Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Cuando las prostitutas nos precedan en el Reino de los Cielos

24-Julio-2007    Juan V. Fernández de la Gala

A un profesor de religión católica se le ocurrió preguntar un día a sus alumnos adolescentes por el significado de la fe. La fe, escribió uno de ellos sin vacilar, es una cosa que Dios nos da a los hombres para que podamos entender al Papa. Recuerdo que entonces nos reímos mucho con el disparate. Hoy aquel chiste ha perdido toda su gracia y ha pasado a ser, probablemente, la formulación más clara del momento que atraviesa la Iglesia católica en los últimos meses.

Tras el motu proprio sobre la misa tridentina, es ahora el reciente documento de la CDF, titulado Respuestas a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia, el que ha causado de nuevo gran desconcierto entre los creyentes, beatíficas sonrisas en los sectores más integristas y una profunda decepción entre quienes vienen trabajando con solvencia en favor del diálogo interconfesional e interreligioso, que auspició Juan Pablo II. Personalmente, como miembro de la Iglesia católica, no puedo asumir un documento como éste, que me parece narcisista y falto, no ya de caridad, sino de respeto elemental hacia otras confesiones que buscan honestamente a Dios, de acuerdo con sus tradiciones y sus creencias, es decir, exactamente igual que lo buscamos nosotros. La actitud de la CDF me recuerda inevitablemente la de aquel fariseo que describe el evangelista Lucas, que daba gracias a Dios porque él no era, afortunadamente, “como uno de esos” (Lc 18, 9-14).

La supuesta preeminencia apostólica de la Iglesia de Roma, que sostiene el documento de la CDF, es más que cuestionable, teniendo en cuenta que Cristo instituyó un grupo inicial de doce apóstoles, que las primeras comunidades locales se administraban por sí mismas y que luego la autoridad jerárquica de la Iglesia de Oriente llegó a residir, no en una sola persona, sino en un consejo de cinco patriarcas, incluyendo el de Roma. Entonces parecía imposible (y peligroso) que uno solo de ellos pudiera tener el monopolio de la verdad de la fe. Frente a otras sedes de mayor solera apostólica como Antioquía, Jerusalén, Filipos, Corinto, Éfeso o Tesalónica, el protagonismo de Roma se debió fundamentalmente al hecho de ser entonces la única sede apostólica de Occidente y a la tradición de esta ciudad como capital del Imperio. Que la Iglesia de Roma se autoatribuya hoy la única apostolicidad legítima no deja de ser una declaración sorprendente, en la medida en que parece olvidar la historia y la geografía de la mayor parte de la primitiva Iglesia originaria..
Desde luego, parece muy poco razonable que alguien pueda ser, al propio tiempo, juez y parte a la hora de decidir quién custodia el cofre de las esencias de Cristo. El Concilio Vaticano II, que por su carácter conciliar, debe estar por encima de la autoridad del Papa, estableció ya que la realidad de Dios es tan amplia que no puede agotarse ni en la Iglesia católica ni en cualquier otra confesión religiosa. Por eso, el Reino de Dios, cuya venida pedimos en la oración del Padrenuestro, no puede identificarse de forma tan exclusivista con la Iglesia católica romana y, mucho menos, con el modo particular que algunos jerarcas tienen de entenderla. El Reino es una llamada universal a buscar un mundo más fraterno, dirigida al corazón de todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de creencias o increencias, como se afirma de modo explícito en la constitución Gaudium et Spes (GS 22), formulada ya en tiempos de Pablo VI.

¿Cuál es, entonces, la religión “más verdadera”? ¿Y cuál es la iglesia “más auténticamente cristiana”? La pregunta, formulada así, no deja de resultar chocante. En líneas generales, quizá puedan esbozarse algunos criterios objetivos de autenticidad (y, sobre todo de credibilidad) de las religiones. Desde luego hay un requisito previo que hasta sobraría aclarar, por lo obvio que resulta: toda creencia religiosa auténtica ha de ser respetuosa con la dignidad y los derechos humanos. Esta afirmación parece muy elemental, pero dejaría de entrada fuera de juego algunas opciones y hasta algunas actitudes que subsisten sin recato dentro de la propia Iglesia católica. Y, asumido este requisito obligado, ¿qué es lo que nos permitiría afirmar el carácter auténtico de una comunidad de fe? Cuatro cosas podrían sugerirse:

  • 1º) Que sea una invitación clara a la trascendencia. Es decir, debe mostrar un camino que, saliendo de ella, no vuelva a ella en un bucle narcisista, sino que deje muy claro su papel de ser mediación hacia un fin que la supera, esto es, que reconozca que la inmensidad de Dios sobrepasa enteramente sus límites. Visto así, ninguna creencia puede convertirse en exclusivo camino hacia la salvación y, mucho menos, en una especie de autopista con peaje, como algunos quizá pretenden. La tentación del exclusivismo es, precisamente, el primer signo de ilegitimidad, porque supone negar la grandeza de Dios que, al margen de entelequias teológicas, es una de las pocas cosas de las que podemos estar seguros.
  • 2º) Que sea una invitación al crecimiento personal y no un simple pietismo o un mero ritualismo. La conversión a una fe no puede consistir sólo en asumir ciertas formulaciones dogmáticas, celebrar unos ritos externos o cumplir una colección de normas o prohibiciones. La conversión no fabrica esclavos, enriquece al creyente y lo reviste con una mentalidad nueva, que lo vuelve más libre. Si tu religión no respeta tu dignidad autónoma y no te invita a crecer como persona, está lejos de ser una religión auténtica.
  • 3º) Que sea una invitación al servicio a los otros, a una verdadera diakonía. Las religiones deben ser conscientes de que su autoridad moral reside en el ejemplo de cercanía y de servicio que sean capaces de brindar al mundo y no en el poder institucional que puedan llegar a acaparar en un momento histórico concreto. La voz de Jesús de Nazaret es rotunda al respecto: “el que quiera ser el primero (la Iglesia que quiera ser la primera), que se haga el último y el servidor de todos” (Mc 9, 35; Mt 18, 4 y Lc 9, 48).
  • 4º) Y, finalmente, está la bondad objetiva de los frutos. “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16-19). La metáfora del fruto es estupenda, porque refleja el crecimiento, el producto que transciende el árbol y la generosidad de un esfuerzo de fructificación volcado hacia los otros. Resume, en sí misma, los tres puntos anteriores. Y es de una obviedad aplastante. No se puede anunciar a Dios con la violencia (inclúyase no sólo la violencia física, sino también el terror que se puede sembrar en las conciencias). Del mismo modo, no se puede anunciar un mensaje de salvación con voces de condena, ni un mensaje de liberación con gestos autoritarios. Primero porque no sería auténtico, segundo porque no sería creíble y tercero porque no sería eficaz.

Así que, con la mayor honestidad posible, he estado revisando las actitudes de mi propia Iglesia a la luz de estos criterios. Me animo a invitar a todos los creyentes, sean del credo que sean, a ponerlos en práctica, aunque lo hagan sólo en la intimidad de su corazón. El ejercicio podría ser buen antídoto cuando nos creamos en posesión absoluta de la única verdad posible. Y nos ayudará a muchos a no sorprendernos si algún día las prostitutas nos precedieran en el reino de los cielos.

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