Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

IV Dios se hizo carne en Jesús de Nazaret

18-Mayo-2008    Juan Luis Herrero del Pozo
    Con esta entrega el autor llega a un punto central de la reflexión que está desarrollando en el Taller Secularidad y Fe. Dado su interés la reproducimos también en la página central de ATRIO. Pero insistimos que no intenta hacer teología o cristología, sino exponer un pensamiento desde la razón abierta que puede ayudar a otras personas a entender mejor su fe, incluso la cristiana. Aquí, en la página central, pueden expresarse opiniones y reacciones espontáneas. Pero el autor sólo debatirá con quien aporte sus comentarios en el taller, siguiendo el método que en él se establece, que es argumentar desde la razón abierta, no desde la autoridad del dogma o del magisterio.

Seguimos en el mismo ámbito de la encarnación de Dios en la creación, en toda la creación y, dentro de ella, en cada uno de sus elementos conforme a su capacidad receptiva. En la cúspide de la evolución cósmica, por cuanto nos es dado conocer, se sitúa la humanidad. Dios se hace carne en todos los humanos y, de un modo especial, en todos los hombres y mujeres santos entre los que se encuentra Jesús de Nazaret.

IV.1 El Jesús (histórico) ofrece sobre sí más garantías que el Cristo (de la fe)

Para no dejar lugar a ningún malentendido sobre el contenido de este capítulo IV adelanto que coincido con las siguientes tesis de J.Hick en “La metáfora de Dios Encarnado” (Abya Yala, Quito 2004) “Jesús no enseñó que él mismo fuese Dios Encarnado…, esta idea formidable es una creación de la iglesia (pág.14); y de J.M. Vigil : “Existe un amplio acuerdo entre los exegetas sobre el hecho de que Jesús no reivindicó para sí el atributo de la divinidad, ni tuvo en absoluto la pretensión de ser Dios encarnado” (Teología del Pluralismo religioso, p 167).”Un hijo de Dios metafórico se transformó en el Dios Hijo metafísico, segunda persona de la Trinidad [1]” (Hick,l.c. 71); “El dogma de la encarnación es cuestionado por un gran número de teólogos tenidos en alta consideración” (Hick ibid. 25); “El cristianismo del Cristo dogmático es otro cristianismo, o sea, un cristianismo diferente del cristianismo del Evangelio del Reino de Dios y del seguimiento de Jesús” (Vigil, l.c. 171).

Es claro que, especialmente en este capítulo , mantengo el método de indagar todo lo que una razón abierta pueda dar de sí modestamente en el conocimiento del personaje de Jesús sin recurrir a autoridades eclesiales o bíblicas pretendidamente avaladas por la autoridad divina. Lo que no obsta manejar los textos bíblicos como testimonios cristianos concernientes al personaje Jesús. Textos que no se pueden tomar al pie de la letra sino que, como en cualquier caso, están hermenéuticamente sujetos al método científico de la crítica histórica. No es una precaución supérflua dado el ingenuo vicio en el mundo cristiano de interpretarlos tal como suenan. Así por ejemplo, el cuarto evangelio es manipulado sin rubor sin tener en cuenta estas mínimas precauciones como advierte J.Hick :”Después de D.F. Strauss y F.C. Bauer, el evangelio de Juan ya no puede ser tomado por nadie como una fuente de palabras auténticas de Jesús”.

Así pues, al no haber acuerdos contrastados entre los especialistas sobre los “ipsissima verba Iesu” sobre éste sólo disponemos con plena garantía de afirmaciones mediadas: cómo los autores de dichos textos o las personas que originaron las tradiciones orales previas a tales escritos, entendieron e interpretaron con ardor y con buena fe indudable los acontecimientos y palabras de un personaje tan fuera de lo común. Formular lo dicho como “lo que dicen que dijo e hizo Jesús” matiza los resultados pero en manera alguna invalidad un núcleo duro de máxima importancia, pese a contornos algo difusos, de los hechos y dichos del Maestro. No sería aventurado proceder respecto a los evangelios con dos afirmaciones contrapuestas: ni se agota en ellos obviamente la complejidad del Jesús histórico ni existe plena garantía de la inexistencia de alguna deformación interpretativa en razón de la propia subjetividad humana. Esta reflexión que nos parecería obvia en el caso de textos de o sobre cualquier personaje antiguo sólo nos puede parecer abusiva en el caso de Jesús a causa de la creencia en la “intervención” del Espíritu que da origen al que hemos dado en llamar “el Cristo de la fe”. Personalmente entiendo que, agotada la aproximación histórica a Jesús, todo lo demás que se diga pertenece al ámbito de “la experiencia interior” de los testigos y posteriores seguidores, única sede de lo que se ha llamado “revelación”. No me detengo en algo ya expuesto en “Religión sin magia”.

