Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Crispación

29-Mayo-2007    Atrio
    Acabada una campaña electotal, antes de que empieze la próxima, parece convniente reflexionar sin ánimo de atraer votos hacia una u otra de las partes, sobre el clima de crispación en nuestra sociedad que puede llegar a ser preocupante. Así la hace en una editorial el último número de FRONTERA.

Es un dato manifiesto que, en España, existe un muy alto grado de crispación social y política. Para relativizar este hecho podría aducirse que cierta conflictividad, ciertas dinámicas de antagonismo, son inherentes a los regímenes democráticos y que hay que saber convivir con ellas. Y esto es verdad. Pero dentro de un límite. Hay modos e intensidades de los antagonismos que debilitan la democracia y que, por ellos mismos, son incluso expresión de sensibilidades antidemocráticas. Por eso cuando alcanzamos estos niveles, tenemos que empezar a preocuparnos. Para reconocer que en España ya los hemos alcanzado y estamos inmersos en ellos, basta pensar, como botón de muestra, en el penoso espectáculo que, desde este punto de vista, supuso el conjunto de manifestaciones contra el terrorismo de ETA que se produjeron tras su criminal atentado de Barajas y en los injustitificables excesos verbales de los representantes de los partidos políticos a lo largo de la reciente campaña electoral.

Comenzando por la descripción de este fenómeno, podemos decir que la crispación actual tiene algo de nuevo respecto a las del pasado inmediato. La intensidad que ha adquirido es mucho mayor. Pero la novedad reside especialmente en los ámbitos a los que está afectando. No sólo se expresa en el mucho más enconado debate entre los políticos. Se está expresando también, a nivel alarmante, en relación con el mundo de la judicatura e incluso dentro de él, y en el porcentaje relevante de medios de comunicación que, arrinconando su relativa timidez del pasado, se han sumergido de lleno en estos debates crispados, expresándolos decididamente y alimentándolos peligrosamente. Con lo que no debe extrañar que la crispación haya llegado a la calle, al ciudadano “de a pie”.

Hay además otro aspecto novedoso que está afectando a la actual crispación. Un aspecto que se nos muestra ambivalente. Tiene que ver con la emergencia reciente de las víctimas del terrorismo en la arena social y política. Que es ambivalente significa que hay en él una dimensión claramente positiva, junto con otra que debe ser calificada de problemática. Lo positivo es la propia emergencia, la capacidad de las víctimas para hacerse presentes y exigir que se realicen sus derechos a la memoria, la verdad, la reparación, la justicia: en estos campos tienen una presencia especialmente cualificada que no se puede ignorar.

Lo problemático es la imbricación de esas reivindicaciones pre-partidarias con las propiamente partidistas. Las víctimas tienen legitimidad para reclamar sus derechos, con tal de que se hagan las oportunas distinciones. Un sector de víctimas (y de convocados por ellas) lo está haciendo. Pero la resultante es que, debido a la imbricación de los partidos en esa dinámica, está aumentando la crispación en un terreno especialmente delicado, precisamente porque no se hacen esas distinciones entre lo pre-partidario y lo partidario.

La jerarquía eclesiástica no se escapa a esta dinámica. Como si entendiera que entrar en ella fuera una estrategia pertinente para responder a la creciente indiferencia social que sufre. El hecho es que también ella se está apuntando a descalificaciones de grueso calibre y a alineamientos partidistas ante cuestiones que, incluso dentro de la comunidad cristiana, tendrían que plantearse con pleno respeto a la libertad de opiniones y al correspondiente juego democrático. Para corroborar esto, basta pensar en temas como el de la asignatura de Educación para la Ciudadanía o el del matrimonio de las personas del mismo sexo. O, en concomitancia con esto, en el protagonismo mediático con que la COPE fomenta la crispación y en el muy inadecuado argumento de miembros con responsabilidad en la Conferencia Episcopal para justificar su inhibición, basándola en que se debía al reconocimiento de la libertad de expresión.

Hecha esta somera descripción de la crispación y en vistas a plantearnos qué hacer para rebajar su intensidad, conviene recordar, aunque sea elementalmente, lo que dicen los expertos en conflictividad.
En todo conflicto confluyen tres elementos, en interrelaciones complejas: Por un lado, tenemos las actitudes y presunciones de los implicados, sus prejuicios, que resultan conflictivos cuando reflejan animadversiones y antagonismos. Por otro lado, las incompatibilidades de posturas que pueden darse ante determinados temas en disputa, lo que podríamos definir como la materia objetiva del conflicto. Por último, los comportamientos de enfrentamiento, que con frecuencia se traducen en enfrentamiento sistemático y total.

Pues bien, la conflictividad que conviene a la democracia es aquélla en que las partes en conflicto delimitan los temas en disputa, los asumen con objetividad y en espíritu de diálogo –cabiendo por supuesto la argumentación dialéctica interpeladora–, y consiguen, además, deslindar los temas debatidos de los prejuicios y la desconfianza con que los discrepantes envenenan un debate, que debería mantenerse siempre dentro de los límites compatibles con la sensibilidad democrática.

