Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿Por qué son aburridas las eucaristías?

22-Octubre-2006    Juan Luis Herrero del Pozo
    Hace un tiempo nuestro colaborador Juan Luis Herrero, teólogo y antiguo misionero en África, publicó este ensayo en la revista Pastoral Juvenil y posteriormente en Eclesalia. Como el tema de la liturgia se ha debatido mucho en ATRIO últimamente, nos parece oportuno someter a consideración y debate este artículo de nuevo, en vísperas de que salga el nuevo libro de Juan Luis, “Religión sin magia”, del que volveremos a hablar cuando llegue el momento. ATRIO.

    ¿ POR QUÉ SON ABURRIDAS LAS EUCARISTÍAS?

La respuesta sería: porque se ha perdido su sentido profundo, sin el cual, por lo demás, no podrá darse la necesaria refundición (no sólo reforma) necesaria de la Iglesia. Tal cual es la Eucaristía es la Iglesia, y a la inversa. La una es reflejo de la otra. De ahí que la desafección de los jóvenes afecte a ambas por igual. Si esta Iglesia nuestra es el fracaso del Evangelio, nuestra Eucaristía es el fracaso de la Iglesia por haber quedado reducida a mero rito piadoso aburrido, y sólo superficialmente remozada. Y ello, en lugar de ser un convite festivo de la comunidad creyente convocada (iglesia) por la memoria de Jesús para construir –junto a toda persona honesta- una humanidad más fraterna y convivial (el reino como objetivo). Es preciso, a mi entender, recuperar una Eucaristía significativa, para el pueblo de Dios y, especialmente, para los jóvenes, como un elemento clave de la refundición de la Iglesia. No otra es la intención de las siguientes reflexiones.

Una situación improlongable

Urge mucho tomar en serio la actual situación. La estructura oficial de la institución eclesial presenta una imagen tan deteriorada y hasta repulsiva que, más que transparentar el mensaje de Jesús de Nazaret, lo oculta y deprime. Es una situación tan dolorosa que, aunque prolongada durante siglos, hoy nos hiere muy especialmente a muchos cristianos justo cuando la gente más espera y necesita una espiritualidad vigorosamente humana y radical. En razón de la seriedad del evangelio y de las expectativas humanas no podemos andarnos con paños calientes. Es un deber moral meter a fondo el bisturí. Más aún, puesto que nada en la iglesia es intocable, salvo la opción de vida como seguimiento de Jesús, no debería alarmarnos un borrón y cuenta nueva, teniendo en cuenta, por supuesto, las lecciones –positivas y negativas- de la historia. En este proceso será preciso comenzar desde abajo, desde el pueblo, desde cada comunidad local, con tal de fundarnos en el evangelio vivido con radicalidad evangélica. De arriba poco cabe esperar: la actual configuración jerárquica y magisterial ha fracasado en su generalidad y ha quedado superada (salvo personas concretas), desde el Vaticano hasta el último clérigo. Mientras los cristianos más conscientes no demos la espalda al proyecto oficial de ‘nueva evangelización’ –que es más de lo mismo, y peor, es decir, un torpe retorno al modelo de cristiandad- parece inevitable que el cristianismo haya de ser barrido de continentes enteros, como hace siglos lo fue de África del Norte. Ahora bien, el cristianismo aún tiene mucho que aportar, pero para ello es tal la radical metamorfosis a que debe someterse que apenas somos conscientes de su alcance.
El tema de estas líneas apunta al corazón mismo del proyecto cristiano, la celebración eucarística de la comunidad, dado que ésta es no una práctica religiosa cualquiera sino el punto de máxima cristalización, en la medida en que funde el pasado de Jesús con el presente cotidiano en tensión a un futuro de plenitud. Esta ancha perspectiva ¿ posee algo en común con esas misas soporíferas en las que los viejos llevamos toda una vida aburriéndonos, sin reconocerlo, y que los jóvenes han abandonado desde la ‘confirmación’ (¡)? En un intento reciente de “repensar la fe”, y la Eucaristía entre otras cosas, con pequeños grupos cristianos, hemos tenido mentalmente en cuenta a tres categorías de personas: primero, a nosotros mismos, cristianos supuestamente ‘progres’; luego, a esa multitud de adultos que llamamos ‘indiferentes’, y que lo son más a lo eclesiástico que a lo evangélico; y, sobre todo, tenemos en cuenta a nuestros propios hijos y otros jóvenes, poscristianos desencantados, sinceros y básicamente honestos, aunque en peligro de ser devorados por esta sociedad de pensamiento ‘débil’ y sin norte. Tal vez se interese, incluso, por estas ideas algún lector distraído, agnóstico o ateo, que descubra sorpresivamente en ellas alguna complicidad con valores humanistas que le son caros…
De entrada advierto que me ceñiré a lo que juzgo esencial en la Eucaristía aunque ello exija un mínimo de encuadre en su contexto tanto concreto como global.

Imaginario popular mágico

Para acceder a lo sustancial, es preciso partir de lo concreto de la piedad popular para despejar el camino del obstáculo más engorroso y arraigado. En este sacramento central, hay algo que impregna el imaginario popular y desvertebra y pervierte el conjunto: la presunta “presencia real” del cuerpo, sangre y divinidad de Cristo sobre el altar o en el tabernáculo. Presencia que arranca de la “consagración”, otro concepto tradicional que fundamenta para la piedad popular muchos de sus interrogantes: cuándo hay consagración, en qué momento de la misa, quién la puede hacer, qué pasa si no hay sacerdote, qué materia prima de pan y vino es necesaria, qué sucede con lo sobrante, etc. Si tal presencia se limitara a una función instrumental, un medio supuestamente necesario para garantizar la actualización misteriosa a favor de la comunidad de la muerte-resurrección de Jesús, sería tolerable aunque irracional. Lo grave e intolerable es que el presunto instrumento se ha erigido en fin: lo importante es que Cristo se hace presente en el altar para ‘recibirlo’ en nuestro estómago. Simplemente ésto aseguraría ya algún fruto espiritual mientras no se comulgue con pecado mortal no confesado.

Factor de descristianización.

Me temo que esta doctrina –dicho sea de paso-es una de las principales contribuciones a la descristianización. Un espíritu moderno difícilmente puede ‘comulgar’ con semejante rueda de molino: una realidad intramundana, empírica y tangible, un poco de pan (o su caricatura) y unas gotas de vino, se convierte milagrosamente en otra realidad material-espiritual-divina, la persona de Jesús. Además, mediante esta enigmática transformación, unos acontecimientos de hace dos mil años (la vida, muerte y resurrección de Jesús) se hacen de nuevo presentes sobre el altar, aunque sin duplicarse. Y este ‘sacrificio’ de Jesús actualizado permanecería ahí (¿o sólo en el momento de la consagración?) mientras quede una miga de pan. La realidad misteriosa de tal sacrificio se haría presente sobre el altar aunque nadie, ni siquiera el celebrante, por falta de ‘disposiciones’ interiores, le diese acogida piadosa en su alma.
La ‘primera comunión’ es el contacto inicial del niño cristiano. Éste, a partir de entonces, habrá de hacer hueco en su mente a un sinfín de otros misterios. No convendría retrasar más allá de la infancia la ceremonia de la comunión porque, al amparo de la fantasía propia de la edad, el niño podrá ir construyendo el compartimento estanco que necesita para dar cabida al mundo de lo sagrado, antes de que comience a interponerse el mundo de lo racional con su cortejo de conocimientos de física, ciencias naturales, filosofía, metafísica…y sentido común. En la etapa infantil de lo mágico, nada se opone a ese Jesús invisible en la hostia. Posteriormente grabada a fuego esta creencia y remachada a saciedad durante años ¿qué adolescente o joven o adulto no ha vivido su validación mediante momentos de intensa emoción religiosa ’visitando’ a Jesús escondido tras las puertas del sagrario? A alguno le sonará a caricatura lo que digo. Ahora bien, obsérvese que la caricatura no deforma la realidad sino que acusa los rasgos más reales.
A este propósito, valga una pequeña pero significativa experiencia: al abordar con algunos cristianos el trabajo de reciclaje teológico, muchos de éstos han escuchado con mayor o menor sorpresa y acogido con más o menos reticencia nuevas interpretaciones desenfadadas (por no dejar intactos los viejos moldes al amparo de la ambigüedad) de dogmas básicos tales como la Revelación, la Trinidad o la Divinidad de Cristo. Pero, llegados a una interpretación no tradicional de la Eucaristía y, en especial, de la “presencia real”, un respingo interior recorre el auditorio que parece decir: ¡no me toquéis a mi Jesusito! La Eucaristía constituye una auténtica piedra de toque de la piedad popular. De ahí que su irracionalidad –percibida consciente o inconscientemente- inicie en muchos la crisis religiosa. Así es como la mayoría –comenzando por los más jóvenes- hace tiempo que han hecho silenciosamente mutis por el foro. Y no hay ‘nueva evangelización’ que valga. Jamás los volveremos a recuperar para este mundo religioso mágico. La doctrina de la “presencia real” es, en efecto, uno de los reductos más persistentes del pensamiento “mágico” que es como el patrón deformante más primitivo y visceral de expresar la relación con la divinidad. Se habla de una próxima cruzada vaticana pro-Eucaristía (¿nueva encíclica? ¿sínodo de obispos?) ¡Qué pena tan profunda produce la brecha entre la realidad y los posicionamientos del grueso de la jerarquía católica! ¡Qué golpes tan certeros está asestando a la credibilidad del cristianismo! ¡Si al menos permaneciera callada! Opino que es inmoral arroparla con un silencio respetuoso: “Ay del que escandalizare…”. Vamos, pues, con el tema de la presencia real para desbrozar el camino.

