Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Se aproxima la hora

17-Enero-2009    Antonio Duato

Me invitan en el blog anterior, en el que María ha revelado que hoy es mi cumpleaños por coincidir con la fecha de la Manifestación por la Paz en Gaza, que escriba algo en una nueva entrada para dar ocasión de felicitarme. Sí, es mejor reservar el post de ayer, SÍ MASIVO A LA PAZ EN GAZA, a comentar la barbarie que todo occidente está haciendo en Palestina

Y cumplo su deseo diciendo, en primer lugar, que me siento orgulloso de mi santo patrón, San Antonio Abad, a quien la devoción popular ha encomendado una noble tarea, la protección de los animales. Yo fui puesto bajo su protección porque nací precisamente en este día y como un animal. ¿Cómo no identificarme con un animal cuando mi concepción y mi alumbramiento fue tan carnal como el de cualquier cachorro? Eso soy y sigo siendo hoy, cachorro lanzado a la vida al principio de la segunda república española, por una pareja de amantes apasionados, de derechas pero rebeldes contra las injusticias, más auténticos y solidarios que católicos cristalizados.

¿Y cómo no sentirme también miembro de una especie animal que está apenas saliendo de ese estadio de violencia y depredación, sin haber tomado conciencia colectiva de que vivir es libertad creativa, respeto y simbiosis con el otro? Si los hombres y los pueblos utilizaran la capacidad que se les ha dado para conocerse en lo más profundo, con ciencia y mística al unísono, descubrirían que toda la realidad es energía en co-laboración.

Cada año en este día solía desde mi adolescencia reflexionar sobre los años pasados y sobre mi misión en los que me quedaban por vivir. Y escribía algo en mis cuadernos. Mi maestro Marcel Légaut me enseñó que el escribir es un acto a la vez de construcción y donación personal. Te entiendes y unificas escribiendo, y te das a ese posible lector que tal vez algún día te lea y recoja la semilla.

Él escribió muy poco a poco y desde el relativo retiro de una familia rural que él fundó en 1944, a sus 44 años. El primer libro lo publicó en 1970, cuando tenía 70 años (sus años coincidían con los del siglo XX). Yo lo leí entonces y quedó sembrada en mí la semilla. Pero sólo le conocí personalmente catorce años después. Han pasado veinticinco años desde aquel encuentro sencillo -él era el antíhéroe- en Bellesguard (Barcelona) y, examinando el camino recorrido en este cuarto de siglo y pensando en cuál puede ser mi misión en lo que me quede, pienso que Marcel Légaut es quien mejor me introdujo en una espiritualidad auténtica y liberada, condición indispensable para un seguimiento del verdadero Jesús, que es lo que más ha marcado mi vida desde que tengo uso de razón.

Légaut escribía sus libros desde un pausado pero trabajoso esfuerzo, en su soledad rural, para futuros lectores. A mí me ha tocado escribir en directo, on line, con el agobio del ajetreo de la ciudad y del bombardeo informativo. Pero tampoco él estaba desinformado ni descomprometido con su realidad. En 1989 –un año antes de morir repentinamente, sólo con su maletín esperando un autobús en Aviñón– se había publicado un Manifiesto de Colonia firmado por teólogos de todo el mundo que pedían más libertad para pensar la fe en la Iglesia Católica. Él salió a la palestra y publicó en Le Monde un artículo con el títuloUn católico a su Iglesia. Una revista progresista promovió firmas de adhesión a este llamamiento. Y unos meses después Légaut envío las adhesiones recogidas a los obispos de Francia, acompañando una carta a ellos que tituló Se aproxima la hora. Fue la última toma de posición, el testamento, de un gran testigo del Viviente.

Al situarme hoy una vez más entre mis pasado y el futuro que me quede, desde este portal de ATRIO que aunque lo inicié yo y tiene forma parecida a la de un blog siempre he pretendido que fuese una casa y causa de todos, más que decir lo que siento con palabras mías, lo digo con las palabras de Légaut. La situación es muy parecida a la de entonces, aunque más agravada. Yo hago mías hoy cada una de las palabras de Marcel y cada uno de sus pensamientos y sentimientos. Él los expresa mejor que podría hacerlo yo.

