la historia de la Iglesia, que es muy difícil hacerlos creíbles y, sobre todo, hacerlos viables y plausibles.

    Hace unos días, ironizaba el obispo retirado P. Casaldáliga, en un artículo de opinión, que titulaba, precisamente, “Utopía necesaria como el pan de cada día”, refiriéndose a los textos preparados para la V Conferencia episcopal latinoamericana, como “muy poco estimulantes”, como escritos “por teólogos que ya están en el cielo” e invitaba a sustituirlos, para que “el CELAM V no olvide Medellín”. Creo que la encíclica adolece de un “formalismo eclesiológico”, que no da razón de la articulación compleja entre su dimensión de “comunidad de amor” y su realización histórica precaria, al limitarse a interpretar el fenómeno eclesial a partir casi exclusivamente de su carácter misterioso y trascendente. En mi opinión, no se debe hablar exclusivamente de “la naturaleza íntima de la Iglesia”, conforme a la cual “toda su actividad es una expresión de amor que busca el bien integral del ser humano” o de que es la “familia de Dios en el mundo en la que no debe haber nadie que sufre por falta de lo necesario”, sin explicitar, a la vez, que la Iglesia tiene una naturaleza igual de “íntima”, que es la de su historicidad, la de sus estructuras e instituciones, y en la que ni el bien integral del ser humano, ni el pan y la libertad de los hijos de Dios han sido siempre un objetivo prioritario y, menos aún, equitativamente compartido.. Basta abrir los ojos para ver cómo dentro de esta familia hay una buena parte que espera ser reconocida en su dignidad y derechos, como el amor de Dios y el amor fraterno lo exigen. Y si la razón de la desigualdad y la injusticia presentes en nuestro mundo, y también en la Iglesia, es de carácter estructural, sorprende que no haya en la encíclica alusión alguna a la “lógica criminal” reflejada en “las estructuras de pecado” que rigen las relaciones entre seres humanos y pueblos en nuestro mundo, como afirmaba la Sollicitudo Rei Socialis de Juan Pablo II. Alguien podrá decir que, en un texto, no se puede hablar de todo y es verdad. Pero es obvio que, con frecuencia, lo que se calla no sólo es tan importante como lo que se dice, sino que suele ser una forma ideológica de encubrir errores y pecados cuyo reconocimiento haría más problemático y difícil el seguir pensando y actuando como se hace. Quizá por esto, me he sentido incómodo, cuando la encíclica habla de las ideologías seculares como algo negativo que contamina la forma de pensar y de obrar de los demás, algo que no puede ocurrir con la Iglesia, con su doctrina social y con su praxis, ya que éstas no son ideológicas..

    En mi opinión, con esta forma de proceder se impide comprender y valorar adecuadamente tanto la realidad visible como la invisible de la Iglesia. Parece como si, silenciando las sombras de la historia de la Iglesia, nos estuviéramos blindando ante la necesaria reforma de sus estructuras obsoletas e injustas, que impiden ejercer desde ellas el amor que tan bellamente proclama.

    En efecto, tanto la mirada retrospectiva a la historia de la Iglesia, de la que el papa hace una selección absolutamente arbitraria de acontecimientos y actitudes de las comunidades cristianas, como el análisis que hace de la Doctrina Social de la Iglesia o de las “organizaciones de la caridad” y de las “estructuras de servicio caritativo”, rezuman un formalismo eclesiológico, que olvida la dimensión visible y estructural de la Iglesia, con todas sus sombras y pecados. De la Doctrina Social de la Iglesia se dice que no sólo no es una ideología como las demás, sino que “goza del privilegio de poder ver la verdad con los ojos de la fe” (aunque el papa deba reconocer que “los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo”, algo que, como sabemos, quienes no tenían fe descubrieron mucho antes y, además, lo hicieron con más lucidez y menos lentitud); de las segundas, subraya sólo la pureza de su altruismo universal y las considera carentes de los vicios de las demás acciones sociales inspiradas por ideologías. Así, no cabe la mínima mirada autocrítica sobre esa historia real que la Iglesia tantas veces ha escrito de espaldas al amor de Dios y en contra del amor que dice inspirar todas sus acciones. Me pregunto qué conclusión habría sacado el papa, si, en vez de tejer la trama de esta historia caritativa de la iglesia con el fino hilo del “diácono Lorenzo”, lo hubiera hecho con el hilo grueso del emperador Constancio que tanto influyó en la construcción de una “Iglesia de cristiandad”, tan ajena al espíritu del diácono. Asimismo, me ha sorprendido que, entre los modelos de caridad, solamente se cite una nómina de santos, que, sin duda alguna, han sido heroicos en su generosidad y entrega personales (santos del siglo XVI y Teresa de Calcuta o Luis Orione), pero que no se han caracterizado por su denuncia profética de las estructuras de pecado. ¿Cabría en la lista del papa Monseñor Romero, por ejemplo. ¿Por qué no hay ni una mera alusión al mensaje de denuncia profética contra los poderosos y los ricos, que aparece en el Magnificat proclamado por María, con cuyo amplio comentario concluye la encíclica?

    Hay algunas otras cuestiones que abundan en el formalismo eclesiológico del que he hablado, como es la relación de la iglesia con la causa de la justicia social y con el poder político o la forma en que sigue concibiendo la división del trabajo en el interior de la iglesia y la articulación entre los diferentes sujetos y poderes eclesiales, etcétera. Pero creo que, con lo dicho, basta para que cuantos queremos repensar, desde la lectura de la encíclica, la decisiva cuestión del amor de Dios y de la misión caritativa de la iglesia, no nos olvidemos de que todo ello pasa necesariamente por la transformación de aquellas estructuras eclesiales que impiden hacer algo menos difícil esta sublime vocación. No caigamos, pues, en la tentación ideológica de un amor sin ideología.

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