Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Una vida consumada en Cristo

22-Abril-2009    Atrio

La noticia ha llegado a primera hora de la tarde: Antonio Andrés, del Barrio del Cristo ha muerto, como consecuncia de una caida hace unos días. Alguna semana antes le precedió Fina Alberola, otra fundadora de la comunidad. ¡Cuántos, en España sobre todo, han enriquecido su vida cristiana con las palabras y sobre todo el ejemplo de autenticidad de Antonio y la comunidad! Pero pocos conocerán este artículo escrito en Iglesia Viva por ellos, a los tres años de iniciar la experiencia que ha proseguido en la misma línea más de 40 años. No tenemos nada mejor para este gran duelo que hacer memoria de todo lo vivido, a través de este texto de 1971. A continuación, recordando esta vida, cada uno puede puede aportar más recuerdos y sentimientos. Y que sea para todos resurrección esta consumación de una vida que no muere.

    COMUNIDADES DE BASE

    Por Comunidad del Barrio del Cristo (Valencia)

DECLARACION de modestia.‑ Los que esto escribimos no tenemos conciencia de representar a las comunidades cristianas de base de nuestro país.

    a) Porque se trata de un fenómeno complejo, con características muy diversas, a menudo contrapuestas, y con muy pocos elementos comunes, como pudimos apreciar en la última semana de teología de Deusto dedicada a este tema.

    b) Porque nosotros mismos ignoramos con información de pri­mera mano, que es la que se pide, la realidad exacta (número, situación, objetivos) de todas y cada una de las comunidades de base que existen en España.

    c) Porque ninguna nos ha pedido que la representemos y hay motivos para pensar que buen número de ellas no se sentirán interpre­tadas en nuestro pensamiento.

En todo caso lo que sigue tendrá unas pretensiones a la fuerza modestas y acaso poco interesantes: exponer el funcionamiento de un grupo reducido de cristianos que aspiran a realizar la vida de iglesia de un modo permanente en el ámbito de una comunidad. Esto tendrá el inconveniente de lo demasiado particular y localista y probablemente no dará cuenta suficiente de toda la problemática que hay suscitada en un horizonte más amplio que el que nosotros, desde nuestra limitada inserción en un barrio de emigrantes del levante español, podemos percibir.

Declaración de inmodestia.‑ Y sin embargo esperamos que, a pesar de todo, estas líneas incidan en alguno de los aspectos más caracterís­ticos y en algunas de las más significativas tentativas de respuesta afines a todos los católicos españoles que en 1971 se cuestionan su fe comunitaria y responsablemente. Así nos lo permite pensar los frecuentes contactos que hemos tenido con comunidades y grupos de variada procedencia repartidos por toda la nación. Trataremos, pues, de insistir no en lo que hay de más genérico y en lo que de algún modo define el talante religioso de una generación sometida a las mismas o similares presiones sociales, económicas, políticas y culturales, y con los mismos prece­dentes históricos.

Cómo empezamos.‑Pronto hará tres años que sedimentó el grupo. No se puede, pues, calificar ni de experiencia madura ni de experiencia primeriza. Permanecemos los mismos que empezamos y más o menos se mantienen los fines y medios que nos propusimos al iniciar lo que se presentaba como aventura incierta: no nos conocíamos a fondo, algunos ni superficialmente, procedíamos de muy diversos lugares y ambientes, geográfica y socialmente, y también la edad y formación cultural de cada uno nos diferenciaban sensiblemente. La comunidad era mixta. Desde el principio nos propusimos ponerlo todo en común: el jornal, la experiencia diaria de la vida y el trabajo, la fe y la acción a cualquier nivel. Ha sido durante el segundo año, y pasando un primer período de adaptación a la nueva vida y de consolidación de la vida interna del grupo, cuando lo que se ha ido manifestando más difícil ha sido la comunidad de vida: la participación de nuestra vida íntima en toda su densidad humana y religiosa. Sin duda porque así es nece­sariamente en cualquier hipótesis y también por nuestra deplorable preparación para una vida comunitaria. Todos, unos más que otros, teníamos que romper con un pasado y empezar, traumatizados, una nueva vida y en un camino todavía por hacer y roturar.

El lugar elegido fue, ya lo hemos dicho, un barrio de emigrantes del extrarradio de una capital levantina. El presbítero del grupo era ya nominalmente coadjutor de la parroquia y, aunque liberado al ini­ciarse la comunidad para realizar una labor pastoral más misionera, ofrecía al grupo una cobertura jurídica, tanto desde el punto de vista eclesiástico como civil. Posteriormente hemos visto que los inconvenientes han sido tal vez mayores que las ventajas.

PRESUPUESTOS TEOLOGICOS

a) Retorno a las fuentes.‑ Teóricamente las motivaciones eran claras: la lectura atenta y el estudio meditado durante años del Nuevo Testamento ofrecía claramente la óptica de la comunidad sobre todo en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo. La confi­guración, a la vez unitaria y pluralista de las comunidades de Jerusalén, Antioquía y Corinto y de las comunidades domésticas (la iglesia de la casa de Aquila, la iglesia de la casa de Prisca…) despertaban especial atención. Cuando el presbítero de la comunidad era todavía estudiante de teología, constataba con malestar el abismo que separaba las iglesias de los tiempos apostólicos, con su estructura diacónico‑sacramental y misionera, de la iglesia actual, fosilizada en una estructura estática, uniforme, predominantemente jerárquica y sobre todo jurídica. Una iglesia más preocupada por el cumplimiento del derecho canónico que por el soplo del espíritu, más atenta a mantener la institución que a revivir el acontecimiento, más conservadora que misionera, más celosa del orden y la disciplina que del respeto a la libertad de los carismas, más clerical que popular, más «sociedad perfecta» que misterio de comunión, más reducible, en fórmulas y políticas, a un totalitarismo que a una democracia.

