Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La crisis modernista cien años después

30-Julio-2007    Antonio Duato
    Siguiendo la sugerencia de algún participante en este hilo, decido subirlo al primer escalón de la bitácora temporal. Por lo menos ha conseguido el récord de comentarios, no tanto por el valor del post como por el de las aportaciones posteriores. Hasta llegar a esta última afirmación, modernista e interpelante, que acaban de hacer Blanco y Charo: “Dios puede encarnarse en cada hombre y en cada mujer si se abren á Él como hizo Jesús”. ¿Es esto herejía o expresión profunda de fe personal sin trabas añadidas al hecho de Jesús?

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    Este texto está escrito utilizando recursos de hipertexto, con múltiples enlaces. Aconsejamos una primera lectura sin detenerse en cada uno de ellos, pero ahí quedan para ulterior profundización en el tema.

Se cumplen cien años de los dos documentos que marcaron con más intensidad la llamada crisis modernista. Fueron el decreto Lamentabili del Santo Oficio y la encíclica Pascendi de Pío X, publicados respectivamente en julio y septiembre de 1907.

Este centenario coincide con el tercer año del pontificado de Benedicto XVI, que cada vez se muestra más decidido a llevar a cabo una restauración doctrinal y disciplinar de la Iglesia, que ya había empezado en el pontificado anterior desde su cargo de Presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe: el Motu Proprio Ad tuendam fidem y las nuevas fórmulas para hacer la confesión de fe y el juramento de fidelidad (1998), la encíclica Fides et Ratio (1998), la declaración Dominus Iesus (2000) y la varias notificaciones sobre errores de teólogos (la última sobre algunos libros de Jon Sobrino en 2006) marcan un claro camino de intervención autoritaria en cuestiones disputadas que después del Vaticano II habían quedado abiertas al debate teológico.

Este programa de severidad doctrinal, con recurso a penas canónicas, es alabado por muchos católicos de corte tradicionalista (la Conferencia Episcopal española lo ha puesto como objetivo prioritario para luchar contra la secularización interior de la Iglesia) pero crea gran consternación en otros que creen que la reflexión teológica debería tener más libertad creativa para descubrir nuevos caminos en el tiempo actual. El mismo ambiente de sospecha de desviaciones doctrinales y de delación que existía hace un siglo, cuando la crisis modernista, existe ahora.

Aquí quiero exponer, de la forma más objetiva posible, en qué consistió la crisis modernista y qué podemos hoy pensar de ella.

  • 1. ¿Qué es el modernismo?
  • En su acepción religiosa el Diccionario de la Real Academia define el modernismo como “Movimiento religioso de fines del siglo XIX y comienzos del XX que pretendió poner de acuerdo la doctrina cristiana con la filosofía y la ciencia de la época, y favoreció la interpretación subjetiva, sentimental e histórica de muchos contenidos religiosos”. Hay que hacer constar que ese movimiento no fue nunca algo organizado ni fueron los autores encuadrados en el mismo los que se llamaron a sí mismos “modernistas”. El unir en un “movimiento” diversos intentos muy plurales de conciliación de la fe con la cultura del tiempo y tacharlos a todos de “modernista” fue obra de quienes les condenaban. El término “modernistas” aparece en la encíclica Pascendi con cursiva y diciendo entre paréntesis que “así se les llama vulgarmente, y con mucha razón”. La encíclica por tanto lo acuñó, haciendo un burdo retrato del enemigo al que quería condenar, como generalmente se hace. Simplificó y deformó sus ideas, juzgando sus intenciones. Es útil leer hoy, al menos en su introducción, la Pascendi y la lista de errores condenados precedentemente en el decreto Lamentabili , pues parece que se está escuchando una homilía del cardenal Cañizares o una notificación de la Congregación para la doctrina de la Fe.

    Desde hace un siglo el ser modernista ha sido algo condenado en la Iglesia y cada uno de nosotros nos hemos tenido que ir enfrentando a esta contradicción: ser irremediablemente “modernos”, es decir hombres de nuestro tiempo, con los paradigmas científicos y filosóficos de nuestra época, y no ser “modernistas”, es decir, no intentar rconciliar la doctrina cristiana con la filosofía y la ciencia de la época y no interpretar los contenidos religiosos desde los aportes de la psicología, la sociología o la historia. Imposible contradicción interior, insalvable si no es por recurso al fideísmo o a la hipocresía. En los años sesenta me lo decía un profesor de Teología Dogmática, inteligente pero ultraortodoxo (por eso llegó a obispo), cuando yo le planteaba en confianza ciertas dificultades para aceptar formulaciones dogmáticas: “La verdad es que todos somos por dentro modernistas, pero no lo podemos manifestar y nos las arreglamos como podemos”.

