Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El pensamiento teológico de Ratzinger

12-Septiembre-2007    Atrio
    El papa Benedicto XVI ha publicado un libro que según él mismo se basa en su ciencia como exegeta y teólogo, a parte de su piedad personal. El peligro es que se confunda, contra su misma voluntad, su autoridad magisterial con su autoridad como teólogo. Pero nos resulta difícil opinar sobre el talante y valor teológico del actual pontífice. Si alguien podía hacerlo era un teólogo de Freiburg, que le conoce desde los primeros años de docencia y que ha conservado con el papa una peculiar amistad. H Verweyen acaba de escribir un libro sobre el tema que resume y comenta otro teólogo italiano, Marcello Neri, en la prestigiosa revista Il Regno.

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H. Verweyen y el pensamiento teológico de Ratzinger
Por Marcello Neri
[Artículo publicado en Il Regno Nº 1015 - 15 junio 2007, págs. 421-426. ]

  • El teólogo y sus etapas
  • Existen fundamentos del pensamiento teológico y de la consciencia refleja de la Iglesia que actúan como matrices para el futuro. La valoración definitiva sobre ellos requeriría dejar pasar el tiempo e incluso varias generaciones. Quien vive in medias res tendrá por lo menos que aceptar las reglas de la prudencia (en el juicio) y del respeto (hacia la historia). Cuándo esto no sucede, entonces se corre el riesgo de anteponer la propia interpretación al “objeto” estudiado y juzgado. Algo de esto ha sucedido respecto al Vaticano II, donde ninguno de los dos frentes –a tan breve distancia– puede presumir de una pretendida inocencia y reclamar in toto para sí la fidelidad al resultado textual del Concilio.

    En cierto modo, las posiciones teológicas de Joseph Ratzinger pueden encontrar en esta “condición” del Vaticano II un referente sintético de inteligibilidad si reconocemos en este acontecimiento de la vida de la Iglesia Católica también el intento de resolver la cuestión de la crisis modernista, y de afrontar de alguna manera el tema de la modernidad. Cuánto incidirán las posiciones del actual pontífice en la configuración eclesial del catolicismo, no es una cuestión a la que hoy se pueda dar una respuesta adecuada: otros serán llamados a juzgar históricamente sobre ella. Esto no significa, sin embargo, que penetrar críticamente en la génesis y en la configuración del marco teológico de Benedicto XVI sea una empresa irrelevante y simple elucubración sobre los orígenes de una palabra confiada al futuro.

    No lo es, porque si es verdad que el juicio sobre la historia que vivimos (y que somos, también como Iglesia) no puede ser contemporáneo a su desarrollo, es también verdad que se nos exige comprender la historia a la que, querámoslo o no, estamos dando forma. Esta comprensión de la génesis y de los entramados históricos es deber inalienable derivado de la responsabilidad con la que nosotros vivimos la hora presente. En esta óptica, y en referencia al recorrido intelectual del Papa Benedicto XVI, la publicación reciente de H. Verweyen sobre los hitos principales del desarrollo de su pensamiento representa una aportación de mucho relieve y de seguro interés asegurado. [H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger Benedict XVI. Die Entwicklung seines Denkens. Primus Verlag, Darmstadt 2007.]

    Desde un punto de vista de historia de los efectos, Verweyen se coloca con toda probabilidad en una posición de observación singularmente privilegiada al intentar reconstruir el itinerario cultural e intelectual de Ratzinger. Por un lado, porque el conocimiento entre los dos se remonta a los primeros años de Ratzinger como profesor en la universidad de Bonn (donde cuajó también el proyecto de tesis de doctorado de Verweyen bajo la dirección del mismo Ratzinger). [Cf. H. VERWEYEN. Ontologische des Glauben-saktes. Patmos Verlag, Dusseldorf 1969]. Por otro lado, porque desde que estos inicios (también respecto al desarrollo de la tesis de doctorado de Verweyen) su relación teológica se ha caracterizado en clave crítica de dialéctica (a veces incluso vivaz), que ha dado pie a una estima recíproca precisamente en el marco de diferencias de relieve.

