Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

En torno a “Negra Luz”

05-Julio-2006    Juan Luis Herrero del Pozo

A más de un teólogo que lea detenidamente las páginas de este libro de Lombardi Vallauri (traducido por Antonio Duato, editado por Tirant lo Blanch) le recorrerá un escalofrío por el espinazo, mezclado con una sensación de vértigo. No es para menos. Este filósofo –jurista para mayor garantía– aplica el escalpelo del sentido común y del más honesto y refinado ideal jurídico, que la lejanas raíces evangélicas han logrado hasta la actualidad cultural, al constructo dogmático católico y, obviamente, no queda títere con cabeza. El imaginario dogmático cristiano cumplió su papel –con muchas luces y no menos sombras- en la fase de pensamiento primitivo anterior a la Ilustración. Su lastre más negativo es que, en íntima simbiosis histórica con la institución eclesial, su conjunción fue desdibujando y dejando en la penumbra –salvo en individuos excepcionales– el genuino estilo de vida de Jesús, tan humano y liberador. Una increíble traición a lo largo de 20 siglos.

Aunque el autor no lo dice – y no es mi intención glosarlo ahora– pienso que su intención de retorno al agua cristalina de la fuente cristiana así como su atención y sensibilidad por otras tradiciones religiosas, especialmente las orientales, han abocado a Lombardi, como nos lleva a muchos, a una operación traumática pero necesaria de cercenar excrecencias y recuperar lo esencial. La asfixia institucional, sin mínima capacidad de provocar entusiasmo ni en viejos ni en jóvenes, ha vaciado los templos (nada malo en sí) y nos ha arrojado a todos a la intemperie de un desierto de ideales y valores. Quienes aborrecimos un día de la hueca y anacrónica parafernalia de la iglesia de cristiandad no nos resignamos hoy a tirar la toalla sino que, por honestidad humana y lealtad a Jesucristo, nos rearmamos con vigor, dispuestos a seguir luchando en la frontera eclesial hasta morir con las botas puestas. No nos da la gana andar con guantes de terciopelo ni sacrificar la audacia a la prudencia. Es debilidad a que se ven forzados tantos pensadores cristianos para no perder su gana-pan; Luigi Lombardi, en cambio, a causa de este libro, perdió su cátedra universitaria en Milán. (Por cierto, por aceptar el preservativo, el cardenal Martini, está probando, reducido al silencio, la misma medicina que él suministró a Lombardi). Es preciso no alarmarse y confiar: el mensaje de Jesús es liberador y cuando lo ofrecemos, en planteamientos modernos, en su radicalidad y desnudado de adherencias, la gente suele lamentar “¿por qué nos han ocultado tanto tiempo esta forma de pensar? ¿por qué no predican los curas estas cosas en los púlpitos?”

He advertido que más que glosar de cerca a Lombardi quiero desgranar las impresiones que me ha sugerido. Una primera constatación personal. En mi proceso de maduración teológica, cada vez que hincaba el diente a un tema quedaba sorprendido de cómo la iglesia oficial había manipulado la historia. Así, dogma tras dogma, evento tras evento, en pequeñas dosis, muchos hemos procedido a una real de-construcción de un pasado adulterado. Mas cuando Lombardi te lo sirve con rigor, todo seguido y de golpe en la primera parte (“destruens”) de su libro, no me extrañaría que a algunos participantes de este foro les amagase el infarto. Si es que lo entienden. El resultado es impresionante.

Lombardi busca construir y por eso denomina su segunda parte “destruens- construens” y procede a su tarea constructiva en torno a un concepto tradicional desde los Padres de la iglesia, apofatismo: cuando nuestra pobre mente humana apuesta libremente por Dios (¡qué bien si el autor se hubiera detenido algo más en este paso!) se queda sin palabras, por incapacidad de elaborar un solo concepto útil sobre la gran Realidad. Junto a algunas páginas especialmente densas y, a mi juicio, secundarias, sobre el enigmático e insuperable abismo entre neuronas y mente consciente, el autor, sin afirmarlo demasiado explícitamente (por ejemplo, en una sola frase rotunda) relaciona y aproxima entre sí tres realidades considerándolas prácticamente equivalentes en la sustancia: 1) apofatismo teológico cristiano, 2) camino del silencio (¡otro apofatismo!), vacío fecundo, es decir, preñado de transcendencia del “ateismo” budista y 3) finalmente, posible y deseable mística “laica” de agnósticos y ateos honestos y comprometidos. Es mi convicción que el futuro de las religiones irá por ahí. Estas tres posturas religiosas están llamadas a fecundarse mutuamente.

