Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El Cardenal Martini sobre la vida. Texto completo

25-Abril-2006    Atrio
    ATRIO ofrece en primicia el texto completo del que fueron sacadas las polémicas palabras del cardenal Martini. Posteriormente el cardenal Lozano Barragán ha dado a conocer que hay una comisión que por encargo del papa está preparando un documentos sobre el uso de condones para prevenir el SIDA. ¿Habrá tenido el cardenal Martini conocmiento de estos deseos de apertura de Benedicto XVI y le estará desbrozando el camino? ¿O más bien, como opina Sandro Magister en Chiesa, de donde hemos sacado el texto, significa “el primer gran acto de oposición a este pontificado, en los altos niveles de la Iglesia”? Sea lo que sea, la verdad es que este diálogo con un reputado científico -jefe de una unidad de trasplantes en Filadelfia-, católico y senador de la coalición de izquierdas, no tiene desperdicio. Sobre todo porque es un ejemplo de la actitud dialogal con que debe situarse la Iglesia en estos terrenos si quiere evangelizar y no convertir el tema de la bioética en arma política.

DIÁLOGO SOBRE LA VIDA

Coloquio entre Carlo Maria Martini e Ignazio Marino

    Ideó y promovió el diálogo, cuidando después su publicación en el semanario “L’espresso” (21 de Abril de 2006): Daniela Minerva. Tradujo al castellano: Antonio Duato.

MARTINI – Querido profesor Marino, he leído con mucho interés e implicación su libro “Creer y curar”. Me ha impresionado, por una parte, su amor por la profesión médica y su interés dominante por el enfermo y, por otra, su objetividad de juicio, su equilibrio al tratar los problemas fronterizos, allí donde las exigencias médicas se encuentran y a veces parecen chocar con las exigencias éticas. He visto cómo usted no desea renunciar ni a su objetividad profesional como médico ni a su conciencia como hombre y creyente.

Todo esto parece muy importante para el “diálogo sobre la vida” que interesa justamente tanto a nuestros contemporáneos, especialmente en los casos límite en que los avances de la ciencia y de la tecnología, por una parte, despiertan maravilla y gratitud y, por otra, suscitan preocupación por la persona humana y su dignidad.

Todo esto hace necesario y urgente tener un “diálogo sobre la vida” que no parta de preconceptos ni de prejuicios, sino que sea abierto y libre, y a la vez respetuoso y responsable.

MARINO – Veo también yo muchas razones para un diálogo objetivo, profundo y sincero sobre el tema de la vida humana. Vivimos, de hecho, un momento histórico especial en el que el progreso científico ha revolucionado la posición del ser humano en relación con la vida, la enfermedad y la muerte.

Hoy, a diferencia de ayer, se puede nacer de muchas maneras diferentes, se puede curar con terapias extraordinarias y mantener la vida durante mucho tiempo en una unidad de reanimación, en un estado que se puede llamar “vida” simplemente desde el punto de vista de funciones fisiológicas. La muerte se considera cada vez más como un acontecimiento excepcional que debe ser evitado y no el fin natural al que cada vida humana llega inevitablemente.

Estos cambios no sólo influyen en el curso de nuestra existencia sino también en nuestra manera de concebir la vida, la enfermedad y la muerte. Por esta razón, no es posible ignorar las innumerables preguntas éticas que surgen de los continuos cambios ligados a las nuevas tecnologías y a las posibilidades que la ciencia pone a disposición de los hombres.

El diálogo en estos temas y el encuentro entre personas de formación diferente y papeles diferentes dentro de la sociedad puede contribuir a la circulación de ideas y de posiciones dirigidas a identificar puntos de encuentro, en vez de la división.

Sobre temas tan delicados, de hecho, el riesgo es caer en fáciles contraposiciones e instrumentalizaciones que no sirven para nada que no sea crear fracturas en la sociedad. En cambio, si el razonamiento se realiza honestamente y con espíritu de sincera apertura, es posible identificar senderos comunes o por lo menos que no sean demasiado divergentes.

El principio de la vida

MARTINI – Estoy completamente de acuerdo con su premisa. Cuando el progreso científico y tecnológico crean zonas fronterizas o áreas grises, donde no es inmediatamente evidente lo que es el verdadero bien del hombre y de la mujer, se trate de un individuo en particular o de toda la humanidad, una buena regla debería ser abtenerse, sobre todo, de juzgar apresuradamente para discutir después con serenidad, de manera que no se creen innecesarias divisiones.

Pienso que podríamos empezar un experimento de un diálogo de ese tipo empezando por el principio de la vida y, en concreto, por la práctica cada vez más común de la “fecundación médicamente asistida” y por el destino de los embriones que se utilizan para este propósito. No son pocas las diferencias de opinión sobre esto, e incluso incertidumbres en la terminología y la práctica. ¿Quiere usted clarificar este punto, desde su competencia?