IV.2 Contornos ambiguo del Cristo tradicional.

Debo reconocer con sencillez el agobio que las antiguas creencias me causaban. El lío no dejaba de ser considerable: ¿era preciso orar siempre al Padre “·por Jesucristo nuestro Señor”? ¿en qué circunstancias tenía sentido dirigirse más bien al Hijo? El colmo era la preocupación que me ganaba por postergar un tanto al Espíritu. Al parecer otros eran menos técnicamente piadosos e invocaban sin remilgos a “nuestro Padre Jesús del gran Poder”. No acababa ahí la dificultad. Dado que Jesús era hombre y Dios, mi confusión crecía: ¿habría de orar a su divinidad a través de su humanidad? ¿o apiadaría más fácilmente al Señor dirigiéndome directamente a su humanidad? A mi entender, la dificultad aún sería mayor para él: ¿cómo podía crecer Jesús humanamente en sabiduría si ya lo sabía todo como Dios? Su psicología humana y su sabiduría divina ¿se mantenían en compartimentos estancos? ¿O qué relaciones mantenían? Y el tema de las voluntades aún dio más quebraderos de cabeza a los teólogos medievales. Su voluntad humana no podía fallar a su ser divino y, por eso, no podía pecar. Pero entonces ¿las tentaciones iban en serio dado que de ningún fallo tenía que preocuparse? Si su inteligencia gozaba de la visión beatífica, la propia y plena del cielo, como decían los teólogos, incluso desde su mismo estado de embrión ¿cómo esa máxima felicidad le permitió sufrir sobre la cruz? Me agarraba a los teólogos más fiables ávido de una explicación pero me parecían éstas tan peregrinas que me era más cómodo refugiarme en el misterio., como siempre se nos aconsejaba. Lo que no me evitaba que la vida interior y de relación con lo divino anduviese incierta y desorientada entre tantos interlocutores divinos con los que me esforzaba por cumplir sin marginar a ninguno.

Los laicos han sido parcos al hablar de estas cosas, les daba apuro quedar mal ante los clérigos. Pero algunos acababan por insinuar tímidamente su desorientación y, según recuerdo, no quedaban satisfechos con nuestros apaños teológicos. A mí personalmente Jesús me seducía por su forma de enfrentar los problemas humanos, por su independencia ante lo cultual y religioso, por su apuesta progresiva por la masa de marginados de aquella sociedad terriblemente injusta. Pero siempre me quedaba yo en la incómoda ambigüedad de si Jesús actuaba como hombre como yo o si todo le venía dado de su naturaleza divina.

Trascurrido el tiempo desde mi conversión del año 85 fui cayendo en la cuenta de que mi lamento “¡qué tarde, Señor, te conocí!” se dirigía a Dios en general. Jesús no era interlocutor aunque su parábola sobre el carácter absoluto del tesoro escondido hubiera preparado el terreno. Jesús fungía como referente en mi enfoque de la espiritualidad: yo creía como Jesús más que en Jesús. Porque el personaje seguía teniendo algo de híbrido y desorientador para mi fe De ahí que Jesús fue uno de los elementos que antes se benefició de la deconstrucción-reconfiguración resultante de rechazar todo intervencionismo de Dios en la historia que desbordase el marco de las realidades naturales. El Verbo se hizo carne era metáfora poética no metafísica. Insensiblemente la figura de Jesús se fue desprendiendo de su ropaje ‘encarnatorio’, se fue despojando de su ambigüedad híbrida…Y apareció Jesús, el hijo de José y de María, vecino de Nazaret, curioso individuo desconocido de quien la gente sólo comenzó a hablar cuando era ya en aquella sociedad un adulto maduro. Con la mayor sinceridad y honradez debo confesar que sólo con la ayuda del nuevo paradigma he comenzado a descubrir a Jesús. Sólo en la medida en que releyendo los evangelios me aparece con inusitada novedad la humanísima humanidad del Maestro galileo. Y sólo entonces cobra sentido y atisbo la humanísima divinidad de Yahvé.