  • El papel de la teología
    • [Los extractos literales del libro de Verwayen van en azul]

    Estima que se ha tejido también en la base de dos estilos teológicos diferentes, que implican concepciones diferentes del relieve público que hay que dar al pensamiento crítico de la fe: “A diferencia de otros teólogos contemporáneo Ratzinger, desde los inicio de su actividad de enseñanza, se ha atenido al principio de no dar dimensión pública a nada que pudiera contribuir a la confusión sobre la doctrina predicada por la Iglesia Católica cómo vinculante para todos (…) Me he topado a menudo con esta actitud de principio, que a veces me parecía ser positivista. Por ejemplo recuerdo bien cuando Ratzinger, en el curso de un seminario para el doctorado en Münster en el que se discutía la cuestión del fundamento del dogma sin llegar a ninguna solución suficientemente convincente respondió un poco bruscamente: ¿Y qué hace entonces Usted de los dos últimos dogmas marianos?. Mi estilo de pensamiento tomó caminos diferentes al suyo. Hoy estoy del todo persuadido de que si una comunidad religiosa no es capaz de mantener hasta el extremo la interrogación socrática, está destinada a esclerotizarse en el fundamentalismo; y me hace feliz ver que Joseph Ratzinger, por lo menos para cuanto se refiere a mí personalmente, me ha soportado en todas las fases de su actividad. El arte de permanecer católicos ¿no se basa acaso en ese talante de buscar siempre de nuevo, entre el elemento académico-científico y la responsabilidad del magisterio, donde cuestiones incluso incómodas deben ser planteadas en la medida en la que no hieren al cuidado y a la sensibilidad hacia todos los miembros del cuerpo de Cristo? Con el tiempo, he aprendido también yo a ver de manera más diferenciada esa actitud que, antes, había juzgado generalmente como positivista; y por eso me he atrevido a escribir todo este libro” (82-83).

  • Contextos de la teología
  • En lo que refiere a la comprensión del desarrollo del pensamiento de Ratzinger, el libro de Verweyen tiene el mérito de introducirlo en los contextos históricos y culturales que hacen no sólo de fondo, sino también de marco, a su elaboración tal como se presenta hoy al filtro de la crítica. Al hacer esto Verweyen establece una clara delimitación metodológica en su análisis: “Primero, deben ser tratados los campos de cuestiones que han sido objeto de atención por parte de Joseph Ratzinger desde el principio de sus estudios, y que han permanecido centrales en su vida y su pensamiento. Segundo, me limito a examinar sólo los temas que pertenecen a mi competencia de teólogo fundamental” (9).

    Un primer contexto tiene que ver con la implosión global de lo humano que caracterizó el segundo conflicto mundial y el régimen nazi (cf. 18 21). Pero esta primera y más directa contextualización exige inmediatamente un ensancharse hacia el pasado; hacia esos condicionamientos (históricos, culturales y políticos) que influyeron en el configurarse del catolicismo alemán, por un lado, y en el destino de un pueblo y de una nación, por otro. Las dos claves podrían encontrarse en las figuras políticas de Prusia y de la República de Weimar. Desde un punto de vista cultural el fenómeno Prusia debe relacionarse con el retraso en el desarrollo de la ilustración alemana, con la ventaja civil que el protestantismo liberal sacó del Kulturkampf y, en su trenzado con la política napoleónica, con la estatalización de la formación teológica (de los sacerdotes) también para el catolicismo.

