Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

En memoria de Joaquín Ruiz Giménez

28-Agosto-2009    Antonio Duato
    A los noventa y seis años se ha consumado la vida de Joaquín Ruiz Giménez para llegar a la plenitud de Dios. Para muchos, antes que un actor político y eclesial, desaprovechado y marginado tanto por el estado como por la iglesia, fue un entrañable amigo. Podemos leer hoy varias testimonios de sus colaboradores. como Gregorio Peces Barba o Elías Díaz. Pero en ATRIO quiero reproducir la entrevista que le hice para el número 200 de Iglesia Viva, hace diez años. Es algo larga, pero jugosa y con aspectos menos conocidos de su vida. Fue la última vez que estuve con él. La conversación tenía una perspectiva desde la cumbre de la vida y rezumaba una cariño de años que trasmito hoy a su familia en este momento de duelo.

    La fe y la esperanza de un cristiano político

    Antonio Duato

    Entrevista a JOAQUÍN RUIZ-GIMÉNEZ CORTÉS

    IGLESIA VIVA, nº 200, El futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro, octubre-diciembre 1999, pp. 83-100.

    Hemos pasado tantas horas juntos en reuniones y encuentros de todo tipo… Pero siempre llegaban las despedidas con prisas al acabar, aunque siempre llenas de ese cariño diáfano con que entrega su alma Joaquín. Hasta esta ocasión que me ha brindado IGLESIA VIVA, no habíamos tenido un par de horas para charlar a solas con calma. La conversación empezó en la sede de UNICEF, la última dedicación, todo un símbolo, de un hombre apasionado por la vida y el futuro. Continuó con el tráfico vespertino de Madrid. Y reposó en su casa, rodeados de retratos y recuerdos familiares.

    Empieza preguntándome Joaquín por Iglesia Viva, su renovación, sus planes. Nos anima a seguir. Le hablo del número 200 que preparamos sobre El futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro. Le recuerdo el artículo de Francisco Tomás y Valiente que publicó El País el mismo día de su asesinato en que le pedía a Joaquín, en nombre de todos sus amigos, la publicación de sus memorias

  • Se que sigues muy ocupado. Pero ¿estás cumpliendo con la obligación eucarística de hacer memoria de tu vida y entregarla?
  • Tengo que decirte que me lo ha pedido mucha gente y varios editores. Pero tengo una cierta animadversión o alergia al estilo “Memorias”. Las memorias políticas son algo muy unilateral, en las que se tiende a dejar bien al que escribe en detrimento de otros. Eso no me gustaría. Y para otro tipo de memorias más literarias yo no tengo estilo. Lo que sí pienso, y es algo que se me ha ocurrido este verano y lo cumpliré porque se lo he ofrecido a mi mujer, es publicar algo así como “diálogos de una vida”, es decir, arrancando de mis diálogos juveniles y los mantenidos en las diversas etapas y tareas de mi vida, recordar las figuras que más me impresionaron y las ideas que pude contrastar con ellas. Es una manera distinta de hacer historia. Más que hacer relatos, recoger esencias. Porque, recordando a mi poeta favorito que sigue siendo Antonio Machado, “guardo la emoción de las cosas, pero hay lagunas en mi memoria”. Y no tengo tiempo para releer páginas y libros sobre esos periodos de tiempo, aunque desde 1963, desde el Concilio, conservo todos los recuerdos escritos semana por semana en cuadernos de tapa plástica. Pero no creo que sea eso lo que se deba publicar.

  • Lo que pretende esta revista al encargarme esta entrevista es algo más sencillo. Es iluminar cómo has ido consiguiendo en las distintas etapas de tu vida la síntesis de tu condición de cristiano y de político. Y eso debe venir de lejos. ¿Qué ambientes y personas influyeron más en ti desde la juventud?
  • Son tres las personas que he siempre he tenido como referentes:

    En primer lugar mi madre, una mujer creyente y muy piadosa, muy frecuentadora de los sacramentos de la Iglesia, que me transmitió esa fe y esa tendencia piadosa. Pero yo nunca viví en casa un contraste entre esa fe y el talante liberal de mi padre

    Porque mi padre era tan liberal que respetaba en casa las creencias y prácticas de mi madre, aunque políticamente luchase con los liberales contra los privilegios de la Iglesia. Él era cristiano. Hay libros suyos sobre la historia del cristianismo en Andalucía que muestran su interés y respeto. No fue tan practicante como mi madre pero siempre estuvo con mi madre en las fiestas.

