Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Europa ya no es cristiana

13-Agosto-2007    Francisco Margallo

En el debate constitucional europeo, que sigue abierto, se ha apelado en algún momento a las raíces cristianas de Europa. En lo que a España se refiere la Conferencia Episcopal Española reconocía en 1994 que España es un país de misión, que necesita ser evangelizada de nuevo. Lo mismo se dijo de Francia hace unas décadas.

En consecuencia todos los países herederos de la vieja cultura europea, que dió a luz el Estado unitario cristiano: Un Dios, un césar, una fe y un imperio, necesitan ser evangelizados de nuevo, porque tienen una gran avidez económica y muy poca sensibilidad para la justicia social en el mundo.

Pero ¿está la Iglesia dispuesta y capacitada para emprender la nueva evangelización que Europa necesita? Me temo que no, porque aún no se ha decidido a reconocer al Dios bíblico y cristiano encarnado en la justicia –“el Señor nuestra Justicia” le llama la Biblia– en la libertad y la paz donde le situad los profetas del Antiguo Testamento. A su vez, los del Nuevo le descubren en el gran sacramento de todos los tiempos, que son el hombre y la mujer, templos vivos de Dios, pues los de piedra que jalonan toda la geografía europea son templos muertos. La historia que viven hombres y mujeres en todo momento es el lugar privilegiado de la revelación de Dios y es ahí donde nos encontramos con él.

El cristianismo, nos dice la nueva teología política surgida del concilio Vaticano II, no es una oferta de salvación puramente interior. En su origen fue y sigue siendo un movimiento mesiánico-liberador que abriga la esperanza de que se haga realidad en el mundo la nueva sociedad (la actual es más bien di-sociedad) que anunciaron los profetas, en la que no haya excluidos y todos los hombres y mujeres puedan vivir como merece su dignidad. El intento de reducir el cristianismo a la interioridad del individuo o al culto del templo es desvirtuarlo: el Dios bíblico y cristiano es vida compartida en los espacios públicos, lugares privilegiados, insisto, de su manifestación. De esta dimensión social y pública de su fe nace para el cristiano el compromiso de hacerse presente allí donde se decide el futuro de los hombres y los pueblos, especialmente de los que no pueden hacer oír su voz. En este sentido, la fe cristiana es un fuerte clamor de justicia y libertad, que da respuesta a las expectativas del hombre volcado siempre hacia el futuro, a sus problemas y los de la sociedad.

Frente a la huida del mundo, que la ascética y la espiritualidad recomendaban en otro tiempo, el Concilio convoca hoy al cristiano a hacer realidad en la historia las promesas de Dios, acreditando la ortodoxia con la ortopraxia. Y ha sido la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes) la que nos ha hecho tomar conciencia de que las cuestiones públicas no pueden estar al margen de la fe de los cristianos, sino que estos han de activarla, para que el reino de Dios, que permanece oculto a causa de las injusticias de los hombres, emerja en una sociedad y un mundo nuevos. Del mismo modo la teología que ella genera nos hace ver que si no se presta más atención a la cohesión social en los pueblos, no hay redención del hombre de nuestro tiempo: esta es una tarea que pertenece a la esencia de la fe cristiana, que es histórica y no puede ser ajena a las realidades humanas asumidas por la encarnación de Jesucristo.

La Constitución pastoral nos recuerda que el cuidado de ordenar la vida social pertenece a todos los ciudadanos y. por tanto, también a los cristianos. Incluso aunque no dijera nada, dado que la vida de la comunidad política se basa en un noble sentido de responsabilidad y dedicación al bien común, no cabe duda que el cristiano está vocacionado de manera particular a ser un ejemplo vivo de ciudadano con una conducta intachable, atento siempre al bien común y la paz social. Por tanto, no le está permitida la neutralidad política, sino que ha de tomar partido contra la injusticia y en favor siempre de la libertad y la dignidad humana. Esta fue la praxis de Jesús de Nazaret, a la que la comunidad cristiana ha de referirse siempre.

Más aún, el Vaticano II ha pedido a todos los ciudadanos del mundo, sean cuales sean sus creencias, que se impliquen más activamente en la vida pública, para hacer posible un orden social nuevo. La implicación en la actividad política, con el fin de ordenar la sociedad, la considera el Concilio una noble función, ya que un orden social justo guarda relación con el reino de Dios. A su vez la teología posconciliar, deshaciendo el dualismo creado por una teología limitada al ámbito dogmático y sobrenatural, quiere poner en relación la utopía política de la transformación del mundo y la esperanza cristiana, porque las dos se unen en una síntesis humana común.

    PD. El tema puede verse más ampliamente desarrolado en la introducción de mi libro Compromiso político en el Vaticano II. Raíces humanas de la esperanza cristiana, Ed. San Pablo, Madrid

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