    La crítica que Ratzinger hace de algunos pilares de la búsqueda teológica liberal radica también en este entrecruzado de diferentes factores que caracteriza el avatar histórico de Alemania: “El protestantísimo liberal, que unió su entusiasmo por el estado nacional con una comprensión de la ‘esencia del cristianismo’ marcada por una profunda capacidad de adaptación, no sólo consintió con entusiasmo a la primera guerra mundial, sino que también contribuyó esencialmente a la toma del poder por parte de Hitler no obstante la protesta y las objeciones planteadas por la teología dialéctica” (14). Desde un punto de vista de historia de los efectos, el paso de Weimar representó el fin de la posibilidad de utilizar todo el instrumental conceptual y filosófico, dentro de la lengua alemán, que es fundamental para la argumentación crítica del acontecimiento cristiano de Dios y de su pretensión de verdad histórica.

    El segundo contexto está representado por el período del Concilio Vaticano II, cuando él era profesor en la universidad de Münster (además de perito conciliar). Se trata, probablemente, de la etapa de vida teológica más fértil y más serena para Joseph Ratzinger. El centro estratégico de esta fase puede ser individualizado en la visión que él tiene de la Dei verbum (cf. 35 38). La atención de Ratzinger se concentra en “cómo es posible determinar en la manera más precisa la base hermenéutica de la relación entre Escritura (e interpretación de la Escritura) y tradición” (36). El criterio debe ser buscado en la comprensión de la idea de revelación recuperada por el Vaticano II: como auto-comunicación de Dios en un diálogo efectivo con el hombre que se encuentra en una determinada condición histórica. Esto significa que el darse histórico de lo incondicionado de Dios comporta siempre un “dicho y no dicho (…) que los apóstoles no podían expresar completamente con palabras y que se ha depositado en aquella completa realidad, iniciada por ellos, que es la existencia cristiana” (RATZINGER, cit. en VERWEYEN, 36).

    Se abre aquí la crítica de Ratzinger a los límites que él descubre presentes en la Dei verbum: el primero consiste en la ausencia de una visión crítica de la tradición, que encuentra su última medida (su canon, precisamente) en la Escritura: el segundo tiene que ver con una concentración exclusiva en el magisterio de cuanto pertenece al carácter dinámico de la traditio cristiana: es todo lo cristiano el sujeto propio de este crecimiento en la Palabra, el magisterio es sólo un momento (crítico y no productivo) de él, que no es capaz de agotarlo por sí mismo. La cuestión abierta con respecto a esta interpretación crítica del documento conciliar es “si la posición de Ratzinger, muchas veces repetida, que en el Concilio ‘la tradición es toda ella comprendida en función de la Escritura’ pueda ser sostenida realmente, en referencia al texto mismo de la constitución Del verbum (37). Esta pregunta la planteó Verweyen a Ratzinger por primera vez en el año académico 1965/1966, y ha encontrado contestaciones ambivalentes en el subsiguiente desarrollo de la interpretación eclesial: de hecho, si en el Catecismo de la Iglesia Católica se retoma la idea de una interpretación material de la tradición, en el Compendio (publicado dos meses después de la elección de Ratzinger al trono pontificio), en cambio, “no sólo no se encuentra confirmación alguna de esta tendencia restaurativa, sino que han desparecido absolutamente las ambivalencias presentes en el mismo texto del Concilio” (38).

  • Después del Vaticano II
  • El tercer contexto es el del posconcilio, que coincidió con el traslado de Ratzinger a la Universidad de Tubinga (1966-1969). En su colaboración con el cardenal Frings, la posición eclesial de Ratzinger en el Concilio había sido la de dar forma a valientes progresos, pero con dos condiciones fundamentales: el conseguir una mayoría que fue bastante más allá de la formalmente exigida y que todo lo que se aprobase no comportara un apartamiento eclesial, ni mucho menos un ridículo uno en público, para los “tradicionalistas”. Tal posición se podría haber sostenido sólo si la actuación eclesial en el posconcilio hubiera mantenido el carácter de “compromisorio” del acuerdo alcanzado en los textos del Vaticano II, pero ese compromiso murió probablemente muerto antes de la clausura del mismo Concilio.