    Y hay otra persona a la que yo he admirado tremendamente siempre: mi abuelo materno. Era un total agnóstico, pero un hombre de enormes virtudes humanas, de gran lealtad a personas e instituciones con las que se había comprometido. Fue muy leal a la reina María Cristina y muy leal a su mujer y a sus hijos. Mi madre le adoraba y todo su empeño era transmitirle la fe. Él la oía con respeto pero no podía entender ciertos misterios. A mi me impresionó este hombre enormemente agnóstico y profundamente recto en valores morales.

  • Tu padre tuvo relevancia política…
  • Mi padre fue un político de vocación y en cierta forma profesional. Porque él arruinó su despacho de abogado para entrar en política y le tocó una época difícil, la de Canalejas. El pobre Canalejas, tan renovador y tolerante, y que paradójicamente fue asesinado por un anarquista. Mi padre vivió ese espíritu liberal que no perdió nunca y que yo heredé. Él fue dos veces ministro y cuatro veces alcalde de Madrid durante los gobiernos liberales. Y hay que ver lo que eran los liberales en ese tiempo, progresistas y anticlericales. Mi padre fue tremendamente liberal y cristiano al mismo tiempo. Y yo he vivido la política siempre con estas raíces..

    Desde los diez a los diecisiete años vivimos fuera de Madrid, porque mi padre, muy fiel a la monarquía pero muy liberal, se encerró mientras duró la Dictadura de Primo de Rivera en Hoyo de Manzanares, en ostracismo voluntario. Esto nos proporcionó a los hijos un ambiente distinto y mucho tiempo para estudiar y leer. Nos preparábamos en casa con la ayuda ocasional de un profesor y hacíamos los exámenes en el Instituto Cardenal Cisneros. En 1930, durante el gobierno de Belenguer, mi padre asume de nuevo la alcaldía de Madrid que entregará pacíficamente los representantes del pueblo en 1931.

  • Tu vida universitaria coincide con la segunda República, un periodo cultural y políticamente riquísimo. Es el esplendor de las vanguardias y el surgir de la CEDA ¿Cómo te integras ya personalmente en ese problemático contexto?
  • En 1930, acabado el Bachillerato, me matriculo en la Facultad de Derecho. Y termino la carrera en Julio de 1934, exactamente el mes en que muere mi padre. En aquella etapa yo no milité en ningún partido político aunque mi inclinación era por Don Manuel Gíménez Fernández. Era un hombre profundamente republicano, con ideas sociales muy avanzadas y con intentos incluso de reforma agraria cuando fue ministro de Agricultura. Con la CEDA y con Gil Robles no tuve en aquella época un contacto directo. Sí lo tuve con la A.C.N. de P. -Asociación Católica Nacional de Propagandistas- a la que tanto Gil Robles como Fernández Giménez pertenecían. Pero mi vinculación con este grupo fue más por motivos de Acción Católica que de política.

    Yo empecé a trabajar de universitario en la Acción Católica -era la invitación de Pío XI- y a partir de allí en la Asociación que habían fundado Angel Herrera, todavía seglar, y el Padre Ayala. A éste no recuerdo haberle conocido personalmente. Pero la personalidad de Ángel, Director de El Debate, me influyó mucho. Le recuerdo con respeto y cariño. Ángel Herrera fue -lo ha dicho Pedro Laín que es un testigo imparcial en esto- uno de los primeros que empezaron a modernizar el catolicismo en España.

    Sin embargo, yo no estuve tanto en la proyección política de la ACN de P cuanto en el apostolado en la Universidad. Ello me llevó a ingresar en la Confederación de Estudiantes Católicos, de la que fui secretario general. Allí pude constatar la tremenda división en la universidad y en España. Esas luchas entre la FUE y el naciente SEU, que nos pillaba en medio sin quererlo, con intentos de asalto por parte del SEU a nuestros locales de la calle Mayor… Yo me daba cuenta de que íbamos a una guerra civil, como así fue, y mi preocupación era entonces que los cristianos aceptaran la república y dialogaran con todos, haciendo una política de negociación entre todos. Esto me costó los únicas discusiones con mi padre, que, muy fiel a la monarquía, no aceptaba que entrara en casa El Debate que había se había definido en 1931 por la acccidentalidad de las formas de gobierno.

