Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Pequeña memoria de un gran cardenal

27-Junio-2007    Ramón Echarren, obispo.
    En tiempos en que el Cardenal de Toledo arremete contra la FERE diciendo que intentar aceptar la LOE es “colaborar con el mal” (AUDIO) y dice con descaro que todos los obispos piensan lo mismo, lo mejor es leer este artículo publicado en Vida Nueva por quien fue obispo auxiliar del Cardenal Tarancón y tal vez, después, firmar el Manifiesto que aparece a continuación.

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    Ramón Echarren Ystúriz es obispo Emérito de La Palmas.

Leía en un artículo reciente que, para el Episcopado español, el valor máximo era el no aparecer dividido. No dejó de hacerme gracia. Acaso por llevar unos 38 años de obispo, y prácticamente desde mi ordenación sacerdotal, sirviendo al Evangelio y a la Iglesia en cargos de una cierta responsabilidad, puedo decir que esa afirmación en modo alguno responde a la realidad, ni de la Iglesia ni de los obispos.

Alguno de ustedes me puede preguntar qué tiene ello que ver con el cardenal Tarancón. La respuesta es muy sencilla. Don Vicente creía en el pluralismo y lo aceptaba. Creía y aceptaba la diversidad, la variedad de criterios y opiniones, siempre que ello no supusiera romper con la unidad o con la comunión. Era profundamente respetuoso con la libertad de opiniones y hasta de expresión, en planos tan diversos como en el teológico y en el eclesiológico, en el exegético y en el catequético o pastoral, sin más condición que ello no se convirtiera en una ruptura con la Iglesia del Señor, o con la Buena Noticia de Jesús, o con la Tradición, y manteniendo siempre una concepción nada rigorista tanto del Evangelio como de la Iglesia y de la Tradición.

Ello permitió que, en su tiempo y a la luz del Concilio, se fuera configurando un episcopado realmente plural, en el que cada obispo se sintió libre para expresarse, para reflexionar, para dialogar, para opinar…, sin más límites que los que él mismo se imponía para nunca romper ni con la Iglesia ni con la Revelación.

Pero para ello, para que fuera posible después de tantos años de sentirse controlados (tal vez sin serlo…) por los demás obispos, por los que pensaban de otro modo que el suyo, por la misma opinión pública, o por los políticos, hizo falta un hombre como el cardenal Tarancón, que, con el indudable apoyo de Roma y muy en concreto del Papa Pablo VI y de su nuncio Dadaglio, tomase el timón de la Iglesia en España impulsándola sin imposiciones personalistas, con un gran respeto a todos, con un gran amor al Evangelio y a la Iglesia, a cumplir su gran papel dentro del muy cristiano ministerio de la reconciliación y a la luz del “principado de la paz” propio del Señor Jesús.

Ello exigía, particularmente en aquel momento, un especial carisma propio de un hombre de fe, pero también de un hombre muy inteligente y habilidoso capaz de dialogar y comprender, culto y flexible, pero con las ideas claras y con un suficiente conocimiento de la sociedad y de las tendencias que se iban imponiendo hacia el futuro. Y así era el cardenal Tarancón, conocedor del ser humano, de sus luces y de sus sombras, con una sólida base intelectual, pastoral, y, por supuesto, teológico. De ahí que nadie se atreviera entonces a discutir su indudable liderazgo, al menos a hacerlo en voz alta o por escrito.

También hay que decir que jamás abusó de su estatuto ni para apoyar a sus “amigos”, ni para excluir a los que no eran de su opinión. Esta y no otra fue la razón de que, con la llegada de Juan Pablo II al Papado, su “estrella” comenzara a declinar, en la Iglesia y en la sociedad, y fuera marginado una vez jubilado, y con él los que éramos considerados “taranconianos”, y todo ello para alegría de los no tan poco numerosos que a partir de aquel momento ya se atrevieron a decir en voz alta o a escribir lo que hasta entonces habían callado.

Por supuesto que sabían muy bien lo que se pensaba en “Roma”. También lo sabíamos muy bien los que seguimos siendo y considerándonos “taranconianos”, y no sólo por afecto a su persona, sino también por coincidencia plena con sus criterios pastorales, teológicos, sociales y espirituales.