    A esta descolocación eclesial de Ratzinger se unió la cultural y civil debido a las formas de la protesta estudiantil. Un fenómeno del que Ratzinger no supo discernir los diferentes aspectos que lo caracterizaban; y esto le llevó a no percibir las diferencias que separaban estas protestas de algunas tendencias teológicas que se iban desarrollando en esos años (desde la teología política de Metz a la teología de la esperanza de Moltmann). La reacción teológica de Ratzinger al materialismo histórico se produjo más como contraposición que como visión cristiana de la historia: “Ratzinger rozó peligrosamente el riesgo que atormenta a las religiones monoteístas desde el momento en el que la apocalíptica entró en el pensamiento histórico-salvífico de Israel. Si la esperanza sólo puede tener su posible culminación más allá de este mundo ¿no implica esto la tentación de ver la historia fundamentalmente sólo como un tiempo de prueba para el hombre hasta el punto de llegar a la fe en el hecho de que la mejor manera de asegurarse la salvación futura pueda ser la de entablar la batalla contra los enemigos de Dios con la muerte del martirio?” (123).

    La amalgama compleja que caracteriza el posconcilio y los años de Tubinga implica, de un lado, un endurecimiento en la vertiente eclesial que contribuyó a exacerbar los ánimos de la polarización del catolicismo; y, de otro lado, esa experiencia probablemente facilitó el reforzarse de el “recelo” de Ratzinger hacia la política, al entenderla no tanto como mediación que tiende a configurar el marco común para la coexistencia humana, sino más bien como instrumento de imposición de la ideología más capaz de atraerse las simpatías del público. Pero pensar en una convivencia democrática pasando por alto la mediación política (a pesar de todos sus límites) significa caer en el positivismo de entender las agencias públicas como meras fautoras de con-senso (y no como instituciones civiles de sentido) con los riesgos, en definitiva, de producir efectos semejantes a los que Ratzinger atribuye a la responsabilidad de la política como ideología de la mayoría (con todo los resultados que comporta: la de no poder ya referirse a las política de la democracia para configurar la calidad y la forma de la convivencia humana, y la de implicar directamente a la Iglesia en la resolución de los conflictos provocados por el choque de intereses).

    Éste puede ser el punto para insertar el análisis de Verweyen sobre las críticas de Ratzinger a las nuevas teologías de la liberación (crítica que no tiene razones “psicológicas” sino que nacen más bien en razón de la conexión entre las dimensiones de lo político y la cuestión de la redención que esa teología pone de relieve como tarea propiamente cristiana). Ratzinger no niega en principio esta conexión, pero tampoco la afirma como relevante; el problema residiría en cómo deba ser pensada esta conexión y, sobre todo, cómo se lleva a cabo. Sin descender a detalles, me parece que Verweyen capta bien el punto decisivo de este largo acontecimiento eclesial: “Por más que estas reflexiones [de Ratzinger] puedan ser de correctas substancialmente, se intuye aquí el alejamiento de un intelectual europeo, formado humanísticamente, ante la realidad que afronta la teología de la liberación. ¿Cómo podía fructificar la semilla de la Paideia grecocristiana en el campo arado por los campesinos que ni siquiera son capaces de leer la palabra educación, y cuyos amos hacían todo lo posible para mantenerlos en este nivel miserable de formación (129).

    Si la cuestión de la formación de la conciencia es la figura decisiva que Ratzinger ve que falta en la teología de la liberación, entonces precisamente esto exige considerarla con ojos diversos a los del mismo Ratzinger. Los pródromos de la teología de la liberación no hay que buscarlos en la ideología marxista, sino en esos intentos básicos de formación de la persona humana que son las premisas necesarias para el desarrollo de una conciencia cristiana. Verweyen cita entre estos intentos el Centro intercultural de documentación fundado en 1961 por Ivan Illich en Cuernavaca de México, y la orientación cívico-política de los métodos pedagógicos de Paulo Freire en Brasil entre 1961 y 1964 (es decir, dos experiencias locales que se desarrollaron mucho antes de 1968, año a través del cual parece que Ratzinger lee casi todas las cuestiones ‘políticas’ que se relacionan con la fe y la Iglesia). Y la necesidad política de un cristianismo que sepa tener en cuenta realmente a los pobres, para que éstos no sean siempre los últimos no sólo en la tierra de Dios sino también en su Iglesia, está escrita con letras de fuego en la comprensión paolina de la eucaristías: “Para el apóstol Pablo, el anuncio de la muerte del Señor en la espera de su retorno se concreta, celebrando la eucaristía, en una espera ‘horizontal’ de los pobres. Si esta implicación absolutamente social de la participación común en el cuerpo del Señor no entra realmente en juego, entonces no se da ninguna ´’cena del Señor’”. ( 78).