    Pero tengo que decir que en aquella época me impresionaron e influyeron también otras personas de la universidad de diferente ideología. Sobre todo tres. Don Julián Besteriro, del que fui alumno de lógica en el primer curso de la carrera de derecho. Don Fernando de los Ríos que me dio un curso en doctorado sobre los Reyes Católicos y los cambios de su época que me impresionó. Y el catedrático de derecho Luis Giménez-Asúa. Tres hombres de una inclinación claramente socialista, pero que me parecieron muy humanos, sobre todo Julián Besterio y Fernando de los Ríos. Todo eso fue dejando un poso en lo más íntimo que rebrotaría veinte años, treinta años después.

    Porque entretanto viene la guerra y la guerra fue para mí una experiencia terrible.

  • ¿Cómo la vivisteis?
  • A nosotros nos cogió la guerra en Madrid. Mi padre había muerto dos años antes. Estuvimos en la cárcel los tres hermanos. Y cuando nos iban a dar el “paseo” nos salvamos casi por milagro y por el coraje de mi madre que acudió a muchas puertas y consiguió por fin entrevistarse con d. Ángel Galarza, ministro de gobernación, en quien encontró la humanidad que salvó nuestras vidas y las de tantos otros.

  • Y después de la guerra apareces enseguida como dirigente de Pax Romana.
  • Si, yo te diré. Había tenido ya contacto con Pax Romana a través del MIEC, una Asociación Internacional de Estudiantes Católicos, constituida por la Confederación, de la que yo era secretario general, junto con otras asociaciones semejantes en Suiza y en Holanda. En mayo de 1939, recién acabada la guerra, el MIEC organiza, junto con otra asociación iberomericana de estudiantes católicos, un Congreso en Lima. Recibe la invitación el Card. Gomá, quien decide que asista una representación española. Nos nombra entonces a Maximino Romero de Lema -entonces seglar- y a mí, junto al consiliario D. Emilio Bellón. Fue un viaje épico: por barco a Buenos Aires y chupando oxígeno en los pequeños aviones con que se cruzaba, en diversas escalas, los Andes. Allí nos encontramos con el Presidente norteamericano de Pax Romana, que nos invitó a asistir al Congreso de Nueva York en setiembre de ese año 1939. Allí vamos y me eligen a mí, precisamente en el mismo mes del comienzo de la segunda guerra mundial, Presidente internacional de Pax Romana. Me acompañaban, representando a España, Alberto Martín Artajo con su mujer y Don Pedro Altabella, quienes me animaron a que aceptase.

    Esta tarea, y en esas fechas, representó para mí una apertura universal de problemas y mentalidades, tras las experiencias trágicas vividas en España. Veía necesario conseguir una presencia del cristianismo en el mundo universitario, con respeto de las formas democráticas y pluriconfesionales que existían en otros países. El cargo también me hizo viajar varias veces a Roma y tomar contacto con la Santa Sede. Comencé a tratar entonces a Mons. Montini. Todo ello, aun estando inmerso en el mundo católico, me alejaba mucho de la ideología de nacionalcatolicismo que dominaba en España.

    El mandato debía haber sido de dos años, hasta la celebración en Madrid del Congreso en 1941. Pro, por las circunstancias de la guerra mundial, que hizo imposible la celebración de congresos, el mandato se prolongó hasta 1945. Ese año se celebró en España, entre Salamanca y El Escorial, el Congreso Mundial de Pax Romana-MIEC. Y en 1946 en Friburgo, otro Congreso en que se escindió Pax Romana en la rama estudiantil -MIEC- y el Movimiento de intelectuales Pax Romana (MIIC), dejando yo de ser presidente.

