Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Tomad, comed y vivid el amor

07-Mayo-2007    -
    Las misas de Entrevías, la restauración de la Misa de Pío V que se prepara en Roma… Mira por donde la reflexión sobre la Eucaristía vuelve a ser actual y desde Andalucía nos desempolvan un folleto de hace diez años.

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    “TOMAD, COMED Y VIVID EL AMOR”
    (FOLLETO DE JESÚS BURGALETA EN ALANDAR).

    Resumen de Manuel González de Somos Iglesia de Andalucía

Con este título hace ya 10 años Jesús Burgaleta publicó en alandar un folleto que he podido escanear sobre la Eucaristía. En la primera parte nos describe cómo pudo ser la cena de Jesús, y cómo realmente está siendo en nuestros días. En la segunda parte comenta como debió de ser y cómo debieron entenderla las primeras comunidades cristinas. Me he permitido la libertad de quitar algunos párrafos, ya de épocas pasadas, que hoy pudieran resultarnos hirientes, y añadir otros con el fin de actualizar el texto.

1.- UNA CARA DE LA REALIDAD

Aquel atardecer Jerusalén se tiñó de sangre y de sombras. Había caído el sol. Solamente la brisa lejana traía esperanza. Jesús, el hijo de José y de María, lo veía todo muy negro. Albergaba serios temores sobre la seguridad de su vida. Eran demasiados los rumores que corrían sobre él. El cerco se había estrechado. Sus amigos le decían: Cuídate, Jesús, pon a salvo tu vida. En todas las comisarías se habían dado la orden de detenerlo. Por todo ello, hacía ya dos días que Jesús encargó a Mateo que avisara a todos para que acudieran a la celebración de una cena importante. Y así lo hizo.

Poco a poco fueron llegan todos. Eran 12. Los de confianza. La sala de la cena era espaciosa. Reinaba un ambiente acogedor, lleno de pena. Todos tenían miedo y cierta esperanza. Nadie podía quitarse de la cabeza un mal presentimiento.

Uno de los últimos en llegar fue Jesús de Nazaret. Todos se pusieron de pie. Los mandó sentar en torno a la mesa. Antes de comenzar la comida le acercó a Felipe un texto de Isaías, que éste leyó con una cierta entonación solemne. Finalizada la lectura rezaron un Salmo con antífona.

Y Jesús se puso a hablarles de este modo: “Estáis extrañados por lo que hago y tenéis razón. Pero, esta es mi última noche con vosotros y quiero dejaros una liturgia, para que, cuando yo falte, la repitáis de generación en generación. Lo que voy a hacer es un Sacramento, el Sacrificio que ofreceré a Dios por todos vosotros. Os lo digo con toda claridad: voy a morir crucificado en una cruz. Y esta muerte será el sacrificio agradable a Dios para redimiros. Mi sangre derramada será el precio para satisfacer a Dios por todos vuestros pecados.
Esta cena es un gesto profético, anticipativo de lo que va a ocurrir en la cruz. Y lo que vosotros celebraréis será la actualización de los méritos de mi muerte. Cuando celebréis en memoria mía la Misa haréis de nuevo el sacrificio que yo voy a realizar, pero lo haréis de una forma in cruenta. Por medio de él entraréis en comunión con Dios y conmigo mismo”.

Los discípulos se quedaron asombrados. No entendían el comportamiento de Jesús. Era tan extraño. El siguió diciendo: “Como tenéis la obligación de darle culto público a Dios, lo haréis ofreciéndole este «memorial», que desarrollaréis de un modo minucioso y estricto. Lo haréis así: os reuniréis todos los domingos, en conmemoración del día en que yo voy a resucitar. La reunión será obligatoria. Si, en el transcurrir de los tiempos y de las culturas, la cosa se pone mal, ceded un poco y permitid también celebrar misas los sábados por la tarde.

A esta liturgia del Sacramento del Sacrificio le llamaréis Misa. La realizaréis siempre vosotros o aquéllos que vosotros mediante el sacramento del orden iréis con el correr de los tiempos haciendo directos sucesores vuestros. Los llamaréis sacerdotes o presbíteros. Serán siempre varones, no podrán hacer uso del matrimonio, ni tener esposas. Nunca permitiréis la osadía de que las mujeres se acerquen al altar de Dios. Yo soy varón y el principio de la Salvación debe ser representada por varones.

La celebración se hará siempre en templos, lugares sagrados que iréis construyendo por el mundo entero. Estos edificios serán majestuosos, amplios, hechos con arte, misteriosos. Si, además, son inhóspitos e incómodos, no os preocupéis demasiado, porque así se verá mejor lo que realmente son, lugares sagrados. No se podrá en ellos ni hablar, ni reír juntos, ni dialogar, ni fumar, ni comer, ni beber, ni danzar de alegría, ni hacer bromas. Son la Casa de Dios y todo lo de Dios es serio. Debe destacar en ellos de modo especial el lugar destinado a los que presidan la Misa, a los que se les llamará ministros –representantes de Dios-, sacerdotes -personas sagradas-, o presbíteros -los pueden acceder al presbiterio-.