Magia sacramental ( “presencia real”)

¿Qué se entiende por “presencia real” en la Eucaristía? Se han escrito millones de páginas e invertido otros tantos de horas en la interpretación de una creencia mágica de temprano nacimiento en el cristianismo. Síntoma de que el problema no es fácil o de que se está en un callejón sin salida por estar mal planteado desde su inicio. Se ha intentado deslindar el hecho (dogmático) de su interpretación (teológica). Pienso que no es posible en nuestro caso porque sus mismos supuestos fundamentos bíblicos son ya una interpretación equivocada. El contexto cultural oriental, en el que lo simbólico, lo mítico, lo real y lo mágico se hallan más entremezclados de lo hoy imaginado, nos invita a la prudencia. El mayor peligro sigue siendo hoy comprender literalmente, por ejemplo, el “esto es mi cuerpo” como hicieron algunos textos patrísticos. La insensible evolución cultural de los primeros siglos lo descuidó y ello dio lugar a una progresiva interpretación “cosificante”, físico-realista, de la eucaristía. La exégesis moderna escudriña cada vez más, pues, el marco antropológico global del nacimiento del cristianismo, incluida la eucaristía. En este marco, las interpretaciones clásicas de la “presencia real” no caben. No nos detenemos en ello. Nos bastará constatar que se puede llegar a lo más jugoso y vital de este sacramento prescindiendo de dicha verdad. Los autores más modernos la silencian o pasan de puntillas sobre ella mediante formulaciones ambiguas. Tal es el miedo a las iras de la autoridad. Personalmente entiendo que por encima de ese miedo reverencial a la jerarquía debe pasar el respeto y la sinceridad con el pueblo. Me parece preocupante ese doble nivel de creencias al que se ha llegado en la iglesia: bastantes pastores han alcanzado en su foro interno un alto grado de crítica a lo establecido (dogmas, liturgia, organización). Pero se callan delante del pueblo. Y cuando éste lo descubre se lamenta con amargura: “¿por qué nos ocultan estas cosas?” La desgracia es que, entre tanto, prosigue la sangría de mucha gente honesta.

Con los jóvenes es más fácil entenderse.

¿Cómo están ocurriendo las cosas? El tema de la “presencia real” tiene los días contados: dentro de diez años habrá desaparecido como problema y como tema. No obstante, la remoción de este obstáculo no habrá resuelto todos los problemas. Mientras no lleguemos a la veta humana profunda de la celebración eucarística, las misas carecerán de interés salvo para los más timoratos que sienten la necesidad –o la obligación dominical- del rito sagrado. Su piedad u obediencia compensan el desafecto de la mayoría, sobre todo jóvenes, a quienes las misas dicen espiritualmente muy poco y resultan insoportables. La dificultad de la “presencia real” es, pues, un obstáculo a remover aunque no toda la solución.
No obstante, aquellos jóvenes que han superado tantos absurdos y permanecen en la Iglesia sí que prescinden de la presencia real. Al tratarlo en diferentes comunidades de base, desde las de mayores hasta las de jóvenes, he podido constatar lo siguiente: para las personas mayores, la “presencia real” constituye algo tan arraigado, central y sustancial en el sacramento que no es fácil desmontarlo para recuperar lo realmente importante. Sin embargo, con los más jóvenes, he tenido la sensación de estar combatiendo innecesariamente molinos de viento. Ellos ya no se sitúan ahí: es algo superado y se asombran de que todavía sea problema para los mayores. No obstante, algo hay que decir al respecto aunque sólo sea en atención a aquellos jóvenes de movimientos integristas (Opus Dei, Camino neocatecumenal, Comunión y Liberación, Focolares, Legionarios de Cristo…) a quienes sus mayores modelaron a su estilo y que la cúpula jerárquica sigue mimando hoy. Por más que tampoco caben aquí grandes esperanzas. El integrismo responde a una psicología, la del creyente piadoso pero exageradamente inseguro, que tendrá siempre adeptos y vocaciones ¿Nos sorprende? Ellos nos dicen que el Espíritu les da vocaciones. ¡ Qué frecuente es confundir al Espíritu con las propias neuronas.

La creencia popular y oficial

La “presencia real” tiene los días contados, de acuerdo, mas, entre tanto, ¿a qué se aferra en ella la mayoría del pueblo? Paso por alto las innumerables interpretaciones históricas y me limito a la comprensión popular común.:
Antes de la consagración hay sobre el altar pan y vino. Estos dones se convierten por la llamada “consagración” en el cuerpo y la sangre de Jesús. De los dones sólo queda la apariencia. Los teólogos la han llamado presencia sustancial, objetiva, somática (soma=cuerpo). Un cierto avance se produjo en la historia de la teología cuando se insistió en que, siendo la Eucaristía, un sacrificio, el mismo de la Cruz, Jesús estaba presente no sólo como resucitado sino en su pasión y muerte, aunque sin duplicar los acontecimientos. Al enigma de lo espacial (presencia del cuerpo de Jesús bajo los dones del pan y vino) se añadía el de lo temporal (acciones del pasado, congeladas en una meta-historia, que se nos harían presentes ahora en su ‘mismidad’). Este modo de “presencia” mágica es el llamado a ser superado en beneficio de otra “presencia” incomparablemente más profunda y humana.
La creencia popular se asienta en el Concilio de Trento que, en ésta y otras creencias, desperdició lo mejor de la Reforma tirando por el desagüe al bebé con el agua de su baño. Trento venía a decir: la naturaleza, sustancia o ser del pan y el vino dejan de estar presentes sobre el altar porque se han convertido (“transustanciado”) en el cuerpo de Jesús. Doctrina que se había impuesto desde el siglo XI contra Berengario, en el Concilio de Roma (1079). Ello explica la profusión de ‘milagros’ eucarísticos en aquella época. Ésta es la creencia que pervive en el pueblo y en los pastores, al margen de ciertas matizaciones alambicadas de la teología posterior afanosas por salvar lo definido “ex cathedra”.

Prácticas mágicas habituales.

No es superfluo señalar las consecuencias en la praxis eclesial y piedad popular. Los sacerdotes celebrantes se esmeraban hasta el escrúpulo en la pronunciación de las palabras que producían el milagro eucarístico. Igualmente obsesivos eran al recoger la más mínima partícula de la hostia sobre la patena. El momento del cambio de una a otra sustancia (consagración), por ser el instante en que se hacía presente Jesús, alcanzaba el clímax celebrativo: silencio sepulcral en la asamblea, todos rodilla en tierra, tintineo de campanillas, alzamiento pausado y solemne de la hostia y del cáliz en los que o bien se fijaban las miradas o ante los que se inclinaban la cabeza. Otro momento culminante era la comunión. Los comulgantes, con “Jesús en el pecho”, de rodillas en el banco, la cabeza entre las manos, se aislaban del resto.
Lo importante era “recibir a Jesús” aunque fuese una vez acabada la misa por llegar tarde. Igualmente el modo de solemnizar una misa era proceder a continuación a la “exposición del Santísimo” con bendición de la custodia entre volutas de incienso.
La verdadera fiesta eucarística, el Jueves Santo, se dobla aún hoy con otra especialmente dedicada a la “presencia real”, la del Corpus Christi con uno de los acontecimientos más fastuosos del año litúrgico, la procesión por las calles engalanadas de la custodia bajo palio flanqueada por una guardia militar de gala.
Otra incongruencia: se obliga al cristiano bajo pecado grave a asistir el domingo a misa aunque –al mismo tiempo (¡)- se le prohíbe bajo sacrilegio comulgar en ella si, cometido un pecado grave, no ha pasado por el confesonario.

La lista de aberraciones en torno a la eucaristía es interminable. Ha sido preciso recordar algunas para advertir que han durado siglos; lo que indica que el “sensus fidelium” no más que el del magisterio jerárquico no son ninguna garantía absoluta. En la ortodoxia como en la ortopráxia se dan históricamente tantas sombras como luces y tanto de lo que avergonzarse como de lo que gloriarse. La Iglesia real no es lamentablemente el paradigma de la ciudad de Dios. Y no sólo por sus miembros sino también por sus instituciones y comportamientos oficiales. Hemos presentado una historia de la Iglesia tan falseada que cualquier estudioso descubre con estupor que los incrédulos cultos no exageran demasiado en sus críticas aunque éstas sean acervas e inmisericordes a causa de lo mucho que algunos han sufrido por la Iglesia. Este somero recorrido nos dispensa de otros argumentos. No puede ser válida la teología que ha sustentado tales abuso pero que hoy emprende caminos diferentes.

El sustrato mágico de la creencia: intervencionismo divino.