  • ¿Y cómo empieza tu vinculación con los Gobiernos de Franco?
  • En 1945, un año muy clave, nombran a Alberto Martín Artajo ministro de Asuntos Exteriores. Tengo que decirte que mi primera cátedra, el 43-44, fue en Sevilla, donde mantuve contacto con personas muy liberales, entre ella Don Ramón Carande y, sobre todo, con D. Manuel Giménez Fernández. Yo recupero y profundizo entonces la amistad con Giménez Fernández. Y cuando más ilusionado está él en los proyectos que llevamos en conjunto, me llama Artajo para invitarme a dirigir el Instituto de Cultura Hispánica. Yo acepté y eso ya no le gustó a Don Manuel, aunque seguimos tratándonos. Pero cuando yo le dije en 1948 que Artajo, de acuerdo con Franco, me invitaba a ser Embajador ante la Santa Sede en Roma, con el deseo de hacer progresar las buenas relaciones del régimen con la Iglesia y que había aceptado, Giménez Fernandez me escribió una carta muy dura: “creo que tú y Artajo os equivocáis. Estáis dando apoyo a un régimen que no podréis cambiar. Allá vosotros con vuestra conciencia pero nuestra relación ha terminado”.

    Yo todavía hoy no se bien por qué acepté. Me parecía que por ayudar a España en una tarea sin responsabilidad de gobierno. Tal vez fue por ingenuidad, por lo atrayente de un cargo así a mi jovencísima edad. Recuerdo que pasé por Málaga para despedirme de mi amigo Ángel Herrera, entonces ya obispo. Él me dijo: “habéis hecho bien Artajo y tú en entrar. Desde fuera no se puede hacer nada. Desde dentro podéis impedir que este régimen vaya al totalitarismo”. Al decirle que precisamente llevaba el encargo de convencer al Vaticano de que era una buena ocasión para regular sus relaciones con el estado español, salvando la libertad de la Iglesia frente a posibles recrudecimientos totalitarios y regalistas, me dijo Herrera: “es un propósito muy loable. De hecho si se salva la libertad de la Iglesia se pone la simiente para salvar las otras, especialmente la libertad de prensa que considero necesaria. Pero desengañaros. La Santa Sede no firmará un concordato con España mientras dure el régimen actual”. Y lo firmó, no se si en parte debido a mi gestión. Sea como fuere, esta fue una época y un trabajo del que me siento satisfecho.

    A mí me tocó un momento muy bueno en Roma como embajador. Era el esplendor de la Democracia Cristiana con Alcide De Gasperi. Coincidió con el Año Santo de 1950, con el gran fervor de los numerosos peregrinos españoles que tanto emocionaban a Pío XII: “¡España con el Papa!”, gritaban en San Pedro. “¡Y el Papa con España!” contestaba él. Yo aproveché esas emociones para convencer a Montini y Tardini a empezar a hablar de Concordato.

    En Mayo de 1951 presenté directamente al Papa, en una audiencia muy especial, un proyecto de Concordato, en el que por cierto se hacía renuncia por parte del Estado al derecho de presentación de obispos. Sólo iba a quedar un previo aviso al Gobierno sobre el elegido, como existe aún en Francia y otros países. Y había conseguido que el Gobierno aprobase ese texto, pese a reticencias de algunos ministros tras una conversación muy a fondo con el general Franco que se mostró en esto más abierto que otros colaboradores. “Es como si el Papa -dijo- quisiera influir en el nombramiento de mis gobernadores”.

    Pero en Julio de ese año dejé la embajada. Y en el Concordato que finalmente se firmó volvía a aparecer el derecho de presentación. No sé por qué se produjo el cambio. Tal vez por influjo de mi sucesor Fernando Mª de Castiella, más regalista que yo. Pero tengo la impresión, aunque no lo puedo asegurar, que la Santa Sede consultó sobre este punto al Episcopado Español y éste, o una buena parte de sus miembros, se mostró reacio a dejar totalmente en manos de la Santa Sede el nombramiento de obispos.

  • Y en 1951 eres nombrado ministro de Educación…
  • Y éste fue uno de los peores momentos de mi vida. De hecho mi mujer cogió un gran berrinche cuando se enteró pues intuía lo mal que iba a ir todo. Yo digo a veces que si mi estancia en Roma fue como un período de gloria y felicidad, mi época de ministro fue para mí como un purgatorio. Y no digo infierno, porque no fue eterno.

