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Más sobre sexualidad y celibato

29-Octubre-2009    José Arregi

Hola, amigos, amigas: ¡Que tengáis Paz en el corazón y en el cuerpo!
A la vuelta de mis reflexiones sobre el celibato de Jesús, me ha llegado de todo: mensajes de gratitud, testimonios de desengaño, palabras de desazón y de pena, e incluso de dolor. Era de esperar, ¿no?


Dejemos a Jesús con su corazón lleno de belleza y de secretos, y volvamos a nuestra vida, de la que Jesús sigue enamorado. Volvamos a este pobre corazón-cuerpo nuestro necesitado de amar y de ser amado. No sabemos muy bien lo que somos, pero somos corazón sexuado y cuerpo sexuado. Somos corazón y cuerpo rebosante de deseos y de miedos, de placeres y carencias. ¿Qué otra cosa es nuestra sexualidad? Nuestra sexualidad, en cada célula física y en cada chispa espiritual, nos hace experimentar cada día la maravilla que somos y la contradicción que nos lacera, lo inacabados que estamos.

No sólo estamos inacabados -y espero que algún día, gracias a la evolución, la ciencia y la espiritualidad, esta especie animal maravillosa e indigente que somos llegue a ser más generosa y armónica, más buena y feliz-… Nuestro ser sexuado no sólo está inacabado, sino que además está lastrado, marcado, herido, por una larga historia de miedos, tabúes, prejuicios, condenas y sentimientos de culpa. Y no son las religiones las que han creado esa dolorosa herencia histórica, pero las religiones la han justificado, agravado y perpetuado.

El caso del cristianismo merece una mención especial debido a su influencia histórica: en el cristianismo -debido precisamente a su enorme vitalidad, elasticidad y capacidad de expansión y de absorción- confluyeron un sinfín de filosofías y religiones, y confluyeron también muchas corrientes hostiles al cuerpo: orfismo, platonismo, maniqueísmo, estoicismo… Sin duda, la “gran Iglesia” evitó los extremos -por ejemplo el “encratismo”, que condenaba el matrimonio al igual que el vino, y se apañaban para celebrar la eucaristía sólo con pan y agua, pero no sé cómo se apañaban para amar y para celebrar la vida sin cuerpo y sin eros-; evitó, sí, los extremos, pero no dejó de infiltrar hasta la médula de la conciencia occidental la culpa ligada al sexo. Yo me acuerdo de la angustia que me invadió a mis 16 años en el noviciado, cuando me enteré de que en el sexto mandamiento (”No cometerás actos impuros”) no había “parvedad de materia”, es decir, que todo “pecado” contra el sexto (un leve pensamiento, una imagen pasajera, un fugaz deseo), todo era “pecado mortal”. Ya corría, sin embargo, el año 69… Seis o siete años después, pregunté a uno de mis mejores profesores franciscanos de teología por qué eso era así, por qué en el sexto mandamiento todo era pecado mortal, y me lo justificó, y yo no lo entendí, pero no me atreví a contradecirle y lo seguí padeciendo.

¡Oh Dios mío, Dios del Eros y del Amor que todo lo mueve, todo lo atrae, todo lo transforma! ¿Es la relación sexual y todo lo que la rodea y constituye, desde la primera mirada hasta el orgasmo final, algo pecaminoso fuera del matrimonio heterosexual canónico? Contádselo al estambre y al estilo en la corola de un nardo, lleno de polen y de néctar. Contádselo a las abejas en su vuelo nupcial. Contádselo a los cisnes blancos con sus interminables cortejos en medio de un lago. Contádselo a los ciervos con sus juegos amorosos en la espesura. O contádselo a los innumerables gays de todas las especies animales, a las ligeras libélulas gays, a los halcones peregrinos gays, a los simpáticos pingüinos gays, a los inteligentes delfines gays, a las esbeltas jirafas gays, a los muy masculinos elefantes gays… Dios juega y ama en ellos, por nada, para nada, para disfrutar. (Por lo demás, moralistas y canonistas del mundo, ¿os dais cuenta de que el conocimiento de la naturaleza tan espiritual e inventiva ha echado por tierra vuestro viejo argumento aristotélico de la “ley natural”?). O contádselo, sin ir más lejos, a nuestros jóvenes de hoy que, desde los 15 años, ya conocen las delicias -y también, ¡oh!, las penalidades, tantas penalidades…- de la relación sexual en todas sus formas. ¿Los veis acaso peores que nosotros, los mayorcitos casados o célibes? ¿Los veis peores que los buenos cristianos que llegaban vírgenes al matrimonio, cuando estaba prohibido el besarse en la boca y apenas se atrevían a darse las manos (porque, ya se sabe, en esas cosas como en otras, todo es empezar, y más vale tomar precauciones). No, no son peores nuestros jóvenes. Simplemente ha cambiado su mirada y su valoración de la sexualidad y de la relación sexual.

Y, justamente, es imposible hablar hoy de la sexualidad y del celibato sin tener en cuenta este cambio cultural profundo. ¿Qué cambio? La relación sexual se ha desligado de la reproducción; ya no hace falta la relación sexual para la reproducción, ya no es necesaria la reproducción para las relaciones sexuales. Un cambio decisivo. Y otros cambios culturales más o menos directamente relacionados con ese primero. Por ejemplo: la convicción fundada de que el placer sexual es bueno de por sí, siempre y cuando uno no se haga daño a sí mismo, ni haga daño a la otra persona, ni haga daño a una tercera persona; tan bueno como el placer de comer una sabrosa manzana, como el placer de beber un buen vino, y mucho más aún. O el cambio radical que supone el retraso de la edad en que se casan nuestros jóvenes porque no pueden acceder a tener una casa hasta los 30 años… O la distinción entre identidad sexual e identidad de género.

