Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

IV. Dios se hace carne en Jesús de Nazaret (3)

20-Junio-2008    Juan Luis Herrero del Pozo
    Ofrecemos una nueva entrega de ese nuevo paradigma de pensamiento religioso y cristiano que está ofreciendo Juan Luis en ATRIO. Es principalmente una oferta para no cristianos o postcristianos que se preguntan con razón abierta sobre lo que un creyente entiende cuando dice creer en Dios o en Jesús. No es una provocación para desinstalar a creyentes seguros de sus formulaciones o dogmas. Tememos que esto no se ha entendido, sobre todo en los largos debates de la bitácora central de ATRIO. Dejamos, no obstante, libertad de expresión aunque rogamos no “acaparar” el hilo del diálogo. Y seguimos recomendando a quienes quieran plantearse estos nuevos retos, no desde autoridades magisteriales o teológicas sino desde razón abierta al misterio, que debatan el tema en el taller “Secularidad y Fe” preferentemente.

La realidad de Dios respeta porque fundamenta, haciéndola existir, la realidad de todo ser humano. Al parecer, no habría acontecido así en Jesús: su realidad cabal de persona autónoma fue suplantada por el Verbo preexistente de Dios, la segunda Persona de la Trinidad impidió que la realidad humana de Jesús se construyera como persona supuesto que, según el dogma calcedoniense, sólo hubo lugar en él para la Persona trinitaria. Así ésta avasalló a su humanidad impidiéndole desplegarse existencialmente como realidad autónoma creada. Lo que se nos presenta en Jesús como misterio de grandeza kenótica sería más bien una realidad de pura contradicción al alcanzar Jesús la condición divina sin siquiera constituirse previamente, igual que todo ser humano, como persona ‘in fieri’, en camino hacia la unión con su creador. Sin llegar a ser criatura autónoma en camino hacia Dios ya es Dios desde el primer instante. Se nos habla de misterio para ocultar una contradicción o, al menos, un vacío de sentido. Se verbaliza lo que no puede ser ‘pensado’ y que para colmo es inútil: para que Jesús “transparentase” (revelase en nuestro beneficio) a Dios habría bastado que se hiciera pura acogida de su Don. Si al menos tuviéramos la garantía de una Escritura categórica y revelada… pero lo primero que ésta asegura no es “Jesús es Dios” sino que nos toma de la mano para seguir las huellas de la progresiva “divinización” del profeta. Ahora bien, construir un misterio burlando el nivel del simbolismo (la Palabra se hizo carne) es perder el sentido y la eficacia reales y profundos de tal simbolismo y desviarse por un callejón sin salida en el que se agotarán las fuerzas sin fruto espiritual.

Hubiera preferido no especular pero los especuladores de misterios fuerzan a ello.

IV.8 La realidad de Dios habría anulado la conciencia

autónoma de Jesús Hombre y su devenir personal.

Es claro que nos aventuramos en arenas movedizas. Salvo la del silencio total, cualquier otra humildad dejaría expedito el camino a inoperantes elucubraciones sobre una realidad tan sencilla y armoniosa como fue Jesús de Nazaret. Tomada esta precaución aventuro alguna reflexión que busca superar las argucias de aburridas especulaciones de la dogmática tradicional.

En la tesis tradicional de Jesús hombre y Dios o bien renunciamos a cualquier intento -por estéril- de aproximación al pretendido misterio o algo deberemos advertir si no queremos que el espesor de la niebla más densa inunde completamente la lectura jugosa de los evangelios; niebla que favorece el subjetivismo: en la interpretación de éstos es demasiado cómodo saltar a voluntad de donde Jesús actúa como hombre a donde actúa como Dios. Pero en este segundo caso, si Dios es realmente inefable (apofatismo) ¿qué alcance tendría nuestro parloteo? En cambio de lo ya un poco conocido, como es el ser humano, podemos colegir lo desconocido, Dios, no a la inversa.

Marcel LÉGAUT, lúcido como pocos, en su texto Hacerse discípulo publicado en Cuadernos de la Diáspora 2 e la Asociación Marcel Légaut, ofrece una serie de reflexiones como rara vez he encontrado más profundas en mis lecturas. Su particular visión se centra en la humanidad de Jesús, a partir de un comentario que golpea ya de entrada como queja contenida. El cristiano, dice, ve en Jesús al Dios imaginado conforme a la cristología tradicional en lugar de centrarse en su humanidad en plenitud… Las apretadas páginas de Légaut rebosan experiencia sin duda personal por la fuerza con que se expresa. Siguiendo con su consejo de afrontar en Jesús lo más conocido, su humanidad, sospecho que cualquiera de nosotros tiene tarea para la vida entera en una relectura de los evangelios con ojos tan agudos y nuevos como los del laico francés. En comparación con este creyente vigoroso, hoy a poco me puedo atrever yo, sólo a algo muy limitado y fragmentario, con temor y temblor ante una de las cumbres de la humanidad, Jesús.

