Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Libertad y neuronas

24-Abril-2008    José Arregi

¿Sabíais que tenemos en el cerebro un “centro de decisión”? Eso no me extraña, pues investigaciones recientes hablan incluso de un “punto de Dios” situado en el cerebro, más concretamente en el córtex prefontal derecho… (¿Y por qué no? Claro que Dios no está menos en el lóbulo parietal izquierdo o en el codo del brazo o en la punta del pie, pero me parece verosímil y bonito, y nada contradictorio con la fe, el que sean justamente las neuronas -¡benditas sean!- del córtex prefontal derecho las que se activan para hacernos sentir en paz y en Dios).

Pero volvamos al “centro de decisión”. ¿Sabéis que la “decisión” se da en las neuronas 10 segundos antes de que una persona decida si toma un café o una cerveza, si insulta o se modera? Parece que así se acaba de demostrar. Es decir, que -remedando a Pablo- “no soy “yo quien decide, sino las neuronas quienes deciden por mí”. Ya lo sé, esta conclusión no es en absoluto rigurosa desde un punto de vista científico, pero sirve para encararnos con una cuestión incómoda: ¿Somos realmente libres?

El mismo san Pablo no estaba tan seguro: “No hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero” (Rm 7,15-21). A él no le hubiera extrañado tanto si alguien le hubiera explicado que la decisión depende de las neuronas más que del “yo libre”. Sólo que para él sí existía un “yo libre”. “Ahí, en esas neuronas de carne -hubiera dicho Pablo- debe de habitar el pecado, esa fuerza que impide decidir al yo libre y lo empuja a obrar mal”. El no hubiese bendecido las neuronas de carne, sino más bien lamentado, pues someten a su capricho la voluntad del “espíritu” libre.

Hoy no podemos hablar así. No existe en nosotros un “alma libre” sometida por la carne en sus mil manifestaciones. Más bien, somos carne: somos una inmensa red de complejidad quasi infinita, hecha de neuronas y de genes, de placeres y displaceres, de tóxicos y medicinas, de cariños y rechazos, de recuerdos y enseñanzas, de miedos y deseos, de informaciones y desinformaciones, de estructuras que dañan y estructuras que curan. Somos carne: llevamos en nosotros tres cerebros superpuestos -uno de reptil, otro de mamífero y otro de humano-, y no acaban de entenderse. Arrastramos en nosotros emociones ancestrales de las que no somos dueños, y unos genes que no hemos elegido, y unas circunstancias que no construimos, sino que nos construyen. Somos un cruce de indentidades, y no sabemos muy bien lo que somos. Somos de carne: de materia santa y de relaciones que a menudo distan mucho de ser santas. Somos de carne, y esa carne nos constituye. No somos un yo en la carne, como decía Pablo, sino un yo de carne. Somos carne sufriente y gloriosa.

¿Somos libres? Depende de lo que queramos decir con esta palabra. No somos libres, si “libertad” quiere decir libre albedrío exento de condiciones, sean internas o sean externas (palabras éstas que tampoco sabemos delimitar). Todas nuestras decisiones son condicionadas. Nos condiciona un telediario, capaz de convencer a la mayoría de que un trasvase no es trasvase, y mejor sería si nos convencieran de que el agua es de todos, y la tierra para todos. Y el vuelo leve de una mariposa en la Amazonía también nos condiciona.

¿Dónde queda entonces la libertad? La libertad no es una facultad que poseemos, entera o parcialmente incólume. Esa libertad no existe. La libertad consiste en “decidir” precisamente desde dentro de los condicionamientos y no por encima de ellos, gracias a los condicionamientos y no a pesar de ellos, a través de los condicionamientos y no contra ellos. También “decide” la hierba que crece, el gusano que avanza, el cucú y el pico real amarillo que acaban de cantar, y el caballo que corre (él también tiene cerebro y neuronas). Cada organismo “decide” según sus condicionamientos físicos (o psicofísicos) y ambientales. Así “decide” también el ser humano. Eso sí, sus condicionamientos de todo tipo son mucho más complejos que los del chimpancés, y los del chimpancé mucho más complejos que los del cocodrilo, los del cocodrilo mucho más complejos que los del gusano, los del gusano mucho más complejo que los del geranio.

La libertad no consiste en que el “yo” sea aquello que decida ser lo que quiera, sino que quiera ser lo que es, lo que en el fondo y en verdad es, lo que es y está llamado a ser: un ser en la gran comunión feliz de todos los seres, en Dios. Como la semilla que sólo quiere crecer, como el agua que sólo quiere saciar. Ser libre es querer como Dios. Es querer querer, o amar el amor, como decía San Agustín. O simplemente, que a uno le guste ser bueno.

Esa libertad no la poseemos aún, ni la “poseeremos”, pues cuando queramos plenamente aquello que somos y seamos plenamente aquello que queremos, entonces la vida será gracia y viviremos en eterna y feliz gratitud. Será el gusto de la vida. Ahora aspiramos a la libertad, y en el camino se nos van pegando falsos saberes y falsos quereres. En el camino decimos muchas veces “no sé” y “no puedo”; y no sabemos en qué medida queremos y no podemos y en qué medida podemos y no queremos o no logramos querer. Pero no importa, pues siempre somos acogidos como somos, y Dios no tiene nada que “perdonarnos”, pues él comparte el destino de nuestra carne.

Aspiramos a querer lo que somos y a ser lo que queremos. Aspiramos a ser. Y vamos aprendiendo a confiar en el Misterio que nos acoge y nos empuja, en la misteriosa maternidad/paternidad de Dios que nos engendra, en la filiación de Jesús que nos hermana, en el Ánimo/Anima de Dios que nos alienta. Confiamos, y entonces gustamos de la libertad a la que aspiramos. Pues bien dijo Isaías que “a quienes esperan en Dios, les salen alas de águila” Is 40,31).

El día que conozcamos los cien mil millones de neuronas del cerebro como la palma de nuestra mano (¿la conocemos?), entonces sabremos qué punto tocar en el cerebro para que nos decantemos por la cerveza y no por el café, para que decidamos perdonar en vez de insultar. Pero ¡ojalá para entonces hayamos aprendido también a tocar, mirar, gustar, oír y oler toda la realidad en Dios, y a Dios en toda la realidad! ¡Ojalá hayamos aprendido a confiar, pues la confianza es la llave de todas las cosas, incluidas las neuronas!

¡Que la confianza en Jesús te dé alas!

Haz hoy mismo tu APORTACIÓN (Pinchar aquí)

Los comentarios están cerrados.