Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Morir en soledad

30-Abril-2007    Luis González Morán
    Esta reflexión que nos envía Luis tiene el mérito de descolocarnos a todos en nuestras sonoras palabras y profundos fundamentos, tal vez porque hasta el autor se declara él mismo descolocado. Luis es sacerdote y profesor universitario especialista en Bioderecho.

Durante estos días últimos, todos los periódicos y fuentes de información han golpeado a los lectores y/u oyentes con la noticia de la muerte de dos ancianos en una populosa ciudad catalana en circunstancias dramáticas.

Don Manuel y Doña María del Carmen eran unos esposos octogenarios, casados en segundas nupcias, contando él con 84 años de edad y ella con 82 en el momento de su fallecimiento. Ella era una persona impedida, que dependía totalmente de la ayuda de su esposo para la mera supervivencia. Hace un mes aproximadamente, Don Manuel sufrió un infarto, que terminó con su vida y Doña Carmen se quedó con su soledad, acompañada por el cadáver de su marido y por su propia impotencia y (quizá) desesperación: no tenía medio de comunicar con nadie y lo más dramático es que quizá no tuviera nadie con quien comunicar. Así que no le quedó más salida que enfrentarse a una muerte que puede ser calificada de auténtica tortura.

En esta situación, comienzan a pasar los días y comienza a apoderarse de su organismo el horror del hambre y la sed, con los dolores insufribles que esto conlleva: así hasta llegar a morir de inanición, en medio de una sociedad opulenta y hastiada de tanto tener. Es imposible poder imaginarse la angustia, el terror, la desesperación de esta pobre mujer, fatal y mortalmente amarrada a su incapacidad para sobrevivir, con la soledad aterradora de quien vive entre gente que son solo fantasmas en su delirio agónico.

Pasa un mes y no se crean que se van a encontrar los cadáveres porque alguien se preocupe por estas dos vidas, por lo que se ve, carentes de valor para todo el mundo: es el hedor, el insoportable hedor que despiden los cuerpos ya en corrupción lo que alerta a la bienpensante ciudadanía. La muerte por infarto, la muerte por inanición y agotamiento es soportable, lo que es imposible de sufrir es el mal olor: por eso, nadie se preocupó por los dos ancianos difuntos hasta que el hedor de sus cuerpos provocó la alarma.

Esta es la noticia que traen en estos días todos los periódicos. Y a mí, en este domingo curiosamente del Buen Pastor, me suscita una serie de preguntas, que no me atrevo a contestar, porque tampoco me corresponde, salvo en la pregunta final:

.- Por lo que dicen los periódicos, Don Manuel tenía dos hijos de un anterior matrimonio, aunque –añaden los periódicos- la relación “no era muy fluida? Pero ¿dónde estaban los hijos de este buen Don Manuel, mientras su padre fallecía de un infarto y su cadáver se corrompía junto al de esposa?

Y ¿dónde estarían los sacerdotes de la parroquia que no acudieron a visitar a los ancianos? Y los obispos y los vicarios y los arciprestes y los capellanes? Tal vez estuvieran preparando una buena homilía precisamente sobre el buen pastor…

Y ¿dónde estaría el alcalde de la localidad, que, como todos los alcaldes, tanto se preocupan del nivel y de la calidad de vida de sus conciudadanos? Y ¿dónde los gobernantes, pagados por la comunidad. de tan alto nivel oratorio y mitinero? Y la responsable de los servicios sociales de la comunidad municipal ¿no estaría haciendo estadísticas sobre los dineros invertidos en la atención a los ancianos y discapacitados de la localidad?

Y ¿los responsables de Cáritas parroquial, que seguro que tienen montado un buen servicio para el cuidado de los ancianos, en qué habrán estado ocupados durante estos treinta días en que se pudrían los cuerpos de los ancianos?

También hay que preguntarse dónde estarían los vecinos de estos dos ancianos, cuya existencia ha finalizado tan trágicamente, en una sociedad ahíta de consumo y futilidades: es terrible que el único indicio inhumano que les conmueve es el terrible hedor que despiden los cuerpos en descomposición.

Y cuando digo “dónde” no me estoy refiriendo al espacio físico objetivable, donde cada uno se encuentra, me refiero al espacio “moral”, a los referentes existenciales y valores, o lo que sea, que mueven nuestras vidas. Porque quiero terminar haciéndome una pregunta que esta noticia ha removido en mi interior: “¿dónde estaba yo mientras agonizaban y se pudrían estos dos seres humanos?” Atrincherado en mi propio egoísmo. Y ¿de qué sirven, en ocasiones como éstas, las grandes palabras que todos decimos pero que muy pocos viven en su radical compromiso y exigencia?

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