Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

PENA DE MUERTE EN LA BIBLIA: Antiguo Testamento

29-Marzo-2006    Xabier Pikaza
    El debate que ha suscitado en ATRIO el anterior escrito de Xabier Pikaza sobre el perdón de las víctimas y el sentido de justicia hace oportuna la publicación de este otro sobre la pena de muerte en la Biblia. Es parte de un Diccionario de la Biblia que aparecerá próximamente en la Editorial Verbo Divino.

La Biblia israelita no es un libro espiritual o intimista, que trata sólo las «cosas de Dios», para utilizar el lenguaje de Mc 12, 16, sino que se ocupa también de las «cosas del César», es decir, de la organización económica y social, penal y militar del pueblo. Por eso incluye una serie de códigos de tipo jurídico en los que arbitra y defiende, conforme a las costumbres de aquel tiempo, la pena de muerte. En ese sentido, el Antiguo Testamento nos resulta duro y hasta extraño, pues impone un tipo de ley en la que, además de los motivos normales de pena de muerte, se incluyen otros de tipo específicamente religioso que presentaremos de un modo esquemático, siguiendo los mandamientos del decálogo, que están protegidos con pena de muerte contra aquellos que no los cumplen. Las leyes de Israel (que los mismos profetas de Israel superaron y superó Jesucristo) nos sirven de advertencia para invitarnos a crear un mundo distinto, en el que caben todos los hombres. Así lo indicaremos en la reflexión final sobre el barco de la vida en medio del diluvio.

(1) Identidad religiosa.

La primera de las causa de pena de muerte en Israel ha sido la defensa de la propia identidad religiosa, vinculada a la elección de Dios y al mantenimiento del pueblo, conforma a los primeros mandamientos del decálogo: no hay más Dios que Yahvé, no profanar el nombre de Yahvé, no hacer ídolos, no profanar las fiestas (cf. Ex 20, 3-10; Dt, 5-7-12).
(a) Los extranjeros, reos de muerte. En un primer momento, cuando los israelitas tienen poder autónomo, como «estado religioso», conforme a los principios del pacto de la conquista, los grandes idearios de su identidad israelita religiosa exigen que se mate, dentro de la tierra de Israel, a los cananeos, es decir, a los que no forman parte de pueblo de Israel. Mirada desde la actualidad, esta es una «ley de genocidio» (cf. Ex 23, 20-33; 34, 10-16; Dt 7 y 20; Jc 2, 1-5). Más tarde, cuando los israelitas carecen de independencia política y poder para matar a los extranjeros, ellos se comprometen a expulsarlos de la tierra, sobre todo a las mujeres no israelitas, para cumplir de esa manera una exigencia de pureza étnica que marcan los libros de Esdras y Nehemías (Esd 9–10).
(b) Los que profanan un lugar sagrado. La ley se formula con relación al Monte Sinaí: «No subáis al monte [el monte de la teofanía], ni toquéis su límite. Cualquiera que toque el monte, morirá irremisiblemente. Nadie pondrá sus manos sobre él, porque ciertamente será apedreado o muerto a flechazos. Sea animal u hombre, no vivirá. Sólo podrán subir al monte cuando la corneta suene prolongadamente» (Ex 18, 12-13). Esta ley no es exclusiva de Israel, sino que aparece en muchos códigos antiguos, en los que la profanación del templo se castigaba con pena de muerte. Los que redactaron este pasaje están pensando ya en el templo de Jerusalén, donde se ha castigado siempre a los profanadores de su santidad (aún sigue escrito en la entrada de la explanada del templo la sentencia de muerte contra aquellos que profanen su santidad).