Por supuesto que de estos últimos ya vamos quedando muy pocos, casi ningún obispo en activo. Incluso alguno que todavía hoy es considerado por algunos periodistas “de los de Tarancón”, cuando vivía el cardenal no era calificado como tal, e incluso aparecía como adversario (no enemigo) del cardenal y de su manera de entender la Iglesia y el mundo.

Sea como fuere, son muchas las claves de la aventura no exenta de dificultades y sufrimiento, pero también llena de belleza, que tuvimos la suerte vivir junto al cardenal Tarancón y guiados por él durante aquellos años.

El cardenal Tarancón llega a la archidiócesis de Madrid-Alcalá cardenal, ya habiendo sido primado de Toledo, con el encargo personal del Papa Pablo VI, transmitiendo directamente y a través de monseñor Dadaglio y monseñor Pasquinelli, de animar, impulsar, orientar, actualizar y poner orden en una Iglesia que en España no acababa de encontrar las claves de un rumbo que le permitieran asumir plenamente el Concilio Vaticano II y todas las reformas que de él se habían derivado.

El cardenal Tarancón había sido padre conciliar, había trabajado en la creación y desarrollo de la Acción Católica en España, había colaborado con el cardenal Plá y Deniel en la embrionaria Conferencia Espiscopal, fue ponente del I Simposio de Obispos de Europa y también en el Sínodo Universal dedicado al Clero y la Justicia…, es decir, tenía una base firme para realizar la tarea que el Papa el encomendaba, y ello a pesar de las dificultades que entrañaba. Conocía además muy bien la doctrina pontificia, desde León XIII hasta Pablo VI.

A todo ello hay que añadir sus grandes dotes como hombre de gobierno. Llevaba fama de “progresista”, aunque realmente se trataba de un hombre muy equilibrado, que no se dejaba manipular ni por los `izquierdas´, ni por los derechas’, ni por ‘los de extremo centro’. Nunca estuvo ciertamente solo; los cardenales Quiroga, Bueno Monreal, Jubany, Tabera… y, con ellos, muchos arzobispos y obispos que quisieron y pudieron arroparlo. También algunos en Roma, en Europa y en el mundo entero, como los cardenales Riveri, Marty, Etchegaray, Suenens, Frei, Pironio, etc. Por supuesto que el prestigio del cardenal Tarancón había traspasado nuestras fronteras, y que el mundo entero lo miraba como una referencia llena de luz de nuestra Iglesia.

No es el momento de desarrollar todos los méritos, virtudes y aciertos de don Vicente Enrique y Tarancón. Ni lo es tampoco de enumerar el amplio caudal de su creatividad, particularmente en la aplicación del Concilio a la Iglesia en España, a la vida de los cristianos, y en muchos casos a todos los españoles, fueran o no cristianos o fueran dudosamente cristianos.

Ya se ha escrito mucho sobre ello, aunque tal vez no lo suficiente. Sin duda que se seguirá escribiendo cuando las voces discordantes de conservadores y de progresistas sepan hacer justicia sobre su papel y el de la Iglesia en la etapa de la Transición y de la ampliación del Concilio. Me voy a limitar, por ello, a ofrecer sólo unas pinceladas que nos permitan a todos vislumbrar un boceto de lo que serían, con “las grandes memorias” del cardenal, unas “pequeñas memorias” de un gran cardenal de la Iglesia, que creyó en Dios y amó a la comunidad cristiana fundada por el Señor Jesús apoyado en sus apóstoles. Para él, esa Iglesia estaba muy por encima de sus intereses personales, de su manera de pensar, de sus ideologías, de sus opiniones, de sus gustos… De ahí que nunca dejara de orar, de celebrar la Eucaristía, de rezar el breviario…

En esta línea, podrían añadirse muchas cosas en las que ahora no es preciso insistir, rasgos del cardenal que para algunos significan la expresión de su grandeza como creyente, para otros su independencia como hombre de Iglesia respecto a todo poder, y para otros –sus detractores–, la expresión de una supuesta falta de seriedad respecto a lo cristiano que se daba en el cardenal. El hecho objetivo es que el cardenal obtuvo el título de Doctor en Teología en 1929, y que nunca dejó de leer fundamentalmente los documentos pontificios.