    Yo he escrito en otro texto, El modernismo y yo, cómo me he ido relacionando personalmente con el “coco” del modernismo a lo largo de mi vida. Pero, llegando ya a la última etapa de la misma, más aligerado de responsabilidades institucionales que tanto al profesor de dogmática como al cura Manuel (el santo y mártir de Unamuno) les justificaba “callar” su fe más íntima, creo que es necesario hacer abiertamente una valoración positiva del modernismo, proponiéndolo precisamente como el único camino posible para que no se acabe la fe cristiana en nuestro mundo.

  • 2. ¿Dónde podemos informarnos sobre lo que fue realmente el modernismo de hace un siglo?
  • El modernismo católico ha sido un tema silenciado. Hasta hace poco sólo había un vago conocimiento de cómo se vivió. Desde 1962 hay una obra clásica sobre el modernismo que yo leí en su día (por consejo de Fernando Urbina, a quien hubiera yo invitado a escribir este artículo) y que ahora no tengo a mano (lo mejores libros, los que más recomiendas, acaban perdiéndose). Se trata de La crisis modernista. Historia, dogma y crítica, de Émile Poulat, Madrid, Taurus, 1974. Incluso será difícil encontrarla en librerías. No importa. El año pasado se publicaron dos estudios, disponibles ambos en Internet, que recogen lo principal de Poulat y señalan cómo esta crisis marcó a dos intelectuales católicos de talante tan diferente como Xavier Zubiri y Marcel Légaut.

    • 2.1. El modernismo y Zubiri.
    • Jordi Corominas poblicó un artículo en The Xavier Zubiri Review titulado Xavier Zubiri y la crisis modernista. Es curioso ver cómo influyó el modernismo en la trayectoria intelectual de Zubiri:

      “Pues bien, la reciente biografía de X. Zubiri pone en evidencia que Zubiri vivió como ningún otro español la crisis modernista y que es el único sacerdote español que fue excomulgado y reducido al silencio por ello. Probablemente se trate de una de las cuestiones más desconocidas por los estudiosos zubirianos. La vida de X. Zubiri constituye un vivo reflejo del drama de la historia del catolicismo en el siglo XX corregido y aumentado por la historia y la tragedia de la iglesia española. Para Zubiri el modernismo no fue una mera anécdota, sino que marcó indeleblemente su vida y su obra, condicionó de algún modo la libre expresión de su fe y le llevó a una cierta continencia hasta el final de sus días en la expresión de ciertas tesis. Quería asegurarse de que todo lo que decía era plenamente ortodoxo y estaba dispuesto a callarse antes que entrar de nuevo en conflicto con la Iglesia”.
      Zubiri, que asistió clandestinamente a clases de Loisy en París cuando aún era clérigo, vivió atormentado por mantener su vinculación con la Iglesia, ocultando hasta el final datos de su biografía. Sólo cuando se produjo el Vaticano II pudo respirar y retomar su afición teológica que había reprimido.

    • 2.2. El modernismo y Légaut.
    • La información más completa disponible hoy en español sobre la que fue la crisis modernista la encontramos en el número 18 de la revista Cuadernos de la Diáspora (pedidos a dmelero@tinet.org) de la Asociación Marcel Légaut. Domingo Melero ha recogido los mejores textos que hoy podemos disponer sobre los protagonistas (acusadores y víctimas) de aquellos hechos, iluminándolo todo con unos magníficos textos de Marcel Légaut. Y, dado el interés del tema en este año del centenario, nos ofrece la posibilidad de consultar en línea lo principal de ese cuaderno en la magnífica separata Sobre el Modernismo . Todo el resto de este artículo consistirá en resumir esta separata, extrayendo algunos textos de la misma. Al hacerlo pretendo invitar e introducir a la lectura de todo el dossier preparado por Melero, con todas sus notas y matizaciones, pidiendo el cuaderno en papel o bajando la separata desde Internet.