(c) Los que profanan un tiempo sagrado: del sábado. Ésta es una ley ya propia de Israel, donde el sábado aparece como día dedicado al descanso de Dios. «Guardaréis el sábado, porque es sagrado para vosotros; el que lo profane morirá irremisiblemente. Cualquiera que haga algún trabajo en él será excluido de en medio de su pueblo… Seis días se trabajará; pero el séptimo día os será sagrado, sábado de reposo consagrado a Yahvé. Cualquiera que haga algún trabajo ese día morirá. (Ex 31, 14; 36, 2).
(d) Los que profanan el nombre o identidad de Yahvé. En este contexto se sitúa, sobre todo el castigo por la blasfemia: «El que blasfeme el nombre de Yahvé morirá irremisiblemente. Toda la congregación lo apedreará. Sea extranjero o natural, quien blasfeme del Nombre morirá » (Lev 24, 16). Esta ley se amplia y se aplica, de un modo más general y difícil de precisar, a los que rechazan el poder sagrado del pueblo israelita (centrado en sacerdotes y jueces) o a los que pervierten la profecía: «Quien proceda con soberbia y no obedezca al sacerdote o al juez, esa persona morirá» (Dt 17, 12). «Pero el profeta que se atreva a hablar en mi nombre una palabra que yo no le haya mandado hablar, o que hable en nombre de otros dioses, ese profeta morirá» (Dt 18, 20).
(e) Los que adoran a otros dioses. Idolatría. Éste es el motivo más detallado de pena de muerte. La vinculación de los israelitas con Yahvé forma parte de su propia identidad, de manera que el israelita que rompa el pacto con Yahvé debe morir, de forma irremisible. Es aquí donde se define con más precisión el delito (adorar a otros dioses) y el sentido de la pertenencia israelita, que está por encima de toda otra pertenencia, incluso familiar. «Si te incita tu hermano, hijo de tu madre, o tu hijo, o tu hija, o tu amada mujer, o tu íntimo amigo, diciendo en secreto: Vayamos y sirvamos a otros dioses, que tú no conociste, ni tus padres, dioses de los pueblos que están en vuestros alrededores, cerca de ti o lejos de ti, como está un extremo de la tierra del otro extremo de la tierra; no le consientas ni le escuches. Tu ojo no le tendrá lástima, ni tendrás compasión de él, ni lo encubrirás. Más bien, lo matarás irremisiblemente; tu mano será la primera sobre él para matarle, y después la mano de todo el pueblo. Lo apedrearás, y morirá, por cuanto procuró apartarte de Yahvé tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud» (Dt 13, 6-10). Ésta es una ley que se aplica y extiende más allá de la familia a toda una ciudad israelita: todos sus habitantes han de morir irremisiblemente, al filo de la espada (en guerra religiosa) si se vuelven idólatras o contrarios a Yahvé (cf. Dt 13, 11. 18). El derecho de Yahvé está por encima de la vida de los hombres.
(f) Los hechiceros. En el contexto anterior se sitúa la ley que castiga con pena de muerte a los que ofrecen a sus hijos a Moloc, sacrificándolos ante su Dios dentro de la tierra de Israel; esta es una ley que se aplica por igual a israelitas y extranjeros: todos los que ofrezcan sacrificios humanos a Dios han de morir (Lev 20, 2). También los hechiceros y adivinos son castigados con pena de muerte: «El hombre o la mujer que tenga relación con los espíritus de los muertos o que sea adivino morirá irremisiblemente. Los apedrearán; su sangre será sobre ellos» (Lev 20, 27).