Me centro en un interrogante en apariencia secundario para justificar mi ruptura con mi anterior visión de Jesús de Nazaret. En la teología tradicional la afirmación de que Jesús es Dios nos da de bruces con una disyuntiva insoslayable y preocupante: ¿la conciencia de Jesús percibió o no su realidad de ser divino? ¿Existe estanqueidad o comunicación entre ambas conciencias, divina y humana? El planteamiento más tradicional era rotundo: Jesús sabía que era Dios ejerciendo como tal, y, dado el monoteísmo de su cultura judaica, se autodefinió nada menos que como igual al Padre, Verbo eterno, Hijo predilecto del Padre atisbando el mismísimo misterio trinitario.

Si Jesús no hubiera tenido conocimiento de su ser divino a qué o a quién habría servido la hipótesis de su divinidad. ¿Qué sentido tendría asegurar que sólo por ser Dios nos pudo ‘salvar’ si no tuvo conciencia humana de estar haciéndolo? ¿No afectaría a Dios en su propia realidad el hecho de tal ignorancia que se disfraza como ‘kénosis’, ocultamiento o abajamiento (¿ante quién?), tomado el texto de Filipenses como afirmación sustantiva más que como sugerente lenguaje poético?

Parece, nos aseguran, que Jesús debió tener al menos conciencia “exercita”, ejercida (J.Lois) de su ser divino. De otro modo ¿cómo pudo perdonar los pecados? ¿O esto era ya afirmación teológica interpretativa de la primera comunidad? Demos por legítima una conciencia de Jesús sobre su divinidad. Pero en tal supuesto surge una mayor dificultad: no pudo ser humano como nosotros si hemos de negarle como Calcedonia el ser persona, es decir, el ser naturaleza humana cabal, tan persona humana como cualquiera. Ahora bien, lo específico de la persona -en la antropología moderna- es su carácter evolutivo, su ir construyéndose a través de la incertidumbre, la lucha, el tanteo, el afecto y el desamor existenciales en un status de relacionalidad interpersonal constituyente. El ser humano es una realidad ‘in fieri’, en devenir. Cosa que en Jesús habría quedado descartada. A poco consciente que hubiera sido de su identidad con Yahvé, ello le habría ahorrado toda tentación e imposibilitado todo dolor y le habría situado directamente (¿en qué momento?) en el status terminal de ‘bienaventurado’ o beneficiario de la ‘visión beatífica´ celeste. ¿No son acaso incompatibles el gozo de la plenitud final y el devenir de una biografía incierta? Jesús habría sido un ser humano extrañísimo más que misterioso, ciertamente en nada semejante a nosotros. Además el problema rebota: si tenía ciencia divina ¿cómo pudo equivocarse sobre el final inminente del mundo, del propio Reino que él aseguraba inaugurar?

Es muy cómodo apelar al misterio, pero habrá que arrostrar sus consecuencias: incluso aunque por hipótesis de estricto misterio no fuese el ser de Jesús pura contradicción, lo que sí parece cierto es que no se dejaría “ser pensado” y lo que no puede ser pensado carece de sentido o significatividad y su verbalización es una cáscara vacía sobre todo en la mentalidad moderna. Cáscara vacía que es inútil rellenar con voluntarismo verborréico acumulando aparatosamente dilatadas, complejas y celestiales especulaciones bien sonantes… No nos engañemos, el público ya ha abandonado el teatro.

El hecho de que Jesús fuese Dios parece perfectamente irrelevante y sin significado en el mundo de hoy. Incluso en cualquier hipótesis cultural hubiera sido previo e inevitable haber tomado conciencia de cómo el pensamiento cristiano elaboró la necesidad de tan extraña fórmula de encarnación de Dios. Está claro que fue a partir de la idea de que el pecado original de nuestros míticos padres Adán y Eva nos había privado a sus descendientes por generación directa de un pretendido status sobrenatural en el que habría sido creada de modo doblemente gracioso la primera pareja, es decir como seres humanos y como hijos de Dios. Aquel bendito pecado (o felix culpa) torció el proyecto del Creador y no hubo más remedio, por amor, que ir desvelando que Yahvé era tres en uno y enviar a la tierra a uno de los tres.