    La experiencia como ministro fue muy dolorosa. Me di cuenta de que no era posible hacer casi nada. Había que hacer un gran esfuerzo para lograr muy poco, por ejemplo, restablecer en sus puestos y cátedras a centenares de maestros y profesores que había sido depurados después de la guerra. Recuerdo, en el caso de catedráticos de Instituto, el de Carmen Castro, la mujer de Xabier Zubiri. Y en el caso de catedráticos de Universidad, que era lo que más costaba, al profesor Miaja de Internacional, a Boix de Mercantil en Barcelona. Xabier Zubiri se hubiera podido reincorporar a la Universidad si hubiera querido, pero me dijo que se encontraba bien así. Y lo que más me costó fue conseguir la vuelta del sabio Arturo Duperier, que quería hacerlo con dignidad aunque estaba muy bien considerado en Londres. Hubo una reacción en contra por parte de altos militares que empezaron a acusar al ministro de querer devolver la universidad a la Institución Libre de Enseñanza. Tuve que hablar directamente con el General Franco por este caso y en esta ocasión me respaldó. Pero la situación se iba haciendo insoportable y yo me fui o me echaron. Es lo mismo. Y no estoy de acuerdo, en un país en que se ha hecho una gran reconciliación, gracias a una amnistía plenamente consensuada, el que se vayan pidiendo ahora explicaciones o responsabilidades por haber participado de una u otra manera en el anterior régimen.

  • Tras esta experiencia de ministro vuelves a la cátedra. Pero Juan XIII y el Concilio va a significar mucho en tu vida.
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    Sí yo digo que para mi vida Juan XXIII y el Concilio representaron el segundo nacimiento o renacimiento. Empieza una fase muy diversa de mi vivencia religiosa, que sigue siendo profunda y viva, y algunas veces muy agónica, pero cuya orientación fundamental se la debo principalmente a Juan XXIII. Con él adquirí un compromiso muy formal cuando aquel 24 de Abril de 1963 estuve con él, tras haberme ya designado perito del Concilio. Aproveché la ocasión para llevarle una edición de comentarios a la Mater et Magistra que habíamos hecho un grupo de profesores del León XIII. Él dijo con gran sencillez. “¿pero han encontrado Vds. tantas cosas en la encíclica para hacer un libro tan grande?”. Le dije que muchas más se hubieran podido decir, pero que sobre todo me había impresionado muchísimo la encíclica Pacem in terris que acababa de publicarse. Y entonces le dije que me iba a comprometer a difundirla en España y a tomarla como orientación para todo el esfuerzo que había que hacer desde el interior para cambiar el régimen.

    Al llegar de ese viaje, tenía una llamada del general Muñoz Grande que era Vicepresidente del Gobierno. Estuve con él. Sabía de mi viaje a Roma y quería saber lo que opinaba de la Pacem in terris y cómo podía atañer a España. Le expliqué que debía ser un impulso para evolucionar hacia mayor democracia. Y me dijo: “me alegra que me diga esto. Porque le hice esta misma pregunta hace unos días a un capellán castrense distinguido y me contestó diciendo que el Papa hace un magisterio universal, pero que no se refiere a situaciones concretas y que para España esa encíclica no era de aplicación. A mí no me convenció y me quedo con lo que Vd. dice”. Pero ya no duró mucho en el cargo.

    De ese compromiso con Juan XXIII surgió una renovado impulso por acelerar la transición desde dentro que en mi caso se centró en estas conocidas actividades:

    La Revista Cuadernos para el Diálogo que reunió a tanta gente y difundió, más que unas ideas, una actitud.

    Mi despacho profesional desde el que tuve que defender a Santiago Carrillo, a Simón Sánchez Montero y antes a Enrique Tierno Galván y otras personas con las cuales, aunque fueran de ideologías diferentes, estuve absolutamente ligado. Y estos lazos se iban tejiendo a fuerza de diálogo. Esto fructificaría luego en otros foros y plataformas.

    Y sobre todo Justicia y Paz, y a través de ella la campaña de recogida de firmas por la amnistía. Llegamos a recoger 158.000 firmas con el número del carnet de identidad que entregamos al Cardenal Tarancón. Pedíamos que la Iglesia española instara al jefe del Estado a la amnistía, no el indulto. El prometió que lo haría y lo hizo. Pero ni siquiera el episcopado estaba unánimemente de acuerdo en este punto, pues creían que no se podían olvidar los agravio y crímenes contra la Iglesia.