  • Una relación ambivalente: teología y filosofía
  • La configuración de fondo de esta relación en el pensamiento de Ratzinger puede ser sintéticamente reconstruida con la referencia a las dos figuras teológicas sobre las que versaron su tesis doctoral y su sucesiva habilitación para la docencia universitaria: Agustín y Buenaventura. La elección de tema realizada con Buenaventura representa un distanciamiento respecto a la relación entre la teología y la filosofía tal como la había elaborado Tomás de Aquino. El objeto de la disputa está en la autonomía de la filosofía con respecto al saber de la fe: por un lado, Buenaventura permite negar una tal autonomía incluso en campos esencialmente limitados del saber teológico, como por ejemplo la teología natural; por otro, la referencia en al pensamiento del teólogo franciscano como orientación fundamental implica el rechazo de “todo conocimiento de la razón puramente teorética, que implique una pretensión de validez última, respecto a la existencia y a la esencia de Dios” (107).

    Con Agustín Ratzinger comparte la relativización del saber autónomo como simple instrumento metodológico para la fe: pero con ello se corre el peligro de caer, desde el punto de vista sistemático, en un círculo vicioso que tiene grandes consecuencias para el mismo saber teológico: “Ya que la fe cristiana se entiende como respuesta a la auto-comunicación definitivamente válida de Dios, necesita –para su anuncio universal– del medio de una ‘razón universalmente válida’. ¿Pero cómo puede la filosofía ser expresión de una razón universalmente válida, si ella al mismo tiempo –en su propiedad de ser ‘lo ajeno y lo propio’ antes la fe– se debe comprender como ‘sujeta a la necesaria purificación crítica y a la transformación’ mediante el acto de fe que no le es accesible en cuanto filosofía?” (31).

    Este reabsorción casi total de la autonomía de la filosofía (y con ella de la razón) en el saber propio de la fe muestra “la falta de reconocimiento” por parte de Ratzinger del “filosofar moderno”, y retorna a la ambivalencia de la relación entre la filosofía y la teología en su planteamiento teológico (32). Paradójicamente es el mismo Agustín quien introdujo la instancia sistemática del pensamiento moderno (la duda) en el espacio más propio del saber teológico (el de la trinidad de Dios): “Precisamente gracias al empleo de la duda metódica Agustín intenta poner a resguardo, en su teología más tardía, incluso la imagen en nosotros de la Trinidad que no puede ser borrada por nada. Dicho de otro modo y con el lenguaje de la modernidad: [se trata] de mostrar las condiciones trascendentales de posibilidad del hecho de que solo el Dios trinitario es capaz de de corresponder la más profunda tensión hacia el sentido presente en el hombre” (33).

  • La Escritura y su interpretación
  • Sobre la cuestión del peso teológico que se debe reconocer al Jesús histórico se dividen las cristologías de Walter Kasper y de Joseph Ratzinger, y se entiende qué tipo de exégesis es, para cada uno de los dos, apropiada a la sustancia de las Escrituras cristianas. Más ampliamente, estas dos posiciones teológicas tienen sus raíces en la cuestión más amplia (y filosófica) de la comprensión de la historia y de su relación con lo absoluto de Dios (para Kasper en el horizonte de la filosofía de Schelling, para Ratzinger con referencia a la contraposición bonaventuriana al planteamiento tomista). Kasper sostiene que el Jesús de la historia, y el método que permite delinear los contornos en la Escritura, es el momento propio e interno al objeto específico del saber teológico. Ratzinger en cambio, aun siendo consciente de no poderse quedar al margen de los resultados de la investigación histórico-crítica, insiste en la insuficiencia de un método que se detiene en lo puro “fenoménico” y que parece olvidar sistemáticamente al “ser”.