Ningún presbítero podrá hacer uso del matrimonio, ni tener relación alguna con mujeres. Serán célibes de por vida. Deberán vestirse de modo singular para que se visualice la clara distinción con el pueblo, el fiel rebaño al que tenéis la responsabilidad de enseñar todo lo que yo os he mandado, santificarlos con los demás sacramentos que os he encomendado, dirigirlos y gobernarlos como un buen pastor hace con sus ovejas. Vosotros seréis mis representantes y mis intermediarios con el mismo Dios. Lo que vosotros hagáis y lo que vosotros prohibáis o condenéis, quedará definitivamente mandado o prohibido por mí. Haced, además, que vuestra vestimenta distinga las diversas dignidades y grados entre vosotros. Los más honorables se adornarán la cabeza de un modo llamativo, se pondrán anillos, piedras preciosas, zapatillas de raso, sedas y tronos. ¡Sed más grandes que los grandes de la tierra! Dios es el Señor de todos ellos.

El desarrollo de la celebración deberá estar regulado, para que hagáis lo mismo que yo he hecho. Solamente se celebrará con los libros oficiales, realizados por peritos e impuestos a todas las Iglesias que se pueda. Cuando no tengáis más remedio, permitid traducir la liturgia a las lenguas que el pueblo entienda. No se os ocurra celebrar de cualquier manera, ni en cualquier sitio, ni vestidos de calle. Todo ha de ser singular, pues Dios es absolutamente otro y distinto y esta realidad debe ser expresada en vuestras liturgias. Para celebrar el sacrificio que inauguro en esta cena no usaréis pan normal, sino pan sin levadura, en forma de hostias muy delgadas. El pan será de trigo. Del mismo modo, la bebida ordeno que sea vino de uva. Sé que en algunos lugares no habrá viñas y que conseguir el vino será difícil y costoso. No importa; quiero que en la copa se vierta vino y unas gotas de agua. Es un capricho mío.

Estad muy atentos a aquéllos que quieren introducir cambios. De ellos no se puede esperar nada bueno. Si se pusieran tozudos recordadles con vigor que todo es inamovible, que es la ley eclesiástica o de derecho divino. ¡Cuidado con ellos, son la carcoma del edificio!

Procurad que sobre siempre un poco del pan consagrado en el Sacrificio. Lo guardaréis en un sagrario rico y seguro. Y lo pondréis en lugar visible, para darle culto. En el pan y el cáliz eucarísticos estaré yo realmente presente. Esto se realizará mediante la transubstanciación. Porque cuando digáis las palabras mágicas que yo os he encomendado, toda la sustancia del pan y del vino desaparecerán y en su lugar, aunque no lo podáis ver ni analizar, estará la sustancia de mi cuerpo y de mi sangre. Y así yo estaré personalmente en muchos sagrarios siempre entre vosotros para recibir vuestro culto y escuchar vuestras oraciones.
El memorial de mi Sacrificio tendrá un valor infinito, dado que es una repetición incruenta de mi sacrificio en la cruz. En él se actualizarán los méritos de mi muerte. Cada vez que lo ofrezcáis tributaréis a Dios una alabanza infinita, Interpelaréis su misericordia, expiaréis por vuestros pecados e intercederéis por los vivos y los difuntos. Por ello, cuantas más veces lo hagáis, mejor. Tened en cuenta de que el memorial de la Cruz tiene un valor en sí mismo, independientemente de lo que vive el ministro mí que lo ofrezca o el pueblo que asista a su celebración. Si podéis conseguirlo, realizad la celebración en lengua que solamente vosotros la entendáis, hacedlo de espalda al pueblo fiel, usád campanillas, velas, incensarios, cantos propios… Conseguiréis hacer aun más visible el misterio y la santidad de la Misa”.

Acabado el discurso, ante los ojos atónitos de todos, tomó el pan, dándole gracias a Dios; lo partió y lo repartió, diciendo: “Tomad y comed, ésto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”. Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz y, dándole las gracias a Dios, lo pasó a sus discípulos diciendo: “Tomad y bebed todos, porque este es el cáliz de mi Sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía. Recordad siempre estas palabras, que son las que tenéis que decir siempre que os reunáis en mi nombre para celebrar el santo sacrificio”. Y continuó la cena.

Y desde entonces, en cientos de miles de templos del mundo, vacíos o llenos, con vivencia comunitaria o sin ella, en comunión o en descomunión, reconciliados o enfrentados, luchando. por la justicia o sosteniendo la injusticia del mundo, con conciencia de explotados o de explotadores, como salsa que adorna bodas, concentraciones, fiestas populares, inauguraciones de edificios, etc., se dicen Misas con la pretensión de seguir cumpliendo el mandato de Jesús en su cena de despedida.