      ¿Por qué se interesa tanto la Asociación Marcel Légaut por la historia del modernismo?

      Porque Marcel Légaut (1900-1990), aunque no vivió la crisis (tenía sólo 7 años en 1907), tuvo como maestro espiritual a un sacerdote paúl, Monsieur Portal, amigo de Loisy y de Tirrel, que la había vivido intensamente aunque, por no haber escrito libros, no fue objeto directo del Santo Oficio. Él guardó un prudente silencio sobre todo aquello pero introdujo a un grupo de estudiantes de la laica Ecole Normal a la lectura directa de los textos del Nuevo Testamento, buscando siempre la comprensión del Jesús que allí se manifestaba e interpretando con seriedad los textos a la luz de lo que iban aprendiendo en la universidad. Muchos años después Légaut entendió que el impulso inicial al trabajo de la fe que había ocupado toda su vida se relacionaba con la búsqueda que iniciaron los modernistas y se planteó cómo reaccionaría él si con sus libros hicieran ahora lo mismo que hicieron con los de Loisy. Él tenía muy claro que la fidelidad a su misión en seguimiento de Jesús no le permitiría retractarse de lo que había escrito y su obediencia a la Iglesia podría ser externa pero no de inteligencia interna.

  • 3. Algunos ejemplos de cómo se produjo la ruptura de algunos católicos modernistas con la Iglesia.
  • En las páginas 165 a 266 de la separata, se citan ejemplos y documentos de cómo se montó la represión contra ese grupo de teólogos y filósofos que se habían atrevido a expresar en público o por escritos las conclusiones de sus búsquedas a partir de la relativa apertura intelectual que había propiciado León XIII.

    Tal vez el caso más significativo es el de Alfred Loisy que fue excomulgado en 1908 por no querer retractarse de la doctrina de sus libros El Evangelio y la Iglesia y En torno a un librito. Estas dos obras y otras dos habían sido puestas en el índice de libros prohibidos en 1903, nada más subir al trono pontificio Pío X.

    En 1904, Loisy, el profesor más prestigioso del Instituto Católico de París, escribió al Pío X diciendo:

      “Quiero vivir y morir en la comunión de la Iglesia católica. No quiero contribuir a la ruina de la fe en mi país.
      No está en mi poder destruir en mí el resultado de mis trabajos.
      En la medida de mis posibilidades, me someto al juicio emitido contra mis escritos por la Congregación del Santo Oficio.
      Como testimonio de mi buena voluntad, y a favor de la pacificación de las almas, estoy dispuesto a abandonar la enseñanza que profeso en París, y a suspender también las publicaciones científicas que estoy preparando”.

    Estaba por tanto dispuesto a obedecer en lo que podía: dejar de enseñar y dejar de publicar.
    Pero no podía renunciar a la evidencia de las conclusiones a las que había llegado su búsqueda intelectual de muchos años: la inteligencia de una cuestión seriamente estudiada no se puede variar por decisión de la voluntad personal sino sólo con argumentos que hagan más plausible otra hipótesis. Loisy ofrecía humildemente a su Iglesia lo que podía dar. Pero a Pío X no le bastaba. Interpretó la frase de no poder rechazar las evidencias que se le imponían en su trabajo intelectual como obstinación y acabó excomulgándole. [Véase toda la historia de Loisy y sus cartas a León XIII y Pío X a partir de la página 189 de la Separata Sobre el modernismo, la 105 del PDF con que se presenta en Internet].

  • 4. Algunos textos de Légaut sobre el modernismo.
  • En diversas ocasiones Marcel Légaut tuvo el coraje de afrontar con gran libertad de espíritu el tema de la represión que se había hecho a principio de siglo contra los católicos tachados de modernista. Varios son los aspectos que se destacan en los escritos que ha recogido Domingo Melero en la separata citada.