El malestar no se resolvió en desaliento y abandono, sino en estímulo e incentivo: había que fundamentar bien la intuición primera y esperar: si la Iglesia es comunidad debe aparecer como lo que es, no como so­ciedad entre sociedades, no como estado soberano entre estados sobe­ranos, no como poder entre poderes similares. No se trataba de una vana e ingenua tentativa de regresar románticamente a los primeros tiempos del cristianismo como si nada hubiera pasado desde entonces, sino partir del dato fundamental y fundante del N. T. para dis­cernir lo que era necesario desarrollo de una corrupción del espíritu original.

Un primer germen de nuestra decisión lo puso así el contacto con las fuentes.

b) Experiencia de una Iglesia que no nos gusta.‑ Pero inseparablemente unido, como ya se ha visto, el impacto dolorido de la Iglesia que co­nocíamos y sufríamos, de la que formábamos parte sin renegar de ella, porque su pecado es nuestro pecado; pero que, puesto que la amábamos y no nos gustaba, la deseábamos como Cristo la quiso, con un rostro evangélico. Es la Iglesia de la diplomacia y los concordatos, con los obispos en las Cortes, con la Curia y las parroquias como estructuras de poder enclavadas en los barrios con indiferencia o con una mano tendida desde arriba.

Y aquí convendría añadir una nueva motivación que ha marcado considerablemente nuestra vida posterior: la experiencia del seminario. Sin duda que una de las causas de la actual situación de la Iglesia la ha determinado el proverbial y ya tópico asunto del clericalismo. Aunque los seminarios no fueron sino apuntalamiento e institucionalización de una casta que ya existía desde mucho antes como el grupo de separados de la Iglesia -los célibes ordenados para dirigir la grey y segregados de la comunidad de las gentes normales que trabajan para «enseñar, santificar y gobernar»- lo cierto es que en nuestro tiempo el seminario tridentino, cuyo espíritu y letra se mantienen con sólo ligeros retoques superficiales, sigue constituyendo uno de los fac­tores más decisivos en la presente configuración de la Iglesia.

Nuestra comunidad, de hecho, cristalizó marcada por esa doble exigencia que en el fondo se experimentaba como única: la necesidad de vivir la Iglesia en su espíritu comunitario y la necesidad de propiciar un clima y dotar de medios adecuados a la comunidad para la formación de aquellos cuya vocación es por definición comunitaria y de creación de comunidades, como son los aspirantes a presbíteros.

Objetivos y medios propuestos, de acuerdo con una Cristología y una Eclesiolo­gía de base.‑ Hemos visto entrecruzarse unos presupuestos teológicos y sociológicos como líneas fuerza de nuestra decisión y programa de vida, es decir, una Cristología y una Eclesiología a la vez que una cap­tación bastante sensibilizada de la realidad de nuestro entorno y del pasado de nuestro pueblo. Tras un proceso más o menos largo de ma­duración se llega a descubrir que no es posible, por ejemplo, ser burgués, permanecer burgués en el estilo de vida, en los privilegios y en los ob­jetivos típicos del mundo burgués y ser cristiano. Y se opta por renunciar a un modo de vivir escogiendo otro, el de los no privilegiados.

Esta «metanoia» cristiana tiene una fundamentación teológica: la señal que ha llegado el reino de Dios es que «los pobres son evangelizados» y sino «mirad quiénes habéis sido llamados a la fe, como no hay entre vosotros muchos sabios, muchos nobles, sino que Dios ha llamado a lo que no es para confundir a lo que es…». Este texto libremente citado de la 1 Cor. tiene múltiples resonancias en el evangelio: Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos; es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los cielos… Y no se trata de una pobreza espiritual simplemente sino con claras consecuencias sociológicas y económicas: si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme. Toda la carta de Santiago está en la misma línea. Y toda la vida de Cristo que nació en un establo, sufrió la emigración y la persecución de la policía, trabajó la mayor parte de su vida como obrero manual, no tenía dónde reclinar su cabeza, escogió entre los pobres sus amigos y murió despojado de todo.

Una Cristología de la encarnación (o de la «encarnadura» como dice Llanos). Una Eclesiología de la comunión. Veámoslo brevemente.

Encarnadura.‑ La pertenencia a la HOAC, desde antiguo, de al­gunos de nosotros nos había ido exigiendo progresivamente dar a nues­tra fe una proyección social y popular. Pero el hecho de no pertenecer la mayoría por nacimiento o educación -estudiantes, profesionales, teólogos- al mundo de los pobres, requería no sólo un cambio de mente, sino un cambio de vida. (Hablamos siempre de lo que a nosotros nos ha ocurrido, sin pretender dogmatizar ni señalar éste como el único camino posible.

a) La vida oculta.‑ Ahondar en el significado teológico de los años oscuros de Jesús prestó a nuestra experiencia inicial una cierta afinidad con los hermanos de Foucauld. No es que de entrada renun­ciáramos a la lucha y al compromiso, sino que a la luz de esos treinta años de Nazaret y alertados del «complejo de facilidad» típico de intelectuales y burgueses, sentíamos la necesidad de asumir plenamente la vida del pueblo y, entre el pueblo, de los últimos, antes de lanzarnos a una actividad del tipo que fuese: el trabajo, la connaturalización con la vida de nuestro barrio suministraría a nuestro estudio, a nuestra oración comunitaria y a la Eucaristía vespertina un lugar de arraigo a la vez teológico y sociológico. Esta decisión partía de la convicción de que sólo entre los últimos encontraríamos a Cristo y sólo desde los últimos podríamos contribuir eficaz y honradamente a la construcción de un mundo nuevo.

