Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Del clero al ministerio

19-Junio-2008    Franco Barbero
    Continuamos la publicación de algunos significativos testimonios que ha recogido ADISTA en su número 46 sobre cómo se vivió el Concilio y el movimiento del 68. El autor de éste fue reducido al estado secular pero continúa su ministerio de animador de comunidades y formador de personas como puede verse en su blog personal .

Franco Barbero, sacerdote y teólogo, comprometido desde principio de los años 70 con la comunidad de base de Pinerolo. Por sus posiciones críticas respecto a diversos aspectos del magisterio oficial el Vaticano lo depuso en 2003 del estado clerical, sin ni siquiera un proceso canónico.

Cuando me lancé «sin reserva» y sin medida en el río del 68, tenía ya a mis espaldas 5 años de ministerio en el seminario de Pinerolo y en el movimiento estudiantil de la diócesis.

Considerado ya entonces en los ambientes de la Curia como «cura rojo» en el que no se puede confiar, fui enviado a una parroquia de la periferia. El Concilio, que había vivido con los ojos abiertos, había invadido literalmente mi corazón, oxigenándolo y dilatándolo. Había creído, como cura joven, que la irrupción de los pobres estaba tomando el timón de la Iglesia católica. Devoraba día y noche todo escrito que hablase de Dios liberador y de la Iglesia de los pobres. Gauthier, Metz, Milani, Girardi, Kung, Diez Alegría, Bonhoeffer, Cardonnel, González-Ruiz, Concilium… estaban en buena compañía en los estantes de mi biblioteca junto a Marx, Marcuse y Engels, al lado de una montaña de comentarios bíblicos. Había elaborado con la editorial Gribaudi un libro de oraciones y una antología titulada La ira de los pobres. Para mi, hijo del Concilio, tan apasionado como ingenuo, el 68 representaba la traducción política del proyecto conciliar. Veía en eso un continuum. Percibía a Jesús como el profeta aventador, que obligaba a salir de los cenáculos cerrados, que me invitaba a alegrarme de toda ventana que se abriese hacia la justicia y la solidaridad, a abrazar la vida del mundo y en el mundo como espacio principal del reino de Dios. Finalmente, el poder bajaba y los pobres subían. Con cierta inconsciencia, entre una y otra bronquitis, me metía en todas las luchas obreras y estudiantiles. Mi mapamundi se poblaba de muchas luces fascinantes y sentía mi corazón en llamas: capitalismo, apartheid, colonialismo, inmigración, no-violencia, homosexualidad, judaísmo, ecumenismo, feminismo, Concordato… Qué batido de problemas, de compromisos y de esperanza…

Para mí, era una gran alegría encontrarme entre comunistas, agnósticos, ateos y gente de cualquier extracción animada del mismo deseo de cambio. En este clima, con muchos amigos sacerdotes, con los cuales me había puesto en contacto, cerca y lejos, estaba viviendo entre mil dudas y frágiles ensayos la reinvención del ministerio. Juntos nos dábamos cuenta de que era prioritario ser personas involucradas ─encarnadas, se decía entonces─, en la comunidad humana y cristiana. No situarse ni al lado ni por encima. El ministerio se volvía principalmente servicio, acompañamiento, testimonio, rechazo de los privilegios clericales. Por todas partes florecían experiencias, estudios, búsquedas realmente participativas. Incluso las cuestiones que el Concilio había dejado de lado y que el papa había reservado para sí, como el celibato, resurgían. Sobre todas estas nuevas experiencias y sobre toda esta búsqueda se desencadenó bien pronto la feroz represión vaticana. La sombra de la Inquisición retornaba. Me di cuenta con dolor de que o permanecías como un «funcionario funcional» a la institución o te metías por un camino resbaladizo y sospechoso. La intercomunión, propuesta y vivida en tantos sencillos momentos ecuménicos, estaba rigurosamente prohibida, sobre la moral sexual pesaban los tabúes de siempre, amar a una mujer hacía del cura un «judas», un traidor. Los laicos debían volver a las filas de la Democracia Cristiana. La búsqueda de nuevas vías ministeriales era sospechosa de imprudencia, cuando no era juzgada como un atentado contra la unidad de la Iglesia. La jerarquía recomendaba prudencia, pero entendía obediencia, la principal virtud del cura. La caza al herético y al desobediente significaba también para muchos de nosotros una petición bastante explícita del sacrificium intellectus. Podías hacerte apóstol de los pobres, pero a condición de que tu obra sirviese para embellecer el rostro de una Iglesia siempre más a la defensiva, siempre más autocentrada, buscando cada vez más sólidas alianzas. Volvía al campo, la neutralidad indiscutida e indiscutible del poder jerárquico como megáfono de Dios. Era cosa de buenos curas lanzar de nuevo el producto de la empresa católica, valorizarlo, hacerle propaganda, «producir» muchos hijos devotos de la Iglesia. Del «mundo nuevo», hacia el cual el 68 había abierto tantos senderos significativos, era necesario tomar distancia. Ante esta involución tomamos caminos diferentes. No me toca a mí juzgar. Yo no di portazo a ninguna puerta, pero no acepté convertirme en el propagandista de la marca católica doc, nunca he aceptado atractivas ofertas de dinero ni convenientes propuestas de una decorosa y silenciosa jubilación. No he hecho milagros ni grandes cosas, pero mi pequeño camino lo he encontrado, gracias a Dios y los hermanos y hermanas con los que he tratado de caminar, a partir de mi comunidad cristiana de base. Fue en este gozoso y fatigoso trabajo que noté bien pronto la lejanía, la desconfianza o directamente la oposición de mi Iglesia, en sus instancias jerárquicas, a este mundo que estaba naciendo.

Por lo demás, los «guardianes del sábado» ya se habían puesto a la tarea de apagar el incendio conciliar y la Humanae Vitae llegaba como una ducha de agua fría. Pero en la comunidad eclesial viví una herida mucho más profunda cuando me di cuenta de que muchos de mis queridos amigos no mantenían unidas la pasión por Dios y la pasión por la justicia: o la una o la otra. Para mí, ya en aquellos años, predicar a Dios, apasionarme por la lectura bíblica y luchar por la justicia eran prácticamente inseparables. Una conducía a la otra, una alimentaba a la otra en una circularidad no forzada: «Quien mira a Jesucristo ve realmente a Dios y al mundo con una sola mirada, y en adelante ya nunca podrá ver a Dios sin el mundo ni al mundo sin Dios» (D. Bonhoeffer). Ahora estamos en el 2008. El panorama está realmente cambiado, pero no me siento ni un veterano ni un nostálgico. Alimentar nuestra confianza en Dios, luchar por un mundo «distinto» y por una Iglesia no grey, sino pueblo, siguen siendo horizontes y compromisos llenos de actualidad. Ciertamente la opresión es más fuerte de lo que la percibimos entonces y la realidad más compleja, pero el viento sopla todavía y el corazón sigue siendo cálido. La «ruptura», muchos de los problemas que el 68 planteó, los horizontes que abrió y las esperanzas que suscitó no se podrán dejar de lado, siguen siendo surcos fecundos para vivir intensamente este hoy y mirar constructiva y activamente el futuro.

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