Tal cosmogonía sólo se explica desde una mente mágico-mítica bastante infantil de la que, con perdón de los así creyentes, aún no se ha liberado el imaginario religioso, tanto culto como popular.

Sólo he pretendido hablar claro y despejar así el camino. Ahora hay cosas muy provechosas que decir desde la comunidad de naturaleza de Jesús con nosotros.

IV.9 El triángulo existencial de Jesús: su Yo, los otros, el Otro.

Un doble factor condiciona esta reflexión.

Despojado el personaje histórico de Jesús de los postizos oropeles -en mi criterio- de la divinidad penetramos en un panorama realmente desconocido. Desconocido porque durante toda mi vida se superponían las dos ‘transparencias’, las dos diapositivas, la divina y la humana de Jesús. Y entonces

  • 1) Todo cambia al quedar una sola y es tarea a recomenzar la del conocimiento de Jesús. Despejada la niebla en que se movía el personaje en mi imaginario mental he de rehacer toda la tarea de búsqueda de los rasgos de la diapositiva humana restante. Y advierto que no es fácil recomenzar a leer todo el evangelio con ojos nuevos. Me siento muy condicionado por mi largo pasado de ambigüedad frente al Maestro. Sin embargo adivino que puede ser apasionante.
  • 2) Presiento que el infinito respeto en que merece ser envuelto cualquier encuentro profundo con otro ser humano se crece sin medida frente a Jesús. En Jesús más que en ningún otro ese respeto exige estar a la altura, es decir, implica una sintonía interior, una connaturalizad especial para no perderse lo mejor del encuentro. El desnivel existencial entre Jesús y yo produce escalofríos ante tanta grandeza humana apenas vislumbrada. Cómo necesito crecer para entender.

Es desde nuestra propia vivencia profunda desde donde podemos acercarnos un poco al conocimiento (no del todo teórico) de Jesús y, mediante tal esfuerzo, descubrir nuevas profundidades de nosotros mismos y de nuestro desarrollo humano. Aparte de lo específico de Jesús que es, por su alto grado de unión mística, transparentar al Padre Jesús es el mejor pedagogo para el encuentro con uno mismo. Aunque sólo sea en su globalidad la figura del Maestro en los relatos evangélicos remueve todos los parámetros mentales, desestabiliza todas las seguridades y abre horizontes que parecen no poder ser nunca alcanzados.

Dicho lo cual reconozco que, una vez superada la niebla de las dos ‘transparencias’ superpuestas, me siento apenas iniciando como neófito esa tarea, cosa que me obliga a la mayor modestia. De modo que, de momento, me voy a ceñir a señalar las coordenadas en las que parece enmarcarse inevitablemente la biografía del gran profeta galileo.

Jesús desarrolla su aventura de construcción personal dentro del triángulo común a cualquiera aunque obviamente de modo bastante singular en su caso: su YO adulto, los que le rodean y más le impactan (‘los otros’) y Yahvé, el Otro inefable. En dicho triángulo es difícil asignar de entrada no tanto una centralidad teórica cuanto una cierta prioridad a alguno de los ángulos. Sospecho que entre los tres se produce un movimiento de autoconstrucción en espiral ascendente, aunque no lineal sino de va-y-ven circular y retroactivo entre los tres ángulos existenciales mencionados: El Yo de Jesús y los otros se fecundan incesante y recíprocamente. A su vez el Yo de Jesús se construye frente al Padre a partir de los otros y frente a los otros a partir del Padre. La amplia circularidad del movimiento es el origen de una densificación singular y plenificante de la persona de Jesús. Circunstancia, por lo demás, que al no serle privativa pero sí especialmente subrayada en los relatos evangélicos nos brinda un marco natural de encuadre vital.

IV. 9.1 El Yo de Jesús es una autoconstrucción abierta al Infinito.

Es lo propio del carácter sustancialmente evolutivo de la persona cuya múltiple relacionalidad la va modificando y construyendo siempre abierta hacia delante, hacia una plenificación que no puede dejar de ser, en toda conciencia inteligente y libre, su destino natural. Jesús crecía en toda la línea de lo humano, viene a decirnos Lucas en dos versículos casi seguidos para subrayarlo.