Las llamadas palabras de la Institución que los sinópticos y Pablo ponen en boca de Jesús (“Esto es mi cuerpo…”) pertenecían al uso litúrgico, no eran protocolo de la última cena. Y, por supuesto, no tenían nada que ver con el sentido literal esencialista que la tradición posterior les ha atribuido y que podrían traducirse hoy así: “compartir el alimento entre vosotros es mi mejor presencia”.
En efecto, el talante ‘cosista’ o fisicista de la tradición es estrictamente un elemento propio del pensamiento mágico de la religión. Concretamente en la eucaristía, la magia la ha devorado como un cáncer que alcanza, incluso, tonos idolátricos. La magia –teológicamente hablando- consiste en hacer a Dios a nuestra imagen, hacerle actuar como lo haría una causa intramundana aunque de poder omnímodo. Y así se le hace intervenir directamente en el mundo al margen o más allá de las posibilidades de las leyes naturales o de la libertad humana. Este falseamiento en el modo de entender la relación de Dios con la realidad creada contamina a todas las religiones y constituye la desviación metafísica y antropológica a superar por todas ellas. Es sorprendente que esta intuición, propiamente metafísica, esté tan ausente en muchos teólogos. Es el problema trasversal que subyace en la teodicea y desde ahí en los problemas teológicos de todos los siglos. Creo no exagerar ni me cierro a ninguna perspectiva razonada. La teología actual está reelaborando muchos temas, uno por uno, a partir de la visión específica moderna de cada uno pero, a mi modesto entender, carece de un elemento unificador que permita una nueva síntesis teológica global. Éste sería el parteaguas real entre el viejo y el “nuevo paradigma”. Los más sugestivos elementos para su elaboración los descubrí, en su día, en Andrés Torres Queiruga. Su síntesis tal vez no está acabada (¿cómo se entiende, por ejemplo, desde el no intervencionismo divino que él propugna la especial “asistencia” al magisterio eclesiástico o la “indefectibilidad” de la Iglesia?). Merece la pena seguir la evolución del autor que esperamos no se amilane ante ciertas reticencias de otros teólogos. He pretendido apuntar brevemente esta clave metafísica del ‘nuevo paradigma’ en “Superación del pensamiento mágico” (Revista electrónica latinoamericana de teología (ReLAT), nº 324 en servicioskoinonia). Dios no adviene desde las afuera de la realidad sino que subyace (de forma trascendente no categorial, dirían los filósofos) a todas las cosas constituyéndolas como autónomas en su ser y devenir. Autonomía que no permite entender a Dios interviniendo en la historia para añadir, corregir o modificar de cualquier manera lo creado. Dios no es como Penélope con su tela, no juega a “hacer y deshacer”, crear para corregir, hacer llover pese a las isobaras, enviar a Santiago a caballo contra los moros, introducir en la mente del profeta verdades inalcanzables, suplir el semen masculino en el seno de María, sustituir la persona de Jesús por la del Logos, aportar a la historia un diseño de comunidad especial, la Iglesia, “asistir” con una ayuda de privilegio a la autoridad religiosa pese a su ignorancia o pecado, evitar o aliviar el sufrimiento o el hambre de los pobres pese a nuestro mercantilismo egoísta, etc. Por lo mismo, tampoco juega a alquimista sobrenatural convirtiendo una sustancia material (el pan y el vino) en otra perfectamente ajena. No podemos entender el poder de Dios tan total como para hacer posible lo imposible, un círculo cuadrado, o sensato algo carente de sentido como sería una libertad humana abocada al fracaso final.
El intervencionismo sobrenatural de Dios constituye la trama del tejido religioso judeocristiano y hoy –algo terriblemente preocupante- del islamismo. Imaginar así a Dioso es dejar una bomba nuclear en manos de un niño, que eso es todavía la humanidad. Pocas ideas sobre Dios son tan peligrosas. ¡Estar convencidos, porque Dios nos lo habría revelado, de que su verdad y su poder están en nuestras manos o en las de la autoridad religiosa! Éste es el nervio de todo integrismo, del esclavizamiento de las conciencias y del rechazo de la democracia interna en la Iglesia. En idéntica lógica –no atenuada por la Ilustración- se mueve el fundamentalismo islámico. El terrorismo se cierne como un devastador huracán sobre el planeta. Pues bien, es preciso advertir que este fenómeno se alimenta de dos raíces: una, el empobrecimiento material y el ninguneo moral de 1.300 millones de islámicos por parte del Primer Mundo y, otra, su fanática convicción de que no importa morir y de que van a triunfar porque Alá intervendrá a su favor. Me he alejado un poco del asunto por la necesidad de poner al desnudo una de las aberraciones residuales de nuestra propia religión: Dios interviniendo a nuestro requerimiento, sea en la oración de petición, sea en las palabras de la consagración, de la absolución o de cualquier otro sacramento.
Reitero lo dicho: estas reflexiones casi están de más para los jóvenes, aunque no tal vez para algunos catequistas. En cualquier caso, lo importante es lo que sigue: Dios se hace realmente presente en la comunidad sólo en el amor que la acción simbólica de compartir el pan puede hacer emerger en sus miembros si éstos se abren libremente a ella.

La celebración cristiana (el mundo de los símbolos)

En beneficio de ciertos desarrollos más importantes voy a simplificar u omitir algunos más conocidos o secundarios. Por ejemplo, soslayo la distinción técnica entre signo y símbolo fundiendo ambos bajo el concepto de símbolo.
La Eucaristía es la celebración característica y central de la comunidad cristiana y es una acción simbólica. El mundo de los símbolos es el ámbito privilegiado de la expresión humana y de la comunicación interpersonal. Los símbolos no necesitan explicación, hablan por sí solos dentro de un contexto cultural determinado. Si un joven de nuestra cultura entra en una de nuestras misas y no entiende nada, no es culpa suya sino de nuestra celebración. En cambio no necesita ninguna explicación cuando ve besarse a dos jóvenes o contempla un grupo de personas comiendo sentados festivamente en torno a una mesa. Los primeros expresan que se aman, los segundos que están celebrando algo.
Las acciones simbólicas no sólo expresan significativamente algo sino que, además, lo ratifican y refuerzan, es decir, construyen realidad. La carencia de expresión simbólica deteriora la misma realidad. Cuando en la pareja comienzan a escasear los besos, corre peligro el cariño. Cuando los hermanos o los amigos se juntan para comer refuerzan sus lazos afectivos. Esto nos ayudará a entender (y vivir) la Eucaristía como acción simbólica constructora de comunidad y no simple espacio de oración, de reflexión o rito piadoso.
Todo sacramento es una acción simbólica fuerte. Los sacramentos constituyen el rico y denso mundo de la simbología cristiana. Ahora bien, los símbolos sólo son expresivos para los miembros de la misma cultura. En otra cultura habrá que descubrir el símbolo de lo que se quiere expresar. En la cultura mediterránea el agua era el símbolo lustral por excelencia de la purificación. De ahí el sentido y valía del bautismo. Pero posiblemente en la espesura de la selva amazónica los nativos dispondrán de algún tipo de iniciación que, con los debidos correctivos o modificaciones, deberían suplir un bautismo de importación, rito in-significante para ellos.
En principio, los símbolos son, como el lenguaje, relativos a una cultura. No valen indistintamente para otra, ni siquiera indefinidamente en el tiempo para la misma. Las culturas cambian y sus modos expresivos con ellas. Por esta mera observación, no tiene sentido absolutizar el símbolo como cuando se dice que Jesús instituyó 7 sacramentos que, por ese hecho, habrían de permanecer inalterados para siempre y ser exportados impositivamente a todos los pueblos. (¡pobre Matteo Ricci!). Sería una aberración antropológica. Por algo la Iglesia tardó bastantes siglos en fijar el número y tenor de los sacramentos.
Una realidad es sacramental no por su procedencia divina sino por su valía y densidad humana a cuya auténtica hondura ayuda a acceder el ideal de Jesús. De tal manera que si en algún sacramento de los hoy existentes en concreto descubrimos una realidad simbólica humana de validez universal, tal sacramento será reconocible siempre y por todos. Así, por ejemplo, en toda la historia de todas las latitudes, la unión íntima de los cuerpos es, al mismo tiempo que placer compartido, entrega mutua en el amor. Por ello el matrimonio, como amor en fidelidad, al mismo tiempo interesado y gratuito, es automáticamente realidad plenificante, santificante o sacramental, sea cual sea su modo de celebración ritual. Es decir, el amor humano es sacramento por su propia naturaleza, cuando es vivido con hondura y coherencia. No necesita ni tampoco admite ninguna añadidura o condicionante –¡ninguna reglamentación canónica!- que lo pueda invalidar. De una tacada se quedan en paro la mitad de los canonistas. O ¿es que fue necesaria su sabia y alambicada erudición durante los largos primeros siglos del cristianismo en que los convertidos no conocieron otra celebración que el matrimonio civil?
Ahora bien, la Eucaristía ¿es como el matrimonio una realidad simbólica universal?

¿ Ritos inalterables o símbolos de libertad?