Pasemos ahora a un plano menos trascendente (acaso sólo aparentemente), más teológico-pastoral, pero en el fondo mucho más integrado en la Revelación y más dimanante de ella de acuerdo con la doctrina conciliar. Para exponerlo, me voy a valer de las declaraciones que hizo el profesor Rafael Díaz-Salazar en Vida Nueva (3 de febrero de 2007, pp. 8-10), que nos pueden ayudar a comprender mejor lo que supuso el cardenal Tarancón en el post-Concilio y en la Transición, dentro del contexto de la vida española.

Ya he señalado que el cardenal Tarancón mantuvo una total independencia respecto a partidos, ideologías, grupos o tendencias que representaran una opción política. Nunca quiso implicar a la Iglesia en lo que significara una decisión libre y personal de cada cristiano o de cada ser humano (Cfr. Gaudium et Spes). La historia de España es una historia de intolerancia, es decir, una sucesión cíclica del dominio de una España por la otra. Y así ha venido ocurriendo desde hace muchísimas décadas. Los cristianos no hemos sabido aprender que, de acuerdo con el Evangelio, debíamos saber ponernos en el lugar del otro, perdonar, conocer y entender sus razones antes de condenarlo.

Deberíamos haber aprendido a apreciar lo diverso, a no imponer lo nuestro, sino a ofrecer nuestra identidad con toda humildad. El cardenal Tarancón tuvo una clara intuición, humana y cristiana, de todo ello, y se dio cuenta de la oportunidad histórica para España de construirla en base a la amistad y a la fraternidad entre los que éramos distintos y pensábamos de diferente manera. Él supo comprender que el cristianismo es una religión del amor, incluso a los enemigos y a los no creyentes, y que el factor católico podía contribuir a construir una España de la reconciliación y del diálogo, del respeto y de la articulación en la diversidad.

Entonces, como por desgracia ocurre hoy, existía mucha crispación en España, aunque fuera larvada y no se hablara de ella. Entonces, como ahora, los que oficiaban (y ahora ofician) de ‘comunicadores’ y las instituciones que los apoyaban (y los apoyan) y legitiman, hicieron (y están haciendo) muchísimo daño a España. Y ni los partidos políticos, ni la Conferencia Episcopal y alguna de sus instituciones, ni la mayoría de las empresas mediáticas (laicas, laicistas o confesionales…) están ayudando para que se establezca un diálogo conciliador, sino todo lo contrario. Al igual que entonces, todos parecen apuntarse a la “ceremonia de la agresividad” y de “la mutua descalificación”, de la “confusión” con la diferencia de que entonces hubo un cardenal que, con un corazón limpio y una inteligencia luminosa, con una fe sincera y mucho amor, supo impulsar a la Iglesia, a los cristianos y a no pocos no cristianos o indiferentes hacia esa reconciliación que algunos tanto añorábamos y deseábamos.

De lo que no cabe duda es de que, como siempre y salvo raros paréntesis, en España rara vez ha faltado una sobredosis de catolicismo político o politizado y un déficit muy grande de religiosidad y de espiritualidad. Los usos políticos y las manipulaciones ideológicas de lo religioso han sido y son muy grandes, y ello casi siempre ha impedido a no pocos el acceso al núcleo evangélico más central del cristianismo. ¿Cómo olvidar lo que ocurrió a hombres como Azcárate, Fernando de los Ríos, Fernando de Castro, Giner de los Ríos, Unamuno…, que tuvieron que dejar de formar parte de la Iglesia para poder seguir siendo cristianos y personas religiosas?

El hecho es que el cardenal Tarancón supo actuar como “muro de contención” contra los abusos de los mismos católicos, contra la manipulación intencionada de lo religioso o de lo cristiano, a favor de los derechos tanto de los derechas como de los izquierdas, sabiendo respetar un sano pluralismo siempre que los que lo sustentaban respetaran a los que no penaban como ellos. Y también es un hecho que hoy se percibe un rebrotar de la línea histórica del catolicismo integrista, para el cual el conservadurismo ideológico y político es parte consustancial de lo católico.

