Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Jon Sobrino: hondura de un conflicto

01-Abril-2007    José Mª Castillo

Estos días se habla del jesuita español Jon Sobrino que, desde hace más de 50 años, da clases y escribe de las cosas de Dios en El Salvador (Centroamérica) y por todo el mundo. Sobrino es ahora tema de comentarios y debates porque ha sido gravemente censurado por el Vaticano. Aún no se conoce el castigo que le van a imponer. Lo peor es el castigo que ya le han impuesto. Me refiero al castigo de su imagen pública que ya está rota para siempre. Porque son muchos los que, cuando pasa una cosa de éstas, piensan y dicen: “si lo han censurado, por algo será”, “algo habrá hecho”… Y ese “sambenito” ya no hay quien se lo quite de encima. Esto es lo peor de todo.

Digo esto porque ahora hay quienes escriben contra el Vaticano y sus procedimientos. Como hay quienes dicen cosas muy desagradables contra Sobrino y la teología de la liberación. Yo aquí prescindo de todo eso. Y me fijo sólo en la hondura del conflicto que se produce en un caso como éste. ¿Por qué? El hecho religioso es, a la vez, un hecho de conciencia y un hecho público. Cuando lo que uno vive en su conciencia coincide con su imagen pública, las cosas van divinamente. Lo malo es cuando la propia conciencia ve las cosas de una manera pero las autoridades religiosas (y otras muchas gentes) las ve de otra forma. En ese caso, se rompe la imagen pública del que se ve metido en semejante situación, cosa que da miedo, mucho miedo. Porque eso puede llegar a ser un infierno de oscuridad y confusión en lo más hondo de uno mismo. El 10 de diciembre de 1956, el gran teólogo Y. Congar, censurado y desterrado por tercera vez de Francia, escribía a su madre: “Me han destruido prácticamente… Se me ha desprovisto de todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado… No han tocado mi cuerpo; en principio, no han tocado mi alma, nada se me ha pedido. Pero la persona de un hombre no se limita a su piel y a su alma. Sobre todo, cuando ese hombre es un apóstol doctrinal, él “es” su actividad, “es” sus amigos, sus relaciones, “es” su irradiación normal. Todo esto me ha sido retirado; se ha pisoteado todo ello, y así se me ha herido profundamente. Se me ha reducido a nada y, consiguientemente, se me ha destruido” (“Diario de un teólogo”, Madrid, Trotta, 2004, 473-474). El dolor de este hombre llegó hasta el extremo de pensar seriamente en el suicidio: “¿La muerte? He pensado frecuentemente en ella. Pero no” (o. c., 482).

No sé si mi compañero de tantos años en la UCA, Jon Sobrino, está viviendo algo de lo que vivió Congar o sentimientos parecidos a eso. Por lo que él me ha escrito y me cuentan, sé que está sereno y con paz. En cualquier caso, cuando de Roma viene una censura pública de este tipo, no puedo dejar de pensar que estas situaciones son muy duras, sobre todo en la intimidad del que las padece. El redentorista alemán, Bernard Häring, cuando ya se moría víctima de un cáncer, escribió un pequeño libro de memorias en el que contaba que él había sufrido dos juicios, el que le hizo la Gestapo, en la segunda guerra mundial, y el que le hizo el Santo Oficio, unos años después. Y Häring aseguraba que se le hizo más soportable el juicio de la Gestapo que el del Santo Oficio. Cosa que, por más sorprendente que parezca, resulta comprensible. Porque, insisto, cuando lo que se vive en la intimidad de la conciencia no coincide con la imagen pública que se tiene de uno, y cuando esa imagen se ve distorsionada o deformada por quienes “oficialmente” saben más de las cosas de Dios, entonces tocamos en las fibras más hondas de la vida. Y eso es muy serio. Además, eso es algo que merece el más profundo respeto. Un respeto que con frecuencia no se tiene, hasta el punto de quien sufre semejante falta de respeto se ve como se vio el admirado y eminente teólogo Y. Congar, abocado a la autodestrucción y hasta es posible que a la muerte, como le ocurrió también al redentorista Häring.

Así las cosas, es evidente que lo mejor que pueden y deben hacer las religiones y las gentes religiosas es adoptar una actitud de profundo respeto ante estas situaciones y ante las personas que las tienen que soportar. Es lo que yo, al menos, siento en el caso del profesor Jon Sobrino. Un hombre que, además de respeto, tiene bien merecida nuestra más sincera admiración. Porque ha sido sensible, como pocos, al dolor de los que peor lo pasan en la vida. En eso ha centrado sus estudios, su trabajo, lo que ha dicho y lo que ha escrito. Lo más admirable de Sobrino no es su enorme producción teológica. Ni sus más de diez doctorados “honoris causa” en Universidades norteamericanas y europeas. Lo más admirable de este hombre es que, siguiendo el ejemplo de su maestro y pastor, Monseñor Romero, nos ha dicho a todos, con la palabra y el ejemplo, que el camino para encontrar a Dios y darle sentido a nuestras vidas es el “principio misericordia”, en el afán y el empeño por hacer más soportable el sufrimiento de las víctimas de este mundo. Y en mi caso concreto, además de admiración, es mucha la gratitud que le debo. Porque cuando me vi excluido de la enseñanza teológica, y cuando la UCA de El Salvador se veía más amenazada, después del martirio de Ellacuría y sus compañeros, Sobrino me acogió como amigo y hermano para seguir trabajando en esta tarea que es la pasión de mi vida: el mismo trabajo que le ha dado sentido a la vida y a la trayectoria de Sobrino. Gracias, profesor. Gracias, amigo y hermano.

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