Las religiones son torpes balbuceos, andaderas en la infancia. Pero no evitan fácilmente la adulteración de Dios, la magia y la superstición. Para que, sobre todo en el futuro, pudiesen prestar algún servicio –entiendo- sería imprescindible proceder a dos cosas: primera, sanear el concepto de cómo no es (teología negativa, apofatismo) la interacción Dios-ser creado, mediante la superación de lo que llamo “pensamiento mágico”, mi principal tarea actual. La de-construcción dogmática que realiza Lombardi mediante su crítica histórica a la luz de lo jurídicamente injusto (en el ámbito de su especialidad académica) yo la complemento mediante la superación del pensamiento mágico (ver Religión sin magia. Testimonio y reflexiones de un cristiano libre, de inminente aparición en El Almendro), superación del pensamiento mágico que garantiza la grandiosa potencialidad de la autonomía del cosmos y de la libertad, negando cualquier intervencionismo divino corrector, comenzando por la tradicional revelación sobrenatural.

La segunda condición de utilidad de la religión se deriva, en parte, de la anterior. Desmontado el mito de la institución eclesial intocable, derivado de su presunto origen revelado, el principio “encarnación” exige acercar a la conciencia y sensibilidad modernas cualquier estructura religiosa: implantación del principio democrático en una autoridad realmente representativa, interpretación de las sagradas escrituras como expresión de experiencias humanas religiosas sólo mediatamente consideradas Palabra de Dios, es decir, en su condición de Respuesta humana vivencial y concreta; y, finalmente, refundición total, en adecuación a cada cultura, del mundo simbólico celebrativo (oración y oraciones, lecturas, prácticas, celebraciones, sacramentos…).

Aún bajo tales condiciones, las religiones propiamente dichas, modestas expresiones del apofatismo, quedarían relegadas a un plano muy secundario. Tanto que cabe preguntarse ¿después de la religión qué?

Yo suelo responder: una mística política que desborda un tanto sin contradecirlo el hilo discursivo de Lombardi. Por más que, al haber quedado su tercera parte, la específicamente “construens”, apenas esbozada me pega que su desarrollo futuro bien podría ir por este camino.

Mística laica y política. Es algo decisivo, a mi modesto entender, en nuestro futuro religioso o simplemente humano. En primer lugar, porque al rebasar lo propiamente religioso facilitaría un espacio macroecuménico de encuentro para toda persona honesta, creyente o no, que se tomase en serio la búsqueda del “otro mundo posible”, el de una humanidad reconciliada, el reino. Espacio de encuentro también, en principio con mayor razón pero tal vez con mayor dificultad, en tanto que plataforma de convergencia de todas las religiones.

Se ha observado cómo todos los místicos de cualquier religión coinciden y se entienden con cierta facilidad ¿No será porque han acertado no sólo en lo sustancial religioso sino, ante todo, en lo humano auténtico? Porque la mística no se refiere a estados extraños de conciencia, aunque los puede haber ocasional no cotidianamente. La mística consiste, más bien, en mirar toda realidad en profundidad, en percibir lo que hay detrás de las cosas, especialmente en lo hondo del propio corazón. Si Dios es una realidad, es la Realidad ontológicamente subyacente en lo más profunda de cualquier otra (“interior intimo meo”, decía Agustín de Hipona). Por decirlo brevemente la mística es todo lo contrario de vivir superficialmente y coincide, sin embargo, con hacerlo con los pies bien en la tierra.

Espacio privilegiado de la mística así entendida es la oración contemplativa, el zen, camino del silencio. No es necesario dejar de ser cristiano para ser budista: la proximidad es mayor de la que se piensa.