MARINO – Hoy es posible crear la vida en una probeta, recurriendo a la fecundación artificial. Ante problemas de fecundidad dentro de una pareja, la fecundación artificial puede servir para completar una familia con un hijo. No obstante, en Italia y muchos otros países esta práctica se ha extendido sin que hubiera una ley que la regulara. La ciencia y sus aplicaciones médicas han caminado más rápidamente que los legisladores y, por esta razón ahora nos encontramos frente al problema de millares de embriones humanos congelados y conservados en los congeladores de clínicas para la infertilidad, sin que se haya decidido cuál debe ser su destino.

La ley italiana actual, para evitar perpetuar la producción de embriones de reserva que no se utilizarán, ha escogido una solución simplista: crear sólo tres de una vez e implantarlos todos en el útero de la mujer. Pero este número, si se razona sobre una base científica, debería ser flexible y determinado caso por caso, según las condiciones médicas de la pareja.

Pero la ciencia viene en ayuda para sugerir alternativas a la creación y la congelación de embriones. Existen tecnologías más sofisticadas que las utilizadas hoy, que prevén la congelación, no de embriones sino de ovocitos en su etapa de dos pronúcleos, es decir, en el momento en que los dos pares de cromosomas, el de la hembra y el del varón, están todavía separados y no existe aún una nueva cadena de ADN.

En esta fase, no es posible determinar qué camino emprenderán las células en el momento en que empezarán a reproducirse: podrían producir un bebé o dos gemelos monocigóticos. No existe el embrión ni un nuevo patrimonio genético, así que no hay un individuo nuevo. Desde el punto de vista biológico, no hay una vida nueva. ¿No podemos pensar también nosotros que no existen desde el punto de vista espiritual y que por lo tanto no hay problemas para una persona de la fe en valorar la idea de seguir este camino?

MARTINI – Entiendo cómo estas cosas angustian a muchas personas, especialmente a los más sensibles en relación con los problemas éticos. Y a la vez estoy convencido que los procesos de la vida, y por tanto también los de la transmisión de la vida, forman un continuum en el que es difícil individuar los momentos de un verdadero cambio propiamente cualitativo. El resultado de esto es que cuando estamos tratando con la vida humana, debemos tener un gran respeto y consideración con todo lo que de alguna manera, desde su inicio, manipula o podría instrumentalizar la vida humana.

Pero esto no significa que no sea posible individuar momentos en los que todavía no se manifiesta ningún signo de una vida individualmente distinguible. Me parece que es el caso que usted menciona del ovocito en la etapa de dos pronúcleos. En este caso, me parece que la regla general del respeto puede compaginarse con el tratamiento técnico que usted sugiere.

Me parece también que lo que usted propone permitiría superar el rechazo de cualquier forma de fecundación artificial que aún está presente en no pocos ambientes y que produce una dolorosa divergencia entre la práctica comúnmente admitida por las personas y sancionada por la ley, y la actitud –al menos teórica– de muchos creyentes. En todo caso, mantengo que es oportuno hacer una distinción entre la fecundación homóloga y la fecundación heteróloga. Pero me parece que un rechazo radical de toda forma de fecundación artificial está sobre todo basado en el problema del destino de los embriones. En la propuesta que usted ilustra, este problema podría superarse.

La fecundación heteróloga

MARINO - Usted se ha referido también a la distinción entre la fecundación homóloga y heteróloga. Es un problema muy discutido. De hecho, si el deseo de la pareja por crear una familia no se puede cumplir por causa de problemas de infertilidad o de enfermedades genéticas en uno de los dos potenciales padres, ¿por qué no recurrir al esperma o al ovocito de una persona fuera de la pareja? ¿No podría representar esto una solución para satisfacer este deseo de familia? ¿Cuenta más mantener el patrimonio genético?

Reflexionando sobre este tema, mi primera evaluación estaría a favor de la fecundación heteróloga, si este es el único medio para tener un niño y si para la mujer es importante quedar embarazada. Pero me he encontrado también con quien mantiene que no es raro que la fecundación heteróloga introduzca un desequilibrio en la pareja entre el padre biológico, que transmite al hijo la parte de su ADN, y el otro.

Algunos de los estudios publicados en revistas científicas y realizados en los países donde se permite la fecundación heteróloga han destacado el hecho de que se puede crear un núcleo familiar desequilibrado psicológicamente a favor del padre que ha transmitido la parte de su patrimonio genético al hijo, como si un genitor fuera de algún modo más valioso que el otro.

¿Otra cuestión tiene que ver con la transparencia: ¿debería el niño concebido por la fecundación heteróloga ser informado de este hecho? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿es justo seguir caminos que pueden crear traumas psicológicos, incluso si se nace del deseo por tener un hijo? ¿Prohibir por ley el recurso a la fecundación heteróloga significa limitar la libertad de los padres o se debe interpretar como una tutela a favor de las generaciones futuras?

MARTINI
– Las objeciones de una naturaleza psicológica que usted ha recordado constituyen algunas de las razones que han bloqueado a no pocos el acceder a la solución de la fecundación heteróloga, aun cuando esto pudiera comportar el sufrimiento de algunos. Se añade, desde el punto de vista ético, la protección de la relación privilegiada que con el matrimonio se instaura entre un hombre y una mujer.

