Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Nacionalismos

15-Julio-2008    José Ignacio González Faus
    De un teólogo muy estimado por muchos recogemos hoy esta reflexión sobre un tema que ha estado muy presente en ATRIO en otras ocsiones. Fue publicado en La Vanguardia de ayer lunes, 14-07-2008.

El mes pasado intenté decir, a propósito del tema “violencia y monoteísmo”, que palabras como “el bien” o “la verdad” tienen una peligrosa vertiente totalitaria que no se da si hablamos -más humildemente- de “bondad” y “veracidad” (o búsqueda de la verdad). Los humanos tendemos a hacer de todo aquello que nos parece grande o absoluto una peana para engrandecernos o absolutizarnos a nosotros mismos. Por eso, lo cristiano no es -como algunos dicen ahora- “la misericordia sí, pero desde la verdad”, sino como dice el Nuevo Testamento: “la verdad desde la caridad” (Efesios, 4,15).

Hoy quisiera retomar algo de aquellas reflexiones aplicándolas a uno de los grandes ideales (o grandes absolutos) del momento: los nacionalismos. Vivimos una época de marea alta de nacionalismos y patrias. Ello puede tener, como todo lo humano, una explicación y un peligro.

La explicación es que son un complemento necesario a una globalización inhumana (por economicista), que pretende unificamos en una especie de esperanto económico donde ya no valen otras alternativas, y que nos deja a la intemperie y necesitados de algún refugio. El peligro surge porque el auge nacionalista coincide con una época de individualismo exacerbado. El nacionalismo puede entonces convertirse en una forma sutil de egoísmo camuflado. Y en efecto: muchos nacionalismos, grandes o pequeños, parecen tener un ego que se lo pisan. Cuando alguien pronuncia la estupidez carodiana “a mí sólo me interesa Catalunya”, está preparando el terreno para que otro estúpido le conteste: a mí me interesa todo menos Catalunya. Y ya sólo quedará discutir a ver quién empezó.

Todos, sin excepción, ven lúcidamente la inflación del ego del vecino (sobre todo si a los sentimientos teóricos se juntan necesidades prácticas como la del agua…), pero no aceptan la del propio. “Ellos son patrioteros, nosotros patriotas”. Y desde la otra orilla exactamente al revés.

Por otro lado, los nacionalismos pertenecen al terreno del sentimiento, donde la razón tiene poco que hacer: quizá sólo evitar que se la manipule en aras de esencias metafísicas justificadoras de cualquier pasión. O humanizar algunas temperaturas para que no nos quemen sus calores.

¿Podrá hacer esto la razón? Lo dudo. ¿Hay entonces otro modo de evitar la amenaza citada? Sugeriría este camino: si el peligro de los nacionalismos se esconde hoy en la inflación del ego, cabe pensar -siguiendo con la terminología freudiana- que su remedio esté en redimensionarles el superego. Quizá no es que hoy sobren nacionalismos o patrias, sino que falta superego patriótico.

Y ¿qué significa eso? Muy sencillo. Si intentamos hacer un listado de las aspiraciones habituales de nuestros nacionalismos, encontraremos algunas demandas inocentes: ganar la Liga o la Eurocopa, victorias de Nadal o de Dani Pedrosa, tener selecciones deportivas propias… Inocentes pero casi siempre vacuas: porque aún nadie me ha explicado en qué engrandece a un madrileño que una serie de extranjeros injustamente bien pagados meta la pelota en la portería del Barça. Otras demandas parecen fantasías adolescentes: como tener la plaza más grande, o la torre más alta o el jardín más bello o cualquier otro monumento faraónico que sea “único” o primero en algo. Cosas, la verdad, no demasiado importantes para un amor tan grande. Luego comenzamos a subir peldaños que dan ya un poco más de vértigo: como el afán de ser más ricos que los otros: ese deleite zapateril de que “ya somos más ricos que Italia” y pronto “vamos a serlo más que Francia”. De aquí pasamos a que nadie de fuera amenace lo nuestro, o a retener a los inmigrantes sin papeles hasta dieciocho meses… Y eso ya va siendo peligroso, porque el dinero es aquello que hace que hasta los hermanos se maten.
¿Qué pasaría si nos creciera un poco el superego patriótico? ¿Si aspiramos a ser los primeros no en triunfos materiales sino en valores humanos? Ser los primeros (o estar entre los primeros) en igualdad y en justicia social, los primeros en calidad educativa, en acogida al de fuera, en asequibilidad de la vivienda o en atención médica, en saber juntar la libertad de expresión con el respeto al adversario, los primeros en salarios justos y no inicuos, o en capacidad de apertura al sufrimiento ajeno…

Si nos decidiéramos a competir en esto, los nacionalismos y amores patrios podrían ser no sólo bienvenidos sino fecundos. Creo que hasta yo mismo reconsideraría entonces mi indiferencia ante las patrias. Porque, aquí, como siempre, el mal no está en lo que llamamos valores o ideales, sino en el modo como los humanos manejamos y gestionamos esos valores: degradándolos en provecho propio.

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