  • Yo me acuerdo cómo costaba que los obispos aprobaran los Estatutos de Justicia y Paz, con la famosa conjunción de autonomía y vinculación a la jerarquía, y cómo los aprobaron por fin cuando se les aseguró que no continuarías de presidente.
  • Tuvimos que hacer en Justicia y Paz algunas tareas que no nos correspondían, como acción de suplencia por la ausencia de partidos e instituciones políticas. Nos teníamos que cubrir de autoridad eclesiástica como único apoyo. Era una situación delicada pero exigida por la justicia en el contexto concreto. Recuerdo con gran estima, además del Cardenal Tarancón, al que fue nuestro asesor, Don Gabino Díaz Merchán, Arzobispo de Oviedo, y a obispos como Osés, Inyesta y otros. Sin ellos estas acciones tan decisivas como las que se hacían desde el interior de instituciones eclesiásticas, no se hubieran podido sostener y la transición no hubiera sido igual.

  • Tú tuviste un papel activo en la transición, desde tu implicación directa en un partido político hasta la promoción de la plataforma y la plata-junta
  • Yo he vivido la política siempre con el talante tolerante y dialogante que recibí de mi padre. Nunca he sido profesional del partidismo político.. En la transición este impulso al diálogo entre adversarios -que no enemigos- políticos, creo que fue mi aportación fundamental, cuajada en los contactos tenidos en Cuadernos, Justicia y Paz y el despacho profesional. Yo nunca he podido identificarme con un partido y con sus pretensiones. Y por eso no he aguantado nunca en ninguno, ni en el régimen, ni siquiera en Izquierda Socialista de la que fui fundador ni en el equipo de Democracia Cristiana. Aquello falló porque el pueblo no nos siguió en 1977. Teníamos unas posiciones muy avanzadas, casi utópicas y aparentemente contradictorias. Defendíamos la separación total de Iglesia y Estado, el federalismo, la cogestión obrera e incluso la nacionalización de la banca. De todo ello lo que queda más válido es lo de la estructura federal, que todos vimos clarísimo, hasta D. José María Gil-Robles y Quiñones, y que tal vez siga siendo una propuesta de futuro para resolver los problemas que la fórmula de las autonomías, adoptada entonces, no ha resuelto.

  • Pero faltó, desde le punto de vista de otras democracias cristianas, el haber obtenido más apoyo de la Iglesia….
  • Efectivamente, muchos años después, hace sólo unos pocos, un día en que fui a la Conferencia Episcopal para hablar con el Presidente de la misma, me recibió D. Fernando Sebastián quien me dijo: “¡Ay que error cometimos, Joaquín, al no haber apoyado en su día al equipo de Democracia Cristiana!”. Yo le dije: “No; monseñor, no fue un error. En aquél momento hubiera representado un apoyo táctico muy eficaz, como en el tiempo de De Gasperi. Pero los problemas que ahora tiene la Democracia Cristiana en Italia aquí se habrían presentado antes y de manera más grave”.

  • ¿Crees que en la Iglesia ha habido un involución, un retroceso respecto a lo que representó el Vaticano II?
  • Siempre, tras todos los Concilio, ha habido una reacción en la Iglesia. El Vaticano II ya produjo una escisión importante de católicos por el tema de la infalibilidad. En este caso lo que ha pasado es que los conservadores, los que se resistían al Concilio, se han mantenido en las zonas de poder eclesiástico y ahora han acusado a los progresistas de ir demasiado aprisa en el cambio, de ir más lejos de lo que marcó la letra del Concilio. Sobre esto ya hemos escrito, sobre todo en el libro colectivo que publicó PPC en 1987, El Concilio del siglo XXI. Reflexiones sobre el Vaticano II. El sentido profundo de este libro es que lo que intuyó el Vaticano II tiene que completarse a principio del próximo siglo con otro concilio que recoja lo que en él está sólo in nuce y aborde temas que quedan pendientes. Por ejemplo, la mayor presencia de la mujer en la Iglesia. Que no haya desigualdad de trato es una cosa muy importante. Los seglares tienen que tener mejor reconocida su responsabilidad en la toma de decisiones dentro de la Iglesia, y no sólo los seglares escogidos que digan lo que la jerarquía quiere, sino todos. Y después el tema de la sexualidad, sobre todo en relación con la limitación de la natalidad o la prevención del sida y con la persistencia de la ley del celibato sacerdotal. El tema ecuménico en el que se va tan lento… Son cuestiones, entre otras, respecto a las que sólo un nuevo concilio podría desbloquear definitivamente a la Iglesia.