b) Trabajo manual.‑ Por eso elegimos el peonaje y las mujeres el servicio de limpieza. Las ocho horas en la fábrica nos iban sumer­giendo en la dimensión más característica de la vida de los pobres: el trabajo asalariado, el cansancio físico, la experiencia de la explotación, los turnos y los trastornos en la alimentación y en el sueño, el paro, los contratos eventuales, los accidentes laborales, el Seguro de Enfermedad (experiencia imborrable para el que la ha vivido) los recursos frustrados al Sindicato y a la Magistratura, la solidaridad y la angustia compar­tida, la decepción y la esperanza, el servilismo de unos y la audacia de otros, las primas y el trabajo en cadena, las protestas legítimas abor­tadas con amenazas de despido, la concienciación clandestina y los plantes a la fuerza de duración limitada. En tres años, por negarnos a trabajar más de ocho horas o a someternos a chantajes injustos hemos conocido la mayoría de las fábricas del entorno, muy numerosas por tratarse de una zona en vías de fuerte industrialización, que acabará por engullir o transformar el barrio. Alguno de nosotros conoce ahora el trabajo no querido por nadie, el servicio de limpieza municipal. En un mundo de marginados, donde la Iglesia jamás ha estado presente al modo evangélico, se entiende, es decir, haciéndose barrendera con los barrenderos, la presencia de cristianos que asumen esa vida es una esperanza para el futuro. Y valga esto como simple anécdota, pero creemos significativa.

Nosotros nos limitamos a proponer a la consideración del lector la impresión que nos produce leer tantas opiniones sabias y librescas, a menudo «revolucionarias» de tantos intelectuales de izquierdas que jamás han doblado el espinazo, cuando hablan del «mundo obrero, del mundo del trabajo». Los tópicos demagógicos aparecen en toda su vaguedad, la vaguedad de lo no vivido y que nos ha permitido esta­blecer una relación no chistosa ni etimológica entre la vaguedad en el hablar propia de personas que saben de la vagancia en el trabajar.

No podemos soportar que se considere esto que hacemos como un «sacrificio», como una decisión «heroica», tampoco como una «expe­riencia». Tenemos que hablar de todo ello con mucha modestia y hasta con pudor. Probablemente lo mejor sería callar, que es de lo que más necesita hoy la Iglesia. Hace muy poco que empezamos y todavía estamos a tiempo de «salirnos» y encontrar otros modos de vivir mejor remunerados y menos cansados. Y somos conscientes de que para la inmensa mayoría de nuestros hermanos de trabajo ese ha sido su único medio de existencia desde que abandonaron a la fuerza sus primeros rudimentos de la escuela y que saben que así se morirán a no ser que les toque la lotería o las quinielas. Como vivieron sus padres y sus abuelos y como están condenados a vivir sus hijos.

El trabajo marca la vida entera de cada familia del barrio y del barrio como tal. La vida moderna favorece poco la vecindad y la con­vivencia con sus inmensos polígonos anónimos, pero incluso en barrios como el nuestro, a los que aún no ha llegado la urbanización masto­dóntica, los hombres vuelven del trabajo cuando ya es de noche, y de noche cuando aun no ha amanecido, salieron al trabajo. El barrio sirve para dormir.

La institución parroquial tal como está montada -y si no fuera por otros motivos aún más graves bastaría éste- aparece así en su radical impotencia e inadecuación para evangelizar a un pueblo en diario éxodo a las fábricas y a las obras de construcción, al que inútil­mente espera venga los domingos para oír la palabra de Dios, cuando no le ha acompañado en su trabajo -en su vida- durante toda la semana laboral.

Aún así, fuera del trabajo, que es el lugar privilegiado donde se traban los vínculos más fuertes de amistad y solidaridad, los bares, numerosos, y los espectáculos como el baile, el cine, el fútbol y sobre todo la televisión, donde todo eso se les sirve generosamente sin nece­sidad de moverse de casa o de la mesa del bar, dan ocasión, sobre todo los domingos y días festivos, a una precaria convivencia que tarda en ser franca y al principio es siempre recelosa y suspicaz. Para las mujeres, el mercado, la tienda, los diálogos improvistos en la calle y las recí­procas visitas a las casas de las vecinas, a las que la vida cotidiana pro­porciona frecuentes pretextos, ofrece más ocasiones de hablar e intimar que a los hombres. Podemos asegurar que las mujeres de nuestra co­munidad son hoy consideradas como unas vecinas más.

Durante los tres años apenas hemos hecho otra cosa que esto a los ojos del barrio: trabajar, vivir como ellos, sin prisas por intimar, sin pretensiones mesiánicas o redentoras ni en el plano religioso, ni en el plano social o laboral, evitando cuidadosamente utilizarlos, pasar por listos, inducirles a hacer lo que nosotros veíamos claro, (cosa que por otra parte no siempre hemos conseguido).

Este contacto, enormemente respetuoso con el pueblo que sufre, nos ha aficionado en nuestra postura inicial, nos ha persuadido más de la necesidad de escuchar, de acercarnos para aprender, antes que de convocar para enseñar. Es muy diferente, insistimos, saber del pueblo de oídas, por «visitas» o por libros, o conocerlo a través de biografías concretas en caliente, al hilo de la vida compartida en común. Conocer por propia experiencia lo que es vivir la pobreza, las consecuencias deshumanizadoras de una incultura impuesta, después de despertar nuestra cólera, nos ha hecho entrar en comunión con su angustia y su esperanza, con esa paciencia de los sistemáticamente oprimidos, que tienen más de aguante que de resignación. Por otra parte nos ha librado de todo cliché prefabricado, de toda idealización y de todo paternalis­mo. El pueblo no necesita ni merece que se le mitifique. También los pobres han de ser redimidos de su pecado y de su egoísmo y no solo liberarse de su explotación.

