Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Un doctor en la sede de Pedro

17-Mayo-2007    Leonardo Boff

Benedicto XVI fue elegido supremo pastor de la Iglesia Católica no por ser un pastor conocido sino por ser un eminente doctor. Inicialmente asumió con entusiasmo el «aggiornamento» (actualización, puesta al día) introducido por el Vaticano II (1962-1965) que representaba una verdadera reforma, aunque tardía, de la Iglesia Católica.

Pero a partir de 1968 dio un cambio en su vida y fue uno de los mas fervorosos representantes de la llamada anti-reforma católica. Fueron decisivos dos factores para este cambio. Las divergencias con su colega de cátedra Hans Küng y la irrupción libertaria de los estudiantes en 1968. Küng defendía la tesis de que la tarea principal de la Iglesia era liberarse del peso de su pasado tradicional y saldar las deudas pendientes con la Reforma Protestante y con la modernidad surgida a partir del iluminismo, realidades históricas rechazadas por los papas hasta Juan XXIII. Del anatema debía pasarse al diálogo. Ratzinger, por el contrario, sustentaba que la tarea principal de la Iglesia era reafirmar su identidad religiosa en la forma de testimonio público y desde su ser instancia crítica de cara a las demás iglesias, religiones y al mundo moderno. Dos proyectos se contraponían: el del diálogo abierto y el del testimonio resuelto. Uno construía la Iglesia hacia fuera y el otro hacia adentro.

La rebelión de los jóvenes en 1968 puso en jaque la severa disciplina universitaria alemana, introduciendo muchos debates más allá de las aulas, cosa que no era la praxis académica acostumbrada. Muchos profesores se sintieron presionados y hasta insultados. Para el tímido y respetable profesor Ratzinger aquella atmósfera le significó una señal altamente perturbadora de los desvíos a los que podría conducir la modernidad con sus libertades y sus atrevimientos. Le causó tal impacto, que renunció a la cátedra más prestigiosa de teología alemana en Tubinga, para refugiarse en Regensburg, fuera de los grandes centros de debate. Allí se quedó dando tranquilamente sus clases, junto a su hermano Gerog, director más antiguo del coro de niños cantores de la catedral donde prevalecía la liturgia tradicional y en latín.

La cabeza piensa a partir de donde los pies pisan, y todo punto de vista es sino la vista desde un punto. Ratzinger se hizo, en el lenguaje de Gramsci, un intelectual orgánico del terreno que sustentaba a la anti-reforma. No negaba al Vaticano II, que había abierto la Iglesia al mundo y había creado espacios de participación a las Iglesias locales y los laicos, lo que hubiera sido un grave error disciplinar y teológico. Pero lo interpretaba a la luz del Vaticano I (1869-1870), que daba centralidad a la figura del Papa y de su magisterio infalible. De esta forma frenaba los ímpetus modernizadores, sometiéndolos al control central de Roma.

Ese movimiento de anti-reforma fue asumido por el papa Juan Pablo II y justificado teóricamente por el teólogo de su confianza Joseph Ratzinger. Durante todo el largo pontificado de Juan Pablo II hubo fuerte tensión y conflictos dentro de la Iglesia. Resueltos mediante medidas coercitivas dirigidas a conferencias episcopales, obispos modernizadores y teólogos progresistas. Eso generó una gran homogeneidad en la Iglesia, con un único catecismo universal, un único derecho canónico, una única expresión litúrgica, la romana, y una única teología oficialista calcada en los innumerables documentos pontificios. Se dio un apagamiento de la creatividad, y una mediocrización y hasta una infantilización de la vida eclesial.

El diálogo con el mundo moderno conducido por el profesor Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, es deudor de los planteamientos agustinianos, sobre los que moldeó su mente teológica. Sabemos que san Agustín (354-430) introdujo un gran dualismo teológico en la Iglesia entre lo natural y lo sobrenatural, entre Reino de Dios y reino de los seres humanos. Según él, el pecado original produjo una verdadera devastación en la condición humana, hasta el punto de que nunca podría ya sanarse por sí misma. Es irremediablemente decadente, por más esfuerzos de humanismo y generosidad que pueda realizar (la famosa tesis de Pelagio, el gran contendiente de san Agustín). Para valer delante de Dios, necesita de la gracia, y ésta viene únicamente de la mediación de la Iglesia. La Iglesia es el mundus reconciliatus, aquella porción del mundo donde el mal fue vencido definitivamente. Es en contacto con ella como la humanidad recupera su verdadera estatura, y como alcanza su salvación. La Iglesia es necesaria para la salvación, como lo reafirmó, en lenguaje bien medieval, el entonces cardenal Ratzinger en el documento Dominus Iesus del año 2000.

Éste es la clave de lectura que funciona en la mente del actual Papa. Por ahí se entiende su crítica a toda la modernidad. No es un conservador al estilo de los papas del siglo XIX, que se oponían a la democracia, a los derechos humanos, al liberalismo y defendían las monarquías absolutistas. Es un resistente a las conquistas modernas que se hicieron al margen de la Iglesia y en gran parte contra la Iglesia.