    El problema que aparece inmediatamente es una falta de consideración del pensamiento fenomenológico, como el de una inadecuada comprensión de su propósito fundamental. Lo cual podría explicarse por la aversión casi metódica que Ratzinger tiene hacia el pensamiento moderno; pero ello parece sorprender con respecto a la idea de la revelación como auto-comunicación de Dios que defiende el mismo Ratzinger: cristianamente hablando lo que aparece (Jesús) es Dios; y por lo tanto a lo “fenoménico” hay que reconocerle una validez ontológica. Esta contradicción interna representa una característica, a veces incluso consciente, del planteamiento teológico del actual pontífice, que se refleja incluso en su conflictiva relación con la interpretación de la Escritura.

    Si lo “fenoménico” es diferente del “ser”, entonces a las competencias del exegeta se le deben conceder una importancia y un crédito menor de lo que les atribuyen la Dei verbum en continuidad con la Divino afflante Spiritu de Pío XII (1943). Por otro lado, si la decisión de la fe no debe reducirse a puro fideísmo, la cuestión histórico-crítica no puede ser simplemente arrinconada y debe ser considerada como momento interno de la misma inteligibilidad de la fe y de su acontecimiento fundador. Verweyen individualiza la siguiente razón de fondo por la que Ratzinger no consigue salir del impasse en que ha caído y de resolver las ambivalencias de su relación interpretariva con la Escritura: “Ratzinger diferencia demasiado poco entre la tradición de Jesús que fue atestiguada mediante la fijación del canon como deposición auténtica de los testigos originales, y la reconstrucción hipotético-científica de las tradiciones ‘más originarias’ que subyacen en los escritos neotestamentarios. ¿Quizás habría que buscar aquí la razón por la que él, más tarde, ha juzgado negativamente el trabajo de la historia de las formas y de la historia de las redacciones en cuanto tales, y casi nunca ha tomado en consideración la importancia [teológica] de los descubrimientos criticoredaccionales de la teología propia de cada uno de cuatro evangelistas? (…) Para que la Iglesia pueda acercarse a la toma en consideración, para ella vinculante, de la pluralidad de los Evangelios hacia una interpretación que pueda ser universalmente vinculante, que tenga en cuenta la unidad y la totalidad de la Biblia y de la tradición apostólica que la trasmite, ella está vinculada a los resultados, lo más precisos posibles, del descubrimiento crítico-redaccional del testimonio propio de los evangelistas.” (95,97-98 ).

  • La teología política
    • [Nota del traductor: A partir de aquí Marcello Neri deja el libro de Verweyen para tratar de la teología política de Ratzinger dentro de la polémica que surgió en el siglo pasado entre Peterson y Schmitt. Este último último autor, jurista más que teólogo y muy integrista fué admirador de Donoso Cortés y filonazi. Está influyendo hoy en gran parte del pensamiento integrista católico. A partir de aquí el texto es más difícil y técnico, si cabe, que la parte precedente. ]

    El libro de Verweyen representa una vía imprescindible para quien pretenda entender la estructura fundamental de la teología del actual pontífice. Esto no nos coloca en un plano de juicio histórico, sino en la responsabilidad del momento presente; pero en la medida en la que habremos asumido esta responsabilidad se valorará la posición de fe respecto a la historia que se va configurando y a la que está por venir. El ágil y competente volumen de Verweyen representa también un modelo de cómo la teología puede conjugar la severidad de la crítica y el respeto para las diferencias de pensamiento. Un ejercicio que nuestra Iglesia, en su conjunto, debería practicar con más convicción.