Este crecimiento es una lenta evolución que en su fase de madurez propiamente tal implica haber superado la etapa infantil de prevalencia de lo más instintivo junto a los condicionantes exteriores. La conciencia va cayendo en la cuenta de modo más o menos consciente y reflejo de lo específico del yo. Éste va logrando el encuentro consigo mismo. Es esa presencia a sí mismo que establece algunos parámetros esenciales: conciencia del propio valor al mismo tiempo que de la precariedad y carencias existenciales y personales, conciencia de potencialidades múltiples sin consentida limitación, mezcla de esperanza y temor ante la incertidumbre de la vida y, en especial, despunte de la afectividad altruista…En la etapa inicial de la infancia si existe la noción Dios es un elemento más aunque eminente del puzzle cultural del que el individuo ha sido más bien sujeto pasivo. Respecto a ese conocimiento de Dios se puede hablar de creencia cultural, no de fe. En cuanto al conocimiento de ‘los otros’ se puede afirmar que en la infancia están todavía lejos de ser algo integrado. Los otros son salvaguarda del miedo, refugio del afecto instintivo (los familiares y amigos) o, al contrario, eventuales contrincantes y peligrosos enemigos de quienes protegerse.

Jesús vive, sin duda, en su hogar un clima de afecto, solicitud y protección. Por los efectos de notable equilibrio y madurez de que dio muestras Jesús cabe inferir el alto nivel de cualidades y armonía del nido familiar; sin descartar en sus padres defectos y manías; los propios de la imperfección congénita de la que sólo una tardía tradición pretendió preservar a María. Su salvación preventiva del pecado original carece de sentido por inexiste éste y por incompatible su mera hipótesis con el desarrollo natural de la personalidad. En alguna otra ocasión he apuntado que es vano el intento de salvar el dogma mediante un pecado original entendido como congénita y natural precariedad de la condición humana de la que nadie, ni siquiera Jesús, se ha salvado. Superada nuestra concepción de relación mágica con la divinidad, desde cualquier ángulo que abordemos el constructo mitológico cristiano resulta ser un castillo de cartas que se derrumba cuando falla una cualquiera.

La noción que en su infancia tuvo Jesús de Dios debió ser ya bastante depurada, solidaria de la tradición profética y sapiencial con seguras y fuertes connotaciones escatológicas a juzgar por la vocación mesiánica que despertó pronto en él y que tan preponderante papel desempeñó en la percepción por sus amigos de la resurrección de quien habría de volver, dejada a medias su misión.

Poco o nada podemos afirmar de esta creencia cultural de Jesús sobre Dios pero sin duda debió ser algo natural y espontáneamente humano, lo más alejado de una percepción estrábica por la que su Yo como Verbo preexistente habría abarcado en él, distinguiéndolos, lo humano y lo divino; como si se descubriese hombre al mismo tiempo que “se creía” a sí mismo Dios. ¿O no vivió Jesús también de la fe sin perjuicio de su “visión beatífica”? Puestos a aceptar misterios… Ya se percibe que no estamos ante algo ‘pensable’ sino ante una “verdad” nido de contradicción que preservamos afirmándola como misterio pero que, no siendo ‘pensable’, en nada ayuda a nuestro conocimiento.

La conciencia humana de Jesús procesa, en cambio, su madurez en ese movimiento tan de nuestra especie por el que la percepción aguda de nuestra precariedad va acompañada, por ser inteligencia abierta, de una ilimitada aspiración a la perfección y a la supervivencia. Aspiración que se intuye como potenciación activa o capacitación para una plenitud tal vez sólo ilimitada pero no infinita (¿qué diferencia habría en el caso humano?) o tal vez infinita si la sed insaciable de nuestro espíritu indica una fuente inagotable, viva, sin límites.

Es preciso, no obstante, superar los simples contornos del Yo de Jesús precisamente para mejor conocerlo.

Es Yo que se hace presente a sí mismo, inicio de la madurez, se presenta de modo inevitable, como en todos nosotros, supeditado al acierto y la decisión de encarar debidamente a ‘los otros’.

IV. 9. 2 Para Jesús ‘los otros’ preferidos son los marginados.

Si Jesús fue construyendo su madurez fue sin duda en el descubrimiento y la apertura progresiva a los otros seres humanos cada uno de ellos como un ‘otro yo’ (alter ego), un semejante digno de amor por sí mismo y no sólo por su utilidad para satisfacción de las propias necesidades. Este proceso no tuvo por qué ser temáticamente elaborado pero sí profundamente vivido. Es el nivel de conciencia imprescindible en la madurez. Pero hubo más.

