Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La calidad humana

24-Mayo-2008    José Luis Servera

Después de leer el análisis que en su magnífico artículo socio-económico-cultural “Una nueva espiritualidad más allá de las formas religiosas” hace Mariano Corbí de la sociedad actual, se produce en nosotros un pequeño colapso al no saber qué podemos hacer ante sus consecuencias.

Corbí afirma que no estamos en una época de cambios sino en un cambio de época, solamente comparable con el paso del paleolítico al neolítico. Hasta hace poco, a excepción de pequeños avances científicos y de haberse impuesto el paradigma científico en nuestra sociedad, hemos vivido fundamentalmente de las últimas adaptaciones de un neolítico evolucionado. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías y de la explosión del conocimiento científico, se nos ha impuesto un cambio de época que se caracteriza en que lo importante, ya no es mirar hacia atrás, buscando la experiencia acumulada por nuestros antepasados, sino más bien todo lo contrario.

Dichas experiencias del pasado, acumuladas en las ideologías y en las creencias, más que facilitarnos el tránsito hacia el futuro, nos lo entorpecen por basarse en un pasado que ya no nos sirve, porque la característica del presente y más del futuro es el constante y cada vez más veloz cambio. ¿Cómo situarnos ante los cambios para ser capaces de dirigirlos hacia un proceso de mayor maduración humana? ¿En qué apoyarnos si ya no nos sirven las ideologías y las creencias? Ante ello, Corbí añade: “Deberemos apoyarnos en una mayor calidad humana“.

Estas líneas que trascribo a continuación son frases de Marcel Legaut, entresacadas del capítulo primero de su libro “El hombre en busca de su humanidad” . Pretenden invitar a un posible camino para poder conseguir dicha mayor calidad humana.

• La presencia a sí mismo

  • La búsqueda y el disfrute de todos los bienes necesarios para la vida, incluso los más elevados, aunque ejerciten las capacidades del hombre, no le ayudan en absoluto, de forma directa y necesaria, a tomar conciencia de su humanidad con mayor hondura y originalidad.
  • Sólo mediante una actividad absolutamente interior, el hombre puede alimentar y hacer crecer, junto a estos bienes, su humanidad.
  • Estos bienes, cuando el hombre no los trasciende, lo distraen de sí mismo; en tal caso, más que gobernar su vida, la padece.
  • El hombre determinado por lo que le rodea, por lo que en él se agita y por lo que adquiere, es espectador de un presente, convirtiéndose en el espacio donde los acontecimientos se empujan y se desplazan unos a otros. Su vida es suya sólo porque es el sitio donde los procesos que la constituyen se suceden; es más pasiva que activa; surge más de los instintos que de la propia iniciativa no llegando a un nivel propiamente humano. Es incapaz de alcanzarse en lo que, en él, permanece. Es incapaz de tomar conciencia del espíritu fundamental, el suyo, que da unidad y sentido a su vida. Es incapaz de entrever la génesis del ser que él puede llegar a ser.
  • Por lo general, durante un largo tiempo, el hombre es incapaz de realizar, ni de concebir una búsqueda interior así, de hacer un tal descubrimiento. No obstante, en circunstancias excepcionales, sin estar particularmente preparado, experimenta la imperiosa necesidad de reconocer la contingencia y precariedad de lo que siente, desprenderse de ello y trascenderlo. Esta superación se convierte en una necesidad radical para él; sólo podría eludirla arrasando los mejores momentos de su experiencia personal, renegando de su propia naturaleza, renunciando a su humanidad.
  • Dicha superación brota no tanto de su voluntad cuanto de todo su ser, incluido lo no consciente aún, y tiene todo el vigor de su ser viviente humano.
  • Mantenerse en esta presencia a sí mismo, adherirse a ella sin distracción, inspirarse en sus exigencias, persistir en el correspondiente nivel de conciencia ¿no sería quizás la única manera de vivir, totalmente digna del hombre?.Esta presencia a sí mismo que, aunque no cambie la forma de vida, transforma de raíz su clima interior.
  • Esta presencia a sí mismo se logra muy pocas veces y además de forma precaria. El camino íntimo que conduce a esta presencia, y que hay que reemprender una y otra vez, sólo uno mismo puede descubrirlo personalmente. Es un camino que debe descubrirse constantemente pues sus huellas se borran continuamente. Cada uno debe entregarse a esta tarea según su estilo, a partir de su propio modo de ser y conforme va encontrándose a sí mismo.
  • La presencia a sí mismo, a medida que el hombre tiende con esfuerzo hacia ella concentrándose en su interioridad más intensa y manteniéndose en una autenticidad cada vez más exacta, le parece cada vez más capital. Se convierte en su acción por excelencia. Crece con él. Le ayuda a convertirse en adulto, es decir, en persona desarrollada.