2.- LA OTRA CARA DE LA REALIDAD

En el último atardecer de la vida de Jesús, Jerusalén se tiñó de azul. El Nazareno lo tenía todo previsto y se dispuso a celebrar la cena de despedida. Se despedía de la vida. Se sentaron en torno a la mesa unas 25 personas, todos aquellos varones y mujeres que le habían seguido de cerca. En la sala de reunión se respiraba una atmósfera de amor, confianza y tristeza. Y se pusieron a comer juntos. Como en toda comida judía, el pan les dio ocasión a Jesús para bendecir a Dios. Así lo narran las tradiciones: “El Señor Jesús, la noche en que iban a entregarlo, cogió un pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Haced lo mismo en memoria mía”. Comieron todos del pan y compartieron la cena. Hablaron de algunas cosas. Se callaron otras, aquellas que se referían al futuro inmediato de Jesús. Al finalizar la Cena, Jesús tomó su propia copa y se puso a bendecir a Dios por todos los acontecimientos de su vida.

Los discípulos nunca habían escuchado una alabanza como aquella. Y de su misma copa les dio de beber a todos, mientras les decía: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi Sangre; cada vez que bebáis, haced lo mismo en memoria mía”.

Al día siguiente asesinaron a Jesús. Los discípulos se quedaron en blanco. El camino se desdibujó y comenzaron a separarse y a huir. Sin embargo, el Espíritu de Jesús seguía presente, vivo, incitante, ardía en ellos como una llama. Todas las noches amanecía en el corazón de los discípulos una luz llena de vida y amor. Nunca supieron bien cómo fue; pero el recuerdo actuante del mandato “haced esto en memoria mía” los fue reuniendo poco a poco.

Muy pronto comenzaron a hacer lo que tantas veces habían hecho con Jesús: sentarse a comer juntos. No era una novedad, era lo que siempre habían hecho. Se reunían en casas particulares. Alguien, mujer u hombre, preparaba y presidía el encuentro en un plano de igualdad. Nadie podía sentirse más importante o por encima de los demás. En las largas sobremesas el miedo y la esperanza fueron dialogando e intentando comprender aquello que Jesús les dijo en la última cena: “Haced esto en memoria mía.”

“¿Qué hizo Jesús?”, se preguntaban… Hacer el bien, estar atento a las necesidades de los demás, en especial de los que les había tocado pasarlo peor, rebelarse contra los que creaban opresión y ponían cargas pesadas. A esta conclusión llegó Pedro, después de darle muchas vueltas: pasó haciendo el bien, curando a los oprimidos, y predicando un modelo de sociedad alternativa radicalmente distinta a la que estaban viviendo. Encima de la mesa, junto al pan, el vino y demás alimento, tenían escritas aquellas palabras de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir”.

Recordaban cómo Lucas había narrado el mismo relato de la cena: “Mientras cenaban surgió (entre los discípulos) una disputa sobre cuál de ellos debía ser considerado el más grande. Jesús les dijo: los reyes de las naciones las dominan y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros, nada de eso; al contrario, el más grande de entre vosotros iguálese al más joven, y el que dirige al que sirve. Vamos a ver, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa, ¿verdad? Pues yo estoy entre vosotros como quien sirve”.

Los discípulos fueron descubriendo que Jesús, en la cena, celebró lo que había estado viviendo y lo que estaba dispuesto a vivir: su ser entregado. Fueron cayendo en la cuenta de que quien no entraba por la dinámica del servicio al hermano no tenía parte con Él. Las largas noches de las comunidades primitivas fueron el laboratorio de muchas historias sobre Jesús. Se contaban aquellas historias maravillosas en las que Jesús acogía a los marginados, violaba la ley de lo puro y de lo impuro, proclamando la dignidad de la persona por encima de toda prohibición ritual. Recordaban como comía con los leprosos, los paganos, los publícanos, los pecadores, las prostitutas, las adúlteras, los niños, las mujeres. Se contaban el enfrentamiento radical de Jesús con la estructura sacerdotal, con la influencia inmisericorde de los letrados, con el amargo poder de los fariseos y la corrupción de Herodes…

Con cada historia. nueva crecía la admiración por Jesús. Ese Jesús que no se quedó inmovilizado ante la estructura del mal del mundo, sino que se enfrentó a ella -al príncipe de este mundo, al demonio, a Jerusalén-, y dio la cara ante todo aquéllo que impedía que la gente levantara la cabeza. Jesús luchó hasta el final contra la injusticia que posee y para liberar a los “poseídos” por la injusticia. Aquellas reuniones estaban llenas de historias sobre Jesús.