Esta es la idea de encarnación que llevamos en la cabeza y que la realidad ha confirmado con creces, aunque dejándonos el regusto amargo de que en esa pendiente hacia abajo, nunca se llega al fondo, en parte por nuestras resistencias voluntarias y en parte por nuestros involuntarios condicionamientos. Si hay una cultura que aspiramos dar a luz en parto doloroso, es una verdadera cultura del pueblo, ex­presada con el vocabulario y la idiosincrasia del pueblo. Por eso re­chazamos una cultura colonizadora que desclasa y eleva falsamente, estimulando a una promoción egoísta e individual. Jesús aprendió esos modos de hablar, esos giros llenos de vida concreta propios del pueblo, porque desde que empezó a ser hombre no asistió tanto a la escuela de los rabinos como a la escuela de las pobres gentes.

En todo lo dicho, quizá se haya echado de menos, metodología y sistematización, pero hemos preferido «narrar» a elucubrar. Em­prendimos este camino a partir de una convicción evangélica y desde una reflexión teológica, cuya fundamentación se puede encontrar en los libros. Aquí hemos optado por reflejar un aspecto de la vida, desde esta intuición esencial: el Señor escogió el modo de vivir de los últimos. Liberó asumiendo la condición humana allí donde se pone más de manifiesto su radical debilidad, al mismo tiempo que la misteriosa fuerza de Dios.

LA COMUNIDAD POR DENTRO

En la vida de Cristo, hay otra dimensión que no se ve, pero que se adivina, y que hizo de él (a la vez que «el hijo del carpintero, cuyo padre, madre y toda su familia eran conocidos, en aquel Nazaret, de donde se dudaba que pudiera salir algo bueno), el Hijo que llamaba familiarmente a Dios con el apelativo de Abba, papá. Mantenía en el secreto de sus noches de oración en la montaña, diálogos misteriosos con un ser misterioso al que se sentía religado íntimamente, de manera que hacer su voluntad constituía para él un manjar de sabor ignorado por los hombres. La vida de Jesús, «tenía misterio», creaba misterio alrededor de él, suscitaba preguntas, y no por lo insólito de su proceder ‑le acusaban de comedor y bebedor y de rodearse de compañías du­dosas como publicanos y meretrices, cosa impropia de un «verdadero profeta», sino por la profundidad desde la que vivía su existencia co­tidiana y que hacía de él un ser de relación, una persona que solo se en­tendía referida a otro, del que era signo, expresión y rostro humano,

Aparentemente la vida de oración, reflexión y estudio, distancia del pueblo, distancia de la vida concreta. Tal vez no sea simple apa­riencia, pero la encarnación es también misión, no solo está orientada a la misión, sino que ella misma es misión. Ese Jesús que es referencia al padre sin rostro, está a la vez referido al hombre; es, como lo definió Bonhöffer, el ser-para-los-demás. Jesús no misionó sólo al iniciar su ministerio público de predicación, sino también a lo largo de sus treinta años de vida silenciosa. La connaturalización con la vida, el trabajo, la explotación y la angustia del pueblo, es el presupuesto absolutamente necesario de la misión, puesto que sólo se redime lo que se asume; pero la misión del cristiano no termina ahí. La encarnadura en la vida de los pobres, es el único terreno adecuado desde el que anunciar una buena noticia, un feliz acontecimiento para el pueblo y que desborda las esperanzas de lo que él podía conquistar en su lucha por liberarse: Dios ama al hombre, Dios está de parte del hombre, y Dios quiere salvar a los hombres haciendo suya la condición de las víctimas. Dios es pobre y no tiene dónde reclinar la cabeza, porque Dios es amor y el amor es comunión y la comunión sólo puede establecerse en la base de la pirámide, ahí donde todos los hombres pueden encontrarse.

Nosotros fuimos conscientes de este doble «momento» de nuestra presencia en el barrio. Si sólo se evangeliza lo que se ha incorporado así, lo que se ha hecho sustancia propia, al mismo tiempo sólo hay verdadera encarnación liberadora cuando la palabra -hecha carne e historia del pueblo- es pronunciada. Y como no se puede dar lo que no se tiene, nosotros no podíamos crear misterio, sugerir la pregunta de la fe cuando nuestra vida era tan chata y unidimensional, tan cerrada y precariamente referida al Padre. Orar era una necesidad.

Pero esto no bastaba. La revelación encuentra una doble dificultad para los pobres. De hecho ha cristalizado en los moldes de un pensamiento extraño al hombre de hoy, cuya sensibilidad comparte nuestro pueblo, aunque muchas veces sin conciencia refleja. Pero a fin de cuentas la revelación durante muchos siglos sí que ha expresado en moldes culturales afines al pensar de épocas determinadas, y si hoy hubiera hombres con pensamiento y estructura mental aristotélica-tomista, se encontrarían plenamente satisfechos con las expresiones teológicas de la fe católica. Pero desde el siglo tercero la fe cristiana no ha vuelto a expresarse en el lenguaje de los pobres. En nuestro tiempo esto es especialmente grave, puesto que los pobres tienen ya su lenguaje propio, su historia, sus características, su patria espiritual, como en otro tiempo los tuvo el pueblo judío.

Nosotros sentíamos la necesidad, no sólo de transformar nuestro modo de vivir sino más profundamente nuestras categorías mentales, nuestros hábitos de pensamiento y de alguna manera nuestra misma fe, en la medida en que la habíamos asimilado en un mundo burgués y la habíamos encerrado en esquemas inadecuados para hacerla inteligible al pueblo. No se trataba de un simple procedimiento pedagógico, lo necesitábamos para nosotros mismos, porque el choque con la vida del pueblo era demasiado brutal para encontrar respuestas en los plácidos y abstractos manuales de la teología al uso. Teníamos que encarnar nuestra vida pero toda nuestra vida, incluida nuestra fe y nuestra reflexión sobre la fe, que no es sino un modo de vivir y entender la vida a un determinado nivel de profundidad.