No obstante, mis reflexiones personales giran también en torno a las situaciones que se crean con las varias formas de adopción y acogida, donde con independencia del patrimonio genético es posibles establecer una verdadera relación afectiva y educadora con personas que no son padres en el sentido físico de la palabra. Sería, por lo tanto, prudente al expresarme en los casos que usted menciona, cuando no es posible recurrir al óvulo en el interior de la pareja. Tanto más si se trata de decidir sobre el destino de embriones de otro modo destinado a la destrucción, y para los que la implantación en el seno de una mujer – aún soltera– parecería preferible a su pura y simple destrucción.

Me parece que estamos en una de esas áreas grises de que hablé antes, en la que la probabilidad mayor está aún del lado de los que rechazan la fecundación heteróloga, pero en la que no es tal vez oportuno ostentar una certeza que espera todavía de confirmación y experimentación.

Investigación con células madre embrionarias

MARINO – Los problemas relacionados con embriones han provocado también encendidas discusiones sobre el uso para propósitos de investigación de células madre tomadas de embriones. El referéndum en Italia de junio de 2005 sobre la procreación médicamente asistida pedía, entre otras cosas, la abolición del artículo de la ley 40 que prohíbe el uso de estas células madre.

Se puede suponer desde un punto de vista científico, aunque no haya sido aún confirmado, que esas células embrionarias son las más convenientes para propósitos de investigación, para individualizar terapias que puedan curar enfermedades muy graves, como el Parkinson o el Alzheimer, etcétera. Existen otros tipos de células madre, obtenidas de tejidos adultos o del cordón umbilical, que ya hoy son utilizadas con algún éxito.

Casi todos los investigadores convienen en el hecho de que no es necesario crear embriones con el único propósito de obtener células madre: se pueden conseguir líneas celulares para realizar investigaciones y, además, estudios muy recientes realizados en ratas han demostrado la posibilidad de obtener células que tengan las mismas características de las células madre embrionarias sin tener que crear embriones.

Queda pendiente la cuestión de los embriones conservados en las clínicas de infertilidad y que muy probablemente nunca serán utilizados por ninguna pareja. Su fin es cierto, pero ¿es mejor permitirles morir en el frío o utilizar sus preciosas células para propósitos de investigación? En pura ortodoxia religiosa, se trata de vidas y como tales no pueden ser suprimidas para obtener células con propósitos terapéuticos, aun cuando algún día estos embriones serán destruídos de todos modos. Se trata de la distinción entre matar y dejar morir.

¿Es éticamente superable este punto? ¿No es oportuno pedir la donación de células madre embrionarias para destinarlas a los laboratorios que investigan en enfermedades que son hoy incurables?

MARTINI – Ante todo, decirle que estoy impresionado por la prudencia con que usted habla de la eficacia terapéutica de las células madre. Me parece haber entendido que estamos todavía en la etapa de investigación y que, por lo tanto, no es honesto proclamar públicamente la certidumbre en la eficacia curativa de estas células antes de que esto haya sido debidamente probado. Me alegro de que no parezca ya necesario crear embriones con el propósito de producir células madre y de que se hayan desarrollado métodos alternativos que no plantean problemas de conciencia. Es un motivo más para confiar en la inteligencia que el Señor ha dado al hombre para que supere los problemas que la vida plantea. En nombre de esta misma inteligencia, no me parece aceptable utilizar células madre embrionarias para la investigación. Esto estaría en contra de todos los principios expuestos hasta ahora.

Los embriones congelados existentes

MARINO – Su contestación me permite extender nuestra reflexión sobre el destino de los embriones existentes más allá de la hipótesis planteada con anterioridad. Cuando ya no van a ser utilizados, ¿qué sería ético hacer?

Hasta ahora no se ha encontrado más solución que dejar las probetas en los congeladores. Pero ¿es éticamente correcto y aceptable tolerar que millares de embriones humanos se queden congelados en las clínicas de infertilidad, esperando simplemente que expiren en el frío con el pasar de los años?

¿No podrían, por ejemplo, ser donados a mujeres solteras que quieran quedar embarazadas? ¿O a parejas con problemas ligados a enfermedades genéticas que no pueden recurrir a la fecundación artificial normal para evitar el riesgo de transmitir un defecto genético?

MARTINI – Me parece que aquí estamos frente a un conflicto de valores, que es más evidente en el caso de la mujer soltera que quiere llegar a estar embarazada, pero que también se plantea, por las razones que antes expliqué, en el caso de las parejas que por razones médicas graves no pueden acceder a la fecundación artificial normal. Donde hay un conflicto de valores, me parece éticamente más significativo inclinarse hacia la solución que permita a una vida que prospere, antes que dejarla morir. Pero entiendo que no todos compartan esta opinión. Sólo quisiera evitar un choque en base a principios abstractos y generales cuando, por el contrario, nos encontramos en una zona gris en la que lo apropiado es no entrar con juicios apodícticos.