Me doy por felicitado por todos. La única felicitación y regalo que espero de vosotros es que os toméis un tiempo para leer con atención, rumiéis en el interior y comentéis después aquí estos textos:

————————————————————

[De IGLESIA VIVA, nº 143-144, sep-oct 1989, pp. 567-571]

    EL TESTIMONIO DE UN VIEJO CREYENTE

    Por MARCEL LÉGAUT

    A raíz de la famosa declaración de Colonia, Marcel Légaut, un hombre espiritual laico, al que es difícil encuadrar porque no es ni filósofo ni teólogo clásico, sino un católico seglar que ha intentado personalizar su fe, haciéndola profunda y coherente, y dando testimonio de ello en sus libros, ha salido a sus casi noventa años de su silencio, y ha manifestado a la opinión pública y a sus obispos su opinión sobre lo que piensa del momento actual de la Iglesia Católica. IGLESIA VIVA, que se adhirió al primero documento, cree oportuno dar a conocer a sus lectores estos dos escrito que demuestran a la vez una profunda fe y una gran libertad.

    I. UN CATOLICO A SU IGLESIA

¿Cómo no sentirse solidario de los movimientos de protesta que surgen actualmente en la Iglesia a propósito de las numerosas decisiones arbitrarias de la institución? En el pasado, esa institución se ha mostrado incapaz de preparar al pueblo de Dios para asumir los tiempos difíciles que la Iglesia afronta hoy día. Y son muchas las cuestiones que durante bastante tiempo se han ido eludiendo.

Muchas de las actuales declaraciones son justas y útiles. Pero provienen del interior de los medios católicos. Para que fueran más eficaces convendría que concernieran a un público no solamente católico ni solamente identificado con determinadas corrientes sociopolíticas.

Por ello, creo que, en unión fraterna con otras manifestaciones, sería bueno dirigir una llamada semejante a un público más amplio, al público de Le Monde, católico o no, pues el porvenir de la Iglesia concierne a todo hombre. Es preciso que este movimiento de inquietud y de protesta sea obra de toda persona enamorada de la libertad y de la dignidad, pues la Iglesia, indirectamente, repercute en todo el devenir social y cultural de mi país, incluso más allá.

Las Iglesias deben someterse a revisión constantemente. El pasado del cristianismo no garantiza en absoluto el porvenir de las Iglesias. La fe en Jesús no lleva a afirmar que la Iglesia católica de mañana no será demasiado diferente de la de ayer.

Mi Iglesia, ¿será capaz de afrontar el cambio necesario para no quedar condenada a ser solamente una secta replegada sobre sí misma al abrigo de doc¬trinas incomprensibles para la mayor parte de los hombres; a diluirse poco a poco en la sociedad que acabará por ignorarla o no ver en ella más que folklore?

Mi Iglesia, ¿quedará reducida, aún sin quererlo reconocer, a una empresa humanitaria a la zaga de organizaciones que, mucho antes que ella y con frecuencia a pesar de ella, se han esforzado por que reine más justicia en el mundo? Ciertamente, la Iglesia se ha visto tentada a actuar en favor de los países del tercer mundo, entre los que espera encontrar con menor esfuerzo doctrinal una acogida más favorable que la de los medios cultivados de Occidente. Pero, a menudo, las posturas doctrinales o las decisiones pastorales de alto nivel contradicen, efectiva y prácticamente, las declaraciones puntuales y teóricas de solidaridad con las causas de los pobres.

¿O, tal vez, se limitará a las festivas liturgias que permiten a los individuos celebrar los grandes momentos de la vida? ¿Se conformará con alimentar a las masas con el regocijo y fiestas de las peregrinaciones y los encuentros multitudinarios?

¿Será necesario que mi Iglesia tenga que pasar por una especie de muerte para que brote de nuevo en ella un verdadero manantial de vida, resurgiendo entre las ruinas acumuladas a lo largo de un lento y continuo derrumbamiento?

Todo induce a temerlo así, al constatar cuánto les cuesta a las autoridades religiosas de mi Iglesia observar la actual situación con seriedad y realismo, reconocer la importancia de las causas que originan la crisis y tener en cuenta, a este efecto, los nuevos conocimientos, técnicas y condiciones de vida.

