Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Cómo se hace un terrorista

18-Mayo-2008    José Mª Castillo

Un terrorista es siempre un fanático. Puede haber terroristas de muy distinto calibre y de diversa intensidad. Pero siempre, lo común a todos los terroristas y en lo que todos coinciden es el fanatismo. Por eso, para saber cómo se hace un terrorista, lo más esclarecedor es saber cómo ese individuo se fanatiza hasta el extremo de provocar el terror extremo y con la conciencia de que eso, y no otra cosa, es lo que tiene que hacer en la vida.

De la misma manera que para saber cómo un sujeto o una grupo de personas puede abandonar el terrorismo, lo más necesario y lo más importante es tener claro, muy claro, cómo los fanáticos pueden abandonar su fanatismo, si es que alguna vez pueden dar semejante paso.

Me explico. “Fanatismo” viene del latín fanum, que es lo “sagrado”. Por eso, se considera “profano” lo que no es sagrado ni sirve para usos sagrados, de forma que es puramente secular. También es profano el que no muestra el debido respeto a las cosas sagradas. Esto nos está diciendo hasta qué punto el fanatismo tiene que ver con la religión, por más que el fanático asegure que no cree en Dios y que las cosas religiosas o todo lo que huele a sagrado le importa poco o incluso le produce rechazo y hasta le da asco. En cualquier caso, la conexión inevitable entre el fanatismo y la religión se explica desde el momento en que sabemos que la religión y lo sagrado son las mediaciones que nos vinculan con “lo absoluto”, ya se trate del Absoluto-Dios o de los absolutos que nos relacionan con los dioses seculares que la gente se organiza en esta vida. Dioses que pueden ser - y son - muchos más de los que podemos imaginar, desde el dios-dinero, el dios-política, el dios-nación, el dios-deporte…. hasta dioses tan repugnantes como tiránicos, ya sea la droga, el machismo, la pederastia o incluso el dios menudo y raquítico del que se endiosa a sí mismo y, por tanto, pretende estar siempre en el centro, llevar siempre la razón y, por supuesto, jamás dar su brazo a torcer.

Como se ha dicho muy bien, la semilla del fanatismo brota siempre al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo (Amos Oz). Por eso, con el fanático nunca es posible pactar. Porque, para un fanático, es traidor todo el que cambia, el que cede y, más aún, el que concede. Pero no sólo eso, según el mismo Oz, la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. Y por cierto, a cambiar en un sentido y en una dirección extremadamente peligrosa. Porque el verdadero fanático piensa que la justicia, se entienda como se entienda la palabra justicia, es más importante que la vida.

Ahora bien, cuando surge este tipo de persona, ya tenemos un terrorista. Que puede ser el terrorista que mata, aunque para matar sea necesario matarse a sí mismo. O también puede ser el gobernante de altos vuelos que, para defender la “justicia infinita”, organiza una guerra de mil demonios en la que ya resulta imposible contar los muertos. Como es lógico, un tipo de persona, que es capaz de hacer semejantes barbaridades con la conciencia del deber cumplido, no se hace de la noche a la mañana. Hacer un terrorista lleva su tiempo, mucho tiempo. Porque el fanático íntegro necesita años de formación sólida, dura, firme y sin fisuras. Por eso, para hacer un fanático, lo más eficaz es empezar pronto. Y lo mejor, sin duda, es si la “educación” fanática se inicia desde el niño que empieza a sentir y a pensar. Para ello, lo primero es inocular al niño sentimientos relacionados con lo absoluto, como si se tratara de algo sagrado, algo de lo que jamás se duda ni se discute (una religión laica). Lo segundo es vincular estos sentimientos, no necesariamente con Dios y con la religión, sino con la raza, con la nación, con la patria, tres palabras que se sacralizan y, por tanto, se absolutizan. Lo tercero es anatematizar toda duda, toda debilidad, toda concesión. Lo último y definitivo es anteponer todo eso a cualquier otra cosa, incluso a la vida y, por supuesto, a los presuntos derechos o dignidad de todos cuantos no coinciden exactamente con el ideario fanático. Con frecuencia, en una persona hecha según ese esquema y ese patrón, brotarán sentimientos de rechazo visceral, de intolerancia absoluta, de venganza o, al menos, resentimientos inconfesables. El paso siguiente e inevitable es el odio. Y lo peor del caso es que todo eso se reviste y, por tanto, se vive como una mística, que motiva, que impulsa, que da fuerzas para el heroísmo hasta en circunstancias extremas y que, por eso mismo, centra y concentra todas las energías de la persona en el logro de su ideario convertido en ideal. Cuando se alcanza este punto de “perfección”, ya tenemos el terrorista cabal. La obra está terminada. Y a partir de entonces, comienza la masacre, si es posible o cuando es posible.

Sería apasionante analizar este proceso en sus niveles más rebajados, más ligth, más cotidianos. El fanatismo que surge por todas partes, con modales más silenciosos, más civilizados. El fanatismo que está presente en nuestro círculo de amigos, en nuestra comunidad, en nosotros mismos. Hoy me limito a terminar con esta consideración: Es necesario que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado luchen contra el terrorismo más fanático y violento. Pero con eso no basta. Más importante que eso es vigilar la “formación” terrorista que se imparte en familias, grupos y escuelas. Un Estado, que no vigila la educación que reciben los ciudadanos desde niños, no toma en serio la responsabilidad de acabar con el fanatismo, incluido el fanatismo que todos llevamos dentro. Porque ahí es donde se gesta el terrorismo.

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