La adopción por personas solas

MARINO – Hay también otros problemas conectados al desarrollo de la vida, y en concreto al cuidado que la sociedad debe tener con los niños que no tienen una familia. En estos casos se plantea la posibilidad y la utilidad, la necesidad casi, de una adopción. En Italia hoy, la adopción no es admitida por personas solas y, en general, la legislación es muy compleja y hace difícil cualquier tipo de adopción. Yo me pregunto si, desde el punto de vista ético, es preferible que un niño huérfano o abandonado por sus padres pase la vida en una institución o en la calle en vez de tener una familia compuesta de un padre sin pareja. ¿Estamos seguros de que ésta es la manera correcta de garantizar la mejor educación posible para este niño?

Además, si uno de los progenitors pierde a su pareja, aún después del nacimiento de su primer niño, nadie piensa que el niño no deba continuar viviendo en su familia nuclear, aunque haya sólo el padre o la madre. Además, la Iglesia sostiene que en presencia de un feto, en las circunstancias que sean, se debe invitar a la mujer a llevar su embarazo hasta el final, incluso si el padre está ausente o se opone al embarazo, con lo que se trata de apoyar a una madre que de hecho, en términos prácticos, es soltera. ¿Así que por qué no defender la adopción por personas solas, una vez que se ha constatado la motivación, los medios y la capacidad para asegurar una educación pacífica al niño adoptado?

MARTINI
– Usted plantea preguntas graves y razonables en un tema complejo, donde yo no tengo la experiencia suficiente. Pero pienso que el punto de partida es la condición que usted expresó al fin. Es necesario asegurar que quien deba cuidar del niño adoptado tenga la motivación apropiada y también los medios y la capacidad para asegurarle una educación serena.

¿Quién cumple estas condiciones? En primer lugar, ciertamente, una familia compuesta de un hombre y una mujer que tengan conocimiento y madurez, y que puedan proporcionar también una red de relaciones intrafamiliares para fomentar el crecimiento de niño desde todos los puntos de vista. A falta de esto, está claro que otras personas, incluidos individuos solos, podrían proporcionar algunas garantías esenciales. Así que yo no me limitaría sólo a una posibilidad, sino que dejaría a los responsables el determinar cuál es de hecho la mejor solución, aquí y ahora, para este niño. La meta deberá asegurar las condiciones más favorables que sean en la práctica posibles. Así, cuando hay la posibilidad de escoger, se debe hacer la mejor elección.

El aborto

MARINO – Uno de los temas más difíciles de afrontar, sobre el que se nos pregunta constantemente a causa de su delicadeza y complejidad, es el aborto. En Italia, el Estado ha regulado este asunto esforzándose en conjugar el principio de autodeterminación de las mujeres con la libertad de conciencia de los médicos, que pueden escoger la objeción.

En los últimos años, hemos podido ver los efectos de la legislación del aborto en Italia. Aunque cada uno reconozca que el aborto siempre constituye un fracaso, nadie puede negar que la ley ha permitido reducir el número total de abortos y ha controlado los abortos clandestinos, evitando el riesgo de muerte a mujeres que se exponían a desastres como la perforación del útero hecha por “comadronas” al inducir el aborto. ¿Cuál es la posición de la Iglesia frente a casos extremos como el de la mujer que ha sido violada, el embarazo en una adolescente de once o de doce años de edad, una mujer sin medios económicos para educar a un niño? ¿Si uno admite el principio de la elección del menor de dos males, o, como sugiere la Iglesia Católica, el de confiar la decisión a la conciencia individual (“conscientia perplexa”: la condición en la que un hombre o una mujer a veces se encuentran al afrontar situaciones de juicio moral incierto y de difícil solución), no sería éticamente correcto explicar abiertamente este punto de vista y sostenerlo públicamente?

MARTINI – Éste es un asunto muy doloroso y que causa gran sufrimiento. Ciertamente hay que hacer cuanto sea posible y razonable para defender y salvar cada vida humana. Pero esto no quita que se pueda y se deba reflexionar sobre las situaciones muy complejas y diversas que pueden surgir, Buscando en cada cosa lo que mejor y más concretamente sirva para proteger y promover la vida humana. Pero es importante reconocer que la prosecución de la vida humana física no es, en sí mismo, el primer y absoluto principio. Por encima de él está el de la dignidad humana, una dignidad que en la visión cristiana y la de muchas otras religiones implica una apertura a la vida eterna que Dios promete al hombre. Podemos decir que aquí radica la dignidad definitiva de la persona. Incluso quien no comparta esta fe puede comprender la importancia de este fundamento para los creyentes y la necesidad de tener razones profundas para apoyar siempre y en todas partes la dignidad de la persona humana.

Las razones de fondo de los cristianos se encuentran en las palabras de Jesús, que afirmaba que “la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido” (cf. Mateo 6, 25), pero exhortaba a no tener miedo de “los que matan el cuerpo, pero no tienen el poder de matar el alma” (cf. Mateo 10, 28). La vida humana debe respetarse y defenderse, pero no es el valor supremo y absoluto. En el evangelio según Juan, Jesús proclama: “Yo soy la resurrección y la vida: quien cree en mí, incluso si muere, vivirá” (Juan 6, 25). Y San Pablo añade: “Mantengo que los sufrimientos del momento presente no se pueden comparar con la gloria futura que se deberá revelar en nosotros” (Romanos 8, 18). Así que hay una dignidad de la existencia que no se limita a la sola vida física, sino que tiene que ver con la vida eterna.