LA EXPERIENCIA DEL ESTUDIO

Aquí es necesario aludir a lo que antes anticipamos, y que ha de marcar bastante el estilo de nuestra comunidad. Por supuesto que el carisma del doctor, maestro o teólogo, no sólo nos es privativo del presbítero, sino que ni siquiera le es propio, en buena Eclesiología. Sin embargo, sería una ingenuidad pretender dar un salto en el vacío desde una Iglesia de cristiandad, en la que los curas lo eran todo, a una situación ideal en la que el carisma teológico lo ejerciera otro u otros miembros no presbíteros de la Comunidad. El hecho de que algunos de nosotros aspirasen al ministerio determinó dar un lugar y un tiempo especialmente intenso al estudio de la teología. Al limitarnos a las ocho horas de trabajo manual y concebir nuestra presencia en el barrio, en un principio, como presencia silenciosa, las tres horas dedicadas al estudio no han hecho sino favorecer esta voluntad de anonimato, aunque ciertamente no sin una forzosa escisión interna.

Pero no se trata solamente de estudiar teología y menos todavía cualquier teología ya elaborada. En esto nos ha traicionado una cierta presunción, si bien justificada por la urgencia y la penuria de la situación padecida. Había que ir adquiriendo unos hábitos de pensar que el seminario, en su contexto burgués y anacrónico, no podía dar. Había que empalmar con la cultura profana y tratar de interpretarla a la doble luz de la palabra evangélica y de la experiencia vital del pueblo, del que frecuentemente los grandes pensadores no son más que sus catalizadores. Aspirábamos a ir construyendo sin prisa, y con ayuda de otras comunidades, una Cosmovisión en la que entraran, sin confundirse, pero sin separarse, los conocimientos científicos, filosóficos y teológicos, como tres modos legítimos e independientes de acercarnos a la realidad. Y así hemos ido constatando que el pensar existencial, dialéctico y fenomenológico, propios del hombre contemporáneo, estaba mucho más cerca de los hábitos mentales del pueblo que de los del mundo burgués.

Subyacente a esta Cosmovisión hay una manera determinada de interpretar la naturaleza, la historia y la conciencia, no según módulos estáticos y metafísicos, sino dinámicos y dialécticos. En todo nuestro estudio, del que no es posible aquí, ni seguramente merece la pena, esbozar siquiera sea un esquema, es Cristo quien da sentido a toda nuestra visión del mundo, el hombre y la historia, y a la vez quien nos revela el contenido último de la existencia, como Dios-para-nosotros, y cuyo nombre es comunión.

Ni el plan ni el modo de realizarlo nos satisfacen, pero el trabajo va quedando en unos cuadernos ciclostilados que acaso puedan servir de borrador de trabajo a equipos de teólogos más competentes que estén en línea de franca encarnación en el pueblo. Las dificultades son evidentes, por el cansancio físico, por ausencia de unos materiales que sirvan al menos de guión orientador, en definitiva por la falta total de cauces, incluso legales. En este terreno está casi todo por hacer y hemos llegado a persuadirnos de que es una tarea de primera necesidad que las comunidades cristianas se planteen un servicio al pueblo en profundidad y a los candidatos al ministerio destinados a servir la Palabra de Dios en términos y en contenidos actuales. Entre nosotros se ofrece como perspectiva inmediata la integración de las diversas comunidades locales a la hora de ir realizando este estudio, con lo que dispondremos de mayores posibilidades y de mayor riqueza de contrastes. De todos modos la experiencia no nos demuestra que sólo con esto se solucione para el futuro el problema de la «sustitución» del seminario (en el supuesto de que el seminario haya de ser sustituido). En todo caso serán siempre necesarios Institutos de Teología que fun­cionen a horas que permitan la asistencia a quienes trabajan durante la jornada laboral. Lo que está llamado a desaparecer, por anacrónico e inútil, es el «profesor» que enseña magisterialmente a un alumnado pasivo y silencioso. Al teólogo le corresponde orientar el estudio y contribuir a la coherencia total del trabajo personal de cada uno. La puesta en común enriquece la aportación de unos y otros y ofrece la perspectiva de una síntesis, que no tiene por qué ser uniforme, como no lo son las diversas teologías del Nuevo Testamento.

LA VIDA DE COMUNION

Pero el estudio, naturalmente, no agota la existencia «ad intra» de la comunidad. Si hay una Cristología de la encarnación a la base de nuestro esfuerzo por asumir las condiciones del pueblo, de ella se deriva una eclesiología de la comunión a la base de nuestra configuración como grupo. La militancia en la HOAC nos dio hace ya años las pri­meras intuiciones de lo que debía ser una vida de comunión en los bienes, en la vida y en la acción, o lo que es lo mismo, la vivencia hasta las últimas consecuencias del Mandamiento Nuevo, de la incorporación a Cristo como a un cuerpo orgánico y del Reino de Dios como tarea.

La Eucaristía es el centro, y no sólo el término y la cumbre, sino el origen y la fuente de nuestra vida de iglesia. Es ella la que distingue una comunidad cristiana de cualquier otro modo de estar juntos. La concebimos como comida de amistad y fraternidad, a la caída de la tarde, al término de nuestra jornada laboral, pero a la que otorga su último sentido la prometida y misteriosa presencia de Jesús, Señor de la Comunidad. Si alguna palabra requiere hoy una limpieza abso­luta es ésta. Cena o memorial ‑pobres palabras para expresar lo inexpresable‑ lo que no es en absoluto es un rito solemne desvinculado de la vida, y por eso lo despojamos de todo aditamento sacralizante y convencional. El pan es pan, el vino vino del que se compra en la

tienda y se bebe en las comidas, el lugar el comedor donde se hace la vida de familia y se tienen las reuniones con los militantes del barrio. La Eucaristía es el núcleo, el signo y la expresión de nuestra comunión. Es el «testamento» de Jesús, el prólogo de su Pasión, en la que muestra su amor extremo y radical hasta la muerte. Es ella la que da lugar a la presencia real de Jesús en nuestros prójimos. Está en y a la vez es nuestros hermanos. Confesamos sinceramente que a nosotros es el creer en Cristo el que nos hace creer en el hombre a pesar de todo, cuando tantas veces nos invade el cansancio y la tentación de abandonar.