• La fe en sí mismo

  • Llamamos fe en sí mismo a la afirmación del hombre acerca de él mismo. Ella es la piedra angular de su humanidad. Sin la fe en sí mismo, el hombre no puede emerger de su vida. Sin ella, el hombre se confunde y se desvanece, junto con todo lo que le pasa y desaparece, al ignorar lo que él es verdaderamente.
  • La fe en sí mismo del hombre no se funda en nada contingente. Con toda la fuerza del término, es adhesión total del hombre a sí mismo cuando se confronta consigo mismo, cuando es pura y solamente conciencia que se concentra en sí, reflexiona sobre sí y se comprende. El hombre se capta, en la medida en que es capaz de hacerlo, mediante este movimiento esencialmente simple. Tal movimiento, por su parte, no está al alcance del hombre en cualquier momento o estado interior. Es el fruto largamente madurado de la fidelidad a lo mejor de sí en todos los comportamientos exteriores e interiores, en todas las decisiones cruciales que se imponen desde dentro o desde fuera.
  • La fe en sí mismo es la afirmación incondicional, absolutamente diferente de cualquier otra, establecida por el hombre adulto, del valor original de su propia realidad considerada en sí misma, independientemente de la consideración de su pasado y de su porvenir.
  • La fe en sí mismo no procede necesariamente de la intelección que el hombre alcanza de su vida, ni del juicio que ésta le merece; antes al contrario, los precede y contribuye a su formación si imponerlos.
  • La fe en sí mismo es también el fruto precioso que el hombre cosecha cuando se ha tomado la vida en serio y ha sabido corresponder a ella sin dejarse arrastrar por los determinismos psicológicos, gracias a su íntima concentración y a su integridad espiritual.
  • Esta fe es inseparable de la singularidad incomunicable de cada ser humano. Además, tal como sucede con todo lo esencial en el hombre, pretender dar cuenta de ella a otro, es ocasión a menudo, de desvirtuarla.
  • La fe en sí mismo dista mucho de la confianza que el hombre puede tener en sí mismo.
  • La toma de conciencia de la fe en sí mismo no es un comienzo sino un término. El hombre sólo reconoce explícitamente la naturaleza particular de esta fe cuando se ha empleado a ello con vigor, quizás durante mucho tiempo, y con todas sus posibilidades de lucidez, rectitud y también de entereza.

• Fe en sí mismo y carencia de ser

  • Lo que el hombre sabe que no es ni puede ser ni que, no obstante, debe ser para existir humanamente, le descubre su carencia de ser.
  • El hombre puede mirar esta carencia de frente porque verla tal como es, en su cruda realidad, más allá del bien y el mal, procede precisamente de la grandeza que la fe en sí mismo le revela. A través de la conciencia de su carencia básica, escucha, gracias a la fe en sí mismo, la silenciosa llamada a ser. En ella entrevé, como en un molde vacío, el ser que se anuncia en él.
  • La fe en sí mismo y la carencia de ser son, pues, íntimamente solidarias y no pueden existir por separado. La segunda es fruto de una sana lucidez, libre de cualquier autodefensa, límpia de todo rechazo y rebelión, sólo posible por la fe en sí mismo.
  • Por su misma naturaleza, la carencia de ser está por encima de la “pobreza” del “tener”, de la misma forma que la fe en sí mismo trasciende la confianza en uno mismo. La carencia de ser no adormece los deseos ni los infravalora sino que los consigue calibrar y situar sencillamente en su lugar.
  • Si el hombre corresponde con fidelidad a las exigencias que crecen en él, descubrirá esta fe y esta carencia en paz y dentro de una armonía real, siempre difícil de mantener, ciertamente, y que hay que reconquistar incesantemente.

[Nota: Los textos de Marcel Légaut (1900-1990) son duros para una primera lectura rápida, pero tremendamente iluminadores cuando se penetra en ellos. El autor ha participado este año en Valencia en un grupo de lectura y reflexión sobre el aludido libro de Légaut. Probablemente el próximo curso continúe la experiencia, leyendo en común la siguiente obra, Reflexiones sobre el pasado y porvenir del cristianismo. Los interesados en participar pueden dirigirse a atrio@atrio.org. Para mayor información desde otros lugares, dirigirse a la Asociación Marcel Légaut.]

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