Eso supuesto, me parece que incluso en un tema doloroso como el del aborto (que, como usted dice, siempre representa un fracaso) es difícil que un estado moderno no intervenga al menos para impedir una situación salvaje y arbitraria. Y me parece que, en situaciones como las nuestras, sería difícil que el estado no planteara una distinción entre actos punibles por ley y actos que no es conveniente castigar por ley. Esto no quiere decir en absoluto “licencia para matar”, sino que el estado prefiere no intervenir en todos los casos posibles, pero se esfuerza por reducir el número de abortos, en impedirlos con todos los medios posibles, especialmente después de un cierto tiempo desde el principio del embarazo, y se compromete a que disminuyan tanto como sea posible las causas del aborto y a exigir precauciones para que la mujer que decida no obstante llevar a cabo este acto, no punible penalmente en circunstancias concretas, no resulte herida gravemente hasta arriesgar la vida. Esto sucede en particular, como usted recuerda, en el caso de abortos clandestinos, y por lo tanto, en resumidas cuentas, es positivo que la ley haya contribuido a reducirlos y tienda a eliminarlos.

Me hago cargo de que en Italia, con la existencia del Servicio Sanitario Nacional, esto implica una cierta cooperación en el aborto por parte de las estructuras públicas. Veo toda la dificultad moral de esta situación, pero yo no sabría actualmente qué sugerir, porque cualquier solución que se quisiera buscar implicaría probablemente aspectos negativos. Por esta razón, el aborto es siempre algo dramático, que no puede ser considerado en manera alguna como un remedio para la superpoblación, como me parece que sucede en ciertos países.

Naturalmente yo no pretendo incluir en este juicio las situaciones límite, muy dolorosas y quizás también raras, pero que se pueden presentar de hecho, en las que un feto amenaza gravemente la vida de la madre. En estos y en otros casos semejantes, me parece que la teología moral desde siempre ha apoyado el principio de la legítima defensa y del mal menor, aunque se trate de una realidad que demuestra la naturaleza dramática y frágil de la condición humana. Por esto la Iglesia ha proclamado también como heroica y ejemplarmente evangélica la conducta de algunas mujeres que han escogido evitar cualquier daño a la nueva vida que llevaban en sus vientres, aun a costa de pagarlo con su propia vida.

Pero no puedo aplicar este principio de la defensa legítima y/o del mal menor a otros casos extremos que usted antes ha planteado, ni puedo acogerme al principio de la “conscientia perplexa”, que no entiendo bien qué significa. Me parece que aún en los casos en los en que una mujer no pueda, para varias razones, cuidar de su niño, no deben faltar otras personas o instituciones que se ofrezcan para criarlo y cuidarlo. Pero en todo caso, sostengo que se debe respetar a toda persona que, quizás tras mucha reflexión y sufrimiento, en estos casos extremos sigue su propia conciencia, incluso si se decide a hacer algo que yo no estoy en condiciones de aprobar.

¿Compensación por la donación de órganos?

MARINO – Hay un tema que me atañe directamente, dado que desde hace más de veinticinco años que yo me he ocupado de trasplantes de órganos. Gracias a los trasplantes millares de personas que de otro modo estarían destinadas a una muerte cierta han sido curadas y gozan hoy de una vida muy completa desde todos puntos de vista. La limitación primaria en la expansión de esta terapia es el número insuficiente de donantes y de órganos para trasplantar, y como consecuencia muchas personas mueren en lista de espera.

Para aumentar el número de donantes, en algunos países, principalmente Gran Bretaña, se ha planteado la hipótesis de establecer una compensación para las familias que deciden donar órganos de parientes después de la muerte. Esto podría llevar probablemente a un aumento en el número de donaciones y trasplantes, respondiendo así a las necesidades de enfermos que están en lista de espera del órgano que salve su vida. Pero esta hipótesis contiene en sí el presupuesto para un tratamiento desigual. ¿No se corre el peligro de crear una situación en la que sólo los menos afortunados, incentivados por el estímulo de la compensación, estarían dispuestos a donar órganos, mientras los más ricos se limitarían a recibirlos? ¿Y la donación, por su misma naturaleza, no debería siempre y exclusivamente estar basada en el principio de la igualdad?

MARTINI – Personalmente siento mucho lo que usted afirma al final, es decir, la importancia del principio de igualdad y los peligros gravísimos de una hipótesis de compensación por los órganos. Me parece que la alternativa correcta es promover tanto como sea posible el principio de la donación y hacer crecer la conciencia colectiva en este asunto. Habría que augurar que no haya quien muera en lista de espera mientras haya órganos disponibles.

