Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El arzobispo, el clero y los cristianos de Granada

27-Abril-2008    José Mª Castillo

Como es lógico, yo no soy quién para enjuiciar si la Audiencia Provincial de Granada tiene o no tiene razón al concluir que el arzobispo, Javier Martínez, actuó con “legitimidad” en las decisiones que tomó contra el canónigo Javier Martínez Medina. Eso no es asunto de mi competencia. Y lo mejor que hacemos, quienes no somos competentes en el tema, es no echar más leña al fuego. Para dirimir asuntos de este tipo están los tribunales de justicia.

Por lo que acabo de indicar, se comprende que yo no diga ni palabra en un asunto del que no entiendo ni me corresponde. Lo que a mí me preocupa es otra cosa de la que creo que puedo y debo hablar. Porque estoy convencido de que, si me callo ante lo que está ocurriendo en la archidiócesis de Granada, con mi silencio me hago cómplice del escándalo y el desconcierto que ahora mismo están sufriendo la mayor parte de los sacerdotes de Granada y muchos cristianos en nuestra ciudad y fuera de ella. Insisto en que no le doy ni le quito la razón a nadie en cuanto se refiere al proceso judicial estrictamente tal. Lo que creo que puedo y debo decir es que, en la archidiócesis de Granada, se está viviendo una situación escandalosa, que está haciendo mucho daño a la buena voluntad y a las creencias religiosas de muchas personas, que está erosionando, más de lo que ya está, la imagen y la credibilidad de nuestra Iglesia. Además, todo esto está provocando y acentuando sufrimientos que se tendrían que haber evitado hace tiempo.

Por supuesto, en esta situación escandalosa ha tenido mucho que ver el enfrentamiento judicial entre el canónigo y el arzobispo. Pero el fondo del problema, del malestar y del escándalo no está en eso. Lo que está ocurriendo el Granada es la punta del iceberg que indica un mal de fondo que es lo verdaderamente grave. ¿A qué me refiero? Pienso que la raíz de éste y de tantos otros males en la Iglesia, tiene su razón de ser en el sistema organizativo de la institución eclesiástica. Un modelo de organización que no se puede justificar ni desde el Nuevo Testamento ni desde la Tradición de la Iglesia durante más de diez siglos. La Iglesia se ha organizado como una monarquía absoluta. El papa, como autoridad universal, y los obispos, como autoridades locales, pueden tomar las decisiones que crean convenientes. Y ante tales decisiones, nadie tiene derecho a rechistar. De forma que, si alguien se mueve, no sale en la foto. Es decir, el que no se somete incondicionalmente, que se atenga a las consecuencias. El principio determinante del gobierno en la Iglesia es la sumisión y no el derecho. El vigente Código de Derecho Canónico tiene 1752 cánones. Pero, a la hora de la verdad, por encima de todos esos cánones, está la voluntad del papa que, con la Curia y los obispos, gobierna la Iglesia, sin posibilidad de apelación efectiva y garantizada. Es importante que la gente sepa que en la Iglesia nadie tiene derecho alguno, en el sentido propio de lo que hoy se entiende como tener un derecho. Sólo quien puede poner una demanda, plantear una pretensión, tener una expectativa, con garantías de éxito, se puede decir que tiene un derecho. Pero eso no existe en la Iglesia. Ni en ella hay cauces de participación a la hora de nombrar o destituir a un obispo en una diócesis o a un párroco en una parroquia. Lo que funciona en la Iglesia es la ley de la sumisión, incluso en los casos en los que el obispo o el papa se niegan a escuchar o se desentienden de quien reclama algo que se ve como lo más razonable del mundo. Y, como es lógico, la ley de la sumisión tiene como consecuencia la ley del miedo, del que se sigue el silencio. Todo esto, bien “argumentado” desde la absoluta y misteriosa “voluntad divina”, que lógicamente es inapelable y cuyos representantes únicos en la tierra son los jerarcas eclesiásticos, es el armazón inexpugnable de una institución que mantiene un poder que impresiona, pero que cada día tiene menos credibilidad.

Así las cosas, se entiende perfectamente lo que está pasando en Granada. Se entiende que a nuestra ciudad, sin consultar con el clero y los fieles, destinaran a un obispo que había tenido serios problemas en Córdoba, cosa que es pública y notoria. Se entiende igualmente que, una vez en Granada, el actual arzobispo siguiera teniendo problemas con sacerdotes e instituciones religiosas y civiles, lo que es también público y bien conocido. Se entiende que, cuando se produjo un enfrentamiento grave entre el arzobispo y un canónigo, a éste no le quedase otra salida legal que apelar a un tribunal civil. Se entiende además que, ante los hechos extraños que vienen ocurriendo en la archidiócesis de Granada desde que llegó el actual arzobispo, 132 sacerdotes hayan acudido al Nuncio suplicando una solución. Se entiende también que, a estas alturas y con todo lo ocurrido, el Nuncio ni haya respondido ni le haya puesto remedio al caso. Además, también se entiende que los sacerdotes, que han acudido al Nuncio, lo hayan hecho en secreto, protegiendo ocultamente sus nombres. Como igualmente se entiende que el resto del clero secular y regular de Granada, sabiendo el daño que todo esto causa, se están callando, seguramente porque piensan que es mejor “no complicar más las cosas”. Y por último, también se entiende que los cristianos de Granada se mantienen aún más pasivos y callados que el clero. Unos dicen que no entienden de estas cosas. Otros aseguran que esto es “cosa de curas”. Y lo más triste del asunto es que, dentro de unos días, en la procesión del Corpus, Granada entera se echará a la calle cantando “al amor de los amores”. Así el escándalo resultará tan solemne como ridículo.

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