  • 4.1. La represión, fomentada por una organización especializada en lo que hoy se llama “caza de brujas”, se hizo con una dureza y falta de humanidad impropia de una Iglesia cristiana:
    • Bremond fue expulsado de la Compañía, cuando murió Tyrrell, por haber rezado unas oraciones sobre la tumba de éste último, también jesuita marginado por sus ideas “modernistas”, él, que fue un creyente al estilo de los irlandeses, con su violencia incluida.
      ¡Qué carnicería! ¡Y pensar que ésta no se habría producido si de arriba no se hubiera apoyado a los ejecutores!… Reprocho, a hombres como Congar –a quienes por otra parte aprecio por su tendencia ecuménica–, decir: “Hemos tenido grandes papas”. No es verdad. Hemos tenido unos papas –particularmente Pío X– a los que el futuro juzgará muy severamente porque no prepararon nada, no previeron nada y pusieron trabas, en cambio, a todo lo que había que alentar y que proteger dado lo importante que era y es, para el futuro de la Iglesia, la continua confrontación de la fe y de sus afirmaciones con la ciencia y sus desarrollos. Diría lo mismo de Pío XII. Hoy es cuando empezamos a encontrarnos con los frutos amargos de estos gobiernos tipo “Antiguo Régimen”, donde las denuncias tenían tan buena audiencia.

      A principios de siglo, todo el mundo estaba bajo sospecha en los medios eclesiásticos. La delación estaba sistemáticamente organizada. Pero, desgraciadamente, aparte de las delaciones llevadas a cabo por la especie de francmasonería que había en el interior mismo de la Iglesia, el clima de terror hizo que, con demasiada frecuencia, los investigadores sospechasen unos de otros y se denunciasen entre sí con el fin de protegerse ellos mismos. Estas conductas humanas –demasiado humanas– siempre reaparecen cuando la Autoridad pretende ser absoluta y no se ejerce de forma espiritual, promoviendo la libertad y respetando la dignidad de aquellos sobre quienes actúa.
      (…)
      La autoridad en la Iglesia se mueve con demasiada frecuencia por caminos tortuosos. La vía recta, directa, de hombre a hombre, de creyente a creyente, no es su fuerte. Por lo general, hasta el presente, La Institución ha preferido las instrucciones impersonales, los juicios sin motivos, las acusaciones imprecisas o con unas maneras de decir que, por su propio simplismo, desnaturalizan aquello a lo que apuntan para poder conseguirlo mejor. Las actas eclesiásticas raramente son de una perfecta rectitud. Hay una especie de “caridad” que, con el pretexto de no herir, llega a ser deshonesta y a dejar una impresión pegajosa. En cambio, hay otras veces en que la autoridad no tiene ningún tipo de miramiento con sus subordinados, y actúa con una brutalidad en la que incluso parece complacerse; por ejemplo, cuando se deja llevar por los métodos de represión propios de los regímenes más totalitarios.

  • 4.2 Esta represión ocasionó un gran empobrecimiento intelectual del clero en la primera mitad del siglo XX que fue haciendo decaer a la Iglesia encerrada en sí misma sin capacidad de comprensión de las transformaciones de la sociedad.
    • Si el modernismo no hubiera sido reprimido como lo fue, habríamos conocido un período particularmente floreciente a partir de él. Se hubiera iniciado un porvenir nuevo para la Iglesia. No todo habrían sido aciertos, evidentemente, pero, a la larga, el mismo movimiento
      hubiera reconducido por sí mismo sus propios desarrollos. ¿Acaso no hay que creer en el Espíritu Santo, en su acción paciente de purificación, de rectificación en el interior de los hombres justos? La Autoridad, en cambio, confió más en las virtudes de la acción policial. Esta acción se inspiró –ni siquiera trataba de disimularlo– en un espíritu ciegamente conservador y de ideas fijas, asociado al “maurrasismo”, entonces en voga y al que el papado y la asamblea episcopal –salvo honrosas excepciones– consideraban legítimo. Ahora estamos pagando las consecuencias –y aún las pagaremos durante mucho tiempo– de esta política que suprimió toda una generación de buscadores y que instaló, en las cátedras de los seminarios, a profesores
      cuya única preocupación era repetir literalmente la enseñanza de siempre, de un nivel primario y, además, en plena decadencia.
  • 4.3. El dilema resistencia o sumisión.
  • Légaut tuvo muy presente la crisis modernista cuando empezó a escribir sus libros antes de la época del Concilio, cuando aún existía el Índice de libros prohibidos. Y se planteó el mismo dilema que tuvieron que plantearse muchos de los condenados a principio de siglo y que hoy, desgraciadamente, vuelven a plantearse muchos pensadores católicos, cuando parecía que esos métodos habían desaparecido.