VIH y SIDA

MARINO – La cuestión de la igualdad nos lleva directamente a preguntarnos sobre problemas y enfermedades que afligen a millones de personas en todo el mundo, sobre todo en los países más pobres y desfavorecidos, para quienes la idea de la igualdad se queda en un sueño lejano, si no en una utopía total. ¿Cómo no podemos pensar inmediatamente en el SIDA? Alrededor de 42 millones de personas en el mundo lleva el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). En 2005 sólo, según los datos proporcionados por las agencias de la ONU, 3 millones de personas murieron de SIDA, mientras se registraron 5 millones de infecciones nuevas. El 60 por ciento de los portadores del virus vive en los países más pobres del África subsahariana, con una incidencia media en la población entre el 5 y el 10 por ciento, hasta el 25-30 por ciento en algunos países como Botswana o Zimbabwe.

El VIH es el azote de un continente que genera no sólo enfermos sino huérfanos, pobreza, imposibilidad de mejorar las condiciones de vida. En el mundo Occidental hoy el virus se mantiene bajo control gracias al progreso en las terapias farmacológicas que permiten que una persona seropositiva lleve una vida completamente normal, con una esperanza de vida semejante a la de personas no afectadas por el virus. Hasta hace algunos años, el costo anual de medicamentos para una persona seropositiva giraba en torno a los diez mil euros, una cifra prohibitiva que sólo podía sostenerse en países con un sistema nacional de salud. Hoy los precios, en régimen de competencia, han bajado hasta situarse a mitad de 2003 en 700 euros para medicinas de marca (producidas por compañías farmacéuticas multinacionales) y en unos 200 euros para productos genéricos fabricados por India, Brasil y Tailandia. A pesar de estos logros importantes, en muchos países africanos el gasto per capita en salud no supera los 10 dólares por año, lo que imposibilita de hecho el acceso a medicinas y terapias para luchar contra el SIDA, sin cesar de difundirse el virus.

Sabemos que contra el SIDA se puede luchar en parte con la prevención y el uso de condones. ¿Cómo puede aceptarse el no promover el uso de condones para contribuir al control de la extensión del virus? ¿Es o no un deber de los gobiernos hacer opciones y tomar decisiones en este asunto? Y con respecto a la doctrina oficial de la Iglesia Católica, ¿no se trataría de optar por una mal menor, contribuyendo a salvar muchas vidas humanas?

MARTINI – Las cifras que usted aporta provocan confusión y desolación. En nuestro mundo occidental es bastante difícil tomar conciencia de cuánto sufrimiento hay en ciertas naciones. Habiéndolas visitado personalmente, yo he presenciado este sufrimiento, que en general es soportado con la mayor dignidad y casi en silencio.

Es necesario hacer todo lo posible para oponerse al SIDA. Ciertamente, en algunas situaciones el uso de condones puede constituir un mal menor. Se da la situación particular de esposos, uno de los cuales se contagia de SIDA. El infectado está obligado a proteger al otro cónyuge, que debe estar también interesado en tomar las medidas protectoras. Pero la cuestión está sin embargo en si es conveniente que las autoridades religiosas sean las que promuevan tales medios de defensa, casi como si se creyera que los otros medios moralmente sostenibles, incluida la abstinencia, deban ponerse en segundo lugar, arriesgando así el promover una actitud irresponsable. Una cosa es el principio del mal menor, aplicable en todos los casos previstos por la doctrina ética, y otra cosa es determinar a quién corresponde expresar tales cosas públicamente. Creo que la prudencia y la consideración de las situaciones particulares diferentes permitirán a todos contribuir efectivamente a la lucha contra el SIDA sin fomentar con ello conductas irresponsables.

Pero creo que ha llegado el momento en nuestro diálogo de pasar a otra serie de problemas que tienen que ver con la vida, y precisamente a los problemas que se refieren a su final. Es necesario vivir con dignidad, y para ello morir también con dignidad. Ahora bien, como usted sabe, sobre todo en Occidente, se plantean problemas muy graves.

El fin de la vida

MARINO – Usted ciertamente piensa sobre todo en la eutanasia, una palabra alrededor de la cual siempre se crea una gran confusión porque tiene múltiples significados. Por esta razón, yo prefiero no hablar en términos abstractos, sino expresarme de manera muy concreta. ¿Es o no permisible que una persona induzca voluntariamente la muerte de otra, que está gravemente enferma y sometida a un dolor físico devastador, precisamente para aliviar este dolor? Frente a una situación irreversible en que la muerte es inevitable, sostengo que es absolutamente necesario administrar fármacos como la morfina, que alivian el dolor y permiten al enfermo aguantar el paso de la vida a la muerte con mayor tranquilidad. Esto es lo que se hace en estas circunstancias dramáticas, en todas las unidades de reanimación en los Estados Unidos. Yo mismo -a pesar de mi sufrimiento como médico porque uno quisiera siempre salvar la vida de su paciente-, cuando trabajaba en los Estados Unidos, tuve que decidir varias veces suspender todo tratamiento. Es un momento doloroso para la familia, y, yo le aseguro, para el médico también, pero es una aceptación honesta de que no se puede hacer nada más que evitar la prolongación de un sufrimiento que es inútil y dañino para la dignidad del paciente. Italia todavía no tiene una ley que regule este asunto, hasta el punto que si siguiera ese mismo procedimiento en nuestro país, podría ser detenido y podría ser condenado de homicidio, aunque se trata simplemente de no ensañarse con terapias sin sentido.