    Los presupuestos metodológicos del análisis del desarrollo del pensamiento de Ratzinger son declarados por Verweyen desde que el principio: [los temas más constantes en el itinerario de Ratzinger y la exclusiva competencia de Verweyen en Teología fundamental]. A ellos se ciñe él con el rigor que desearíamos que estuviese siempre en los cimientos de la razón teológica. Queda una pregunta, que al requerir una cierta superación de esos límites metodológicos, más que una crítica a Verweyen querría suscitar como una confrontación entre la interpretación del teólogo de Friburgo y los lectores. La pregunta tiene que ver con una especie de presupuesto tácito presente en todo el desarrollo del pensamiento de Ratzinger. Yo lo expresaría sintéticamente en los términos siguientes: en la determinación de algunos puntos fundamentales de su posicionamiento teológico y de su comprensión tanto del papel público de la actuación eclesial cuanto de la relevancia teológica de lo político, ¿no se podría pensar en una continua y tácita referencia a la dialéctica entre Carl Schmitt y Erik Peterson? [Cf. C. SCHMITT, Teología política. Cuatro capítulos para una doctrina de la soberanía, en: Estudios políticos, Madrid: Ed. Doncel 1975, (Primera edición alemana en 1922) . Cf. también E. PETERSON, «El Monoteísmo como problema político», EditorialTrotta, Madrid, 1999 (primera edición alemana en 1935), 23 81; Id., «Von den Engelin», in Id.. Theologische Traktate, 195 230.]

    Para ambos la cuestión es la de la justificación de la “historia” (después de Cristo), a saber, de ese interim del tiempo en el que todo inevitablemente sucede entre la encarnación del Logos y el parusia del Señor. [Para un análisis y comparación de los dos planteamientos véase: G. AGAMBEN. Il Regno e la Gloria. Per una genealogia teologica dell’economia e del governo. Neri Pozza. Vicenza 2007]. Según Schmitt lo escatológico realizado que carece de su cumplimiento definitivo “genera”, en esta espera, la figura del imperio (cristiano); de modo que la cuestión del poder soberano –desde cualquier lado que se mire– sigue siendo una cuestión también teológica, marcando de ese modo, por la historia de Occidente, un tipo de insuperable imbricación entre lo teológico y lo político. Según Peterson, en cambio, fue la negativa del pueblo judío a creer en el Señor la que generó esa dilación del tiempo que es el vientre fecundo que da origen a la Iglesia; y es en ese espacio de la ortodoxia del dogma trinitario donde se cierra definitivamente la posibilidad de una teología politica. [ Y. PETERSON, “Der Monotheismus”, 57. “La doctrina ortodoxa de la Trinidad, amenazó de hecho la teología política del imperio romano. También después de la controversia arriana no se dejó de hablar de monarquía divina, pero tal expresión perdió –con la ortodoxia del dogma su carácter teológico-político”.]

    El tema de lo político para la Iglesia se recoloca y queda estrictamente en una cuestión de culto y de liturgia. [Y. PETERSON, «Von den Engeln» , 198: “Jerusalén como potencia política, está como polis sea como lugar de culto ya no es buscada en la tierra sino en el ‘cielo’. Quizás se podría decir que, como la ekklesia profana de la antigüedad es una institución de la polis, así que la ekklesia cristiana es una institución de la ciudad celestial, de la Jerusalén celeste. Como la ekklesia profana es asamblea de ciudadanos que tienen el pleno derecho de una ciudad terrestre que reúnen para actuar con actos jurídicos, así la ekklesia cristiana se definiría, de manera análoga, como la asamblea de los ciudadanos que tienen pleno derecho de la ciudad celestial que reúnen para realizar determinados actos de culto –y también las acciones jurídicas de la ekklesia cristiana son acciones cultuales.

