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¿Un nuevo Concilio? 2. Pero verdaderamente universal y colegial

07-Abril-2009    Giancarlo Zizola
    Publicamos hoy la segunda parte del artículo del Zizola sobre un próximo Concilio. Véase claro que lo plantea como única salida de la crisis eclesiástica, para recuperar el espíritu del Vaticano II pero con un planteamiento más global y radical de lo que era posible en los años sesenta. Sólo un nuevo concilio podría reforzar el espíritu surgido en el anterior y plasmarlo en cambios más definitvos.

El motivo principal por el cual el Vaticano II se había revelado como inadecuado para el contexto asiático, y por lo tanto también mundial, era haber sido un Concilio estrictamente euro-americano. Muchos obispos del Tercer Mundo no estaban todavía bastante seguros de sí mismos para tener una influencia significativa sobre la asamblea. El orden del día del Concilio se había hecho en base a los debates teológicos europeos de los años cincuenta y los primeros sesentas. Las preocupaciones fundamentales eran todavía intraeclesiales y ecuménicas, ancladas en la teología de la misión geográfica, aunque se ocupasen tangencialmente de las religiones no cristianas. Sin embargo, las orientaciones promovidas por el Concilio dieron lugar a procesos identitarios extraeuropeos. Así, en esto como en otros temas, el dinamismo del Vaticano II levaba más allá de lo tratado en el mismo.

La irrupción en el escenario global de gigantes demográficos y económicos como China e India ha planteado al cristianismo un desafío radical, tanto en lo que se refiere a la inculturación del mensaje cristiano en las formas cognitivas de las diferentes tradiciones culturales y religiosas de la humanidad, como en términos de una «teología coherente de la subalternidad». Ésta, no se preocupa primeramente de la presentación del mensaje, sino de la manera como la comunidad cristiana encarna el mensaje, identificándose con la humanidad excluida, solidarizándose con sus sufrimientos y ayudándola a asumir un papel activo en el proceso social de los marginados.

Se trata de desarrollos históricos y teológicos que defienden la actualidad de la «Iglesia de los pobres», una de las discontinuidades perdidas en el Vaticano II. El paso a un escenario universal concreto y sufriente podría ayudar a liberar a la Iglesia de un exceso de concentración sobre sus propios problemas internos. Se corre el riesgo de ignorar que el eclesiocentrismo es un síntoma patológico que muestra la carencia de circuitos que hagan posible la comunión solidaria a todos los niveles. Sería necesario aclarar que una sana hermenéutica de la continuidad consistiría en restablecer la continuidad de la Iglesia con las decisiones emanadas del Concilio Vaticano II sobre la participación de todos los miembros de la Iglesia y sobre la colegialidad de su gobierno: una reforma (también de valor ecuménico) sin la cual el peso del papado sería insostenible para un solo hombre. La reforma del primado había sido aceptada por Wojtyla en la encíclica Ut unum sint (1955), pero allí se ha quedado. Convocar un Concilio ecuménico conllevaría a una apología de la colegialidad para que no termine como el decreto «Frequens». También en otros frentes hay que reconocer que grupos poderosos han logrado bloquear la esperanza de una Iglesia de comunión, con un sínodo deliberativo, un laicado protagonista, una mayor confianza y descentramiento en las Iglesias locales, un papel ministerial de la mujer.

Me parece necesario finalmente intentar una clarificación preliminar del significado permanente de «la nueva orientación» impulsada por el Vaticano II. Ya que el catolicismo contemporáneo no se puede concebir sin referencia a este Concilio sería engañoso suponer un nuevo concilio sin haber alcanzado una conciencia histórica compartida del significado de aquel momento decisivo. Como sostiene el padre O’Malley, la acusación principal de que el Concilio Vaticano II ha sido mal interpretado y que esta «hermenéutica de la discontinuidad» es la responsable de la mayor parte de los males del catolicismo contemporáneo, aunque ahora tenga un status de semioficilidad en los ambientes vaticanos, no resiste sin embargo un serio análisis histórico: demuestra lo vano y engañoso de todos los intentos de mezclar las cartas de la continuidad y de la discontinuidad, igual que el esfuerzo por minimizar la reorientación profunda expresada por el Concilio Vaticano II. [Ese empeño en oponer continuidad y discontinuidad en la interpretación del Vaticano II al que alude el autor con frecuencia proviene del discurso papal en la Navidad de 2006. aunque por respeto no quiera polemizar. Nota del traductor]

Se mantiene en todo su incuestionable valor la pregunta planteada por Kart Rahner a una jerarquía titubeante y más bien inclinada al contrarreformismo: ¿El Concilio Vaticano II tiene o no tiene un valor permanente? La historia muestra que los concilios han obrado, no tanto lentamente sino a lo largo de mucho tiempo, con fases de difícil recepción y también con rechazos. El caso del Vaticano II es muy especiañ porque al Concilio le sucedió un cambio de la sociedad, el del año 68, sin precedentes en la historia, al menos de movimientos tan radicales, rápidos y universales. Este giro antropológico dejó inservible el lenguaje y las categorías antropológicas en las que se había expresado el Concilio solamente tres años antes.

Precisamente por reconocerle sus límites históricos, podemos aceptar que el Concilio Vaticano II ha sido un paso decisivo, que debe tener un desarrollo, un porvenir. Su función ha sido la de pasar página más que ofrecer un marco o un modelo de reforma, valió más el impulso que los contenidos. Y la Iglesia católica parece sentir la necesidad de este impulso una vez más. No han faltado recientemente las intervenciones de eminentes exponentes de la jerarquía eclesiástica que, al indicar con franqueza evangélica las consecuencias de la falta de reforma en la vida eclesial, han avanzado al mismo tiempo propuestas de cambio para desbloquear el retraso de la Iglesia de cara a las exigencias de fidelidad a la inspiración de los orígenes evangélicos por un lado, y a las exigencias de las rápidas transformaciones históricas, por el otro. A pesar de la contención prolongada del proceso innovador, parece que la Iglesia no tiene otra salida visible para salir de la crisis que la de volver al espíritu y también a las orientaciones promovidas por el Concilio.

Pero si la lógica autorreferencial del sistema ha trabajado para contener el impulso (universal y espiritual) dentro de un marco (eclesiocéntrico y diplomático) demasiado prudente, es fácil comprender que se engrosen las filas de quienes consideran que relanzarlo de nuevo, para cumplir la reforma espiritual del Vaticano II, no puede proporcionar más que una nueva y mas profunda reflexión sobre el significado del misterio cristiano hoy, en particular sobre la verdad en torno a la figura de Cristo, como en los antiguos concilios cristológicos, exigencia que podría requerir la convocatoria de un Concilio Ecuménico Vaticano III.

Adista - Segni nuovi n. 36. (La primera parte en el el n. 33)

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