No estoy en cambio de acuerdo con administrar sustancias tóxicas con el fin de parar el corazón de enfermo e inducirle la muerte. Pero aunque condene el acto, yo no estoy seguro de que la persona que lo ejecute deba ser condenada. Daré un ejemplo: en una película reciente ganadora de un Oscar, “One Million Dollar Baby”, se describe el drama de una mujer reducida a un estado semivegetativo tras herirse gravemente en un accidente deportivo, que pide a un hombre, su punto principal de referencia en la vida, que le ayude a terminar su sufrimiento físico y psicológico. El hombre inicialmente se niega, pero después acepta, porque él cree que esto es un acto de gran amor hacia al ser humano que más quiere. Aunque yo no sea capaz de justificar la idea de suprimir una vida, me pregunto cómo en situaciones semejantes uno puede condenar el acto de una persona que obra a petición de un enfermo y guiado por un puro sentimiento de amor. Y por otro lado, ¿es lícito aceptar el principio de no condenar a una persona que mata?

MARTINI – Estoy de acuerdo con usted en que nunca puede ser aprobada la acción de alguien que induce la muerte de otro, especialmente si es un médico, cuyo objetivo es la vida del enfermo, no la muerte. Pero tampoco yo quisiera condenar a esas personas que llevan a cabo tal acción a petición de una persona impedida hasta ese extremo y guiadas por un puro sentimiento del altruismo, ni a quienes en condiciones desastrosas, físicas y psicológicas, piden esto para sí mismos.

Pero mantengo también que es importante hacer las distinciones fundamentales entre acciones que traen la vida y las que traen la muerte. Estas últimas nunca pueden ser aprobadas. Mantengo que en este punto siempre debe prevalecer el sentimiento profundo de confianza fundamental en la vida que, a pesar de todo, encuentra significado en cada momento de la existencia humana, un significado que ninguna circunstancia por adversa que sea pueda destruir.

Pero sé que no obstante uno puede experimentar las tentaciones de la desesperación sobre el significado de la vida, y pensar en el suicidio para sí mismo o para otros, y por eso ruego ante todo por mí y por los demás, para que el Señor proteja a cada uno de nosotros de estas pruebas terribles. En todo caso, es muy importante estar cerca de los que están gravemente enfermos, especialmente los terminales, y hacerles sentir que se les quiere y que su existencia tiene siempre un gran valor y está abierta a una gran esperanza. El médico, también, tiene una misión importante a este respecto.

Ensañamiento terapéutico e interrupción del tratamiento

MARINO – En relación con este tema está el del ensañamiento terapéutico. La tecnología actual es capaz de mantener vivos a enfermos que hasta hace algunos años ni siquiera eran llevados a una unidad de reanimación. El progreso científico permite la prolongación artificial de la vida de una persona que ha perdido toda esperanza de volver a un estado de salud aceptable. Por esto parece urgente encarar el problema de la interrupción del tratamiento.

Cada forma de ensañamiento terapéutico debería ser evitada porque se opone al respeto debido a la dignidad humana. Para la Iglesia, la suspensión del tratamiento se considera como la aceptación de un acontecimiento natural, una decisión de no forzar más las cosas. El Catecismo de la Iglesia Católica dice:

    “La interrupción de procedimientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados al resultado esperado puede ser legítimo. En ese caso se produce la renuncia al ensañamiento terapéutico. No se quiere causar la muerte; se acepta la incapacidad de evitarla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente si él es competente y capaz o, si no, por quienes están legalmente autorizados a actuar por el paciente, respetando siempre su razonable voluntad y sus intereses legítimos.”

Existen instrumentos legales, como el testamento vital, que permiten a un individuo indicar con precisión, y en un momento de la tranquilidad emocional, hasta qué punto desea aceptar el recurso al tratamiento extraordinario. El testamento vital representa un instrumento sumamente válido para ayudar al médico y a la familia a tomar la decisión final. Debería basarse en reglas flexibles e idicar a una persona de confianza para que interprete los deseos de ese individuo, teniendo presente el progreso científico posterior.

Muchos países han adoptado esto con resultados buenos. En Italia, un proyecto de ley fue presentado al senado tiempo atrás, pero aguarda todavía el debate. ¿No sería este el momento de empezar una reflexión seria y compartida para introducir tan pronto como sea posible en nuestro país también una ley sobre el final de la vida, uno de los momentos más importantes de nuestra existencia?