En cambio, ¡con qué seguridad, sin hacerse cargo de sus dimensiones, aborda cuestiones cada vez más complejas! ¡Con qué resolución, teñida de violencia, rehúsa confiar en los cristianos que intentan encontrar solución a los problemas radicalmente nuevos! ¡Con qué altanería les trata cuando no aceptan plegarse a la manera de pensar y al comportamiento disciplinado del pasado! ¡Qué derroche al rechazar tan buenos servidores que, con frecuencia, se cuentan entre los mejores!

Este despilfarro por parte de mi Iglesia la conduce insensible e ineluctablemente a una mediocridad generalizada, a pesar de la presencia en ella de algunas grandes y sólidas personalidades. Para preparar el porvenir, las autoridades actuales no saben hacer otra cosa que volverse hacia el pasado que les formó y les ha promovido, un pasado del que provienen y del que permanecen prisioneros. ¡Así mueren todas las aristocracias!

Por otro lado, el pueblo cristiano ¡con qué facilidad abandona el seguimiento de quienes le gobiernan y tratan de tranquilizar a la vez que se tranquilizan ellos mismos! ¡Cómo, de su ceguera y optimismo, se pierde la ocasión de ejercitar la fe y la esperanza!

Sin duda alguna, en un futuro más o menos próximo, los creyentes que permanezcan en el cristianismo deberán vivir su fe en el aislamiento. En esa situación de diáspora algunos de ellos se reencontrarán en espíritu y en verdad. Reunidos en nombre de Jesús, sufriendo juntos al contemplar en qué estado de pobreza cultural y espiritual se encuentra su Iglesia, sin desesperar, recibirán de El un futuro más digno para el Evangelio.

El don de una nueva forma de otear el porvenir les será concedido a estos seres creyentes y fieles para quienes Jesús es el Viviente que muestra a todo hombre y mujer el camino a descubrir para realizarse en su humanidad. Y si, por desgracia, mi Iglesia, momificada por un conservadurismo materialista traicionara su misión, serán tan fuertes las reacciones que conseguirán que nunca se desvanezca la repercusión espiritual provocada por Jesús. No, ¡nunca desaparecerá la presencia activa, el recuerdo activo de Jesús! (1).

—–

IL SE APROXIMA LA HORA

(Carta a los obispos de Francia) (2)

Como indica la carta con que justificaba la publicación del texto aparecido con mi firma en el periódico Le Monde del 21 de abril, me siento obligado a escribiros con objeto de haceros llegar la lista de personas que se han adherido a mi escrito. Su número es relativamente modesto (3). Pero su calidad es digna de tenerse en cuenta por la importancia de las letras que en muchos casos acompañaban el boletín de adhesión.

Una de las razones que nos impulsó a mis amigos y a mí a continuar en nuestro proyecto después de la análoga iniciativa de Témoignage Chrétien fue la de mostrar que las reacciones provocadas por las actuales medidas autoritarias no correspondían tan sólo a un público determinado, bien caracterizado por su orientación social y política, sino a gente perteneciente a todos los sectores de la sociedad. Personalmente me he esforzado en redactar un texto que, diciéndolo todo con claridad y sin atenuar nada de cuanto pretendía afirmar, fuera lo más irenista posible, ya que no se trata de una contestación sistemática, más o menos heredera de la mentalidad del 68, como algunos podrían estar tentados de sospechar a fin de restarle importancia. Se trata de cristianos comprometidos con su fe, aunque muchos de ellos sean reticentes en su manera de practicar. Reconozco también que he aprovechado la ocasión para ampliar el debate sin limitarlo a las dificultades actuales, por importantes que sean, insistiendo en la necesidad de un cambio real de la Iglesia para que cumpla su misión en el mundo siguiendo a Jesucristo y según su espíritu.

La insatisfacción –peor aún, el pesimismo– es la nota dominante en la abundante y bien cuidada correspondencia que me ha llegado.

En este sentido, un buen número de estos escritos me reprocha la vincula¬ción –en vano, añaden, por otra parte– al servicio de una Institución que, a su parecer, está condenada a desaparecer o, al menos, a reabsorberse en una especie de secta finalmente sin relevancia social ni política.