Y lo curioso es que hoy, tal vez porque ya no contamos con un cardenal Tarancón, existen muchos “cruzados católicos” aliados con algunos “ateos devotos” o “no católicos neoliberales”; contratados incluso por instituciones de la Iglesia. Creo acertar si digo que con el cardenal Tarancón entre nosotros, no hubiera ocurrido algo así, y que algunos que llegaron o han llegado a arzobispos o cardenales se habrían quedado en el camino…

En todo caso, no deja de llamar la atención que hoy sean católicos, jóvenes y progresistas, los que defienden las tesis fundamentales que hace tantos años defendió el cardenal Tarancón de acuerdo con el Papa, siendo entonces curiosamente muy criticado por los que se decían cristianos avanzados, que lo tachaban de conservador… El cardenal Tarancón, por supuesto, en modo alguno deseaba que los católicos “de derechas” se encontraran desamparados en la Iglesia. Era muy consciente de que la Iglesia era y es un colectivo muy plural y complejo, en el que, a diferencia de los partidos políticos y asociaciones, hay un gran margen para la disidencia, para la pluralidad de posiciones y de opiniones, de tal forma que el que “se mueve en la foto, sigue saliendo!”.

A diferencia de entonces, hoy sí se puede decir que se da una cierta afinidad entre el discurso de la mayoría de los actuales dirigentes de la Conferencia Episcopal, y de la manera de pensar política e ideológica de la parte conservadora y menos abierta de la derecha, es decir, que hay una cierta convergencia entre conservadurismo eclesiástico y conservadurismo ideológico, socioeconómico y político. No ocurría así bajo la presidencia del cardenal Tarancón, el cual tenía una idea muy clara de que la Iglesia es mucho más amplia que 60 ó 70 obispos, y que estos no eran (ni son hoy) todos iguales. El cardenal sabía muy bien que había muchísimos católicos “de izquierdas” y que pertenecían (y que ahora pertenecen) a parroquias, comunidades, movimientos, congregaciones, asociaciones… que estaban en la Iglesia y eran Iglesia ( y que ahora están y son Iglesia).

El cardenal Tarancón sabía (y con él no pocos de sus colaboradores ) que hubo católicos que apoyaron y legitimaron la Dictadura. Pero, dentro del catolicismo español, se realizó una especie de milagro político, y acaso también religioso e ideológico, consistente en los nuevos “roles” políticos contra la Dictadura estuvieron, directa o indirectamente, vinculados a una espiritualidad evangélica y a una experiencia religiosa muy profunda. Se trató de una vinculación de una forma nueva de religiosidad al amor a Jesucristo y a la lucha sindical y política. Fueron no pocos los católicos que supieron situarse entre los perdedores de la Guerra Civil: los militantes obreros vinculados a la Acción Católica y a los jesuitas, los jóvenes intelectuales (tan importantes en la oposición universitaria), algunos abogados laboralistas, militantes sindicales…

En la encuesta al clero español de 1969, previa a la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes realizada con el apoyo de los cardenales Quiroga, Tarancón y Tabera, y del nuncio Dadaglio, nos mostró que la inmensa mayoría del clero, en contra de lo que hoy dicen algunos políticos de izquierdas, y algunos cristianos progresistas, los curas eran en su inmensa mayoría cercanos al socialismo e incluso al PCE, se identificaban con la democracia y en contra de la Dictadura, es decir, con los ideales de fondo del socialismo y en contra del régimen vigente. De hecho, en el último sexenio de la Dictadura, la mayoría de los miembros de la Conferencia Episcopal y no pocos obispos fueron muy críticos con ella.

No debe extrañar, por tanto, que en España no saliera adelante la Democracia Cristiana, y que el cardenal Tarancón no la apoyara. No ocurrió así en Vascongadas y Cataluña, en donde contó con la “bendición” del PNV y de CIU. La razón no es la que nos ofrece Díaz-Salazar, sino que tanto el cardenal Tarancón como sus más cercanos colaboradores y no pocos cristianos seglares o no, opinábamos igual, al igual que el Concilio, que en España ni se podía ni se debía identificar la identidad católica con una única identidad política e ideológica y que los cristianos debían centrarse en una misión religiosa, evangelizadora, y de compromiso por el “Reino de Dios y su justicia”; todo ello de acuerdo con la Gaudium et Spes del Concilio. Probablemente, y a pesar de su inmensa capacidad de intuición de lo que estaba ocurriendo y de lo que podía ocurrir en el futuro, el cardenal Taracón no supo adivinar que la sombra del Nacional-Catolicismo es muy alargada (Cfr. Álvarez Bolado, S, El experimento del Nacional-Catolicismo), y que el desconocer la historia de España de los siglos XVIII, XIX y principios del XX, llevaba inexorablemente a afirmar que el catolicismo es el núcleo central de la identidad española, tanto para atacarlo y descalificarlo como para apoyarlo y defenderlo.