Cada día más, los teólogos concuerdan en que Cristo no fundó la Iglesia, ni siquiera una nueva religión. El cristianismo, como religión, es un constructo histórico humano en el que se intenta traducir la opción de vida fundada en la experiencia filial y libre vivida por Jesús. Sólo ésta es específica de lo cristiano, sólo ella está llamada a permanecer, como oferta no impuesta, en los moldes de cada tiempo y lugar. Pero ninguna traducción concreta de un tiempo o de una cultura son intocables. Toda experiencia cristiana se encuentra condicionada inevitablemente por el momento histórico pero, al mismo tiempo, lo juzga y supera. Por eso, se puede decir que Jesús más que fundador de religión fue restaurador de lo humano y superador de lo religioso. Siempre se ha hablado en el cristianismo de la libertad frente a la esclavitud de la ley. Sin embargo, la Iglesia se ha convertido en la religión más rígidamente estructurada, en un organismo social pretendidamente perfecto (“societas perfecta”), uno de los más esclerosos y opresores de la historia ¿Le puede algo preservar de la más severa condena? Sí, el hecho de que sigue poniendo en nuestras manos un evangelio de libertad. Precisamente, el mismo Pablo de Tarso intuyó en la experiencia filial de Jesús, que heredamos sus seguidores, la liberación que ese Jesús vivió frente a la tutela del “pedagogo” que era la ley (ver carta a los Romanos).
La convicción de Pablo se fraguó en la controversia sobre si obligaba a los cristianos el mandato de la circuncisión. Al rechazarlo, Pablo interpretó a Jesús e inició para sus seguidores el proceso de ruptura -¡oh, blasfemia!- con lo más sagrado de entonces, el sábado, la circuncisión y el templo. Tan libres de lo religioso debieron ser aquellos primeros cristianos que los paganos los tildaron de ateos. Triunfó, pues, la libertad de los hijos de Dios ¿Triunfó? Los “odres viejos” son más resistentes de lo previsto. La historia posterior de la Iglesia fue un lento retorno al Antiguo Testamento o, incluso, al paganismo: religión oficial del Imperio, templos, ritos y tiempos sagrados, mediadores consagrados, autoridades investidas de la verdad y el poder divinos, el Papa superior al Emperador, el nuevo sanedrín de la Inquisición, etc. Como en tantas religiones, algo que comenzó como manifestación humana del seguimiento de Jesús, simple instrumento de expresión, celebración y organización (eso es toda religión), algo, pues, relativo a un tiempo y una cultura, fue paulatinamente magnificado, endurecido, sacralizado, absolutizado, como si toda esa constelación de mediaciones proviniese directamente de un mandato de Dios. Quiérase o no, el punto de cristalización en este proceso de esclerosis se llama jerarquía, realidad con la que llegó a identificarse toda la Iglesia: un simple carisma de servicio a la comunidad, entre otros, se erigió en “poder sagrado” (jerarquía), detentor de la verdad y el poder mismo de Dios: así, mediante él, todo quedaba vinculado a la divinidad, atado y bien atado para siempre. Es la máxima perversión de lo religioso. Retornamos al templo, a los mediadores sagrados, a los ritos intocables, a los dogmas absolutos, a las leyes y el derecho. Todo quedó congelado hasta el mínimo gesto o detalle. Hoy, la comunidad cristiana no se siente adulta ni capacitada para vivir libre y creativamente: para lo más insignificante se cree obligada a pedir permiso. En este espíritu, la Iglesia ha colonizado continentes enteros imponiendo estructuras e instituciones que ni encarnan el estilo de vida de Jesús ni responden a la idiosincrasia de cada pueblo. El secuestro de la libertad es la paralización de la vida, traición la más sustancial al evangelio de liberación. La celebración eucarística es uno de sus altos exponentes.

El símbolo eucarístico es una comida.

Si nada es intocable ¿qué impediría, por ejemplo en la Amazonia, sustituir la acción lustral del bautismo por el rito local de iniciación a la vida adulta? En ese espíritu, todos los sacramentos pueden ser revisados y nada se opone en principio a encontrar otros nuevos, si fuese preciso. Por lo que atañe a nuestras aburridas eucaristías ¿será preciso prescindir de ellas? En la práctica, la mayoría de los que llamamos “alejados” por ahí han empezado. Sin embargo, estimo que nos encontramos aquí en una de las acciones simbólicas más humanas y válidas para cualquier tiempo o cultura.
No es dudoso que la Eucaristía, desde los orígenes, era una comida especial de la comunidad: fracción del pan, cena del Señor, ágape fraterno… Lamentablemente, el símbolo ha quedado opacado, reducido a algo in-significante, mero rito incomprensible, necesitado de laboriosas explicaciones y de piruetas artificiosas para darle entido. Perdido el símbolo, se acabó el sacramento. Tremenda pérdida porque, en sí, el símbolo del encuentro comensal no ofrecía dificultades mayores de mantenimiento ni de recuperación, al ser un símbolo universal. En el Nuevo Testamento, el convite, la comida, el banquete es la realidad simbólica que más veces vehicula el “reino de Dios”, objeto central de la misión jesuánica. Pero es que, al mismo tiempo, la comensalidad es, sin duda, la realidad humana más profunda y universal (el amor conyugal es muy limitativo). Con estos dos elementos, lo evangélico y lo humano, nos garantizamos los dos mejores criterios para recuperar la celebración cristiana central, como realidad religiosa inteligible y jugosa para todos, jóvenes y mayores. Son las dos facetas que ahora desarrollamos.

La comensalidad, realidad humana básica.

El hecho de comer juntos es, en nuestro mundo occidental, una realidad en declive. Como si apenas tuviera importancia, como si, demasiado relegada a lo banal de la vida, fuera perfectamente prescindible. Tanto es así que no vemos inconveniente, cuando se da, en solaparla con la atención a un programa televisivo. Es algo seriamente lamentable. Y no porque se pierde una tradición sino porque es síntoma de que algo socialmente importante, como es uno de los momentos privilegiados de la comunicación humana, se está deteriorando y perdiendo. El acto de parar el ritmo trepidante que nos estresa, para sentarnos juntos a la mesa y compartir, al mismo tiempo que el alimento, noticias, ideas, sentimientos y proyectos, va mucho más hondo del acto fisiológico de suministrar ‘carburante’ al organismo. La comensalidad (o convivialidad) es una auténtica virtud, de alcance sorprendente, para recuperar un cierto nivel de calidad de vida. Si no ha sido considerada así, no es extraño que tampoco haya sido tenida en cuenta a la hora de mantener su simbolismo en la acción eucarística.

La comensalidad, clave en el proceso de hominización.

La hominización es el lentísimo proceso por el que, a lo largo de nada menos que tres o cuatro millones de años, ciertas especies de primates evolucionaron hacia la aparición de la conciencia. Parece que los neandertales alcanzaron una de esas etapas (nos remitimos a las excavaciones de Atapuerca) pero no llegaron a la meta y se extinguieron. Fueron coetáneos de los hombres de Cromañón que son nuestros verdaderos antepasados ¿Cómo ocurrió el emerger de la conciencia? Sólo han permanecido algunos vestigios materiales reconocidos como signos de alguna inteligencia: enterramientos y ritos funerarios, toscas herramientas…De lo que no es posible que queden testigos materiales es del amanecer del lenguaje y del tránsito de la lucha estrictamente animal por el reparto del botín a la comensalidad propiamente humana. Nos podemos representar este segundo tránsito de incalculable lentitud mediante una parábola.
De forma parecida al comportamiento de nuestros canes, aquellos monos evolucionados se alejaban cautelosamente unos de otros para degustar sin competencia el sabroso trozo de carne desgarrado de la pieza recién cazada. Recelosamente, mirándose de reojo, gruñendo si algún otro se aproximaba demasiado. Un buen día - o poco a poco- ocurre algo sorprendente y novedoso en su inapreciable sencillez. El primate alza la vista del trozo de carne, mira al contrincante y amaga una mueca como sonrisa. Es como si, vagamente, hubiera comenzado a percibirlo como semejante y compañero. De rivales en el reparto del botín pasan a compartirlo. El primer paso lo debieron dar las hembras dando de mamar en comandita a sus retoños tal como acostumbran algunos animales. Aunque el verdadero salto del repartir al compartir se dio cuando el instinto se hizo consciente y libre.
La parábola, al margen de su verosimilitud, pretende sugerir que, en el proceso de hominización, el salto cualitativo profundo y decisivo es más el acceso a la comensalidad que al uso de la herramienta. Es más, el proceso de hominización aún sigue inconcluso en lo más importante y ello tiene mucho que ver con el simbolismo eucarístico. Hemos alcanzado cotas descomunales en el desarrollo instrumental –la tecnología progresa a pasos de gigante- mientras que la comensalidad humana, en su globalidad, apenas si ha despegado de la pura animalidad competitiva. La competitividad ha sido erigida, incluso, en espina dorsal del quehacer humano (enseñanza, deporte, negocio, economía mundial…). Estamos conquistando espacios infinitos mientras asesinamos de dolor y hambre a tres cuartas partes de nuestros semejantes. Por unos pozos de petróleo más competitivos para nuestras máquinas programamos fríamente un cruel genocidio ¡Qué absurdo despropósito propiciar la competitividad como nervio del desarrollo humano suplantando a la comensalidad, su estricta contraria, símbolo de la fraternidad solidaria! ¡No sólo ya despropósito sino locura e insensatez!

El símbolo, tan potente, de la comensalidad parece tener alcance universal. Y no pienso sea reproche étnico afirmar que en algo pueden mejorar las culturas en las que todavía cada miembro de la familia come por su lado al llegar a casa, reducido el gesto a lo meramente fisiológico. El alcance de la comensalidad es tan universal o universalizable que la convocatoria familiar en torno a la mesa compartida merece ser instaurado con energía en la vida familiar y permanecer, sin apaños artificiales, como acción simbólica nuclear de la comunidad creyente convocada por Jesús. En lo sustancial, el sacramento eucarístico, pues, no necesitaría un especial esfuerzo de inculturación en diversos espacios y tiempos. Y se puede y se debe conservar, no en virtud de una inexistente institución divina, sino por ser un símbolo recio del amor evangélico y del compromiso de lucha por la convivialidad de todos (el banquete del Reino). Preguntémonos, de paso, si no sería bueno utilizar, de modo acorde con la circunstancia, algo de esta comensalidad eucarística en el acompañamiento de la comunidad a aquel de sus miembros que afronta el tránsito final. En sustitución evidentemente del sacramento de la ‘extremaunción’ de significado nulo en nuestros días.
Es inmensa la virtud simbólica que posee el compartir juntos el pan. Y qué preocupante resulta que se vaya desvaneciendo la fuerza de la comensalidad en la misma vida familiar ¿No tiene esto algo que ver con el proceso escandaloso que hemos consentido por el que el más denso y vigoroso símbolo de la celebración comunitaria, el ágape fraterno, haya quedado reducido a una ininteligible caricatura: una mesa que no es mesa, una asamblea reducida al celebrante en el rincón de un templo, una hostia en lugab de un pan, unas gotitas de un vino importado (en América y Africa) de a 600 pesetas el litro, pan de trigo y vino, por ejemplo, en una cultura que sólo conoce el maíz y la cerveza…?
Convendrá reflexionar sobre la coincidencia de tres formas de quiebra de la comensalidad: la pérdida del ágape fraterno como símbolo eucarístico, el deterioro del encuentro familiar en la mesa y el dramático desencuentro de la gran familia humana en el reparto del alimento. Algo importante les es común: una innegable deshumanización a través de la pérdida del símbolo y de su contenido. Así no se construye el verdadero “reino de Dios”.