En los movimientos derivados de la Era de las Luces, él ve un esfuerzo hercúleo del ser humano para emanciparse por sí mismo, pero un esfuerzo vano. Por sí mismo es impotente. En el lugar de la gracia y de la Iglesia, que le podrían salvar, pasó a prevalecer el secularismo, el relativismo, el materialismo y el ateísmo.

Sucede que este movimiento cultural moldeó la Europa moderna y, en cierta forma, también las sociedades mundiales, pero es un movimiento que merece la sospecha y la crítica radical por parte de la teología de tipo agustiniano. Cuando Benedicto XVI critica la Comunidad Europea por vacilar en la definición de su identidad y de no incluir en ella explícitamente el sustrato cristiano, lo hace en nombre de su agustinismo teológico y político.

Esta postura -conviene resaltarlo- es diferente de la del Concilio Vaticano II. Éste parte de una postura positiva de cara a la modernidad. Antes de apuntar sus limitaciones, discierne sus elementos de verdad y procura sumarse a sus búsquedas y conquistas. Por detrás está sostenido por una «teología del Espíritu» -prácticamente ausente en el profesor Ratzinger- que no se deja encuadrar en los límites de ninguna institución, ni de la Iglesia, sino que permea todos los procesos históricos y es capaz de hacer irrumpir en todas las culturas la justicia, el amor, el perdón y la fraternidad. Este Espíritu permite ver convergencias más allá de las diferencias, y jamás permite que la decadencia tenga la última palabra. En el mundo, y no sólo en la Iglesia, hay también gracia y bienes del Reino de Dios.

Fue fatal la lectura hecha por el cardenal Ratzinger de la teología latinoamericana de la liberación en mediados de 1980. Él la leyó con la misma clave de sus detractores, los órganos de seguridad militar y de las élites dominantes y dominadoras, a las cuales les convenía aplicar la etiqueta de «marxismo» a esta teología. Debemos repetir firmemente: Marx nunca fue padre ni padrino de la teología de la liberación. Ésta nació de una experiencia espiritual frente a los crucificados de nuestra historia en los cuales se vio el rostro torturado de Jesucristo. La cuestión que desde el inicio y hasta hoy angustia a estos teólogos es y continúa siendo: ¿cómo anunciar a Dios como Padre en un mundo de miserables? Sólo tiene sentido anunciar a Dios como Padre si bajamos a los pobres de la cruz, o sea, si transformamos en buena esta realidad mala. Los sujetos de esta transformación serán los propios pobres junto con sus aliados, entre los cuales están las Iglesias.

Ahora bien, en América Latina los pobres son simultáneamente cristianos. La inteligencia política sugiere transformar el capital espiritual y ético de los cristianos pobres en una fuerza social de movilización y cambio social. Cabe insistir en honor a los hechos: ella nació de la fe del Dios del éxodo, de la indignación de los profetas y de la práctica liberadora de Jesús, y no de fuentes tales como el marxismo. Para el cardenal Ratzinger, en su clave agustiniana, esta liberación es meramente humana, ya nace manca y torcida por no pasar por la mediación de la gracia de la Iglesia. No es definitivamente relevante delante de Dios, pues es decadente. Nosotros siempre le respondíamos: si la liberación es verdadera, si libera del hambre y de la opresión, y libera para la fraternidad y para el amor, ya significa un bien del Reino de Dios y, por eso, es algo que tiene que ver con la salvación y con el proyecto de Jesús.

El recelo que tenemos es que Benedicto XVI nos vea con los ojos europeos y en la óptica de su teología particular agustiniana. Está preocupado por reevangelizar a Europa que, francamente, representa una Iglesia envejecida y crepuscular, con señales de irremediable decadencia espiritual. Más de la mitad de los católicos del mundo está en el Tercer Mundo, y el 42% en América Latina. Por aquí pasa el futuro del cristianismo, en la medida en que hagamos nuestro el valor que tuvieron las primeras comunidades de irse en medio de los judíos de la diáspora y de los gentiles y de encarnar allí, sobre otras vestiduras, la fe cristiana.

Fue mérito del magisterio de los obispos latinoamericanos descubrir que la Iglesia debe estar presente no sólo en el mundo, sino principalmente en el submundo donde padecen millones de no-personas, que están reclamando, como aquella figura misteriosa de Macedonia a la que se refieren los Hechos de los Apóstoles, que le grita a Pablo: «Ven hasta nosotros y ayúdanos» (Hech 16,9).

La misión de la Iglesia aquí es ayudar, a partir del capital religioso del pueblo y del evangelio, articulando evangelización con justicia social, y mística con política, sin lo cual su presencia puede resultar apenas decorativa, pero no substancial en la configuración de un mundo en el que haya más humanidad entre las personas, más cuidado para con el patrimonio natural común, y más esperanza de un futuro común de nuestro Continente, de la Humanidad y de la Tierra.

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