Por mi parte pienso que si el recuerdo de Jesús permanece vivo en los espí¬ritus para continuar todavía cuestionando a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, ha sido gracias a la Iglesia empírica tal como ha existido en el pasado; y que, sin prejuzgar las formas que revestirá en el futuro, es actuando en la Iglesia mientras ella lo tolere, y no abandonándola, como mejor se la puede ayudar a inventar a su tiempo la manera de seguir viviendo con la mayor fidelidad al Evangelio y del modo más adecuado a su misión.

Vivir, así, en la Iglesia no supone tranquilidad. Más bien es fuente de sufrimiento e inquietudes tales que la fe y la esperanza no pueden agotar. Esto les confiere una dimensión cercana a lo imposible.

Cuando analizo el enorme cambio de maneras de pensar provocado por la autocrítica que la ciencia ha debido y sabido hacer respecto a las certidumbres de antaño –por otro lado tan enraizadas en la mentalidad y sensibilidad de las personas–, lo que le ha permitido un desarrollo hasta hace poco inconcebible, me interrogo con ansiedad sobre las posibilidades que tiene la Iglesia actual de hacer otro tanto con objeto de aprovechar al máximo los modernos conocimientos y encontrar así el medio de iluminar y proyectar su mensaje. De hecho, la Iglesia proclama de tal modo la intangibilidad de su enseñanza y de sus leyes ¡que ha llegado a atribuirles autoridad divina, haciéndolas el fundamento de la fe!

La autocrítica es, por tanto, indispensable para que la Iglesia sea creíble –y no solamente audible– en las sociedades en que el universo mental de las personas ha quedado profundamente transformado por los progresos de la ciencia y de la técnica. Gracias a los modernos conocimientos y a la luz de la inteligencia espiritual que desarrolla a lo largo de los años la vida de fe, esta autocrítica es posible.

Se trata de una obra de ciencia rigurosa y de animosa reflexión, imagina¬ción y creación, en la que el espíritu crítico se encuentra en contradicción con el espíritu de síntesis: perfecta lucha dialéctica que cadencia la vida del creyente, basculando entre la credulidad alimentada por el conformismo y la avidez de concordismo, y el rechazo racionalista que todavía endurece más la violenta reacción de quienes sienten miedo y defienden apasionadamente su seguridad.

Sin embargo, ¿quién se atreve, realmente, a consagrarse a este quehacer tan capital para el porvenir de la humanidad? Ello supone comprometer la vida hasta perderla incluso, sin ningún género de dudas. Los creyentes que recientemente se han esforzado en trabajar en la reforma intelectual de la Iglesia han sido censurados y con frecuencia condenados. Quienes, en cambio, mundanos y cortesanos, pretendieron reducir los cambios a meros retoques formales han sido objeto de consideración y celebridad.

Pero se aproxima la hora en que, ante la urgencia y el abismo previsibles, algunos cristianos tendrán que asumir riesgos y peligros, por fidelidad, so pena de faltar a su deber; incluso los situados más arriba, a pesar de sus cargos… Porque, si no, ¿qué es lo que mantendría unidos a su Maestro a estos verdaderos discípulos?

No es normal que un anciano escriba estas cosas a un obispo, pero dada la ocasión la aprovecho a sabiendas de lo inusual –algunos dirán ridículo– del caso. Por una vez, ¿es posible hablar de hombre a hombre? Vuestras cargas y responsabilidades, monseñores, son de tal envergadura que me parecen difíciles de asumir correctamente vistas las enormes dimensiones del cambio que precisa la Iglesia y las habituales condiciones en que se ejerce vuestra función. Sería vano añadir más. Y yo no sería honesto si dijera menos. Así, pues, sólo el silencio puede concluir este encuentro inhabitual por una y otra parte, un silencio abierto a la espera…

NOTAS:

(1) Texto publicado en el periódico Le Monde, París, 21-4-89.
(2) Texto publicado en Temoignage Chrétien, nº 2363, París, 23-10-1989.
(3) Más de 1.500 firma.

(Traducción: IGLESIA VIVA)

Haz hoy mismo tu APORTACIÓN (Pinchar aquí)

Escriba su comentario

Identificarse preferentemente con nombre y apellido(s). Se acepta un nick pero con dirección de e-mail válida.

Emplear un lenguaje correcto, respetar a los demás, centrarse en el tema y, en todo caso, aceptar las decisiones del moderador