Jesús ¿“comilón y bebedor”?

En toda acusación hay un fondo de verdad. Es significativo que los evangelistas concedan tanto relieve a las comidas de Jesús. Y en la acusación de sus enemigos percibimos que Jesús no se comportaba como un asceta místico o un monje silencioso. Jesús debió ser un agradable comensal, en contra de la imagen edulcorada que de él ha prevalecido. Hoy casi nos escandaliza imaginarlo con ese puntito de chispa y brillo de quien acompaña la comida con un trago de vino (“el buen vino alegra el corazón del hombre”, reconoce el antiguo testamento). Sus comidas eran también abiertas y acogedoras: otro reproche que le hacían era el de comer con parias y proscritos (“pecadores”). Costumbre sin duda deliberada en Jesús que, por cierto, no sé cómo se concilia con la exclusión de los ‘pecadores’ en la práctica eucarística posterior. La Eucaristía no es un premio para los buenos sino un reconstituyente para los flojos. En sus comidas Jesús desempeña, a veces, el papel de esclavo, lavando los pies cansados de los comensales y sirviéndoles a la mesa. Jesús, ya más “teologizado” por el evangelista Juan que no debió conocerle personalmente (¡escribe 65 o 70 años después!), aparece nada menos que como el “pan de vida”, incluso el que ha entregado como alimento su persona (su cuerpo) y su vida (su sangre). (Se percibe claramente cómo se ha producido, con el paso del tiempo, un desplazamiento del reinocentrismo al cristocentrismo).

¿Mesa fraterna o altar de sacrificio?

En la explicación de la Eucaristía a algunos grupos cristianos se me ha reprochado el destacar la comensalidad en detrimento de la actualización del sacrificio de la Cruz. No tengo inconveniente en volver a insistir con más energía en que el símbolo es la mesa compartida pero la Cruz y Resurrección es la realidad significada, presente de la única forma en que puede ser hoy actualizada cual es la apertura al don del amor de Dios a través del amor fraterno. Otra forma de presencia, fuera de la libre acogida humana, sería mágica. Pero hay que reconocer la dificultad del proceso histórico.
En efecto, el símbolo que inicialmente sirvió de instrumento convocante y expresión de la comunidad fue la comida en memoria de las de Jesús (algo obvio, perfectamente doméstico y ‘laico’). Pero estas reuniones debieron densificarse pronto merced al descubrimiento del sentido con el que los discípulos superaron el fracaso del maestro. El fracaso escandaloso de la Cruz fue leído a la luz de su propia tradición más central: el cordero inmolado que les liberó de Egipto y que celebraban comiéndolo en cada cena pascual. La comida cristiana incorporó, enriqueciendo su sentido, el simbolismo pascual de la liberación hebrea transformada en éxodo y nueva alianza “para muchos” (con significado de “todos”).
Este símbolo, la Pascua judía, era obvio y del todo legítimo en aquella cultura, pero de ninguna fuerza expresiva hoy. Nuestra Eucaristía no es un altar de sacrificio sino una mesa compartida. Lo que no obsta para que el sentido que tuvieron la muerte y resurrección de Jesús (dejarse matar por coherencia del amor a los demás que desemboca en plenitud de vida) sea vivido hoy por los seguidores del Nazareno como significado último de la mesa compartida. Ésta es la clave que clarifica, a mi entender, una teología eucarística embarullada por la pretendida convergencia de dos símbolos desconexos, la mesa y el altar. Es una aclaración que intentaré explicitar brevemente, más bien para teólogos.

Ya fuese una decisión del propio Jesús histórico, ya sea algo que le atribuyen los primeros seguidores, éstos hacen remontar su ‘fracción del pan’ a una ‘última cena’ pascual. La historicidad del hecho es secundaria. Lo importante es la voluntad de presentarla como arranque de la Eucaristía y el sentido que le dieron. De lo que no cabe duda es de que ofrece una configuración distinta de las otras comidas tradicionales de Jesús. En la vida de éste, sus comidas son presentadas con frecuencia como el festín del reino de Dios al que todos son invitados conforme a ciertos criterios: van a tener preferencia los menos considerados, los más marginados aunque sea preciso ir a buscarlos a las encrucijadas de los caminos. El núcleo significado por el símbolo comensal que fueron laboriosamente descubriendo los discípulos es, sin duda, el afecto fraterno sin barrera alguna, el amor compartido como se comparte el alimento, y el servicio. Tal parece ser la línea simbólica más originariamente jesuánica de las primeras ‘fracciones del pan’. Pero a esta línea simbólica se añade enseguida otra, ajena a la anterior, que no es probable que Jesús hubiese previsto proféticamente (las profecías que se le atribuyen son ex eventu).

Los símbolos pasan

El altar del sacrificio del nuevo Cordero pascual acabará desplazando a la Mesa del festín, alimento de la comunidad y constructor del Reino. La recuperación eucarística pasa por la atención prestada a lo peculiar de este proceso en el que tendremos que tener en cuenta lo dicho de los símbolos. Ninguno es absoluto e intocable. Sólo sirve el que es significativo en una cultura determinada. Así pues, habrá que prestar atención al contexto religioso-cultural en el que los primeros cristianos relacionaron la Eucaristía con la Muerte de Jesús. Mediante un proceso mental, de cuyo desarrollo carecemos de datos suficientes, desmontaron el escándalo de la cruz reconociendo en el crucificado al liberador decisivo e identificaron a éste con el cordero inmolado en la primera Pascua de la liberación del yugo egipcio. Desde ahí, era lógica la superposición de sus comidas comunitarias y de la más importante comida judía, la cena del cordero pascual. Ahora bien ¿qué lógica vinculó tan fácilmente a Jesús como cordero sacrificado con el de la primera pascua más allá de la función liberadora de ambos? En otras palabras ¿cómo la manducación en Egipto del cordero liberaba al pueblo hebreo y esa liberación se trasladó a la participación mediante la comida del nuevo cordero pascual que era Jesús? La analogía de ambos hechos fue posible por el marco religioso-cultural que el sacrificio tuvo en la antigüedad. La mayoría de los pueblos de la época entendían el sacrificio como el acto religioso por excelencia: se inmolaba a Dios un animal que en parte era quemado y/o del que, en parte, los fieles comían como participación simbólica. Así comieron los hebreos el cordero de la Pascua antes de emprender el camino que les alejaba de la esclavitud. Comer la víctima era la forma de participar en un sacrificio agradable a la divinidad. Este fue el elemento de conexión entre la cena pascual y ‘la fracción del pan’ cristiana. Así lo entendieron y entendemos que así fuese. Los primeros cristianos lo reflejaron en su liturgia desde la que trasladaron la expresión simbólica, el llamado relato de la institución de la Eucaristía (¡las palabras de la ‘consagración’!) a la ‘última cena’: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre de la nueva Alianza”. Se explica que Pablo y los sinópticos subrayasen tan fuertemente tal simbolismo mediante una lectura pascual, no derrotista sino liberadora, de la muerte de Jesús. Los cristianos posteriores de culturas profundamente diferentes lo podemos recordar con veneración como parte de nuestra tradición, como marco de interpretación y sentido del entronque religioso judío de nuestra Eucaristía. Pero no más. Pienso que más de un cristiano cultivado se organiza un buen lío en su cabeza al intentar vivir la eucaristía que celebra en torno, sobre todo, al símbolo del sacrificio de Jesús en la Eucaristía ¿Cómo armonizar coherentemente elementos tan dispares como son pan y vino como ofrenda, pan y vino “transustanciados”, memorial de la Cena, presencia de la Cruz y la Resurrección, Nueva Alianza en su sangre, acción de gracias, sacrificio no cruento de Jesús, nuestro sacrificio, comunión con el cuerpo y la sangre de Jesús…? Verdadero galimatías teológico y espiritual.

La realidad permanece

El contexto simbólico de la Pascua judía –y todo lo que de él hemos colgado- no es significativo en nuestra cultura y no tiene por qué mantenerse como estructura significante de nuestra Eucaristía. La rigidez en lo religioso y cultual, más atenta a la letra que al espíritu, acusó abusivamente el acento sacrificial tradicional de la muerte de Jesús y, consecuentemente, el de la Eucaristía. Hasta el punto de que el símbolo pascual del cordero inmolado (¡que mencionaban pero no comían!) acabara devorando el símbolo jesuánico más originario del alimento compartido. El altar del sacrificio sustituyó a la mesa fraterna. Es más, la participación en la víctima fue espesándose a través del literalismo de la ‘presencia real’ que mereció a los cristianos la acusación de antropofagia sagrada. Sin llegar a tanto, pensemos en el escándalo e incomprensión ante la idolatría de la adoración de un Jesús mágicamente escondido en el pan y el vino. No recurramos al misterio para justificar nuestra absurda interpretación. El simbolismo propiamente pascual, a mi modesto entender, confunde hoy más que aclara. No conozco un joven al que le llegue. Sin embargo, el contenido o significado de ese símbolo, es decir, el vivir con aquella radicalidad de amor que a Jesús le llevó a la muerte, queda perfectamente asumido por el símbolo de la comensalidad cuyo contenido es compartir el amor o la fraternidad solidaria con la seriedad del compromiso y servicio total: La última misa en la que mataron a san Romero de América es un prototipo de Eucaristía.
En esto consiste la verdadera presencia real del misterio salvador de Dios en Cristo. Porque hay que recuperar la perspectiva: sólo Dios salva a todos, incluido Jesús; sólo el Padre sienta por la resurrección al Hijo a su derecha. Y ¿cómo este misterio se hace presente en la Eucaristía?