    En Peterson, sin embargo, es precisamente esta “liturgización” de lo político la que mantiene bien definida la diferencia entre lo escatológico en su dilación (Iglesia) y lo escatológico en su culminación (el Reino o la Jerusalén celeste). [ Ibi, 198: “De esa manera se podría expresar, por un lado, la diferencia de la Ciudad celestial y de la ekklesia y, por el otro, quedaría claro que por medio de los sacramentos y el culto la Jerusalén celestial y la ekklesia están unidas entre ellas”.]

    Pero si lo “litúrgico” (celebrado por algunos) es parusia tout court, y la fuerza escatológica que representa tiene que ver con las formas del derecho (que pertenece a todos) [ Ibi, 87 88: “El punto de la construcción de esta escatología es precisamente el dirigirse hacia el derecho comúbn como nos fue garantizado en el que sacrificó su vida para la justificación de toda la humanidad y así le ha dado la razón/derecho”.], como parece ser en el pensamiento de Ratzinger, entonces la cuestión de la política no puede simplemente ser considerada como no teológica; y la imbricación entre lo “teológico” y lo “político” se hace más compleja [ C. SCHMITT, Pólitische Theologie II, 68: “Cuando lo religioso no es ya unívocamente determinable por la Iglesia, y cuando lo político no es ya determinable sin ambigüedades por el imperio ni por el estado, entonces desaparecen la separaciones objetivas y de contenido entre los dos reinos y ámbitos: dos reinos y ámbitos con los son gestionadas prácticamente las separaciones en épocas de instituciones reconocidas. Entonces caen los muros y los ámbitos antes separados se entremezclan y se compenetran iluminándose como en los laberintos de una arquitectura luminosa. A la pretensión de una absoluta pureza de lo teológico le falta la fe”.], y debe justificarse legalmente y no sólo legitimarse culturalmente. Afirmar que el interim entre encarnación y parusia del Señor es “interrumpido” por la liturgia y que tal “interrupción” es cuestión de derecho, y afirmar –al mismo tiempo– que la institución que se ha generado en este interim, y que lo suspende en su validez con la celebración litúrgica, tiene interés político, no hace sino agravar la pregunta que el jurista plantea al teólogo: “La afirmación ‘teológicamente el monoteísmo político está liquidado’ tiene un sentido científico preciso sólo a la luz de la antítesis teológico-jurídico. Un teólogo, que toma decididamente distancia de la política, ¿cómo puede querer liquidar teológicamente una realidad política o una pretensión política?

    Si lo teológico y lo político son dos campos separados en el plano de los contenidos -toto caelo diferentes–, entonces una cuestión política puede ser resuelta sólo políticamente. El teólogo podría afirmar de manera consistente su implicación en los hechos del campo político sólo haciendo de si mismo una realidad política con pretensiones políticas. Si en cambio él da a un asunto político una contestación teológica, entonces se trata o de una simple renuncia al mundo y al ámbito de lo político, o bien de un intento de reservarse influencias o efectos, directos o indirectos, del campo de lo político. Se trata por lo tanto o de una renuncia a cualquier competencia teológica en los asuntos políticos (…) o bien de la apertura de un conflicto de competencias, de una especie de litis contestatio“. [ Ibi, 82.]

    La impresión que se obtiene de una triangulación de las lecturas de los textos, aquí apenas esbozados en referencia a una cuestión específica, es que Ratzinger, desde su clara inclinación por la posición de Peterson, no ha conseguido resolver las aporías presentes en este planteamiento teológico, ni los que se derivan del marco jurídico ofrecido por Schmitt en el que acaba encuadrándose. Parecería que el entrecruzamiento de las cuestiones abiertas y problemáticas de estos dos modelos diferentes entre ellos, pero tan extraordinariamente semejantes en su pretensión de diametral diferencia, se haya de alguna manera sistematizado en la posición eclesial y civil asumida en las etapas teológicas de la vida del actual pontífice.

      [Traducción de AD para ATRIO.org]

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