      El dilema es o someterse o rebelarse. La rebeldía endurece a la Autoridad pero el sometimiento la anima en su autocracia. A cada uno le corresponde su propia responsabilidad ante Dios y dominar sus propios demonios interiores.
      (…)
      Creo que algunos de los que fueron enterrados vivos en el período modernista son autores póstumos. [Por ejemplo Teilhard de Chardin que a veces daba ejercicios al grupo de jóvenes Tala]. Después de todo, ya sucedió lo mismo en el Antiguo Testamento: los profetas no empezaron a serlo realmente ante los ojos de Israel hasta que no sucumbieron en el combate. Jesús comprendió que su muerte no significaba un fracaso radical sino que su mensaje iba a encontrar en ella la base de donde brotaría el vigor y la intensidad de una llamada y de un fermento que ningún poder de este mundo jamás podrá destruir ni desviar, para siempre, a favor de sus propios fines.

      (…)

      Cuando escribí mis libros por fidelidad a lo que claramente sentía que tenía que hacer, sin importarme lo que me pudiera suceder por ello (esto era antes del Concilio aunque mis libros se publicaron después), ya había aceptado, por adelantado, la eventualidad, casi segura, de que los incluyeran en el Índice. Me decía: «en las actuales circunstancias –es decir, antes del Concilio–, es normal que me metan en el Índice; sin embargo, me niego rotundamente a que mis libros puedan desaparecer de una forma u otra». Había previsto incluso que aceptaría adjuntar una hoja que precisara que la Iglesia no consideraba ortodoxa tal proposición o tal postura. Pero, en tal caso, pensaba exigir un documento oficial al respecto, de forma que la autoridad se responsabilizara de su decisión delante de todos. No pensaba transigir porque creía que mi intransigencia en este punto procedía de mi fidelidad fundamental a la Iglesia.

  • 4.4. Intelección de la búsqueda llamada modernista.
  • Finalmente presentamos un texto algo más extenso porque condensa el pensamiento de Légaut y es todo un Elogio del Modernismo que hacemos totalmente nuestro el grupo de ATRIO. Está tomado del Anexo II del libro “Mutation de l’Eglise et conversión personelle”, cuyo texto completo está en la separata Sobre el Modernismo, pgs. 33-42.

      Desde hace dos mil años, en cada generación, algunos cristianos han mantenido de esta forma –como podían, y a menudo en la oscuridad de la fe, la inverosimilitud de la esperanza y la imposibilidad de la caridad– el recuerdo inteligente, vivo, actual, eficaz, de los pocos meses que Jesús pasó con sus discípulos: epopeya espiritual de tal dimensión y cualidad –íntima y universal– que el Mundo no cesa de sentirse interpelado por ella. A través de los siglos, en tanto que discípulos, han sido testigos de su Maestro y signo de su presencia constante. Así es como han transmitido sus dos herencias: la comunión con Dios en la Acción Creadora –de la que todos y cada uno son a la vez obra insigne y agentes únicos y realmente eficaces–, y el espíritu de las Bienaventuranzas, tan ajeno a la mentalidad de los hombres, abandonados a una mezcla de espejismos y de temores, de futuros dorados y de catástrofes inminentes.

      Esta historia interior de la Iglesia –única de tan singular y sólo superficialmente recogida en los libros– no es únicamente la historia de un pasado remoto que, con el tiempo, la Iglesia oficial encumbra y dispone convenientemente, igual como hacía Israel cuando celebraba a sus profetas tras haberles perseguido, reducido a la impotencia e incluso eliminado. Esta historia es también la de nuestro siglo.

      Hoy día, esta historia reciente es la que, por serlo, puede contemplarse y comprenderse mejor, más en vivo. Ella es la que puede despertar el sentido de lo real cristiano, mucho más y de otra forma que como pretenden hacerlo la doctrina y la devoción. Ella es la que interpela al cristiano de toda la vida hasta llegar a quebrar su inercia, inconsciente y congénita, y llevarle a la conversión.