La conflictividad que se expresa como crispación es aquélla que subordina los temas en disputa a los prejuicios respecto al otro y que hace del debate un mero medio para alcanzar un objetivo que no tiene que ver propiamente con el tema y que parece pedir un aumento de la crispación para su logro (por ejemplo, conseguir o mantener el poder). Así, lo que cuenta no es debatir los problemas en juego. Es atacar como sea, cuanto más contundentemente mejor, al adversario.

No es de extrañar que esta estrategia se acabe polarizando en personas concretas, ante las que se concentran las actitudes y los prejuicios. En nuestro caso lo que está pasando con el principal partido de la oposición y los órganos mediáticos que juegan a su lado, es que han focalizado insistentemente todos sus ataques en la figura del presidente Zapatero. Él acaba siendo el responsable de practicar el entreguismo al terrorismo etarra, de obstaculizar que aparezca la verdad del atentado del 11-M, de desmembrar la nación española apoyando el estatuto catalán y el nacionalismo vasco, de contravenir las leyes naturales estimulando legalmente el matrimonio de parejas homosexuales, de resucitar odios que estaban bien muertos impulsando el revisionismo de la guerra civil, etcétera. No sólo se olvida que muchas de esas propuestas figuraban ya en el programa del partido que fue votado por gran número de ciudadanas y ciudadanos en las pasadas elecciones, sino que se hace de cada una de ellas una ocasión de descalificación global en la que cuenta más esa descalificación que la problemática en juego. Lo que, evidentemente, lleva a un enfrentamiento contundente y sin matices a lo que se propone.

Al empezar a poner nombres a los agentes de crispación estamos entrando ya en la valoración. Lo que se resalta es que al Partido Popular y a los medios de comunicación afines les corresponde un protagonismo decisivo. Pero en este tema no podemos ser maniqueos. También al partido gobernante, a los distintos medios de comunicación, al mundo de la judicatura, a organizaciones de la sociedad civil, a la jerarquía eclesiástica y a los ciudadanos de a pie nos corresponde preguntarnos por nuestro papel en esta situación de crispación, nos corresponde autoevaluarnos para detectar los apoyos que estamos aportando a la misma. Y, evidentemente, nos toca sobre todo estimular aquellas medidas que pueden rebajar la tensión hasta situarla en los límites propios de las dinámicas de la conflictividad inherente a la democracia.

Aun sin entrar a fondo en esta cuestión, cabe proponer en concreto algunas medidas, a modo de desbroce de un camino que conviene recorrer.

En primer lugar, no conviene dejarlo todo a las elecciones generales en marzo de 2008. Es cierto que, la cercanía de las elecciones estimula la crispación y que, a veces, determinados resultados de las mismas parecen calmar ambientes previamente crispados. Pero, en realidad, también puede suceder lo contrario y, en todo caso, de lo que se trata es de esforzarse por crear una cultura democrática que rechace a los crispadores para no quedar a merced de sus estrategias dañinas. Así que es conveniente ponerse ya manos a la obra, aunque el ambiente sea especialmente difícil.

En segundo lugar, conviene introducir más elementos de racionalidad y de cordialidad en el debate político, para que las emociones de fobia al adversario, acompañadas de puros y elementales eslóganes, no ocupen todo el espacio. Es cierto que, en la vida política, no se pueden ni se deben rechazar los sentimientos, porque son decisivos para las motivaciones que se precisan. Pero no es menos cierto que tienen que estar estimulados por referencias morales positivas –hasta el punto de llegar a ser llamados sentimientos morales–, y deben quedar articulados con las dimensiones de racionalidad que evitan sus excesos y unilateralidades. Pues bien, la actual inflación de las emociones debe ser mesurada con estos elementos de racionalidad: que todos analicen autocríticamente los motivos y dinámicas de la actual crispación; que todos desborden los eslóganes con argumentos de más densidad; que todos se centren en los temas en debate más que en las relaciones entre los contendientes.

En tercer lugar, y en concreto respecto al debate sobre la política antiterrorista, es especialmente importante desterrar el ánimo partidista, dar a las víctimas el lugar que les corresponde, reconocer lo que en justicia se les debe, dejando a los poderes constitucionales y a los gobernantes su responsabilidad en la gestión. Ésta es una cuestión especialmente delicada, que requeriría un espacio impropio de un escrito editorial. Pero tratar de hacer luces a este respecto, propiciando en torno a ello un razonable consenso social, es fundamental, no simplemente para rebajar la crispación; lo es también para las propias víctimas y para la vida democrática.

Nos gustaría que este análisis de la crispación fuera percibido como lo que ha pretendido ser: un intento para advertir de sus riesgos y para contribuir a que disminuya. A veces, cuando los enconos son muy marcados, ésta es una tarea muy difícil, porque todo lo que se dice tiende a ser alineado en uno de los bandos de la crispación. Esperemos que no sea así. En cualquier caso no hemos querido sermonear desde una posición de supuesta pureza, puesto que también nos hemos incluido entre los necesitados de autoevaluación crítica. Hemos querido, sin más, apostar, juntamente con los ciudadanos de buena voluntad, por superar esta dinámica perversa.

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