Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

“El Hereje” de Miguel Delibes

04-Agosto-2006    Braulio Hernández
    Estas pasadas navidades un amigo me regaló la novela de Delibes EL HEREJE. Yo no la había leído, aunque por lo visto fue una obra muy difundida, que impactó, cuando salió hace unos años. Es la última obra de Delibes, y la más extensa. Tardé meses en ponerme a leerla, por fín, poco a poco, de casa al trabajo y viceversa, en el tren de cercanías la he terminado de leer.

    A mí me ha impresionado. Se han hecho tantas abominaciones en nombre de la religión, en nombre de Cristo (el dios del Amor)… En nuestra guerra incivil, hecha en nombre de Dios y de la patria, también a otros les sacan al alba para hacerles el “paseíllo”… Doy por supuesto que mucha gente ya la habrá leido la novela y que no es ninguna novedad, pero a mi me ha gustado tanto que he hecho este modesto escrito. Paz y bien. Braulio. Tres Cantos.

LA PROCESIÓN DE LAS BORRIQUILLAS

(Sobre la novela El Hereje, de Delibes )

Sucedió en Valladolid. En la madrugada del 21 de mayo de 1559, antes de romper el alba, y tras un año de penoso y cruel cautiverio en la cárcel secreta de la Inquisición, más de sesenta reclusos, entre ellos algunos eclesiásticos, integrantes del foco luterano de Valladolid, todos procesados por flirtear con el protestantismo, iniciaban la que para muchos de ellos sería su penúltima procesión. En la gran ceremonia los clérigos fueron también degradados. Al finalizar la misma, los condenados a muerte fueron montados en unas humildes borriquillas para ser conducidos al quemadero.

El estandarte de la Inquisición y la enseña carmesí del Pontificado abrían la procesión de los reos, marcados con sambenitos, y un coro de cantores entonaba el Vexilla regis, de las solemnidades de Semana Santa. En un punto de la ciudad la procesión se fundió con la comitiva real, anunciada con pífanos y tambores. Al rey lo arropaban los príncipes y los altos dignatarios de la Corte, junto con un grupo de nobles y varios arzobispos que cerraban su comitiva. Todos se enfilaban hacia la plaza mayor para celebrar el Auto de Fe, una especie de Juicio Final contra el hereje.

La masa cristiana, enardecida y justiciera, esperaba oír el más infalible de los veredictos: la hoguera. Pero también había mujeres y hombres que lloraban. El pueblo bramaba contra el hereje, como en el circo de Roma contra el cristiano. En el escenario levantado en la plaza mayor, con varios niveles e imponente, había colocados tres púlpitos. Los reos eran llamados uno a uno, y llevados ante el púlpito de los relatores donde les leían las sentencias: “confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar las tres Pascual del año”; “degradación, confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera”; “confiscación de bienes y dado a la hoguera”… etc. Parte de los reos tuvieron sentencias más benévolas. Morir en el garrote, previo a ser quemado en la pira, era un alivio.

Todo este pequeño resumen, espeluznante y tétrico, es el final de la grandísima y conmovedora novela de Miguel Delibes, El Hereje. Una novela histórica que sobrepasa al puro relato imaginario. Junto a personajes de creación literaria, como el del protagonista principal, hay otros que tuvieron existencia real. EL HEREJE es una novela histórica muy documentada. Es “un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven”.

El protagonista, Cipriano Salcedo, es un inquieto y próspero comerciante de pieles vallisoletano que “nació” casualmente el año de la Reforma, en 1517, justo el año que Lutero fija sus 95 tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Su infancia fue dura, su madre murió tras su parto, algo que no le perdonó su padre. Huérfano de madre y privado de las ternuras paternas, su único cordón afectivo fue Minervina, la nodriza, el personaje más tierno de la novela. Ella le es arrancada de su vida por decisión de su padre que, celoso, interna a su hijo en un colegio de huérfanos. Pero ella aparece sorprendentemente en la última hora de vida del protagonista, ya camino del cadalso, en la procesión de las borriquillas.

Cipriano Salcedo es atraído por los sermones y la autoridad moral del doctor Cazalla (un hombre de prestigio, predicador del emperador Carlos V), introductor del luteranismo en España. Cipriano Salcedo entra a formar parte de la clandestina comunidad luterana de Valladolid, (la “secta” en palabras del autor de la novela) uno de los primeros focos del Protestantismo en España. En la fraternidad tienen La Libertad del cristiano como libro de cabecera. Me acordé de una catequesis, Llamados a la libertad (www.comayala.es) sobre la epístola de San Pablo a los Gálatas: la carta de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios, una carta sin explotar. Pablo apela al Concilio de Jerusalén, el concilio de la libertad cristiana. El ambiente de esta hermandad subyuga al protagonista.