      Los protagonistas de esta historia recientísima se enfrentaron a las mismas preguntas que todavía seguimos haciéndonos hoy cuando tenemos la honestidad y la valentía de no eludirlas. Son ellos quienes intentaron responder a ellas o, en todo caso, mantenerlas sobre la mesa, aun sin resolverlas, a título de creyentes fieles a su propio universo mental, todavía cercano al nuestro. Incluso cuando se equivocaron –y, ¿quién se atrevería a reprochárselo y sería tan ingenuo que se asombrase de ello?–, también nos enseñan con sus errores, que ya se comenzaron a manifestar en el choque de las intuiciones progresivas y en el de las generaciones sucesivas. Nos enseñan algo que ninguna docilidad, con su sumisión sin historia, hubiera podido recibir, ni ninguna autoridad, con su seguridad sin problemas, hubiera podido imponer.

      (…)

      Vivimos en una época en que todo está en cuestión a fin de que lo que subsista quede asentado sobre bases sólidamente implantadas en la profundidad humana y no sólo acampe sobre unos usos y costumbres que antaño sirvieron para que el hombre se ajustase a una forma religiosa de pensar y de vivir, eficaz en su época, pero que, actualmente, lo anestesian por no responder ya a su universo mental, transformado por la ciencia y la técnica. Sólo sobre fundamentos así podrá cada uno construirse y edificarse a sí mismo, poniendo en obra toda su humanidad sin deformarse ni mutilarse.

      ¿Acaso no es ésta también una condición necesaria para que los cristianos reciban, sin perder ni falsear nada, de Aquél que les llama en lo más íntimo, a fin de que, unidos a él y fecundados por él, den unos frutos dignos de él, que les conduzcan, además, a su cumplimiento?

      Tiempos exigentes en los que la integridad del espíritu y la autenticidad de la voluntad, inseparables una de otra, se descubren al fin ser la sola base necesaria sobre la que poder construir el edificio espiritual no de forma imaginaria, cerebral, prefabricada y en falso.

      ¿Cómo descubrir, si no, que la fe no es sólo adhesión a una doctrina, que la fidelidad lleva más lejos que la obediencia, que la comprensión de quién fue Jesús desborda ampliamente el conocimiento de los datos cristológicos más ortodoxos, y que no hay ni moralidad ni práctica religiosa que equivalgan al ejercicio de la propia misión?

      (…) Este camino llevará a la pobreza de espíritu, única forma de desposar la ignorancia de lo que no puede ser sino ignorado para poder ser respetado en su propia naturaleza; y, por eso, este camino permitirá percibir lo sagrado en la profundidad donde el hombre es verdaderamente hombre, con exclusión de cualquier otra realidad exterior a élque sólo puede dar de lo sagrado un reflejo siempre ambiguo, siempre en potencia de convertirse en ídolo.

      Esta obra de purificación, de profundización y de cumplimiento es capital: es crucial por lo que cuestiona de manera tajante; y es sin límites por el valor humano que exige para llevarse a cabo.

      No se trata sólo de censurar y de rechazar sino de descubrir y de acoger lo real que se buscaba antaño; real parcialmente alcanzado entonces y que después se fue progresivamente perdiendo, falseando o muriendo.

      Se trata de descubrir y de acoger lo real, escondido o entreverado entre las proposiciones que se afirmaron antaño y que, por rutina o por disciplina, se siguen afirmando aunque la forma de hacerlo ya no responde al objetivo inicial por el que dichas proposiciones se afirmaron.

      Esta obra de purificación no nace sólo del espíritu crítico sino de la fidelidad; compromete al hombre por entero; y exige una pureza de corazón que sea la consumación de una integridad intelectual sin fisuras. Asimismo, esta obra, tanto por la extrema dificultad de que alcance su objetivo como por la condición imperfecta y los medios limitados de los seres que se consagran a ella, está condenada a explorar todos los atolladeros, tantear todas las pistas falsas, perseguir todos los espejismos y conocer todos los vértigos. Sin embargo, a fuerza de atascarse, de tropezar y de errar, avanza. Nada podrá impedir su progreso. Nadie podrá borrar sus resultados. Las generaciones pasarán pero su fruto no pasará.

      Por desgracia, en los siglos pasados, pocos cristianos comprendieron qué necesaria era esta obra esencial sin la que la Iglesia irremisiblemente estaba condenada a la esterilidad por la que sería justamente rechazada como el fermento que pierde su fuerza o la sal que ya no condimenta. En vez de animar a los cristianos a esta clase de crítica y de búsqueda, la religión, tal como se concebía y se imponía entonces, los abocaba al anatema.