Dios se hace presente en la acogida del corazón

¿Cómo entender esta presencia? No en el sentido mágico-mitológico de que las acciones salvadoras históricas de Jesús traspasen el tiempo hasta la actualidad, sino en cuanto el poder de Dios que resucitó a Jesús nos llama a la vida hoy a nosotros. El misterio eucarístico queda reconducido al más fontal de la presencia de Dios en la creatura. No es que pueda existir una mayor presencia divina en la realidad eucarística de aquella presencia total por parte de Dios que es nuestro modo de expresar la creación; lo que sí puede haber es una mayor acogida por parte de la creatura. La presencia divina es un don a la medida del receptor. En el ser humano la medida es exclusivamente su libre aceptación. Lo demás es magia (cf. supra “Superación del pensamiento mágico”, RELat nº 324, servicioskoinonia) . La realidad a que apunta tanto el simbolismo de participación en el sacrificio de Jesús como el de la mesa compartida es la misma: que el espíritu de los celebrantes acepte ser transformado por el amor del Padre, constructor de plenitud personal, de comunidad creyente y de ‘otro mundo posible’.

Comensalidad eucarística

Con las tal vez prolijas explicaciones que preceden hemos intentando recuperar y resituar la acción simbólica casi perdida a lo largo de los siglos. Acción simbólica además distendida entre dos extremos que distorsionaban el conjunto, altar y mesa, sacrificio y comida. Hemos regresado al simbolismo básico, el de la comida porque el contenido de lo sacrificial (el amor de Jesús al Padre) es precisamente el fruto de la comensalidad (el amor de los hermanos). Resituado, pues, el signo, consideremos ahora el efecto o significado, como en los tratados clásicos.
La “fracción del pan” o “cena del Señor” o Eucaristía nace en el terreno nutricio de las comidas de Jesús. La “comensalidad”, símbolo-realidad, que hemos descubierto como clave de lo más hondamente humano en el proceso de hominización, en los comienzos y, hoy, del de humanización, la ‘comensalidad’, decimos, alcanzó en la vivencia de Jesús su auténtica culminación. Esta densidad es la que debemos recuperar en la comunidad cristiana y en la sociedad, en general. Así entendida, la Eucaristía está llamada a constituir nada menos que el centro de la historia humana en construcción. Lo humano, cuanto más humano, es más divino. Cuanta mayor densidad reconocemos al símbolo de compartir juntos el alimento, mejor construímos el “otro mundo posible”.
El efecto de compartir la mesa fraternalmente, hemos visto reiteradamente, es vivir el amor, el mismo amor que llevó a Jesús a dar la vida. Dios es amor y el amor es uno, no se divide en humano y sobrenatural. Cualquier amor humano auténtico hace a Dios presente y actuante. Y así cualquier mesa compartida contiene una semilla de Eucaristía. Pero no en todo signo de amor, por ejemplo, en cualquier beso, se vierte toda la carga y densidad afectiva de que somos capaces. De ahí que privilegiemos una determinada comensalidad para significar y vivir con más fuerza, mediante un acompañamiento de signos más explícitos, la ‘cena del Señor’. En ésta explicitamos y subrayamos el servicio (‘diakonia’), como apertura de unos a otros, alegre cercanía, afecto y amistad, compromiso siempre pendiente con los excluidos de la mesa por nuestra complicidad con el sistema. Nuestra cultura, sobre todo occidental, padece una quiebra de comensalidad. La experiencia vital de Jesús se la restituye si nosotros consentimos en recuperar el símbolo eucarístico en su significatividad y en la hondura de su contenido. Es lo que pretendemos hacer con la celebración comunitaria cristiana mediante un clima especial y un cortejo de signos, oración y canto, memoria de la tradición y, muy especialmente, lecturas bíblicas que sitúan y realzan su verdadera densidad. Al igual que la palabra complementa el gesto, la lectura bíblica abre la realidad humana del compartir al espíritu y opción de vida de Jesús. Vivida así la comensalidad, el “efecto” o fruto del sacramento no es ninguna añadidura: es vivir el símbolo en su verdad, es compartir con el pan la vida, es alimentar la tensión hacia los excluidos de la mesa, es construir una humanidad mejor. Esto es precisamente vivir la Pascua de Jesús en la realidad más material y tangible de la existencia.

( Siendo la Pascua de Jesús un hecho histórico pasado, he insistido en que hoy se trata de vivir nuestra Pascua CON Jesús, en seguimiento suyo, más que EN Jesús, es decir, mediante una misteriosa “incorporación” a él. Pero esta segunda línea de reflexión teológica no queda excluida: por ella, al parecer, transitaron san Pablo, los Padres Griegos y, más tarde, la doctrina del “cuerpo místico”…: ¿se da una “incorporación” mística, no sólo metafórica, por el cristiano a la realidad del propio Jesús? ¿Se trata de una intuición ‘avant la lettre’ de la filosofía personalista para la que la persona sólo se constituye y construye como tal por y en la relación óntica a los demás? ¿De tal modo que cuanto más densa y fuerte es una persona más funge el papel de polo irradiante de ser: “toda alma que se eleva, eleva al mundo”, decía un espiritual? Nuestro propio ser no nos es transparente, es un misterio y no siempre aparece clara la frontera entre esto y lo mágico).

¿Por qué se dice que la Eucaristía es un anticipo del Banquete del Reino?

La comensalidad es una esperanza en construcción, una esperanza activa. La Eucaristía, al mismo tiempo que ‘memorial’ de la Cena, es anticipo del Banquete del Reino, en toda la tradición cristiana ¿Qué quiere esto decir?
Hemos entendido la comensalidad como símbolo realista para el presente: compartir el pan es vivir el amor en su dimensión humano-divina. Ahora bien, este símbolo nos proyecta también hacia el futuro. No es sólo gozo del presente sino expectativa activa de futuro: la seguridad de un final exitoso de la historia que, no obstante, nos es garantizado sólo mediante nuestra lucha responsable. Esperanza sí pero activa.
Hubo en tiempos una reacción contra la doctrina del “más allá” porque distraía del presente quehacer histórico. El equilibrio de ese movimiento pendular consiste en tomar en serio que el “más allá” se construye en el “más acá”. El “más allá” no es el todo sino una última instancia de sentido: pese a la incuria e irresponsabilidad humana, los verdugos no triunfarán sobre las víctimas. Que el mal no va a tener la última palabra es una forma de creer en un Dios con sentido: sin ello, el sufrimiento del niño y del inocente, los campos de concentración, los millones de personas que han muerto y siguen muriendo de hambre en el planeta…constituirían un absurdo rotundo y absoluto, el fracaso de un Dios que estaría de más. Si no nos resignamos al absurdo esperamos que la fuerza y bondad de Dios prevalecerán sobre nuestra maldad. Esto significa la metáfora del Banquete del Reino. Es la justa restauración final de felicidad para los pobres y marginados de la que nuestra irresponsabilidad no podrá privar a nadie. Pero ello no nos exime de nuestros crímenes históricos: guerras fratricidas ininterrumpidas y cien mil muertos por hambre cada día. Es una infame mentira sentarnos a la mesa eucarística sin hacer algo positivo por los ausentes del banquete de la vida. Cada vez que celebramos la Eucaristía debiéramos dejar bien visible una silla vacía como símbolo cuestionante, como comezón desasosegante: qué voy a hacer esta semana por los pobres y excluidos, los de lejos y los de cerca. Por ejemplo, deberíamos preguntarnos día tras día cuánto pan está robando a otros nuestro derroche. O bien la Eucaristía “se carga” el consumismo o es una farsa hipócrita llamarla anticipo del Banquete del Reino: anticipo para unos, los demás que esperen… No existe Eucaristía sin lucha por la justicia: desde la austeridad de vida hasta la acogida al inmigrante, la lucha sindical y política, y las pancartas y gritos en la calle. La Eucaristía no es un ejercicio de piedad y menos un narcótico. Compromete a fondo y sin medias tintas. Algo de que los movimientos religiosos integristas prescinden para dormir felices después de una larga celebración religiosa, prolija en cantos y aleluyas enfervorizados.

Irreversible metamorfosis.

Tal vez ahora cobre más sentido para jóvenes y mayores el celebrar de otra manera la Cena del Señor. Hemos puesto de relieve lo esencial del sacramento eucarístico: el símbolo real y lo que éste produce. El símbolo es el gesto tan humano de compartir el pan. Lo que éste produce es un movimiento de amor que construye comunidad haciendo que ésta viva la misma opción de vida que vivió Jesús entregándose, si no hay más remedio, hasta la muerte por los demás. Esto es la Pascua. Esto es construir humanidad, trabajar por el Reino. Todo lo demás, acumulado durante siglos, parece ser proliferación de excrecencias extrañas, cáncer de la mágica que, al igual que en las demás religiones, se ha cebado en la cristiana. Cáncer cuya metástasis ha penetrado en el conjunto de creencias (el dogma), en las formas celebrativas (liturgia) y en las instituciones organizativas. En cierta medida es preciso partir de cero. Cosa nada fácil porque el imaginario religioso cristiano tradicional nos ha marcado a fuego, sobre todo a los más viejos. La tarea no se puede ceñir a reformas cosméticas; se trata de una profunda refundición, una auténtica metamorfosis en la que la mariposa final aparentará no tener nada que ver con la larva inicial. Entre tanto, el período de transición será largo y no exento de convulsiones. Pero ya está iniciado y, quiéranlo o no las autoridades, es irreversible. Intentar el retorno al modelo de cristiandad es potenciar la sangría de la llamada descristianización. Lo más – y no ciertamente lo mejor- que está logrando la campaña oficial de pretendida “nueva evangelización” es suscitar algunos núcleos conservadores fundamentalistas, refugio de personalidades inmaduras, que aún acusan más la falla abismal entre fe y mundo moderno. La autoridad jerárquica se siente desbordada. Su falta de credibilidad evangélica hace que vaya creciendo progresivamente la reacción ética del disenso y la denuncia. Los cristianos más adultos y comprometidos marginan a la institución oficial por lo visto irrecuperable. Los jóvenes mejor dispuestos se niegan a comulgar con ruedas de molino…