(2) Identidad humana.

En el centro de la ley israelita, después de las grandes afirmaciones religiosas del decálogo (sólo hay un Dios, no construir ídolos…), vienen las leyes que defienden la identidad humana, centradas básicamente en la prohibición y condena del desacato familiar, del homicidio, adulterio y robo de hombres. (cf. Ex 20, 12-15; Dt 5, 16-19). Todas ellas están sancionadas con una pena de muerte.
(a) Defensa de la familia. La ley israelita resulta extremadamente dura en este campo, precisando, de forma negativa, el sentido positivo del «honrarás a tu padre y a tu madre». Según eso, «el que hiera a su padre o a su madre [y no sólo el que los mate, como en los restantes casos] morirá irremisiblemente» (Ex 21, 15); también debe morir el que maldiga a su padre o a su madre (Ex 21, 17; Lev 20, 9). La ley condena también a los desobedientes: «Si un hombre tiene un hijo contumaz y rebelde, que no obedece la voz de su padre ni la voz de su madre, y que a pesar de haber sido castigado por ellos, con todo no les obedece, entonces su padre y su madre lo tomarán y lo llevarán ante los ancianos de su ciudad, al tribunal local… y todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá» (Dt 21, 18-21).
(b) Condena del homicidio. En la base de la ley israelita está la defensa de la vida, conforme lo exige el talión más antiguo: «El que derrame sangre de hombre, su sangre será derramada por hombre; porque a imagen de Dios él hizo al hombre» (Gen 9, 4). Esta ley y condena ha sido precisada en las diversas legislaciones. Así, por ejemplo, en el Código de la alianza se dice: «El que hiere a alguien causándole la muerte morirá irremisiblemente» (Lev 21, 12). En esa línea se detallan las formas de homicidio: «Si uno hiere a otro con un instrumento de hierro, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente. Si lo hiere con una piedra en la mano, con la cual pueda causarle la muerte, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente. Si lo hiere con instrumento de madera en la mano, con el cual pueda causarle la muerte, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente (Num 35, 16-18). En este contexto, la ley israelita ha conservado sus tradiciones más antiguas: el encargado de matar al asesino es el «vengador de la sangre», es decir, el familiar más cercano, con autoridad y poder para ello, el goel o defensor de la familia (cf. Num 35, 19). Para casos de homicidio involuntario se buscaron ciudades de refugio o santuarios, donde el asesino quedaba resguardado de la ira del vengador de sangre (cf. Lev 21, 1 3; Num 35, 25-28; Jos 21, 13-38). Las implicaciones de esta ley de defensa de la vida son tan grandes que se condena a muerte incluso al hombre que tiene un buey que acornea y que, sabiéndolo, lo deja suelto, causando la muerte de otra persona (cf. Ex 21, 28-32).
(c) Condena del adulterio. Casi todas las leyes del oriente antiguo consideran el caso del adulterio de la mujer como digno de pena de muerte, pues va en contra del derecho del varón casado y destruye la familia, impidiendo que se mantenga la pureza genealógica, que resulta esencial para la identidad del pueblo. En principio se condena al adúltero y a la adúltera, pero la mujer sufre sin duda penas mayores: «Si un hombre comete adulterio con una mujer casada… el adúltero y la adúltera morirán irremisiblemente» (Lev 20, 10). «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer de otro hombre, ambos morirán: el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer. Así quitarás el mal de Israel» (Dt 20, 22). Hemos dicho que la mujer a la que se toma como adultera sufre penas mayores (cf. Dt 22).
(d) Condena del robo de hombres. El mandamiento de «no robar» se refiere ante todo al robo de hombres, como muestran las leyes que lo condenan: «El que secuestre a una persona, sea que la venda o que ésta sea encontrada en su poder, morirá irremisiblemente» (Ex 21, 16). «Si se descubre que alguien ha raptado a alguno de sus hermanos, los hijos de Israel, y lo ha tratado brutalmente o lo ha vendido, ese ladrón morirá. Así quitarás el mal de en medio de ti» (Dt, 24, 7). De esa forma se condena el tráfico de hombres y/o mujeres.

(3) Pureza sexual.

Han recibido en Israel una importancia especial las leyes que defienden la pureza sexual, entendida como defensa del orden de la vida. Se pueden distinguir tres niveles: de familia, de género y de especie.
(a) Plano familiar. Las leyes de la defensa del orden sexual en la familia pueden vincularse a las que tratan de la «honra del padre y de la madre». Pero en este campo tenemos un rasgo nuevo: la ruptura de lo que se considera el buen orden sexual se castiga con la muerte: «Si un hombre se acuesta con la mujer de su padre, descubre la desnudez de su padre. Ambos morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos. Si un hombre se acuesta con su nuera, ambos morirán irremisiblemente, pues cometieron depravación; su sangre será sobre ellos. El que tome como esposas a una mujer y también a la madre de ella comete una infamia: Quemarán en el fuego a él y a ellas, para que no haya infamia entre vosotros» (Lev 21, 11-14).
(b) Plano de género: homosexualidad. La ley israelita defiende un orden sexual donde las funciones del varón y la mujer aparecen distintas y separadas: «No te acostarás con varón como con mujer; es una abominación» (Lev 18, 22). «Si un hombre se acuesta con un hombre, como se acuesta con una mujer, los dos cometen una abominación. Ambos morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos» (Lev 20, 13).
(c) Los límites humanos. Condena de la bestialidad: «Si alguno tiene cópula con un animal, morirá irremisiblemente. Mataréis también al animal. Si una mujer se acerca a algún animal para tener cópula con él, matarás a la mujer y al animal. Morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos» (Lev 20, 15-16). En todos estos casos, la pena de muerte viene establecida por el Código de la Santidad, empeñado en mantener la pureza ritual y sexual de los israelitas.