    Y esta propuesta hay que mantenerla en el seno de la Iglesia con amor pero con constancia. Yo prefiero siempre la prudencia y el diálogo interno a las actitudes más radicales y ofensivas. Y sobre todo, entretanto, hay cosas urgentes que hacer desde la iglesia en causas que van más allá de ella. Todo lo que se pueda hacer para que acaben las guerras y las marginaciones, hay que hacerlo, apoyando lo que la Iglesia hace en esos campos, aunque uno no esté de acuerdo en la totalidad de la actitud con que se hace.

  • Últimamente has tenido ocasión de encauzar tu experiencia y bondad en cargos como el de Defensor del Pueblo y Presidente de UNICEF. El debate político ha ido quedando atrás. Pero lo temas de fondo permanecen. Orden económico y político internacional, convivencia de mayorías y minorías étnicas, derechos humanos de la segunda y tercera generación … Ésta va a ser mi última pregunta: ¿cómo ves tú el futuro de los cristianos en todo esto? ¿Fortaleciendo unitariamente una Iglesia y un papado que se constituya en lides del mundo en el tercer milenio o disolviendo su mensaje como fermento en la masa?
  • Yo coincido desde luego en esa actitud de ser sembrador entre la masa. ¿Por qué? Porque, entre otras cosas, yo tengo siempre presentes las palabras del Señor: yo he venido a traer mi palabra a la gente sencilla. La gente sencilla sí quiere encontrar caminos, la gente sencilla que sufre marginación, mujeres u hombres, la gente sencilla que sufre en el desempleo, la gente sencilla que sufre tantas y tantas exclusiones. Yo creo que esta gente sí que está esperando que el mensaje de Cristo opere eficazmente. Yo he dicho a veces que no es verdad que Dios haya muerto. Es que nosotros lo matamos en el corazón y en la mente de mucha gente porque no somos coherentes con el mensaje de su Hijo. En verdad que no lo somos. Nos aguantamos y acomodamos. Es mala prudencia, somos imprudentes y a veces cínicos pues no decimos las cosas como son.

    Recientemente se han ido el Cardenal Silva Enríquez y el obispo Helder Camara. Han sido personas extraordinarias que se enfrentaron con realidades que vivían y las han llamado por su nombre. Surgirán otras, estoy seguro. Más que en un gran pontificado hay que confiar en estas lumbreras esparcidas. Para una posible sucesión del papa yo preferiría -estoy improvisando- primero, un papa italiano, que sea modesto, dialogante, que sepa escuchar a todos como normalmente hacen los italianos. Después, que sea suficientemente joven para entender y dialogar con las nuevas generaciones, que entienda los problemas que puede tener, por ejemplo, una joven pareja de hoy que quiere ser fiel a su fe pero que no puede tener una familia numerosa.

    El espíritu profético del cristianismo tiene que llegar a entender los grandes problemas de la gente sencilla y encontrar soluciones para ellos. No se me ocurre más para terminar que releerte las palabras del discurso mío en la clausura del III Congreso Mundial de Apostolado de los Seglares, el 18 de octubre de 1967 y que titulaba “Hacia el mañana…”. Voy a por él.

    No hace falta, Joaquín. Porque es muy tarde ya y porque este discurso lo publicó nuestra revista en el número 13 (Enero-Febrero 1968). Si te parece entresacaré unas frases como colofón. Fueran palabras proféticas que suenan hoy tan actuales como entonces.

      Me fui aquella tarde con la cinta grabada y el corazón lleno de cariño hacia una persona que con su luminosa sencillez tanto lo da y tanto lo inspira. Me doy cuenta de que no hemos hablado de su vida familiar, de Mercedes, de sus once hijos, de sus treinta y dos nietos y un biznieto. Son las experiencias básicas, la plenitud humana que están en la base de este hombre público, transparentemente cristiano y cariñoso.