IV.3 Jesús no es Dios ni igual a Dios

Así, pues, Jesús no rompe la evolución natural de la historia, no es un caso único sino uno entre otros ¿El más grande? Es una pregunta ociosa porque no disponemos de un patrón de medida. En cualquier caso la competitividad en este terreno sería un mal comienzo en el diálogo interreligioso. Jesús no fue celoso como lo eran sus amigos de quienes también hacían milagros. Es normal que en nuestro contexto cultural el más asequible entre los grandes hombres de Dios sea Jesús pero nada nos impide recibir de otras fuentes, Buda, LaoTse, Mahoma…

Hemos atisbado un Dios que se oculta y se revela en toda sus criaturas en la medida en que participan de su bondad a lo largo de la evolución cósmica. No es el mismo reflejo el que refracta una bella gema, un perrito, un recién nacido o el anciano ante el que se rasga el velo del santuario al salirle al encuentro desde su propia interioridad el Santo de los santos. Jesús es una cumbre de la evolución aunque no la única. Está hecho de la misma pasta creatural pero qué humanísima belleza la de este icono de Dios en cuyo seguimiento vamos a consumir nosotros toda una vida aprendiendo a ser ‘hijos de Dios’ y hermanos de todos.

En el imaginario religioso cristiano Jesús es Dios en el sentido más fuerte de la afirmación que constituye, nos aseguran, el corazón irrenunciable del cristianismo. Si queremos evitar una posible trampa del lenguaje verifiquemos en el comportamiento del pueblo cristiano lo que creemos: Jesús es adorado con la misma categoría de Dios.

Efectivamente, para no instalarnos en el equívoco hagamos alguna precisión.

Según los concilios cristológicos en Jesús existen dos naturalezas, humana y divina, sustentadas por la persona única del Verbo. Así se pensó salvar el misterio, dualidad de naturaleza y unidad de persona. Los teólogos modernos conceden con facilidad que se impone romper el corsé de la ontología helenista y reinterpretar el misterio.

Como quiera que ello se entienda el lenguaje popular se atiene a la fórmula “Jesús es Dios”. Para no perdernos en distinciones atengámonos a tal afirmación y preguntemos: ¿qué indica para el pueblo el verbo ES, identidad o unión? ¿Jesús se identifica con Dios hasta el punto de constituir una misma y única realidad con él? Esto parecen indicar tanto el culto de adoración por parte del pueblo cristiano como la afirmación dogmática de que Jesús era homoousios toi patri, de la misma naturaleza que el Padre. La identidad de Jesús con Dios parece tanto como afirmar la identidad entre criatura y Creador, contingente y Necesario, finito e Infinito. A partir del supuesto de la identidad ¿cómo no caer, pues, en la pura y simple contradicción, es decir, en una afirmación carente de sentido real?

Si no se admite la identificación entre Jesús y Dios sólo queda hablar de unión entre ambos. Ahora bien la unión sólo tiene como frontera la misma que el panteísmo para el que la multiplicidad de seres desaparece en la unidad. Por muy extraordinaria que entendamos la unión de Jesús con Dios nunca su realidad humana se puede confundir con la divinidad.

Tal vez estas afirmaciones tan abstractas se formulen mejor acudiendo al símil ya utilizado al hablar de la creación de la que Jesús es un caso concreto. Dios, entendido en la creación como Don no se limita por sí mismo sino por el receptor, como sucede al agua con un recipiente. Dios se entrega al ser humano pero la medida de la receptividad de éste está constituída por lo más específico y constitutivo de la realidad personal, la libertad. Pues bien, como ya se dijo, la realidad de la persona es entitativamente (no accidentalmente) evolutiva. Evolución que es un proceso que va desde su inicio embrionario (en el que convendría hablar más bien de organismo de ser humano que de persona) hasta la plenitud de la persona en la que ésta se define definitivamente en función de su relación o unión con Dios en la máxima medida lograda que constituye su plenificación.

No otro es el caso de Jesús. En su embrión el Don de Dios se adapta a la recepción que ofrece un embrión en el que su configuración genética anuncia sus posibilidades que sólo serán reales en la medida de la libertad de sus opciones. Pero ni tal embrión es ya simplemente Jesús ni menos se identifica con Dios. En resumen unión sí, identificación no. No veo cómo el conocimiento humano, en su dimensión cognitiva, pueda dar más de sí.

Si esta reflexión a través del recurso a la recepción del Don de Dios en el recipiente humano dice todavía poco, podemos recurrir a alguna otra formulación.

Valdrá decir por ejemplo que Dios ESTÁ en Jesús, habita la realidad de Jesús. O que Jesús es el símbolo en el que se manifiesta y vierte la entera realidad del Dios Altísimo.



[1]“Aquí se ha dado un salto cualitativo. Cuando el Logos o la Sabiduría son una personificación (figura de lenguaje que se refiere metafóricamente al mismo Dios) tiene un sentido claro afirmar que la sabiduría de Dios o su Logos se hacen presentes en Jesús. Pero cuando pasan a ser una “hipostatización”, es decir, un ser real, distinto de Dios Padre, entonces la afirmación que se está haciendo es bien diferente

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