(4) Reflexión final. Pena de muerte sobre un tercio de la humanidad. Todas las leyes anteriores han de entenderse desde la perspectiva histórico-social de la religión israelita. Ellas deberían completarse teniendo en cuenta las normas de la condena (normalmente son los ancianos de la comunidad los que tienen derecho de condenar a muerte a los infractores) y el modo de la ejecución (normalmente por lapidación, con exposición posterior del cadáver, colgado de un árbol, hasta la llegada de la noche: cf. Dt 21, 21-23). Son leyes de un momento antiguo, en que religión y orden social se vinculaban de un modo inseparable. Por otra parte, ellas han sido ya en gran parte superadas por la misma profecía israelita, que no habla de pena de muerte legal de los culpables, condenados por en un tribunal…, sino de pena de muerte «humana», sin condena externa: los hombres y mujeres de un pueblo y del conjunto de la humanidad que actúan de manera injusta, oprimiendo a los pobres, se destruyen a sí mismos (condenándose mismos a la muerte), sin necesidad de un grupo de jueces les condene a muerte.
En esa última línea se ha situado el mensaje de Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios como gracia, pero que eleva su voz de amenaza en contra de la injusticia de un mundo que corre el riesgo de destruirse a sí mismo, si es que persiste en su injusticia. Jesús fue condenado a muerte precisamente por aquellos a quienes él hizo ver el riesgo de muerte en que se hallaban, si juzgaban y mataban a los otros. Desde esta perspectiva, y desde el mensaje de gracia de la pascua (a la luz de Rom 1-3) ha de replantearse todo el tema anterior de la pena de muerte, teniendo en cuenta la separación moderna entre las cosas de Dios y las del César (cf. Mc 12, 17). Evidentemente, en esa línea, el evangelio, entendido como experiencia de perdón y gracia en Jesucristo, debe llevar a los cristianos a superar la pena de muerte, no sólo en el plano eclesial, sino también en el plano social, creando unas condiciones culturales y económicas en las que se supere la venganza del Estado, como he indicado en Dios preso, Sec. Trinitario, Salamanca 2005. Durante largos siglos, aliada con los poderes políticos, la Iglesia ha defendido e incluso promovido la perna de muerte (en sus inquisiciones), para vergüenza de los mismos cristianos. Pero esos tiempos deben pasar y pensamos que, en gran parte, ya han pasado. Pero debemos mantenernos vigilantes, no sea que desde la misma iglesia defendamos formas de imposición y de venganza que se sitúan en la línea de la pena de muerte.
Dicho eso, a manera de conclusión, debemos añadir que el gran problema de nuestro tiempo no es la pena de muerte jurídica, aunque hay “grandes países” como Estados Unidos y China que la practican como macabra “generosidad”. El tema y vergüenza de nuestro tiempo es la pena de muerte callada que el sistema capitalista impone sobre una gran parte de la humanidad: casi un tercio de los hombres y mujeres de la tierra viven bajo la amenaza de la pena de muerte por razones económicas y sociales, que provienen del orden económico, sacralizado por algunos. Los “buenos” estados del mundo, con el sistema político global, no tienen que condenar a muerte a nadie, de un modo exterior: no emplean cámaras de gas, ni tiros en la nuca, ni sillas eléctricas… Hacen algo más “limpio”: dejan morir a la gente, de hambre y miseria, mientras otros despilfarran, comen y gastan sin control alguno aquello que a otros les salvaría de la muerte.
Un filósofo nada sospechoso de “piedad cristiana” afirma que nuestro gran barco trasatlántico capitalista “atraviesa de parte a parte un mar de ahogados, con trágicas turbulencias en los costados de la nave y, a bordo, angustiosas conferencias sobre el arte de lo posible” (P. SLOTERDIJK, En el mismo barco, Siruela, Madrid 2000, 21). Sobrevivimos en nuestro trasatlántico, en medio del gran diluvio de un mundo amenazado de muerte, dejando que mueran en el mar (¡ellos tienen la culpa!) millones y millones de personas. Este descubrimiento nos hace ver con otros ojos (¡casi con ojos de piedad!) los casos de pena de muerte en Israel y, sobre todo, nos invita a plantear de un modo distinto los temas y retos de la vida, en línea de solidaridad, abriendo el barco de la vida para todos. Para ello necesitamos una nueva sabiduría, un evangelio radical, fundado en Jesús, el condenado a muerte. Precisamente en Jesús, condenado a muerte, descubrimos los cristianos el poder de la gracia de Dios que perdona y nos capacita para compartir caminos de vida entre todos los hombres. El tema sigue abierto, la reflexión bíblica nos invita a plantearlo con radicalidad, dentro de un mundo en el que condenamos a muerte a muchas formas de vida, poniendo en riesgo la misma estabilidad y vida del planeta

Xabier Pikaza

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