    ——–

    En este Congreso se nos ha revelado el latido de tres grandes experiencias humanas:
    •a) La sensación de que somos un pueblo en marcha, de que se ha roto el embrujo de la la tradición mal entendida, de la conservación a ultranza de instituciones y actitudes inmovilistas o conservadoras, en contraste con la sencillez, la ductilidad y el dinamismo del Evangelio…
    •b) La sensación de urgencia, de ese caminar de los hombres es acelerado, atosigante a veces, porque ese es el ritmo de la historia(en la ciencia, en la técnica, en la explosión demográfica, en la intercomunicación de culturas y en tantas facetas más). Ante ese ritmo cualquier retroceso o, incluso, cualquier detención, entrañaría un tremendo pecado colectivo; uno de esos pecados que -según el Evangelio- no se perdonan porque son “pecados contra el Espíritu Santo”. Más aun, inmersa en ese ritmo la Iglesia no puede ir a remolque, ni avanzar por etapas geológicas. Ha de caminar en vanguardia, con ligero paso humano y con ánimo de adivinación…
    •c) La sensación de solidaridad, la sensación de que en esa marcha todos los miembros de la Iglesia -el Papa, los obispos, los sacerdotes y los fieles- avanzamos juntos y nuestro diálogo se hace más claro, más fluido, más transparente.
    Alentados por esas experiencias, todos hemos puesto la mirada en el horizonte para tratar de prever, de adivinar mejor, las grandes líneas de marcha del Pueblo de Dios, nuestras más hondas aspiraciones como cristianos que (a mi parecer, se han concretado en estas) perspectivas fundamentales:
    1ª) La perspectiva de una Iglesia cada vez más comunitaria y vital…fundada en una igualdad sustancial de todos sus miembros, con diversidad de funciones e integrada en la única misión liberadora y redentora de Cristo….La realización de esa “comunidad vital”, a la vez, jerárquica y democrática, en el más hondo y limpio sentido de ambos té2rminos, exige, pues, autenticidad creciente en el diálogo, confianza y credibilidad recíproca, entre pastores y pueblo, participación de éste en el momento preparatorio de la decisión que haya de tomar la autoridad; lenguaje directo y transparente, coherencia entre la palabra y la acción; encarnación concreta del lenguaje de Cristo, perpetuamente renovado al contacto con la vida histórica, y realizado en la justicia, en la libertad, en la pobreza, el el grito cuando haga falta el grito… en la existencia personal e institucional, individual y colectiva, de cada día y de todos los pueblos…
    2ª) La perspectiva de una Iglesia cada vez más testimonial, desde el corazón del mundo: más copartícipe toda ella -seglares, sacerdotes y Jerarquía- en las angustias y esperanzas de los hombres….Hablar el lenguaje de los hombres, no sólo de los hombres de Roma, ni sólo de Occidente, sino de todos los pueblos del mundo… un lenguaje que sea capaz de llegar a la entraña de todos los hombres, creyentes o no, agnósticos o ateos militantes: el lenguaje de la verdad que alienta, de la justicia que libera, del amor que une… Y todo ello sin circunloquios ni veladuras, como Cristo habló a los explotadores de su tiempo y -además- con la competencia científica y técnica que hoy exige cualquier empresa humana.
    3ª) Por último, la perspectiva de una Iglesia en que todos sus miembros estén cada vez más llenos de una fe vital, a la vez honda, sencilla, y entrañable, respetuosa para otras creencias y para el drama interior de los que no creen. El “compromiso” de apostolado exige ciertamente unión con Dios, entrega profunda a la acción de Cristo en nosotros. Sin ese impulso nuestro testimonio sería vano. Pero la fe no es algo que se fabrica, sino don de Dios. Quienes usan la fe como podrían usar su rifle, o quienes no usan la fe para servir y amar a los hombres, contribuyen, quizá como nadie, a esa aparente “muerte de Dios” de algunas corrientes espirituales de hoy. Dios no ha muerto, pero… lo matamos nosotros en el alma de muchos hombres cuando por acción o por omisión contribuimos a que persistan la tremendas injusticias, opresiones y violencias de nuestro tiempo.
    (Texto completo en IGLESIA VIVA, nº 13 (1967), pg. 71-83)

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