La mística es casi inevitablemente laica. En el caso de agnósticos y ateos no se alcanza la fe en cuanto apuesta libre por un Dios excesivamente opaco pero sí se es sensible a la conciencia que lleva a asumir la vida con la máxima seriedad y honradez. En tal decisión y actitud coinciden con creyentes críticos para los que el concepto de Dios, desde la razón, queda vacío (creyentes apofáticos) y ello les lleva a transitar por el camino del silencio de modo a vivir las cosas con seriedad y abiertos a la trascendencia inmanente en ellas. En este caso la razón pensante se ha quedado corta pero no el testimonio de hombres y mujeres de Dios que han vivido experiencias fuertes, preñadas de compromiso. Para los cristianos el testimonio de Jesús es el gran referente. Nunca escasean personajes semejantes en cualquier religión. Sus vivencias nos ofrecen rasgos auténticos de Dios aunque sea metafóricamente: Dios es nuestro “abbá”, papá- mamá; es el tesoro escondido y única sede de la felicidad; tenerlo como padre si no tenemos a los más pobres como hermanos es pura mentira.

Incluso estos grandes testigos hablan un lenguaje humano sometido a las condiciones de su propia cultura religiosa. Tampoco Jesús escapa a este condicionamiento. Su experiencia vivencial alcanzó grandiosa pureza, no así su expresión conceptual y verbalización: Jesús creía en un infierno eterno pese a la injusticia sancionadora sin proporción entre culpa y castigo, subraya Lombardi.

Esta mística ganará día a día en laicidad por el actual proceso de secularización que, lejos de representar la gran catástrofe que es a los ojos del pensamiento cristiano oficial (ver papa Ratzinger o última instrucción de los obispos españoles sobre teología y secularización) , constituye la gran oportunidad de toda religión. Desde la Ilustración se comenzó a descubrir la autonomía de lo creado, la densidad del saeculum. La salvación cristiana hará mal en buscar fuera de él la trascendencia, como un añadido. No hay que superarlo sino profundizarlo. No parece acertado añadir algo sagrado a lo profano sino descubrir la “encarnación” dentro de la “creación” que baña en el misterio insondable y amoroso de Dios. Sólo lo humano es divino y cuanto más humano más divino. Herencia de este proceso secularizador es descubrir cómo no es (apofatismo) la interacción Dios-cosmos, cómo no precisa el Creador intervenir (pensamiento mágico) para estar presente. El no creyente lo vive experiencialmente, el creyente, además, lo afirma nocionalmente.

¿Sólo nocionalmente? Por supuesto que no. Sería una fe muerta. Ahora bien, cuando la fe es mística, es, por el mismo hecho, política. La mística cabalmente encarnada es responsable de ”los otros” en todo el abanico de sus varias dimensiones, individual, colectiva o societaria y estructural. La responsabilidad de todos, creyentes y agnósticos, es construir humanidad compasiva y reconciliada. Sanear las estructuras de injusticia que aherrojan a los hermanos y destrozan la tierra. No sé en qué medida algunas tradiciones orientales son sensibles a esta dimensión del “camino del silencio”: puede que el cristianismo tenga ahí algo que aportar, por ejemplo, en la superación de la división de clases en la India

Lombardi destaca con vigor la mística laica. Es de esperar que haga algo semejante con la dimensión política cuando desarrolle convenientemente su tercera parte, la propiamente “construens” apenas esbozada en Negra Luz.

Este libro de Lombardi me parece una joya. Desde la primera línea me he sentido en profunda sintonía con él. Y aunque nuestro discurso, en algunas partes es paralelo pero complementario, en otras muchas es coincidente y desemboca en idéntica visión del futuro de las religiones. En cualquier caso, el movimiento cristiano debe superar la actual involución –que lo paraliza a riesgo de perder una vez más el tren de la historia- desembarazarse (sin arrojar al bebé con el agua del baño) de las seculares estructuras en las que ha encarnado su traición a Jesús, si quiere ofrecer al espíritu moderno un mensaje fiable, comprensible y liberador.

Logroño 5 julio 2006

herrero.pozo@telefonica.net

NOTA DEL TRADUCTOR ANTONIO DUATO:

Dado que Juan Luis Herrero del Pozo dice que este libro produce escalofríos y vértigo a un teólogo, y dado que es un libro que pocos han leído, para “hacer boca” y entrar en la parte que trata más con teólogos -él es filódofo de la religión y del derecho más que jusrista y se sitúa en una consideración “laica” del tema, no confesional- me ha parecdido aportuno ofrecer un resumen y estractos del primer capítulo, tal vez el más polémico. Al hacer la primera presentación del libro, incluía ya el índice completo de la obra.

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