      Sólo los hombres más despiertos se consagraron a esta labor.

      Sin embargo lo hicieron fuera de la Iglesia y, además, no tanto como fruto de una inteligencia espiritual animada por la fe cuanto como reacción contra la omnipotencia de la Institución eclesiástica, centrada en conservar no sólo lo mejor sino lo peor, al precio que fuera.

      Esta reacción, por más justificada que fuera y por más enraizada en lo humano que estuviese, no era ajena a una pasión partidista y a una estrechez y dogmatismo sectarios. Por eso no podía ir mucho más allá de un trabajo crítico cuyos primeros resultados sólo evidenciaron el desmoronamiento de lo que sólo se sostenía por la inercia de la rutina y la unanimidad de las costumbres, aún fuertemente mantenida. Trabajo relativamente tosco, dedicado a lo más aparente, topando con lo más tupido, sin la sutileza requerida por cuestiones tan delicadas, era incapaz de conservar y de destacar el valor de lo que queda y sigue siendo lo esencial pues era inevitable que echase a la escombrera y de cualquier manera todo aquello a lo que estos hombres, aunque fueran sinceros y honestos, permanecían profundamente ajenos por no haber alcanzado el nivel de la fe.

      Sólo los creyentes, porque no se consagran a esta tarea sólo por reacción sino por fe, pueden llevar a cabo esta obra en la que van parejas la decantación y la clarificación progresivas de la religión, su lento acceso a la profundidad del hombre y su acercamiento ilimitado a la alteridad de Dios. La fe vivida en su originalidad fundamental y con la totalidad de lo que uno es, que incluye la integridad del espíritu y la autenticidad de la voluntad, es necesaria para consagrarse útilmente a esta tarea, difícil entre todas, que necesita de un sentido de las realidades espirituales y de una inteligencia ágil y elástica para saber aprehender estas realidades en su sutileza así como expresarlas con precisión y respeto por sus matices a pesar de lo que éstos tienen de imponderable y de huidizo.

      Precisando más, tienen que ser la fe y la fidelidad a sí mismo y a Dios las que convoquen a estos creyentes a esta obra, y no el simple deseo de ratificar o de querer compartir con otro lo que uno cree adquirido definitivamente de modo que considera poder asentarse y descansar por fin en ello. El conservadurismo a la defensiva, embargado de pánico, y el proselitismo que pretende conquistar, demasiado seguro de sí mismo, son tan incapaces como la oposición sistemática y la rebeldía para llevar a buen término esta obra de purificación, de autenticidad y de profundización.

      No fue sino a finales del siglo pasado y principios de éste cuando, en número suficiente, algunos cristianos de entre los más formados se entregaron, empujados por su vida espiritual, a este trabajo capital como a su misión. De resultas de ello, la Iglesia experimentó grandes convulsiones, no sólo debidas a la importancia de los planteamientos y a la gravedad de las soluciones propuestas sino por las consecuencias, de todo tipo y de largo alcance, que este ejercicio de la libertad implicó en un clima tan protegido y tan dirigido hasta entonces por una Autoridad soberana que controlaba vigorosamente a toda la Iglesia.

      La Institución –impugnada violentamente desde el exterior y sintiéndose en continua regresión desde hacía siglos aunque lo disimulase en parte la inercia de las costumbres religiosas, siempre lentas en degradarse– se veía a sí misma como una fortaleza asediada, en estado de alerta y a la defensiva. La Autoridad se encastilló en su “origen divino” y, segura de la inspiración sobrenatural de su gobierno, reaccionó violentamente contra unas iniciativas cuya novedad, muchas veces radical, rechazó de plano. Temerosa ante cualquier cambio que procediera de estas iniciativas, no comprendió a qué necesidades respondían.

      Inconsciente, pues, del peligro mortal que corría la Institución a causa del hieratismo e inmovilismo en los que se encastillaba, la Jerarquía, que todavía tenía poder sobre las inteligencias, y que disponía además de un aparato de delación y de represión ciegamente disciplinados, creyó poder bloquear definitivamente, por estos métodos, lo que creía que amenazaba a la Iglesia tanto desde el interior como desde el exterior. Lo hizo con la acritud y la brutalidad propias de una Autoridad altanera. Y lo padecieron, sobre todo –y hay que decir que atrozmente–, justo los cristianos más dedicados a la Iglesia, los cuales, amándola más que a su vida, le permanecieron fieles contra viento y marea, y perseveraron, a toda costa, en la obra que consideraban decisiva y necesaria para que la Iglesia fuera fiel al espíritu de Jesús y pudiera responder a su misión.