La naturaleza y la cultura, si es que aún tiene algún sentido esta distinción, nos invitan apremiantemente a cambiar nuestra perspectiva teológica sobre la sexualidad y todas sus manifestaciones. El cuerpo es espíritu, el espíritu es cuerpo, y Dios vive y disfruta en el placer de los cuerpos y de las almas. Dios disfruta y Dios padece, pues es bien patente que la relación sexual no es solamente el paraíso del placer, sino también casi siempre un pequeño infierno de deseos frustrados, de conflictos de compatibilidad, de complicados complejos, de celos y rivalidades. Y a veces, un gran infierno. Y entonces Dios padece, pero nunca dice: “¡Ahí tenéis el precio de vuestro pecado!”. Sino que siempre dice: “¡Disfrutad la vida, y liberadla de lo que os hace sufrir y de hacer sufrir!”.

¿Y el celibato entonces? En realidad, era de esto de lo que quería hablar, pero ya me he extendido demasiado. ¿Tiene entonces sentido el celibato? Claro que lo tiene, si se vive bien. Como tiene sentido el privarse de beber un buen vino cuando uno tiene una razón válida para ello, y razones puede haber muchas: o que no le gusta el vino, o que le gusta pero le sienta mal, o simplemente que prefiere guardarlo para alguien… En ningún caso debería decir que abstenerse de vino sea mejor que beberlo. Tal vez es un ejemplo demasiado banal, pero tal vez no lo sea tanto. En efecto, es indudable que, en los orígenes mismos de la teología del celibato, subyace la convicción de que es mejor la continencia que la relación sexual. Al igual que en el origen del voto de obediencia está la convicción de que es mejor obedecer al superior que optar de manera responsable. Hoy ya no nos sentimos culpables si alguna vez, cuando nos parece que la responsabilidad así lo demanda, obramos en contra de la voluntad del superior. Pero seguiríamos sintiendo culpables si rompiéramos el voto del celibato, aunque de ello no se derivara ningún daño para nadie. Y algo chirría ahí. Ahí sigue chirriando nuestra teología del cuerpo y de la sexualidad. Ahí sigue chirriando nuestra teología del celibato. ¿Qué tal si, como hizo hace años O’Murchu -y ya ha tenido que purgar por ello- redefiniéramos el voto de castidad/virginidad/celibato como “voto de compañerismo”?

Amigo, amiga: sé compañero, sé compañera. ¡El Amor te desea! Lo sepas o no, también tú deseas al Amor. Vive y ama en paz.

José Arregi

    Para orar (Un poema de amor, pues Dios es Eros y Ágape))

    “Dondequiera que estés,
    sea cual sea tu condición y hagas lo que hagas,
    sé siempre un buen amante”.
    El movimiento de las olas,
    día y noche, viene del mar,
    tú ves las olas, pero, ¡qué extraño!
    no ves el mar.
    Cada momento se precipita hacia nosotros desde todas partes
    la convocatoria del Amor.
    ¿Quieres venir con nosotros?
    No es momento para quedarse en casa,
    sino para salir y entregarse al jardín…

    Ven,
    Te diré en secreto
    adónde lleva esta danza.
    Mira como las partículas del aire
    y los granos de arena del desierto
    giran sin norte.
    Cada átomo
    feliz o miserable,
    gira enamorado
    en torno del sol.
    Una persona no está enamorada
    si el amor no ilumina su Alma.
    No es un amante
    si no gira como las estrellas alrededor de la luna.
    Excepto el amor intenso, excepto el amor,
    no tengo otro trabajo;
    Salvo el amor tierno, salvo el amor tierno,
    no siembro otra semilla.
    Todo he paladeado. Nada hallé mejor que Tú.
    Cuando me zambullí en el mar, no hallé perla como Tú.

    Los pájaros dibujan grandes círculos en el cielo
    con su libertad.
    ¿Cómo lo aprendieron?
    Ellos caen, y mientras caen
    les dan alas.
    La Belleza del corazón
    es la belleza duradera:
    sus labios brindan
    el agua de vida para beber.
    Verdadera es el agua,
    quien la vierte,
    y quien la bebe.

    Estamos chocando unos con otros como barcos:
    nuestros ojos están a oscuras, aunque el agua esté clara.
    Dormidos en el bote del cuerpo, flotamos
    ajenos al Agua del agua.
    El agua tiene un Agua que la conduce;
    el espíritu tiene un Espíritu que lo llama.

    Cuando la belleza mora en los oscuros vallecitos de la noche
    el Amor viene y encuentra un corazón
    enredado en los cabellos.
    La Belleza y el Amor son cuerpo y alma.
    La Belleza es la mina, el Amor, el diamante.
    Juntos han estado
    desde el principio de los tiempos,
    lado a lado, paso a paso.
    La manera en que la noche se conoce con la luna,
    sé eso conmigo. Sé la rosa
    más cercana a la espina que soy .
    (J. Rumi, poeta místico persa del s. XIII)

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