Consecuencias prácticas

Las pinceladas arriba sugeridas sobre la Eucaristía pueden parecer demasiado teóricas pero era imprescindible ir a la raíz de la reflexión. Apuntemos ahora consecuencias más concretas y pragmáticas que, por eso mismo, no podrán impedir una apariencia más insolente y provocadora.
El esquema de una celebración podría ser el siguiente:
En un futuro no lejano, lo habitual serán pequeñas comunidades que, como en los inicios, volverán a reunirse en las casas y, sólo necesitarán espacios más amplios (no necesariamente el templo, realidad pagana) para encuentros de varias comunidades. Asistimos probablemente a la última generación de arquitectos religiosos.
La Eucaristía será un frugal ágape fraterno aportado por los miembros de la comunidad y celebrado, como es natural, en torno a una mesa. El “celebrante” es toda la comunidad. Un coordinador, hombre o mujer, habrá organizado lo necesario y marcará el ritmo. Función práctica que es, al mismo tiempo, símbolo de unión con otras iglesias. A medida que se supere la fase de transición, el ministro ordenado será más bien ‘comisionado’ por la comunidad. Los diversos carismas, hoy acaparados por el sacramento del orden, recuperarán su identidad y, en ese abanico renovado de servicios, el presbítero será lo que precise y decida la comunidad.
Parece imprescindible o sumamente conveniente mantener en lugar destacado entre los alimentos el pan y el vino (o sus equivalentes culturales). Será importante traducir en clave moderna los textos llamados de la “institución” (los de la ‘consagración’). Tal vez más adelante podrían recuperarse, como testigos de la primera tradición, una vez que el imaginario cristiano haya olvidado su actual carga de símbolo incomprensible y mágico.
Con estos apuntes provisionales pretendemos sólo remarcar la necesidad de devolver a la comida eucarística la expresividad humana (y, por tanto, cristiana) en la línea densa que le reconocieron Jesús y las primeras comunidades. Este ágape se sitúa, pues, en un ámbito muy diferente de las comidas de tantos hogares-pensión o del bocadillo apresurado o de los almuerzos de trabajo.
En la misma línea, será preciso realzar la vivencia de la acción simbólica enmarcando el ágape en un contexto de plegaria (penitencial, de acción de gracias, padrenuestro, cantos, aclamaciones…), de lecturas apropiadas -bíblicas o no-, de glosas, signos (cirios, incienso o perfume, abrazo de paz, danza). Son importantes la sencillez y la elasticidad. Ocasionalmente la comida podrá reducirse esquemáticamente a los símbolos centrales del pan y vino. Lo que no parece justificarse es el recurso a la caricatura de las hostias tradicionales. Y ¿en las grandes concentraciones? Cabe preguntarse si éstas, que tampoco abundarán en un cristianismo de diáspora, necesitan de la eucaristía para su celebración. La eucaristía no tiene por qué ser, como hoy, el ingrediente de todas las salsas.
Lo que sí sería a potenciar es llevar a un hermano enfermo o impedido algún elemento de la comida en señal de recuerdo y comunión fraterna. Éste era el sentido de la llamada ‘reserva’ (conservar el pan eucarístico para los enfermos, no para poder adorarlo).
Este modelo de ágape eucarístico habrá de encontrar su propia cadencia según comunidades, circunstancias y procesos, una vez rebasado el ‘precepto dominical’.

Falsos problemas

En la Eucaristía no hay nada que “consagrar”: la única ‘conversión sustancial’ es la de los miembros de la comunidad que, en ella, deben expresar e interiorizar su propia Pascua en la apertura al amor. Hemos visto que el primer elemento esencial era la veracidad significativa del símbolo y el segundo, su interiorización en los corazones. Un abrazo sin amor es una mentira. Una Eucaristía sin libre acogida interior no ha existido como sacramento.
Si no hay “consagración”, no es imprescindible el presbítero, al menos como especialista de lo sagrado. Toda la comunidad celebra –decíamos arriba- y puede hacerlo donde quiera que se halle. La familia no va a privarse de comer porque falte el servicio. Con ello no se niega que alguno de los miembros (hombre o mujer, homo o héterosexual…) asuma la presidencia como signo de unión intraeclesial. Ni deja de ser oportuno que, en una etapa de laboriosa transición, asuma tal papel un presbítero –no importado de fuera- por consideración con quienes no consiguen seguir el ritmo del cambio. Más problemático resulta convivir en el mismo grupo humano, como es la comunidad, personas muy diferentes no sólo en este detalle de la celebración sino en el paradigma religioso global. Con esto no entramos en el contenido del llamado “servicio ministerial” que, como un carisma entre otros, debe brotar como algo natural en un organismo vivo.
Los elementos básicos de la comida –el pan y el vino- deben ser sustituidos por aquellos propios de cada cultura. En cualquier caso, reducir a ellos el símbolo es una esquematización sólo justificable cuando las circunstancias impidan una más visible comensalidad. Los ritmos y cadencia de las celebraciones habrán de adecuarse a las verdaderas necesidades. El “dies dominica” (domingo) no es el primer día cronológico de la semana sino aquel en que la comunidad conmemora la cena del Señor.
En la explicación arriba ofrecida no queda lugar alguno para toda esa serie de ‘actos piadosos’ basados en una concepción cosificada y mágica de la “presencia real”: ‘reserva de las especies’, ‘monumentos’ del jueves santo, ‘visitas al santísimo’, ‘adoración nocturna’, ‘procesiones eucarísticas’, etc.
No está de sobra insistir en que todo esto implica un proceso largo. Aunque tampoco se precisa la uniformidad en las celebraciones comunitarias. Seamos realistas y aceptemos que existen dentro del catolicismo tendencias tan diversas, o más, que las que se dan con otras confesiones. De ahí que no tenga por qué existir un patrón único de comunidad cristiana, incluso en el ámbito de las comunidades de base. Podemos querer a todos pero no conviviríamos ni nos casaríamos con cualquiera. Cada día somos más los cristianos incapaces hoy de vivir la eucaristía en muchas parroquias y menos en ciertos grupos conservadores. La unidad –que no es uniformidad- es un ideal, una meta (“ser uno como el Padre y yo somos uno”…¡nada menos!) hacia la que avanzar.

Post-cristianos y cristianos heterodoxos.

La inmensa mayoría de los antiguos cristianos, o hijos de cristianos, son los que hemos denominado ‘alejados’ (¿quién se ha alejado de quién?). Éstos se agrupan en dos grandes categorías: aquellos que se sienten cristianos pero no participan habitualmente en celebraciones de la comunidad y aquellos que han tachado de sus vidas al único Dios insoportable que les hemos ofrecido en la institución. Existe otra categoría de quienes adoran a otros dioses (el dinero, el poder, el placer, el prestigio…) pero éstos abundan también entre los cristianos que llamamos practicantes. Una brevísima reflexión sobre ambas categorías. Antes de ello, una corta observación. Constituye una grave preocupación para los padres o abuelos cristianos el hecho de que hijos y nietos no “vayan a misa”. Y no sin razón. La misa es el test de si los jóvenes se mantienen dentro de la práctica cristiana o la han abandonado. Lo grave es la valoración que instintivamente hacemos los mayores: pese a nuestra comprensión, nos duele profundamente que nuestros hijos hayan “desertado”. Frente al hecho no podemos nada. Pero sí en lo que concierne a una valoración menos angustiosa: el abandono de la misa es un signo de crisis en el ámbito de algo relativo, lo religioso, no una deserción de lo esencial. A esta perspectiva atienden las reflexiones últimas que siguen.

Mientras la mencionada profunda metamorfosis de la Iglesia –y de la Eucaristía- se produce, muchos habremos optado por pacientar y preservar lo mejor posible los puentes existentes con la institución eclesial. Muchos otros, sobre todo jóvenes, no han podido. Y no sólo han abandonado toda práctica religiosa, salvo alguna oración puntual, sino que incluso han cortado la relación y el diálogo con las comunidades cristianas ¿Qué hacer? Aparte de un inmenso respeto hacia una situación de la que, en buena medida, la Iglesia es responsable –como lo fue del alejamiento del mundo obrero anteriormente- intentemos una valoración del déficit de lo religioso auténtico en la actualidad.
No sólo los ‘alejados’, también muchos cristianos , todos cuantos han realizado el doloroso pero liberador trabajo de desmonte a la luz del llamado ‘nuevo paradigma’ del pensamiento cristiano, se hallan como a la intemperie: la autoridad jerárquica los condena, de la dogmática tradicional apenas les queda piedra sobre piedra, la liturgia ha quedado vieja y aún no ha alumbrado otra nueva. La sensación de desamparo y de vacío religioso es un hecho. El peligro del abandono total tampoco es una quimera ¿Cómo reaccionar?
En primer lugar, este peligro real sólo acecha – no hablo de quienes han se adherido a otros dioses- a los creyentes que han hecho un absoluto de lo relativo. Sólo Dios es lo absoluto (y sólo es accesible en el hermano). “Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”, decía Teresa de Ávila. El conjunto de mediaciones religiosas, doctrinales, institucionales y celebrativas, que constituyen la constelación religiosa no es imprescindible, en términos absolutos, aunque tampoco es superflua. Dios no ha inventado ningún sistema religioso. Pero algunas personas que, de algún modo, han dado en su vida el salto a lo trascendente y han vivido la experiencia espiritual con intensidad (Buda, Jesús, Mahoma…) han originado sistemas religiosos de mediación que han resultado caminos útiles para otros. Dios no necesita nuestra religión, pero nosotros sí. Necesitamos expresar, celebrar y compartir nuestra relación con Dios, vivir en unos moldes religiosos. Ahora bien, cuando estas mediaciones envejecen y no nos sirven – porque no son absolutas-, los creyentes nos quedamos un tanto a la intemperie. Y no es bueno instalarse en una situación que, ayuna de cauces de expresión, pueda poco a poco caer en el indiferentismo o el abandono total.

