Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Carta abierta a Jon Sobrino

15-Marzo-2007    Pope Godoy

Hola, Jon. Te escribo desde Andalucía. He escuchado con arrobo varias de tus conferencias en diversas ciudades. No he leído esos dos libros tuyos que han sido mirados con lupa en la curia vaticana. Pero tus charlas, tus conferencias, tus entrevistas y tus artículos circulan por la red. Alimentan nuestra fe y nuestra esperanza tanto cristiana como humana.

Entre las últimas que me han llegado, enumero tu “Carta a Ellacuría: fineza y santidad” y “Cómo ser cristiano en el mundo desarrollado”. El texto de esta charla está trascrito tal como lo pronunciaste en Loyola, en julio de 2006, con tus expresiones típicas, tus preguntas dialécticas, tu peculiar y distendida forma de comunicación.
Te he vuelto a recordar en tu hablar pausado que tanto favorece la reflexión, con tu movimiento de manos y de brazos, envolvente y acogedor. Con esa sonrisa tuya permanente que disuelve todas las agresividades. Y, en todo este contexto casi idílico, esa sencilla pero rotunda e implacable denuncia de las injusticias del mundo. Tu talla de teólogo con solera, tu desconcertante bondad a prueba de agresiones, tu experiencia de fe cristiana amasada, interpelada y sacudida al contacto permanente con los excluidos provocan una mezcla explosiva y casi intolerable.
Resultas molesto a la curia vaticana porque hablas con insistencia de los “crucificados de la historia”. Haces un paralelismo incómodo e inquietante con aquel Jesús de Nazaret que murió crucificado, víctima de la injusticia del mundo. Con demasiada frecuencia preferimos una talla bellísima de Cristo Crucificado que podemos pasear por nuestras calles, presumiendo de sus artísticos y recargados tronos. Pero no queremos junto a nosotros a los crucificados de hoy: a los inmigrantes, a la población marginal de tantos barrios, a tantas víctimas de la exclusión.
La curia vaticana prefiere jugar en su propio campo: en el de las disquisiciones teóricas y las precisiones lingüísticas. No ha sido suficiente el hecho de que ningún especialista en teología de los muchos que han leído tus libros haya encontrado ningún error teológico. Tampoco han querido escuchar la crítica recibida por especialistas hacia el método de análisis realizado por la congregación para la doctrina de la fe. Alguno ha llegado a decir: “La obsesión por la precisión es tan exagerada que carece de valor”. Te vienen acusando y acosando desde hace más de 30 años. Te han ido pidiendo de forma cansina nuevas precisiones y nuevas explicaciones.
Como dices en algún sitio, “en lo últimos 20 ó 30 años, muchos teólogos y teólogas, gente buena, con limitaciones por supuesto, con amor a Jesucristo y a la Iglesia, y con gran amor a los pobres, han sido perseguidos inmisericordemente”. Has podido experimentar en tu propia carne lo que ya habían vivido otros teólogos antes que tú: que la forma de actuar de la curia vaticana no es evangélica y, ni siquiera, honrada desde el más elemental sentido humano.
Podíamos hacer una larga relación de tergiversaciones en tus escritos, de presiones realizadas incluso a obispos para callar tu voz… Pero todas estas anécdotas sangrantes pueden impedirnos ver el bosque. Por trágicos acontecimientos históricos, te has convertido en un símbolo incómodo por tu permanencia intolerable en la brecha. Escribiste discursos a San Romero de América que fue asesinado en 1980. Eras compañero inseparable de San Ignacio Ellacuría, de aquellos cinco jesuitas y otras dos mujeres, santas y santos mártires asesinados en 1989. Sigues siendo un referente primordial en la teología de la liberación. Los profetas tenéis mala prensa. El poder no os tolera y busca legitimaciones para eliminaros. Los dirigentes de la época no toleraban la acción liberadora que ejercía Jesús de Nazaret, pero le atacan por “realizar esas curaciones en día de precepto”.
Te escribo esta carta con tristeza inconsolable y también, por qué no decirlo, con bronco cabreo. Quiero decirte lo que ya sabes de sobra: que estamos contigo, que centenares de miles de personas, creyentes y no creyentes, están contigo, con tu tarea de denuncia y con tu esperanza infatigable y liberadora. De manera especial traigo a la memoria esa “santidad primordial” de la que hablas con tanta veneración: los millones de personas que sacan adelante a su familia con miles fatigas, las miles de personas que en barrios abyectos se autoorganizan para compartir lo que tienen y que nadie pase hambre. Y una frase tuya que me ha sacudido hasta los cimientos: “Me creerás si te digo que más que Roma, o la historia, me preocupa y me anima lo que piense la cocinera: si han visto en nosotros gente de bien.”

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