La Eucaristía nos da también conciencia de nuestra pertenencia a la Iglesia como pueblo, como comunidad grande, como trozo -no separado, pero sí consciente de ser salvado- de este mundo amado de Dios, nos introduce en el momento silencioso, en el momento pro­fético y en el momento sacrificial del misterio de Jesús, muerto y en­terrado para el mundo que no cree, pero vivo y resucitado como único Señor de la Historia para sus discípulos. Diariamente nos enfrenta con la Palabra de Dios que nos interpela, nos juzga y nos invita a la con­versión personal y comunitaria, recordándonos que nos ha unido o mejor, quién es el que nos une y da sentido a nuestro estar aquí y a toda nuestra vida y acción.

Esta Eucaristía diaria la experimentamos con frecuencia dolo­rosamente por nuestra propia debilidad y nuestro cansancio que dege­nera en rutina, así como por la ausencia del pueblo, no por sabida más fácil de soportar. Un grupo de militantes que nos acompaña, la mayoría de ellos no provenientes del barrio, sino, como nosotros, «extranjeros» que intentan connaturalizarse con la vida del pueblo, ponen al des­cubierto cierta debilidad congénita de nuestra actitud misionera. Por una parte es evidente que la acción misionera en el barrio ha de ser muy lenta, pero a la vez, es inevitable el atractivo que ejerce un grupo como el nuestro, por muy oculto que quiera vivir, sobre cristianos inquietos que no han encontrado todavía su modo de vivir cristianamente la propia fe. Entonces el frente misionero se amplía y no hay proporción entre los efectivos y el tiempo que a la autoformación se dedica y la atención prestada a la misión misma. Es éste un problema del que no sabemos cómo salir porque no se pueden evitar ninguno de los dos extremos: el de la necesidad de una encarnación que nos vaya haciendo indígenas a los que hemos venido como extranjeros, y la lógica expansión de nuestra vida hacia personas y grupos que encuentran en ella una respuesta a sus legítimas inquietudes. Lo cierto es que el reducido número de militantes del propio barrio que comparten nuestra Euca­ristía y nuestra fe corren el riesgo de no ser evangelizadores natos, sino de ir contrayendo nuestros propios vicios de origen burgués y de adquirir una simple promoción individual, incluso en el campo re­ligioso.

Sea como sea nuestra condición de gente «de Iglesia», de gente «de misa», que hace de la nuestra una «casa de curas», provoca una

escisión, una molesta sensación de ruptura interior entre nuestra voluntad de ser y permanecer Iglesia a pesar de todo y nuestra fidelidad a un pueblo que se siente estafado por una Iglesia paternalista y aliada con el mismo poder que le oprime.

Esta escisión se concreta mucho al ser enfrentadas nuestra línea misionera con la pastoral de la Parroquia. Está por resolver, por muy buena voluntad que nos asista a todos, la posibilidad de dos pastorales paralelas que lleguen un día a ser convergentes, una desde la insti­tución y otra desde la diáspora, una instalada y visible, otra mezclada como la levadura en la vida misma del barrio. Es preciso que el pueblo vea no dos, sino una única Iglesia, pero lo real es que ve varias, más de una y más de dos, y en definitiva piensa que la «verdadera» y ge­nuina es la que siempre ha conocido, la extranjera y poderosa, la del pan -o «cáritas»- y catecismo y que lo nuestro es cosa de pocos, tal vez cosa de locos que quieren unir lo imposible y, por supuesto, no bien vista por «los de arriba» de la empresa. Estad convencidos de que estas tensiones se resuelven en un amor incondicionado, pero un amor crucificado, que no debe temer los eventuales y aún frecuentes enfrentamientos, puesto que la unidad no se realiza cerrando los ojos y las diferencias, sino afrontando los hechos con lucidez y con verdad.

FE Y COMPROMISO

Del mismo modo que en nuestro estudio aspiramos a un saber unitario, pero que respete los diversos modos de conocer la realidad, nuestra inserción en la vida, a la vez como Iglesia y como mundo, como cristianos que tienen un pueblo y como pueblo que aún no co­noce a Cristo, la entendemos como un todo único desde nuestra expe­riencia vital, pero distinguiendo entre la construcción de la ciudad temporal y la construcción del Reino de Dios, al que sin duda está destinado todo el universo, pero a lo largo de un penoso proceso, lleno de altibajos, meandros y escondimientos, y cuya consumación sería (y ha sido de hecho) un grave error imaginar anticipada. Porque la Iglesia se ha comportado de hecho como sí la humanidad ya fuese Iglesia, ha surgido el clericalismo, el triunfalismo y el juridicismo con su contrapartida de cesaropapismo y persecución no evangélica a una cristiandad antievangélica. En realidad ha sido la lucha de dos poderes por su hegemonía.

La distinción en el mundo y Reino de Dios no es, sin embargo, tan fácil de verificar en la vida real. Para nosotros significa, ante todo, una desmitificación o desreligiosización del mundo, no entendido ya como ámbito de lo sagrado, sino como lugar entregado al esfuerzo creativo de hombre, dentro de las leyes autodinámicas de la materia y de la historia. Conocer el mundo, con sus fuerzas dialécticas, que hay que dominar, es tarea del hombre y no es lícito enmascarar la ignorancia, la pereza o el conservadurismo egoísta o resignado del «siempre ha sido así» con motivaciones seudorreligiosas y alusiones a «la voluntad de Dios». Hoy ya estamos en condiciones de saber que si existe hambre en el mundo, subdesarrollo, analfabetismo, cierto género de enfermedades en determinadas zonas de nuestro planeta, no es por imperativo de la naturaleza, ni por voluntad divina, sino por unas causas históricas perfectamente analizables y remediables, como ha demostrado, entre otros, Josué de Castro en sus libros sobre la Geografía y la Geopolítica del Hambre y de lo que la película «Queimada» de Pontecorvo es un claro gráfico exponente desde la vertiente de la colonización.