      Imposible exagerar la importancia de esta época a poco que se quiera comprender de veras las dimensiones de la crisis actual y entrever la importancia de la mutación que ésta exige. En contra de lo que algunos todavía piensan, “el modernismo” de principios de siglo no fue un fuego mal apagado que, incubado bajo los rescoldos, se ha reavivado ahora de repente y ha provocado un nuevo siniestro, que la Iglesia debe volver a dominar combatiéndolo de la misma forma que antes. Esto confirma que no se supo ver que este movimiento de fondo era una llamada de Dios y que su verdadero origen surgía de la grandeza del hombre y no de su orgullo.
      Han pasado más de cincuenta años ya desde entonces. Hoy en día, en la medida en que las personas que poseen los documentos no se oponen ya a su publicación por una piedad mal comprendida, podemos tener libre acceso a la correspondencia que intercambiaron entre sí algunos de aquellos cristianos. En ella se expresan con más claridad y libertad que en las obras que pudieron publicar –varios de ellos fueron condenados al silencio por la Autoridad eclesiástica–.

      En esta correspondencia dicen lo que piensan; exponen la forma que cada uno escogió, en conciencia, para librar su combate, para soportar la aspereza de las controversias, la infamia de las condenas y para permanecer fieles a aquella Iglesia que los aplastaba con su suficiencia
      pero a la que se habían entregado para siempre.

      ¡Qué valor tan inestimable tiene, para el cristiano de hoy, poder meditar con realismo la historia de estos grandes creyentes a partir de sus propios textos, así como poder comprender, con perspectiva, que su vida crucificada fue al fin fecunda! Gracias a la fidelidad y a la perseverancia de estos hombres cuyas heridas fueron de las que nunca se curan y que conocieron las horas tenebrosas de la desesperación; gracias a la fe de estos hombres, que soportaron vejaciones y anatemas de un tono y una violencia que aún nos chocan ahora por ser difícilmente imaginables, la Iglesia comenzó, de forma lenta pero real, su singular mutación, de la que depende su misión y también su existencia. Y da que pensar, por otra parte, que a la mayoría de estos cristianos, si aún vivieran, se les consideraría actualmente conservadores.

      Tiempos como aquellos no volverán. Aquellos procedimientos eclesiásticos pertenecen ya al pasado. Se ha consumado una ruptura irrevocable y definitiva con aquellas formas de conducirse la Institución. La Autoridad ya no tiene fuerza para reprimir de aquella forma dictatorial. Sin embargo, otros padecimientos –que tendrán que soportar con coraje, a lo largo de su vida, sin desalentarse– aguardan a los obreros de la mutación del mañana. No serán los sufrimientos que conocieron los pioneros del comienzo sino que serán los de ver el desmoronamiento y el deterioro de la Iglesia debidos a que la Autoridad, que ha regido su destino y la ha gobernado durante demasiado tiempo, lo ha hecho mal, demasiado confiada en sus propias luces y en la solidez y magnificencia de sus palacios de piedra.

      Los creyentes para los que la Iglesia está en el centro de la vida, y para los que, porque no la separan de aquél de quien surgió, forma parte del tema de su fe, de la razón de su esperanza y del lugar de su caridad, ciertamente, no sufrirán de ella como sus antecesores –salvo rara excepción. Sin embargo, sufrirán por verla tan espiritualmente débil, tras el triunfalismo del que no logra desprenderse, así como por verla tan abandonada y ajena en un Mundo al que ha decepcionado por no ser suficientemente fiel a su Maestro. Así es como estos creyentes vivirán un acercamiento decisivo a Jesús de Nazaret y se le asemejarán, al tiempo que recibirán de él la fuerza para permanecer en su fidelidad tal como él fue fiel, hasta el final.

    En el día de San Pedro y San Pablo del año 2007, al concluir este artículo, me adhiero plenamente y muy conscientemente a lo dicho por Marcel Légaut hace casi cuarenta años. ¡Amén!

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