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Derechos humanos en la Iglesia: la incoherencia vaticana

10-Diciembre-2008    Juan José Tamayo

La celebración del sesenta aniversario de la Declaración de Derechos Humanos invita a reflexionar sobre la situación de los derechos humanos en la Iglesia Católica, una de las instituciones que más resistencia ha opuesto históricamente a las libertades modernas.

La Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano promulgada en febrero de 2001 establece en su artículo 1º que “el papa detenta en su persona la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial“.

Tras el Concilio hubo intento de hacer una Ley Fundamental de la Iglesia, pero el proyecto no llegó a puerto. Sólo se hizo en 1983 la promulgación del Código de Derecho Canónico, que aunque es válido sólo para la Iglesia Latina, prácticamente, con sus 1752 artículos (o cánones) es la Ley magna de la Iglesia Católica. Aquí no hay división de poderes, sino potestad suprema: “El Obispo de la Iglesia de Roma… tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (Cánon 331)..

En consecuencia, la cultura de los derechos humanos está ausente de su organización, que se configura con una estructura estamental (clérigos y laicos; Iglesia docente e Iglesia discente, jerarquía y pueblo de Dios), funciona al modo jerárquico-piramidal (pastores-rebaño) y rechaza la democratización alegando que es de institución divina y que tiene fines espirituales. Lo que choca, de entrada, con el título de jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano que ostenta el papa.

Por eso, la transgresión de los derechos humanos en la Iglesia católica no es una patología más, sino un una práctica estructural, inherente al paradigma eclesiástico actual que no se corresponde con la intención del fundador ni con los orígenes del cristianismo. El papa y los obispos católicos defienden los derechos humanos en la sociedad y denuncian su transgresión, pero desconocen e incumplen los derechos de los cristianos y de las cristianas en el seno de la Iglesia. Defienden la libertad en la sociedad, pero se olvidan de la libertad cristiana, reconocida de múltiples formas en los textos fundantes del cristianismo. ¿Cómo puede negarse a los cristianos y cristianas la libertad cuando, según declara Pablo de Tarso, “para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gálatas 5,1)? Es la incoherencia vaticana. Veamos algunos ejemplos.

Las mujeres son excluidas del sacerdocio, del episcopado y del papado y de los puestos de responsabilidad eclesial, alegando que Jesús fue varón y que sólo puede ser representado por varones. Se convierte así a Jesús de Nazaret en una persona machista cuando lo que puso en marcha fue un movimiento igualitario de mujeres y de hombres. La Congregación para la Doctrina de la Fe ha amenazado con la excomunión al teólogo norteamericano Roy Bourgeois por afirmar que las mujeres tienen la misma dignidad que los varones para ser sacerdotes y que en la Biblia no hay nada que se oponga a la ordenación de las mujeres. Su respuesta ha sido que el sexismo y el racismo son pecado y que la discriminación de género es inmoral ¿Cómo puede practicarse la discriminación contra las mujeres impunemente en la Iglesia Católica cuando Pablo de Tarso escribió ya a mediados del siglo I que “ya no hay ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 26) ?

Se obliga a los sacerdotes a ser célibes y a renunciar al matrimonio cuando teológica e históricamente no existe una vinculación intrínseca entre sacerdocio y celibato. No se reconocen ni se respetan libertades como las de expresión, investigación, cátedra e imprenta. Hay decenas de teólogas y teólogos condenados por sus escritos y declaraciones públicas, a quienes, además, se les obliga a someter a censura previa todo lo que escriben. En algunos casos, libros publicados “con las debidas licencias” eclesiásticas son retirados de la venta. Hasta la opción por los pobres es condenada a veces con penas severísimas como en el caso de la teología de la liberación, demonizada por el cardenal Ratzinger cuando era presidente de la Congregación de la Fe en la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, y de algunos de sus principales representantes como Leonardo Boff.

Los procesos contra los teólogos y las teólogas no son precisamente un ejemplo de transparencia y de respeto a los derechos humanos; todo lo contrario, los inculpados ven cómo en dichos procesos se incumplen sistemáticamente los derechos reconocidos por la justicia civil. Se sienten solos ante el peligro, sin defensa ni posibilidad de apelación. Además, la sentencia está dictada de antemano.

Y, no contenta con reprimir los derechos humanos en su interior, la jerarquía católica se opone el ejercicio de determinados derechos y libertades fundamentales en la sociedad: el derecho al libre ejercicio de la sexualidad, condenando la homosexualidad, oponiéndose a su total despenalización y generando con sus condenas actitudes homófobas. Condena la investigación con células madre embrionarias con fines terapéuticos, práctica que algunos dirigentes de la Iglesia católica comparan con los experimentos nazis en los campos de concentración. Niega los derechos reproductivos y sexuales de las mujeres.

Los representantes de la Iglesia católica juegan un papel muy activo en contra de los derechos de las mujeres en la Conferencias Internacionales de Medio Ambiente, Desarrollo y Pobreza, Emancipación de la Mujer, etc., haciendo causa común con otras organizaciones religiosas integristas. Sucede que, en estos casos, extienden la prohibición de dichos derechos a todos los ciudadanos y ciudadanas. Más aún, se oponen a las leyes que regulan dichos derechos, llamando a su incumplimiento, porque consideran que son contrarios a la ley natural. Vuelve a repetirse la actitud condenatoria de las libertades y los derechos humanos adoptada por la jerarquía católica a lo largo del siglo XIX y durante buena parte del siglo XX. Pareciera que la historia de la Iglesia hubiere retrocedido o se hubiera detenido hace dos siglos.

Dos hechos recientes dejan al descubierto la insensibilidad del Vaticano en este campo: su negativa a firmar la convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad y la oposición a la propuesta de Francia ante las Naciones Unidas de despenalización total de la homosexualidad en el mundo, ya que en ocho países la homosexualidad se castiga con la pena de muerte. No aceptar dicha despenalización implica la condena a muerte de los gays y lesbianas que viven en esos países. Con su actitud el Vaticano está violando de manera flagrante el primero de todos los derechos humanos: el de la vida. ¿Qué credibilidad va a tener cuando clame por el derecho de los no nacidos si legitima la pena de muerte de ciudadanos y ciudadanos por el libre ejercicio de su sexualidad?

La celebración del sesenta aniversario de la Declaración de Derechos Humanos me parece una buena oportunidad para que la Iglesia Católica en su conjunto, empezando por sus dirigentes, haga “examen de conciencia” sobre el incumplimiento de los derechos humanos en su seno, muestre un firme propósito de la enmienda, elabore una carta de los derechos y libertades de los creyentes y ponga en práctica los principios de la Declaración en todos los niveles de su organización. Recientemente el Vaticano ha ampliado el catálogo de pecados, pero no ha incorporado uno que es ciertamente “pecado mortal”: la transgresión de los derechos humanos en el seno de la Iglesia.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid y editor de Diez palabras clave sobre derechos humanos (EVD, Estella, 2006).

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