En este terreno, saber economía, física y química, medicina, política, antropología, historia, desde una óptica progresiva y dinámica -la que pone el saber al servicio de la praxis transformadora- es para nosotros una exigencia de nuestra dimensión personal y comunitaria, de nuestro ser de hombres. La fe no puede suplir la ausencia de ninguno de estos conocimientos ni, por supuesto, la ausencia de una actividad que se considere despectivamente profana. Tampoco puede suplirlos la buena voluntad o el entusiasmo. Nada nos dice la Revelación de los medios técnicos más aptos en cada etapa de maduración histórica para

construir un mundo mejor a cualquier nivel, en el que todo el hombre y todos los hombres puedan vivir con dignidad de personas y realizarse como seres humanos.

Pero la fe sí nos da un espíritu, un talante, una óptica, un «aire de familia» característicos, para realizar esa tarea mundana. No entra en el plano de «saber para hacer» sino en el plano de «recibir para comprender» y permanecer. Entonces la tarea del economista, del químico, del político o del antropólogo se convierte en carisma, en servicio a un mundo llamado a convertirse en comunidad. No se trata

de imponer la visión cristiana, tampoco de valerse de lo humano como un pretexto para meter a los hombres en el bando de la Iglesia; pero tampoco se trata de transigir con otra concepción que la avasalle. A la base de todo saber técnico y científico, en sí neutral y autónomo, hay una concepción del hombre, del mundo y de la historia. Como cristianos sabemos que el mundo camina hacia la comunión de todos los hombres en Dios y de todos los hombres entre sí, por eso entramos forzosamente en conflicto con una concepción clasista, en cuyo vértice se yergan los que tienen y pueden, servidos y justificados por los que saben ‑desde la cátedra o desde el altar‑ y en cuya base sufren todo el peso de la historia los que ni tienen, ni pueden, ni saben. Por lo mismo entramos en conflicto con toda forma totalitaria del poder, aunque sea en nombre del pueblo, pues desde nuestra experiencia del Señor resucitado sabemos que solo hay un Señor, y como los primeros mártires estamos dispuestos a no claudicar ante los ídolos y no servir a falsos señores, aunque aparezcamos como convictos de crimen contra el Estado, contra la legalidad y contra el orden público.

Vemos así cómo el lugar donde se construye autónomamente el mundo es el lugar mismo y único donde se construye y gesta el Reino de Dios, con idénticos materiales y no con otros. La existencia cristiana vive del misterio, escondida en las profundidades del Cristo muerto y resucitado, pero se desarrolla en el marco, historia, lenguaje y pro­blemática «profanos» de todos los hombres. En la medida en que seamos más cristianos y menos «judíos» se verá menos la Iglesia, como ins­trumento del Reino de Dios, simbolizado siempre en la Escritura con imágenes como la sal, la levadura, el grano de mostaza, la luz, etc., es decir, con imágenes «funcionales», indicadoras de ocultamiento, de «perderse en» y de «ser para». La Iglesia es funcional. Está para servir al mundo a fin de que el mundo llegue a ser Reino de Dios, y entonces su misión terminará. Y cumplirá tanto mejor su tarea misionera cuanto más se pierda en el mundo, como la sal se disuelve en la comida y a la vez le da sabor e impide que se corrompa.

Al hombre, como ser de necesidades, como animal económico, la comunidad cristiana le ha de recordar ‑con su vida antes que con palabras‑ que las riquezas de este mundo han de estar al servicio de las personas, y ha de hacerlo con la sal de la pobreza material, la única que posibilita la comunión de bienes. Al hombre, como ser erótico y sexuado, la comunidad cristiana le ha de recordar que el amor humano no puede cerrarse sobre sí, sino abrirse a un amor más universal, que ha de ser el definitivo y para ello aporta la sal de la carne, el carisma de la virginidad, como voto de libertad que hace posible la comunión de vida e impide que el amor se prostituya en cooperativa de egoísmo. Al hombre, como ser personal, la comunidad cristiana ha de recordarle que la realización humana sólo es verdadera en el servicio comunitario y que el hombre sólo es persona cuando se renuncia a sí mismo. Para ello aporta la sal del espíritu, que es el carisma de la humildad, el único que hace posible la comunión de acción.

Y cuando la sal se vuelve insípida la Iglesia aparece como com­petidora con los demás Estados y Poderes terrenos y lo que proclama ya no es la verdad, sino sus intereses, como el Sanedrín frente a Jesús.

Respetar y comprender el mundo, colaborar leal y apasionada­mente en la empresa de hacerlo más justo, pero a la vez evangelizarlo, anunciarle (desde una manera de vivir a la vez escandalosa e inteli­gible -creyente con lo que se anuncia-) que toda la historia humana es una parábola, signo y sacramento de una realidad, ahora escondida, pero que un día se manifestará en toda su plenitud. Para ello tal vez sea preciso por el momento callar el nombre tantas veces desprestigiado y hacerlo reconciliable desde un lenguaje «profano» político, econó­mico, antropológico.

La Iglesia ha contestado demasiadas veces a preguntas que nadie le hacía, porque su modo de existir mundano no las suscitaba; ha llevado una vida demasiado «pública» olvidando la kenosis de la en­carnación: Belén y Nazaret. La misión es respuesta a una pregunta, la pregunta despertada por un modo insólito de vivir, que resulta locura si Jsús no es el Señor. ¿Por qué hacéis eso? ¿Por qué buscáis el último lugar? ¿Por qué amáis a vuestros opresores? Y entonces, cuando la vida plantea interrogantes, viene la respuesta de la fe, viene el kerigma.