A las comunidades primitivas no se les escapó tampoco el dato de que la Cena de despedida se celebró la noche en que iban a entregarlo. Lo entregaban todos aquellos hombres e instituciones que estaban en contra del designio de Dios y de la dignidad del hombre. Y fue aquella noche cuando, como testamento, Jesús les dijo intensamente: «Haced lo mismo que yo, sed cuerpo entregado y sangre derramada por amor”.
¡Ya estaba claro! “Haced esto en memoria mía” era hacer lo que él hizo en aquella cena y era, sobre todo, hacer aquellas cosas que él durante su vida había dicho y había hecho Recordaban las palabras que dijo mientras partía y repartía el pan y también aquellas otras:

“Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti (más aún si tú tienes algo contra él), deja tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” .

“¡Si comprendieras lo que significa corazón quiero y no sacrificios!”

“Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en el amor de Dios?”

“Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad”.

“En esto os conocerán, en que os queréis los unos a los otros”.

“Porque tuve hambre y me dísteis de comer, tuve sed y me dísteis de beber, fui extranjero y me recogísteis, estuve desnudo y me vestísteis, enfermo y me visitásteis, estuve en la cárcel y fuísteis a verme”.

“Lo que hacéis a uno de éstos, conmigo lo hacéis”.

“Ha llegado la hora que los que den culto a Dios lo harán en espíritu y en verdad”…

Recordaban que el que atiende al que está herido y abandonado en la cuneta, hace lo que Jesús; que el que sale en defensa del desvalido, hace lo que Jesús; que el que ayuda al más pequeño, hace lo que Jesús; que el que da de comer al hambriento, hace lo que Jesús. Fueron descubriendo que Jesús no estaba en el pan, ni en el vino, sino en los que viven junto a cada uno de nosotros. Y que comer el pan y el vino era comprometerse a vivir con los otros como lo hizo Jesús. Descubrieron que Jesús mandó no hacer un rito, celebrar un sacrificio, sino vivir como Él, hacer lo que Él, ser fiel al designio de Dios.

A pesar de contarse tantas historias no todos entendieron qué era “haced esto en memoria mía”. Así los cristianos de Corinto intentaron pasarse de listos y Pablo tuvo que salir al paso de tamaña osadía. A estos cristianos se les ocurrió confundir a Jesús con el fundador de una religión cualquiera y a la reunión de la comunidad con un culto ritual más, y se dijeron con toda la cara del mundo: “Hacemos lo mismo que Jesús, porque repetimos minuciosamente lo que Él hizo en su cena de despedida”. Y celebraron sin vivir lo mismo que Jesús vivió en lo que hizo. Hacían la cena sin amor, sin compartir, sin respeto mutuo, sin cortesía, abochornando a los pobres, sin vivir la comunidad. Pablo, valiente, les escribió enseguida: “Eso que hacéis, aunque os lo parezca, no es la cena del Señor”, no es hacer lo que Él hizo. Se quedaron muy extrañados ante lo que Pablo afirmaba.

Ellos hacían lo mismo que Jesús hizo y dijo en la cena. Pero Pablo insistió: lo que Jesús mandó repetir y Él enseñó a la comunidad no fue un rito, sino un proyecto de vida. Ese estilo de vida que se revela en el gesto de Jesús. Les dijo: ¿de qué sirve vuestra reunión si uno no vive el amor? Si es así: “vuestras reuniones causan más daño que provecho”. Es la hora de que “se examine cada uno» y cada comunidad “antes de comer el pan y de beber la copa”. No sea que nos atrevamos a celebrar la comunión sin vivir en comunión y a hacer lo mismo que Jesús sin vivir en el amor, porque “el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y se bebe su propia sentencia”.

No a todos les era posible estar en estos encuentros comunitarios. Por eso, se guardaba un poco del pan que habían comido, y lo llevaban a aquéllos que estaban más lejos, impedidos, en la cárcel, etc., para que así también ellos se sintiesen en comunión con los reunidos y dispuestos a asumir como ellos ese “haced esto en memoria mía”, que no era otra cosas que asumir el mismo proyecto de vida que Jesús con los símbolos del pan y vino que en su última comida tenida con ellos, con sus palabras y con su vida, les había dejado.
A estos primeros cristianos les llamaban ateos. Porque no tenían templos, no tenían sacerdotes y no tenían cultos como las demás religiones.

En nuestros días estamos asistiendo, guste o no, a la multiplicación por el mundo entero de pequeños grupos que, liberados de normas, leyes y cánones, han puesto su mirada en el Jesús que se nos presenta en los Evangelios, y que celebran la Eucaristía como creen se hacía en los primeros tiempos, con el convencimientos de que es la comunidad, los reunidos en nombre de Jesús, y no el ministro ordenado, quien celebra la Eucaristía. Dejemos actuar al Espíritu.

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