Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

CONCIENCIA Y OBEDIENCIA

18-Agosto-2009    Josemaría Sarrionandia

Señor, popularmente, es el mayor de edad y, eventualmente, padre y dueño. El padre es el señor de la casa; la mujer y los hijos, consiguientemente, son siervos. Tanto entre los judíos como entre los romanos esta concepción era dominante y abusadora.

El mismo machismo es una ramificación de esta mentalidad, muy barajada en casi todas las culturas. Tanto se ha abusado, históricamente, de ella que, por reacción, hoy ha aparecido el feminismo buscando recuperar los derechos de la mujer como persona y, como todas las reacciones, también tiene sus exageraciones. Pero, en sustancia, es una reacción legítima y necesaria.

Derechos y deberes sólo cabe asignar a las personas, tanto a los varones como a las mujeres porque ambos fueron creados simultáneamente (Génesis 1, 27) y constituidos en señores de todo lo creado. Hay quienes atribuyen derechos a los animales debido a distorsionadas y confusas ideas de lo que son derechos; de hecho se trata de deberes humanos de no tratar a los animales con crueldad; tanto que los hombres son culpables de su crueldad y los animales no son culpables de su ferocidad. Culpa y mérito, conceptos derivados de deber y derecho, son ideas morales que no tienen aplicación en el mundo de los instintos. El que las cosas y los acontecimientos dicten deberes a los humanos no arguye que ellas y ellos tengan derechos.

Básicamente derechos y deberes brotan de la conciencia y de las leyes jurídicas. Pero las leyes injustas ni obligan ni ameritan y ésta es la fuente de interminables discusiones y de tanta guerra que destruye lo que debería ser construido. ¿Cómo definir la justicia o injusticia de las leyes? ¿Cómo saber cuándo tengo el derecho y hasta la obligación de desobedecer ciertas leyes? Es una cuestión de conciencia, de conciencia éticamente educada.

La conciencia sólo se doblega ante Dios, Señor de señores. Cuando Dios reclamó de Abraham el sacrificio de su hijo Isaac le presentó un enorme problema de conciencia: la orden era evidentemente injusta y no debía ser obedecida, pero si el que daba la orden era Dios debía ser obedecida. Abraham doblega su conciencia ante Dios y, llegado el momento, se vio que la orden no debía ser obedecida. Y se demostró que no era una orden de Dios sino una prueba de fe.

Nadie, ni el Estado, ni la Iglesia, ni Dios mismo, pueden exigirme que cometa una injusticia. Todas estas consideraciones vienen a expresar la sublime dignidad de la conciencia y el acendrado esmero que hemos de poner en su educación. Sin embargo, si somos realistas, no podemos sino ver cómo olvidamos cumplir con nuestra máxima y primera obligación: la educación de la propia conciencia.

Siempre que obedecemos sin discernir la justicia de cualquier imperativo, sea humano o sedicente divino, pecamos contra nuestra conciencia, dejamos de ser señores del mundo y nos convertimos en esclavos del engaño y de la mentira.

Si fuéramos más conscientes de nuestros derechos y deberes no admitiríamos vivir bajo gobiernos arbitrarios, despóticos y dictatoriales; no competiríamos por el mando en la familia y nuestros niños crecerían en ambientes de más sana libertad; los comerciantes no engañarían a los clientes ni éstos se dejarían engañar; habría solidaridad y colaboración entre los vecinos en lugar de envidias y maledicencias… En suma, en todo lugar reinaría la paz y la alegría. ¿Ilusiones? Sí; serán tristes ilusiones mientras no despertemos del sueño de la desidia, pero podrían ser brillantes realidades si escucháramos más atentamente a la voz de la conciencia.

El niño necesita que le den el arranque pero el señor, el mayor de edad, requiere educarse a sí mismo, rompiendo seculares inculturaciones que lo llevan a depender de los demás. Solamente aquel que llegue a la libertad, a la independencia y a la autonomía es capaz de escuchar con nitidez la voz del Señor Dios cuyo eco es la conciencia de cada uno. Y, por ende, es capaz de crecer en justicia y santidad.

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