Porque este mundo, que es aún mundo y está destinado a ser Reino de Dios, debe tropezar con síntesis -parciales e imperfectas, sin duda- que anticipen lo que será un día la superación definitiva de la dialéctica amo‑esclavo, opresor‑oprimido. En la comunidad cristiana ya no hay extranjeros ni paisano, siervo ni libre, hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo. Mientras la Iglesia no hable el lenguaje de los hechos no tendrá derecho a eigir del mundo lo que ella no hace. «Liberar la Iglesia para liberar al mundo», slogan que se ha hecho corriente entre los llamados «cristianos solidarios», podía en nuestra opinión recibir este correctivo menos clerical: Contribuir a la liberación del mundo muriendo como Iglesia‑Institución de poder, como Iglesia‑Sociedad perfecta, incorporándose a la lucha de clases y a la vez ade­lantando un boceto de lo que será la plenitud, en el ámbito modesto de la comunidad cristiana.

El mundo sólo podrá creer cuando la Iglesia vuelva a ser pobre, no la Iglesia que da cabida a los pobres y les sirve la sopa de bene­ficencia en olla distinta, sino la Iglesia pobre, o sea, la Iglesia constituida por los no privilegiados o por los que voluntariamente se despojan (le sus privilegios. Nosotros no concebimos ninguna profesión «liberal» a la que no tiene acceso la inmensa mayoría de los pobres como ser­vicio o diaconía cristiana si no es renunciando al privilegio que tal profesión comporta. El maestro, el médico, el ingeniero, sólo podrán servir sin paternalismo cuando se liberan de todo clasismo. Con José Mª Llanos consideramos anacrónico el tipo de estudiante que sólo hace que estudiar, como entendemos monstruosa la figura del proletario que sólo hace que trabajar manualmente. La reforma de la Universidad será válida cuando ofrezca posibilidades reales al mundo obrero, y no para infundirle una cultura burguesa y desclasarlo -como es el caso de las Universidades Laborales- sino para potenciarlo como persona y abrirlo a la realidad para que la pueda transformar. Hay que caminar liacia la simbiosis trabajador‑estudiante, estudiante‑trabajador. El trabajo, para comer; la vocación, para servir. Entonces desaparecería el problema de los maestros que no hablan al pueblo de su historia y no vibran ante su angustia, de los médicos que especulan con la enfermedad y tratan a los enfermos del Seguro como números o fichas.

¿Utopía? En todo caso es la utopía cristiana. Y si la verdadera política es hacer posible lo que es necesario, el compromiso del cris­tiano es hacer lugar a lo que aún no lo tiene, es decir, anticipar la síntesis de lo que ha de ser el mundo. Compromiso que no «compromete» la fe en su dimensión técnica‑económica, sindical, política -puesto que se orienta hacia opciones libres en las que la fe no decide, aunque arroja su luz orientadora. Es el lazo que anuda Iglesia y mundo, materia y espíritu, tiempo y eternidad, sociedad humana y Reino de Dios, Eucaristía y universo (destinado a una cristificación, como el pan y el vino consagrados).

Y así, como un todo indisociable, concebimos nuestra vida hacia adentro como Iglesia doméstica o familiar; y nuestra vida hacia afuera, como Iglesia misionera. Sintiéndonos aún extranjeros, y ante el peligro de colonizar a un pueblo cien veces manipulado, traído y llevado por unos y por otros, callamos, trabajamos y nos solidarizamos con la an­gustia, la cólera y la esperanza de los desheredados. Pero el silencio ha de romper un día, como ocurrió en la vida de jesús en Nazaret, si somos fieles, cuando el Espíritu nos impulse a hablar para anunciar a Cristo y denunciar al anticristo que en nuestro tiempo, en nuestro país y en nuestro entorno, adopta un rostro muy concreto.

Optamos por la no violencia activa, pero no condenamos la vio­lencia de los oprimidos que es como la mano izquierda de Dios, una manera de expresar su juicio sobre el mundo cuando la violencia esta­blecida se hace demasiado pesada e insoportable. Es más, estamos dispuestos a participar en la lucha cuando llegue el momento, aunque sea una lucha crucificada por nuestra doble fidelidad a Cristo y al pueblo, que «hasta que el Señor venga» y Dios sea «todo en todos» la experimentaremos como atención, como fidelidad escondida.

CONCLUSION

Hemos excedido con creces el espacio que se nos había concedido. Sólo queda indicar es unos puntos someros lo que hemos desarrollado de forma algo asistemática:

  • 1.‑ Entendemos que la Comunidad Cristiana es el hecho de vivir la Iglesia como comunión de bienes, de vida y de acción.
  • 2.‑ Nuestra revisión semanal es una confrontación de nuestra vida con el evangelio de Jesús. Seguir a Jesús, ser sus discí­pulos, es la meta de nuestro cristianismo «radical» (enraizado en Jesús de Nazaret).
  • 3.‑ Creemos que sólo es posible vivir la comunión desde una en­carnación con los últimos, compartiendo su trabajo, su vida y su lucha.
  • 4.‑ Dentro de la libertad de opciones en el Compromiso Temporal nos vemos constreñidos por el evangelio a trabajar por un cambio radical de las estructuras del mundo y de nuestro país, aunque respetando el ritmo de concienciación de nuestro pueblo e incorporándonos a él.
  • 5.‑ La Eucaristía y la Escritura son el centro de nuestra vida como grupo y nuestro modo de estar en comunión con la Iglesia universal y con el mundo
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ARTÍCULO PUBLICADO EN IGLESIA VIVA, nº 35/36, setiembre-diciembre de 1971, pgs. 413-428. El tema del número monográfico era: Tendencias actuales del catolicismo español.

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