Ello no significa desconocer que el factor católico es un elemento muy importante en la identidad cultural de España, pese a lo que afirman ahora algunos anticlericales de nuevo cuño. Pero de tal forma que la Iglesia no deje de ser capaz de percibir y respetar la existencia de culturas no católicas con unas tradiciones riquísimas. Para el cardenal, ello constituía la razón de un intento de construir una España laica /no laicista): la articulación de un país culturalmente plural en el que la Iglesia y el factor católico tienen mucho que aportar a la vida pública, al bien común, a una convivencia cercana y dialogante respetuosa… Cuando ya le quedaba poco de vida, el cardenal Tarancón tomó conciencia de que toda su entrega a esta inmensa tarea que un día le encargó Pablo VI se estaba viniendo abajo. A este respecto puede leerse uno de sus últimos artículos publicado en Vida Nueva.

Por supuesto que esta postura del cardenal no era fruto de una mera improvisación ni de una más o menos acertada intuición. Tras sus “tesis” había un “talante”, en parte fruto de su ser cristiano auténtico y de la buena influencia de su familia; en parte fruto de su experiencia de hombre de la Iglesia y de hombre “de gobierno” en la Iglesia; en parte fruto de su gran trabajo realizado en la promoción de la Acción Católica y de su experiencia pastoral en la diócesis de origen; en parte, también, fruto de haber evangelizado sin descanso en diócesis tan diferentes como Solsona, Oviedo, Toledo, Madrid, Alcalá, y de haber trabajado en las más diversas comisiones episcopales de la CEE y en diferentes congregaciones romanas.

A lo largo de los años, el cardenal Tarancón había aprendido a valorar los ambientes y actitudes de respeto y de comunicación, de diálogo intraeclesial y con el mundo, de respeto interno y externo a los que piensan de diferente manera y también a los creyentes y no creyentes, a los agnósticos y ateos, a los que sustentaban diferentes ideologías políticas. Aprendió muy pronto a amar y buscar una Iglesia neutral desde el punto de vista político; una Iglesia sin agresividad, sin odios ni animadversiones; una Iglesia que respetara y valorara sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos, y que se llevaran bien con los hermanos de otras confesiones; una Iglesia realmente laica, que se apoyara en la a-confesionalidad de las leyes y de las instituciones civiles; una Iglesia que a nivel de Conferencia Espiscopal fuera realmente dialogante, respetuosa, incapaz de descalificar a los que considerara adversarios, generosa, desprendida, amiga de todos, amiga de los pobres, comprensiva… Desde luego, el cardenal no era nada amigo de guerras, ni de enemistades, ni de bandos: era respetuoso con todos los cristianos y con lo que no eran tales.

Pero aquello fue una especie de sueño que se difuminó en el cardenal Tarancón. La mayoría de los obispos actuales, por no decir todos, no comprendieron o no vivieron aquella época como “un tiempo de gracia y de salvación”. Otros lo vivieron sin tomar conciencia de lo que ocurría. Otros, con una mentalidad desviada. El hecho incuestionable es que la mala conciencia de muchos españoles, conservadores o progresistas, y la manipulación mediática interesa de la historia de España, junto con los deseos de venganza que se habían larvado dentro y fuera de la Iglesia hizo que, efectivamente, aquel sueño por el que el cardenal y tantos de nosotros luchamos con toda limpieza se disipara muy pronto.

El cardenal, y con él nosotros, sabíamos que la fe es lo primero, y que la fe debe inspirar al conjunto de la vida. Pero que esta fe, si es auténtica, no se puede imponer a través de leyes. Los políticos, los legisladores, deben tener en cuenta el bien común, el bien de toda la población o de la mayor parte de ella, el bien también de las minorías y no pueden utilizar sus cargos institucionales para imponer sus convicciones religiosas, morales o ateas. Ello es especialmente importante en países como España, en donde existe un pluralismo moral, que nos es lo mismo que un relativismo nihilista. El campo propio del desarrollo de las convicciones religiosas es el de la práctica de las virtudes y del testimonio de vida.