Comunidad, pensamiento nuevo y radicalidad de vida.

Lo último de lo que se debe prescindir es la comunidad cristiana (¿no sería posible mantener foros de debate de temas humanistas con los jóvenes “alejados”?). Básicamente por la misma estructura antropológica del ser social. Y, más específicamente, porque, aunque de lo religioso tradicional apenas quede piedra sobre piedra, permanece un referente que, si no único, para los cristianos es decisivamente válido, Jesús de Nazaret. Su experiencia espiritual ha hecho sus pruebas en la historia y ha fundado nuestra opción de vida. Para nosotros es irrenunciable. Y ahí, con él, se abre un dilatado y entusiasmante camino por recorrer. Por muy diferentes que seamos unos cristianos de otros, él es el referente y el crisol en el que depurar y vigorizar nuestra implicación en el mundo y a la luz de cuyo ideal evangélico hemos de buscar nuevas expresiones religiosas. Y en ello también la comunidad cristiana nos necesita a los ‘heterodoxos’.
Todo menos excluirnos a nosotros mismos de la comunión eclesial. Por más que nos parezcan demasiados los pastores –o por lo menos la línea oficial prevalente- que han mellado, ellos mismos, la comunión. Y, en esa medida, además de buscar con humildad nuestra propia conversión, es nuestro deber mantener el disenso y la denuncia para que ‘unos ciegos no guíen a otros ciegos’; de forma que las instituciones oficiales no sigan alimentando la desbandada en las iglesias. “Si alguien escandalizare…”.
Los heterodoxos somos necesarios en las comunidades en todo el proceso de refundición religiosa y son dos los elementos esenciales que deberán presidir nuestra tarea: el ‘nuevo paradigma’ de pensamiento filosófico-teológico –vital en este ‘tiempo eje’- y la radicalidad de vida y compromiso, humilde pero audaz, en el seguimiento de Jesús. Si nos ceñimos a la celebración nuclear de la eucaristía, es un deber ensayar nuevas fórmulas en la línea de lo expuesto. Por supuesto, a sabiendas de que no se acierta a la primera, de que andaremos un tanto a tientas y de deber estar siempre alerta al actuar de otras comunidades. Algunas experiencias están en marcha y debo reconocer que bastantes personas, sobre todo jóvenes, se han sentido reanimados en la fe.

La conciencia y el hermano, claves de espiritualidad humanista.

Con frecuencia los cristianos vivimos la soledad espiritual, la ausencia de Dios: como si Dios no existiese. Sabemos que Dios es nuestra roca pero no lo vemos intervenir. Creemos en Dios como si todo dependiera de él pero nos vemos forzados a actuar como si todo dependiera de nosotros y nada de él; de alguna manera como si Dios no existiese… Dios permanece oculto y ausente, no interviene para arreglar nuestras cosas. Vivimos religiosamente porque necesitamos expresarnos y dialogar con él. Pero nuestra existencia es tan desamparada como la de un buen ateo humanista o la de un místico (¡valga el contraste!). La ineluctable soledad en que todos vivimos a la postre nos remite, en última instancia, a nuestra propia conciencia. Ya vemos lo que ha dado de sí en la historia y en nuestra vida la guía del ‘magisterio eclesiástico’. No remontándonos más allá de la edad moderna, poco y mal supo guiarnos en la crisis de la ilustración, en la del evolucionismo, en la crisis modernista, en los descubrimientos de la hermenéutica bíblica, en la revolución industrial y nacimiento del socialismo…Poco se puede esperar hoy del magisterio respecto a la biología y la genética. Ateos y cristianos nos encontramos, en gran medida, a solas con nuestra conciencia. Razón de más para iniciar a nuestros hijos desde pequeños, y acompañarlos luego, en la escucha de ese maestro interior, guía de la conducta honesta y detectora de ídolos y falsos dioses. La conciencia, propia y de otros, es la única universal revelación de Dios. Pero aún disponemos de otro test más definitivo y fundante de recta conducta, más imprescindible que el de cualquier religión.
Voy a echar mano de la distinción entre religión y espiritualidad (ver mi artículo “Jóvenes postmodernos ¿desertores o pioneros? Hacia una nueva espiritualidad: “como si Dios no existiese”, Revista de Pastoral Juvenil, nº 407, feb. 2004, pgs 33-38 ). Si nuestra expresión religiosa en la época actual de revisión a fondo de lo religioso se reduce a mínimos, hay algo en nuestro contexto vital que permanece imprescindible: los demás seres humanos con los que construimos la historia. Éste es el terreno de la verdadera espiritualidad a propósito del cual decía san Juan “quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios a quien no ve, no puede amarlo” (1 Jn 4, 21). A Jesús le preguntamos por Dios y él nos remite al hombre. Ésta es, sin duda, la intuición más genial y revolucionaria en la experiencia religiosa en la historia. El hermano constituye la piedra de toque de la espiritualidad. Aparte de éste ¿encontramos acaso en Jesús algún otro atisbo de sistema religioso concreto? No. En la enseñanza y comportamiento de Jesús, el reverso de sentirse Hijo de Dios es la fraternidad samaritana, la entrega a los demás, la lucha por la justicia y el amor compasivo. En nuestro caso, si nos defrauda la religión nosotros no podemos defraudar al hermano. El compromiso ético, social y político es ese amplio ámbito de construcción de una humanidad más justa en el que debemos confluir todos, viejos y jóvenes, creyentes y agnósticos. Es la base de la religión universal, con etiqueta explícita religiosa o sin ella.
¿Esto basta? Pienso que los cristianos, además de no abandonar el barco, debemos tomar muy en serio la refundición, no sólo reforma cosmética, de las iglesias. Por ejemplo, las pistas orientativas apuntadas arriba respecto a la Eucaristía nos deben permitir, aunque sea un poco a tientas por razones obvias, ensayar nuevas formas de celebración, siempre atentos al diálogo intra y extracomunitario.

La mesa compartida es siempre eucarística.

Además del trabajo en común en lo social y político, existen –por aludir a algo que tiene que ver con la Eucaristía- pequeños ámbitos en lo cotidiano en que aportar algo humanizador. Por ejemplo, en la mencionada comensalidad familiar tan a la baja en nuestra sociedad ¿Caemos en la cuenta de que se trata de una real virtud humana a recuperar? No nos podemos resignar a perder los mejores espacios de comunicación familiar como son las comidas ¿Por qué hacerlas en tiempos diferentes o sentados ante el televisor o con el periódico desplegado? Son momentos privilegiados – unos días más, otros menos- de diálogo, de manifestación de sentimientos, de superación de desencuentros. Así entendida en su potencial densidad, toda comida es un germen de eucaristía, en términos cristianos, aunque se reserve el término para las celebraciones especiales enmarcadas en la oración, la escucha de la Palabra y ciertos gestos y símbolos más significativos. En cualquier comida familiar o de amigos, además, sería bueno pensar en el símbolo de la silla vacía… Son tantos los hermanos que hoy ni siquiera comen una vez al día. El símbolo sería un acicate permanente para preguntarnos: Y yo ¿qué puedo hacer esta semana?
Finalmente ¿por qué no generalizar el ‘ágape fraterno’?¿Dónde se encuentra la mayor resistencia para superponer comida y eucaristía, tal como se percibe en algunos ensayos modernos? En nuestra secular fractura entre profano y sagrado. Algunos percibimos resistencia al celebrar la Eucaristía comiendo y hablando¸ algo chirría en nuestro interior, como si fueran realidades incompatibles. Por eso el actual proceso llamado de ‘secularización’ es imposible de entender y apreciar desde el viejo paradigma teológico, el oficial. Y aunque el nuevo nos convenza teóricamente, en nuestra psicología profunda está instalado el dualismo tan a fuego que los cambios prácticos serán laboriosos y probablemente difíciles de conseguir equilibradamente. En el compartir el pan y en el servicio al hermano late, sin embargo, un mismo amor. “Dios es amor”, decía san Juan. No existe un amor natural al que sobrevendría otro “sobrenatural”. (Así es como todo amor conyugal es también, por su naturaleza, santificador y, por lo tanto, sacramental. De ahí el sin sentido de normas canónicas que pretenden poder “invalidar” el sacramento de dos personas que se casan. Se podrá ser más o menos consciente de esta dimensión sacramental pero está ahí, por su propia naturaleza y ninguna autoridad religiosa lo puede impedir. Lo que no obsta a la regulación, en cualquier sociedad, de sus efectos civiles, salvo siempre el derecho inalienable a la realidad del hecho).

Y ya no queda espacio para otros variados subtemas: participación de los niños con una total revisión de la desfasada y mercantilizada “primera comunión”; posibilidad de compartir este ágape fraterno con miembros de otras confesiones; y, muy especialmente, modos de integración de excluidos religiosos y “pecadores”, a semejanza de las comidas de Jesús.

La recuperación evangélica de la Eucaristía es uno de los principales retos de la refundición de la comunidad cristiana. Hay que afrontarlo sin demora.

J.L.Herrero- Logroño 20 abril 2004.
jlherrerodepozo@reterioja.net

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