Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

ALFREDO SANTO, UN INMENSO AMOR SIN DIOS

23-Enero-2006    Antonio Duato

Hace unos días se preguntaba Basilio Pozo en esta página sobre la ética del ateo. Ahora acabo de regresar del entierro de un gran amigo ateo (o agnóstico o lo que sea, sin que Dios estuviera en su conciencia), marxista revolucionario, cuya vida ha constituido para muchos un testimonio de entrega y amor difícil de superar. No me resisto a publicar en ATRIO esta carta que ayer le dirigí.

A Alfredo Santo con quien tanto quería

Alfredo,
Te fuiste ayer de golpe, mientras viajaba yo hacia Madrid para iniciar una acción estratégica de progreso de la que pensaba hablarte. Un mazazo duro, un golpe helado. Así lo sentí cuando me lo anunció María por la tarde.
Y te escribo para decirte en público lo que te había dicho en privado: gracias, Alfredo, porque sin ti mi vida seguramente no habría llegado a la coherencia y madurez que en estos años ha producido tanta plenitud de vida.
Te conocí cuando yo llegué hace veinte años al Instituto Benlliure como profesor de religión. Me sentía entonces lleno de contradicciones. Para mi iglesia era más bien un problema y ella lo era para mí. Por otra parte, aunque enseñar a los jóvenes a pensar sobre la religión me apasionaba, mi incorporación al claustro no se debía a una oposición sino a un acuerdo con el Vaticano que yo mismo consideraba inadmisible privilegio clerical. Tú eras entonces profesor de filosofía, miembro del Partido Comunista, representante de Comisiones Obreras. Teóricamente nos teníamos que ver con desconfianza.
Pero ni yo me quedé con tu máscara ni tú con la mía. Nos encontramos pronto como personas, gracias a tu capacidad de acogida. Tú, el barbudo izquierdista, me enseñaste a no etiquetar a nadie, a sacar lo bueno de cada uno, a aceptar a todos como son. ¿Quién de tus compañeros, de cualquier ideología, no se sintió aceptado y acogido por ti? Y lo mismo se podría decir de los alumnos, que siempre se sentían comprendidos, queridos y defendidos por ti. Me enternecía en aquella época cómo te llamaban, con admiración y camaradería, “el jamao”.
Pronto nos intercambiamos experiencias, ideas y sueños. Te interesaste por mi vida y la valoraste. Yo fui sabiendo de la tuya y cada vez te admiraba y quería más. Habíamos coincidido hacia el año 70 en Salamanca sin conocernos, pero con amigos comunes. Después tú fuiste a París y trabajaste filosofía de la ciencia con Edgar Morin en la Sorbona. Pero sacrificaste el doctorado y tu futuro universitario para hacer oposiciones de Instituto pues te habían encargado organizar el partido en Alicante, aún en la clandestinidad. A través de ti conocí a García Bacca, su realismo crítico, su hermenéutica del marxismo y su reflexión sobre Dios en el ocaso de su vida. Y a tantos otros de los autores que incansablemente leías.
¡Hablábamos –razonando, amando y soñando– de tantas cosas! Recuerdo una madrugada volviendo de Murcia, a donde me habías acompañado tras enseñarme Orihuela, tu ciudad. Pasamos las tres horas de viaje hablando sin parar del tiempo, de la física y la filosofía del tiempo, su relatividad, su fugacidad, su plenitud, historia, biografía… Temprano levantó la muerte el vuelo.
Me animaste a integrarme en el claustro sin complejos y coincidimos en tantas tareas y luchas en el interior del instituto y en el colectivo de trabajadores de la enseñanza. Eran los años en que el PSOE había aprobado la LOGSE y pretendía implantarla sin dejar de humillar a los profesores en cuestiones laborales. Hubo luchas y huelgas. Y fracaso y desencanto. Pero lo importante era saber por qué y para qué se luchaba. La calidad de la enseñanza había que empezar a currársela uno mismo, por amor al alumno y a la propia dignidad profesional, aunque la administración no lo valorase ni menos aún lo retribuyese.
Empezamos así a colaborar en tareas pedagógicas concretas. Recuerdo las horas que le dedicamos a la revista Leviatán y los buenos números que llegaron a sacar los chicos. Recuerdo el seminario interdisciplinar para los de COU que organizamos sobre la religión en La República de Platón.
A veces pienso que llegaste a ser como mi agente promocional. Supiste de mis habilidades en la incipiente informática y me introdujiste en Comisiones Obreras para organizar sus bases de datos y en el grupo inicial de profesores de informática en el instituto. Eran todas cosas raras para un cura. Y más raro aún el que, gracias a ti, el claustro entero, casi por unanimidad, recurriera a mí para ser director del instituto en un momento de gran malestar y divisiones internas. Contigo se hizo todo el programa del nuevo equipo en el que tu no quisiste figurar, con esa humildad que tal vez tendía a ocultar demasiado tus extraordinarios valores. Puedo proclamar a todos que aquella renovación del Instituto en 1989-90 promovida por un equipo que, tras el primer año, dirigió Fina Párraga se debió fundamentalmente a tu capacidad de análisis y de conjuntar personas.
Y cuando se produjo mi decisión vital de casarme –lo que supuso incomprensiblemente tener que dejar el instituto por orden episcopal– fuiste el entrañable, discreto y fiel amigo mío y de María. ¡Cuánto os quiere ella también a Mercedes y a ti y qué agradecida está a la ayuda íntima que nos supisteis prestar en momentos nada fáciles de rupturas e incomprensiones!
Hoy dice de ti la esquela que han puesto tu familia y compañeros: Dio toda su vida por la justicia social. No hay ninguna cruz en la esquela y me alegra. Porque, para mí, ha sido esa vida de entrega y no otros signos los que te han constituido en seguidor del verdadero Jesús de Nazaret. Desde mi trémula y depurada fe, te veo hoy en Él y con Él como un ejemplo a imitar cuya vida supera lo limitado del tiempo. Ya te veía así cuando te elegimos María y yo para ser padrino de Daniel, nuestro hijo mayor. Pensaba hace pocos días que iba llegando el tiempo en que os ibais a encontrar padrino y ahijado para razonar y para soñar, para evocar a tu paisano, Miguel Hernández, que estuvo presente en su bautismo como está presente en esta carta. Rueda que irás muy lejos… Eres mañana… Eres mi ser que vuelve le dijiste entonces a Daniel, como seguramente se lo habías dicho a Nadia. Tu corazón no te permitió fatalmente el encuentro con tu ahijado ya adolescente. Pero estarás presente en su vida como padrino, junto a su madrina Carmen Machancoses, la genial enamorada de la vida y del pueblo cubano que ya se nos fue también. Y para mí también serás siempre una estrella, compadre. Que estamos en tiempos de sequía en que ya quedan pocos maestros como tú. A las desalentadas amapolas daré tu corazón por alimento.
Te quiero,
Antonio

[Los versos en cursiva son de los poemas Elegía y Rueda de Miguel Hernández]

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