De niños consideramos como natural lo que aparece como algo común, habitual, generalizado. No es fácil ni se hace espontáneamente caer en la cuenta de las posibles anomalías de lo que abunda. Aquella sociedad era cruelmente injusta y desequilibrada. Una realidad social de escandalosos contrastes entre una minoría que, pese a la intención originaria de los años sabáticos, se había hecho con la propiedad de las tierras mediante el expolio de la mayoría. Una inmensa mayoría de personas y familias débiles y sufrientes hasta un grado difícil de imaginar que, privados de tierra, quedaban reducidos a la venta de su propio trabajo agrícola acompasado a veces con diversas chapuzas de ruda factura. Jesús era uno de los últimos, aunque no un marginado. Y por numerosos y cercanos que pudieran ser algunos de los más pobres no se acostumbró a la rutina. Su sensibilidad madura y afinada nunca pudo vivir ajena a tanto sufrimiento. Al menos así se manifestó cuando abandonó tan tardíamente el hogar (¿qué había hecho hasta entonces?): es uno de los datos más fiables de los relatos evangélicos, la sorprendente compasión de Jesús en el sentido pleno de sufrir-con.

Con no menor sensibilidad fue descubriendo la pobreza moral de muchos de sus conciudadanos y no necesariamente los más materialmente pobres. Es manifiesto que a Jesús se le rompían las entrañas ante semejante espectáculo hasta el extremo de que sus acompañantes, pese a la sobriedad de los relatos, advirtiesen cómo lloró a la vista de la ciudad santa de Jerusalén.

Su compasión aguda y auténtica no se amilanó con pasiva impotencia. Se dio en él un doble sobresalto: denuncia vigorosa de tan clamorosas injusticias y maldades morales y un desvivirse por aliviar cuantos sufrimientos le salían materialmente al camino o llegaban a sus oídos. Tal comportamiento estaba animado por una tan extraordinaria energía que, al igual que ciertos personajes de la historia, producía efectos insospechados comenzando por generar potentes impulsos de superación y curación en muchos: “tu fe te ha salvado”, interpretaba él con naturalidad.

Fue, sin duda, la cercana convivencia con tales miserias y sufrimientos la que alimentó su implacable denuncia de ricos y autoridades religiosas, responsables éstas de la peor perversión de lo religioso, el ‘culto utilitario’, enervador y anestesiante de la conciencia moral. La denuncia de Jesús fue implacable y las autoridades religiosas omnipresentes en la sociedad acusaron el golpe. Bajo toda clase de pretextos pronunciaron entre ellas una sentencia a muerte del incómodo profeta de Nazaret. Jesús, sensible siempre a los desgraciados y marginados fue cargando el ambiente. No dejaron de señalarle los de su entorno algo que él mismo había advertido. Jesús no fue creyente puntilloso; al contrario, no predicó la religión sino la justicia y arrostró sus consecuencias sin titubeo: acostumbrado caminante a lo largo y ancho de Galilea en el entorno del lago llegó un momento en que ante el estupor y miedo de los suyos decidió subir a Jerusalén donde no tardó en ser apresado, condenado y apresuradamente asesinado.

En el triángulo “Jesús- los otros- Yahvé” ¿cuál fue el elemento dinamizador de su tarea mesiánica, el Padre o los hermanos? Probablemente la alternativa existe sólo teóricamente pero la vivencia del día a día del Jesús incansable itinerante impregnado hasta la médula del sufrimiento de aquella sociedad no deja lugar a dudas: Dios y los pobres no concurrían para él en competencia sino que se retroalimentaban, en mi modesta opinión.

El dilema ha recorrido los siglos en la reflexión de los creyentes y bien podría constituir el elemento que funge como parteaguas definitivo en la dialéctica de la vivencia religiosa: ir por Dios hacia los pobres o encontrar en éstos a Dios. Es precisamente el debate entre sector conservador de la iglesia y movimientos progresistas, en particular las comunidades de la Teología de la Liberación. Debate precisamente ilustrado por la controversia en estos mismos días entre los hermanos Boff, Clodovis y Leonardo. Los creía a ambos más hermanados por el espíritu que por la sangre. Error. El primero acaba de adoptar la posición más vaticanista que condenó en su día a los teólogos de la Liberación. Leonardo le ha replicado con energía. Como botón de muestra significativo Leonardo observa que en el largo discurso de su hermano no existe una sola cita de Mateo 25 que es precisamente el principio fundamental de la Teología que representa: no seremos juzgados por nuestra creencia religiosa sino por el comportamiento con los hermanos incluso desde la ignorancia de Dios “¿cuándo, Señor, te vimos hambriento o sediento o encarcelado…”