Al señor cardenal Tarancón y a algunos de sus colaboradores se nos acusó de estar cerca del PSOE o de, lo que es más grave, querer destruir o desnaturalizar a la Iglesia. Nada de ello es cierto. No apoyamos ni al PSOE, ni a Cristianos por el Socialismo, ni a ninguna formación política, aunque dialogáramos con todos. Lo que es cierto es que después de años de antagonismo Iglesia-izquierdas (y, tal vez de una manera más acusada con el PSOE) y vislumbrando que acaso estén más unidos al ideal evangélico virtudes como la libertad y la sinceridad, la solidaridad y la justicia, que aquéllas tan “castrenses” como la de la obediencia y la disciplina, hubiera en todos nosotros un cambio de actitud. Esa puede ser la clave de que el cardenal no apoyara a la Democracia Cristiana ni a ningún partido confesional cristiano, y ello a pesar de la amistad que le unía a hombres tan valiosos como Ruiz Jiménez.

En España estuvimos (y tal vez lo estemos todavía) en un momento inicial de configuración de la laicidad, “no de laicismo”, y ojalá tanto los políticos de todos los signos como las Iglesias acertemos a marcar el camino. En España –no debemos olvidarlo- existen laicismos religiosos, antirreligiosos y abiertos a lo religioso. Lo que haya, a diferencia de entonces, puede percibirse, es que el Gobierno del PSOE (no creo que el Partido…) no tiene una política clara muy específica hacia el mundo cristiano y hacia la Iglesia, ya que su actual ejecutiva ha dilapidado el trabajo de apertura a lo religioso que impulsaron tantos socialistas cristianos (Jáuregui, Obios…), o el SPD alemán, o el partido Laborista Británico, o los partidos socialdemócratas nórdicos, o los de izquierdas italianos… De esta manera, podrían haber recogido la identidad de una parte muy importante tanto de sus militantes como de sus electores, lejos de la actual agresividad sectaria de sus dirigentes.

Es cierto que la Iglesia, al menos aparentemente, en vez de asumir los desafíos y retos que la lógica secularización de la sociedad planteaba (y plantea), ha elaborado un discurso y una estrategia de polarización con el Estado buscando que se legisle no de acuerdo con la búsqueda del bien común, sino de acuerdo con el Magisterio eclesiástico. Algo muy contrario a lo que el cardenal, de acuerdo con Pablo VI, hizo con ocasión de la promulgación por parte del Gobierno socialista de la ley reguladora del divorcio, con el subsiguiente escándalo de muchos cristianos “de derechas”.

No puede negarse que con, independencia de sus aciertos o desaciertos, al margen de sus intenciones que sólo Dios conoce, el actual Gobierno ha acogido demandas de la España no católica y les ha dado viabilidad jurídica. Ello es, en principio, justo: el Gobierno se debe a todos los españoles, y no sólo a los católicos. Pero lo que no podrá ni deberá hacer jamás es que, por atender las demandas de los no católicos, o de los ateos, o de los anticristianos, marginen a los católicos o los sitúe en inferioridad respecto a la ley, y si ello lo hace desde un odio sectario a la Iglesia, al cristianismo o al Evangelio, estará cometiendo un gravísimo pecado social, una gravísima injusticia, pero no contra otro partido político o contra la oposición, sino contra su propia ideología y su propia historia, contra la sociedad y contra España, algo que tarde o temprano pagará.

¿Hace falta añadir algo a este boceto de la personalidad del cardenal Tarancón? Creo que no. Es cierto que podrían decirse muchas más cosas. Pero ello solo serviría para hacer más difícil la comprensión de aquella rica personalidad, buena y cristiana, que tanto bien hizo a la Iglesia y a la sociedad española.

Tendría que indicar, asimismo, que todo lo dicho se podría traducir en anécdotas, en hechos de vida, en sucesos… Que vivió el cardenal Tarancón.

Y que demostraría que todo lo escrito responde a la verdad.

¡Gracias a sus colaboradores y sus diocesanos! ¡Qué Dios les bendiga a todos! ¡Y bendíganos usted desde el cielo!

    [Publicado en ‘Vida nueva’, 2.564, (5 de mayo de 2007)]

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