Su primera experiencia con la fraternidad fue sobrecogedora. El grupo iniciaba la reunión con la lectura de un Salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban pero que en Valladolid, de momento, se conformaban con rezarlo, sin levantar la voz. Él pretendía encontrar en sus estrofas consignas prohibidas. El tal salmo decía: Bendecid al Señor en todo momento / Su alabanza estará siempre en mi boca /… Porque busqué al Señor y me ha respondido / Me ha librado de todos mis temores… La reunión de ese día iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones. Para ilustrarlo, leerían algunos diálogos de Latancio y Arcidiano, del libro de Alfonso de Valdés Diálogos de las cosas acaecidas en Roma. Una crítica a “estas reliquias que sacan dinero de los simples, … que os las mostrarán en dos o tres lugares a la vez”, y que se ponían a la altura de artículos de fe.

El protagonista decide repartir la mitad de sus propiedades entre sus subalternos y arrendatarios. Pero no lo hace movido para asegurarse la salvación eterna -él asumía que “las obras no son indispensables para salvarse”- sino como un gesto de resarcimiento hacia el desapego de su difunta esposa, Teo, la reina del páramo, cuyo matrimonio entre ambos fue un fracaso. Aunque él sabe que estos gestos de desprendimiento le agradan al Señor.

Otro de los personajes es Ana Enriquez, joven bellísima y aristócrata, integrante de la fraternidad (“una criatura demasiado bella para ser quemada”). Ella sale del apuro confesando ante el Tribunal del Santo Oficio (sale absuelta) cómo fue adoctrinada por miembros del grupo. Su breve declaración ante la Santa Inquisición es un escaparate conteniendo algunos de los temas fundamentales del luteranismo: “nuestra salvación se produciría por los solos méritos de Cristo… porque las obras, por sí mismas, para nada servían”. Se citan puntos como la justificación por la fe; el reconocimiento del papado en el Espíritu Santo; la quimera del purgatorio; los verdaderos sacramentos (el bautismo y la eucaristía); la confesión, sólo ante Dios; el culto idolátrico a las imágenes y al crucifijo; el ayuno y la castidad: “después de la redención, habíamos quedados libres de toda servidumbre; y no teníamos que ayunar ni hacer voto de castidad sólo por obligación…”.

Cipriano Salcedo es el prototipo de hombre íntegro, defensor de la libertad de conciencia, que asume sus convicciones hasta sus últimas consecuencias, sin ceder a la fácil tentación del perjurio y de la delación en los momentos de gran tribulación. Él se toma muy en serio la comunidad luterana, a la que idealiza, lo que hace que pronto se gane la confianza del doctor Cazalla, su mentor, y sea enviado a Alemania para hacerse con libros e información sobre el movimiento de la Reforma. Pero, años después, camino del cadalso -en medio de esa gran abominación- y abatido por la “deserción” de sus hermanos en los interrogatorios para evitar el suplicio del potro, él se pregunta si existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo. Pedía una señal, y se preguntaba dónde estaba Dios.

A la pregunta del inquisidor: “¿cree usted en la Iglesia Romana?”, Cipriano Salcedo ya había respondido en su día: “Yo creo firmemente en la Iglesia de los apóstoles”. Con esta misma convicción muere, mártir, en la hoguera. El confesor, impotente, acuciado por la presencia del verdugo con la tea encendida en la mano, no logró arrancarle al hereje la palabra clave que le daba el pasaporte para la salvación de su alma: “decid Romana, solamente eso”. Desalentado, el confesor lo más que pudo arrancarle al reo fue: “Si la Romana es Apostólica, creo en ella con toda mi alma, padre”.

“Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados”, le había consolado su “tío” Ignacio Salcedo, un alto cargo en la Chancillería, cuando le visitó, impotente, en la cárcel de la Inquisición. Miguel Delibes empieza su novela El Hereje con esta carta de presentación, recogiendo unas palabras de Juan Pablo II sobre la violencia ejercida desde el seno de la Iglesia:

“¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del evangelio” (Juan Pablo II a los cardenales, 1994).

También, tras nuestra guerra incivil, declarada en nombre de Dios y de la patria, a no pocos de los perdedores, porque pensaban diferente, les sacaban, al alba, en procesiones especiales para hacerles el “paseíllo”. Con la connivencia, o el silencio, de la Iglesia. “Llama la atención que, por parte de nuestra jerarquía, no se haya dicho una sola palabra para ayudar a recuperar la memoria histórica”, la de aquellos ciudadanos que fueron arrebatados y enterrados como apestados y herejes en fosas comunes o tumbas secretas. Una herida mal cerrada que se ha revelado que aún está abierta. Que las palabras del papa no sean, como suele ocurrir con frecuencia, solo bellas palabras para la galería.

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