MARTINI – El pasaje que usted citó del Catecismo de la Iglesia Católica lo dice todo. Pero si uno quiere legislar en este asunto, es importante que no se introduzcan escapatorias que conduzcan hacia la llamada eutanasia de la que hablamos antes. Por esto dudo sobre el instrumento del testamento vital. No he estudiado este tema y no sabría dar una opinión definitiva. Mantengo con usted que una reflexión seria y compartida sobre el final de la vida podría ser útil, con tal que sea sinceramente seria y compartida, sin prestarse a una especulación partidista y, sobre todo, sin introducir de algún modo aperturas a un tipo de decisión sobre la propia muerte que repugnan al sentido profundo de la vida, como se ha dicho antes.

La ciencia y el sentido del límite

MARINO – Para acabar quisiera proponer una reflexión más general. El conocimiento, el progreso científico, los avances tecnológicos, crean las oportunidades extraordinarias para el crecimiento de nuestro planeta. Pero al mismo tiempo ellos depositan un gran poder en manos de investigadores y científicos, ya que ellos están en disposición de intervenir en los mecanismos que regulan el principio de la vida y su fin.

La ciencia corre más rápida que el resto de la sociedad, y también más rápida que los legisladores, encargados de establecer las reglas y que muy a menudo son incapaces de intervenir a tiempo.

Desde mi punto de vista, debería exigirse con firmeza a los científicos implicados que asumieran su responsabilidad en un campo de investigación en el que está en juego la esencia de la vida, su creación y su final. Partiendo del principio de que la evaluación racional es imprescindible, el investigador debería ser también disciplinado en el uso de su libertad por un sentido de responsabilidad ponderado tras una evaluación de los riesgos y consecuencias.

No se trata de apelar a la fe ni a la religión sino de acentuar una toma de conciencia por parte de cada científico. Esto no significa querer detener el progreso científico, sino preservar y respetar nuestro bien más precioso, la vida.

Pero la historia desgraciadamente nos enseña que una apelación a la responsabilidad individual a veces no es suficiente. Por esta razón, los científicos deben proporcionar toda la útil información que ellos tienen, y al final deben ser los parlamentos o, mejor, las instituciones trasnacionales quienes establezcan las reglas en base al sentir común de los ciudadanos.

MARTINI – Estamos todos repletos de admiración y de asombro, y por tanto también de agradecimiento a Dios, por el formidable progreso científico y tecnológico de estos años, que permite y permitirá siempre procurar más y mejor la salud a las personas. Al mismo tiempo somos conscientes, como usted dice, del gran poder que tienen en sus manos los investigadores y científicos y de la firme asunción de responsabilidad que debe permitir a ellos realizar su investigación sin dejar de evaluar los riesgos y las consecuencias de sus acciones. Éstas siempre deben contribuir al bien de la vida y nunca a lo contrario.

Por esto es necesario saberse parar, no sobrepasar los límites. Me inclino a alimentar la esperanza en el sentido de responsabilidad de estos hombres y quisiera que ellos tuvieran la libertad de investigación e iniciativa que permitiera el avance de la ciencia y de la tecnología, respetando al mismo tiempo los parámetros inatacables de la dignidad de cada persona humana. Sé también que nosotros no podemos parar el progreso científico, pero le podemos ayudar a los científicos a ser cada vez más responsables. Como usted dice, no se trata de apelar a la fe ni a la religión, sino de señalar al sentido ético que cada uno tenemos dentro de nosotros.

Ciertamente, también las leyes buenas y oportunas pueden ayudar, pero como usted afirma, hoy la ciencia corre más rápida que los parlamentos. Así que lo que se necesita es una sacudida de la conciencia y un añadido de buena voluntad para conseguir que el hombre no devore al hombre, sino que le sirva y le ayude. También las instituciones trasnacionales deben estar alerta del peligro que todos corremos y de la necesidad de intervenir oportuna y responsablemente. En toda esta materia cada uno de nosotros debemos aportar nuestra parte: los científicos, los técnicos, las universidades y los centros de investigación, los políticos, los gobiernos y los parlamentos, la opinión pública y también las Iglesias.

En cuanto concierne a la Iglesia Católica, quisiera subrayar sobre todo su papel formativo. Ella está llamada a formar conciencias, a enseñar el discernimiento de lo mejor en cada situación, a mostrar las motivaciones profundas para las buenas acciones. En mi opinión no serán muy útiles las prohibiciones y los “no”, sobre todo si son prematuros, aunque a veces será necesario saber decirlos. Lo más útil será una formación de la mente y del corazón hacia el respeto, el amor y el servicio de la dignidad de la persona en todas sus manifestaciones, con la certeza de que cada ser humano está destinado a participar de la plenitud de la vida divina y que esto puede exigir también sacrificios y renuncias.

No se trata de oscilar entre rigorismo y laxismo, sino de dar los motivos espirituales que conducen al amor al prójimo como a sí mismo –o, más bien, como Dios nos ha amado– y también al respeto y amor a nuestro cuerpo. Como afirma San Pablo, el cuerpo es para el Señor y el Señor es para el cuerpo. Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está dentro de nosotros y que tenemos de Dios: por esta razón, nosotros no pertenecemos a nosotros mismos y estamos llamados a glorificar Dios en nuestro cuerpo, es decir, en la totalidad de nuestra existencia sobre esta tierra (cf. 1 Corintios 6,13 y 19-20).

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