Desconozco si en alguna otra religión existe una intuición tan novedosa y desconcertante por ir a contrapelo de lo religioso tradicional. Tan desconcertante que ni siquiera a estas alturas de la historia han caído en la cuenta de tal intuición jesuánica los epígonos de la tendencia conservadora con el papa Ratzinger y Clodovis Boff a la cabeza , aferrados a un purismo más aristotélico que evangélico. Ellos declaran que el principio fundante de la teología y de la praxis cristianas es Dios o Cristo, no el pobre.

Esta intuición tan heterodoxa y religiosamente descabellada de Jesús obliga a pensar que pese a la manifiesta circularidad entre Dios y los hermanos, fue la proximidad de Jesús a los pobres la que le alzó a tan alto grado de espiritualidad. Vivió con tanta fuerza la fraternidad que al Dios Sebaot, Dios de los ejércitos, sustituyó su “abbá”, su Dios tan tierno como una madre. Decididamente, el Evangelio para Jesús es la Buena Noticia que proclama y realiza la salvación-liberación de los pobres y en ella encontramos todos al Dios salvador.

IV, 9. 3 Jesús descubre a su “abbá” Dios en los hermanos.

Lo esencial de este apartado ha sido dicho en el anterior. Baste ahora subrayar el “principio encarnación” que es el armazón real de todo este escrito. Verdaderamente Dios se ha encarnado en las obras de sus manos que son su imagen llegando al punto culminante de esta encarnación en el ser humano. En éstos, especialmente los más desprotegidos, es donde se volcó el profeta galileo y haciéndolo descubrió el rostro bondadoso del Padre que era tanto más Padre cuanto más necesitados y sufrientes estaban sus hijos. No me cabe la menor duda, los heridos junto al camino de la vida con los que Jesús se encontraba le ‘transparentaban’ a su “abbá”. Y esa fue la razón de la intuición desconcertante que es recogida en Mateo 25 y que 50 años después fue una de las líneas de fuerza de la mística joanea: al Dios que no vemos lo amamos en el hermano que vemos. Tanto para Jesús como para nosotros el hermano es el sacramento de Dios, la diafanía, la transparencia, la encarnación de Dios.

En otros lugares me he preguntado, partiendo incluso del en apariencia irracional enamoramiento, qué ocurría para que la persona, que se percibe como un cierto absoluto y a la que su consiguiente egocentramiento tendería a encerrarla en un radical solipsismo, qué ocurría, pregunto, para que se abra al otro con un amor desinteresado y lo tenga por un semejante, por alguien igualmente absoluto, nunca susceptible de ser entendido y tratado como simple instrumento y medio para un fin ajeno. ¿Por qué esta capacidad de descentramiento del ego? Siempre he creído que en esta superación del propio ego -que lejos de negarse se realiza- latía la llamada misteriosa del Absoluto de Dios. En toda la creación encontramos huellas del creador, en el reconocimiento de la alteridad, en el enamoramiento, en toda la dinámica del amor altruista, resonaría el canto de sirena del abismo del absurdo, del más falaz sin sentido si no nos estuviera esperando la llamada del Dios de Jesús, como a él mismo le ocurrió en su experiencia vital con los más pobres y pequeños. No me escapo por las nubes, sé que subrayo una intuición que muchos han compartido… Apuesto que también Jesús la vivió sin aparatosidad conceptual. Como nosotros vio en sus hermanos al Dios invisible. Como nosotros se encontró con el Padre cuando amó a sus hermanos.

Tal vez se comience a entender el misterio de la creación de Dios que encierra la total Realidad de lo que hemos acostumbrado llamar Encarnación y Salvación.

Sólo nos queda descubrir, por fin, que Jesús, “abandonado” por el Padre en la cruz le entregó su espíritu y que, con toda su humanidad renovada, fue re-creado a su derecha. ¿Estamos reconociendo que Jesús “resucitó”? Por supuesto ¡como todos!

D

(continuará en Dios se hace carne en Jesús de Nazaret (4), IV, 10)

Logroño a 18 de junio de 2008.

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