Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Tradición y cambio: las dos caras de una iglesia

27-Septiembre-2007    Joan Chittister

Hace tiempo Blaise Pascal escribió: “la multitud que no actúa como una unidad es confusión”. Pero en el mismo sitio escribió inmediatamente después: “esa unidad que no tiene su origen en la multitud es tiranía”. Lo que se traduce como: la multitud necesita unidad, pero la unidad, para ser real, exige el asentimiento de la multitud.

Entender la conjunción de estas dos ideas –la confusión en la incertidumbre y la tiranía como sustituto del consenso– puede que nunca haya sido más importante que ahora. Si un país, o un grupo religioso, no puede desarrollar una visión común, las probabilidades de que pueda, no ya ser eficaz, sino simplemente sobrevivir, son pocas en el mejor de los casos. Estamos a punto de comprobar dolorosamente esta afirmación en la Comunión Anglicana*. Ninguno de nosotros debemos alegrarnos de que esto les pase a otros y no a nosotros. Por el momento.

Muchos piensan que el cisma amenaza a la delicadamente estructurada Comunión Anglicana, dividida por las tensiones internas entre las diferentes iglesias nacionales de todo el mundo surgidas a causa de la cuestión de la homosexualidad del clero. Algunos dirían “si no te gusta, márchate”. Este grupo “nosotros-somos-la-iglesia” se erige en norma de la fe. Y califica de “malos” o “disidentes” o “desleales” a aquellos que no están de acuerdo, que se atreven a cuestionar cualquier cosa, que reabren temas que otros pensaban que ya estaban cerrados para siempre. Por ejemplo, los católicos que aceptaron la idea de la separación de la iglesia y el estado sufrieron durante años bajo la sombra de la sospecha. La pérdida del estado teocrático después de la Reforma Protestante fue un golpe para la teología del poder y la autoridad. Hasta el Concilio Vaticano II la iglesia no aceptó la idea de gobiernos no confesionales como teológicamente aceptable.

El debate sobre la no confesionalidad del estado nos parece irrisorio ahora, pero era todavía cuestión muy seria cuando John F. Kennedy** se presentó como candidato a la presidencia. La principal cuestión política de aquel momento era si realmente se podía confiar en que un presidente católico lideraría el gobierno para el bien de todos, católicos o no, o si, por el contrario, acataría las órdenes del papa –como hacían los reyes medievales.

Está claro que la teología y el gobierno no son instituciones paralelas. Son interactivas. Lo que afecta a una ciertamente afectará a la otra. Y aquí la segunda idea de Pascal es la otra cara de la moneda: “La unidad que no tiene su origen en la multitud es tiranía”. O dicho de otro modo, los grupos mismos deben participar en la redacción de las leyes para que el conjunto se unifique en vez de ser reprimido.

La cuestión que la Comunión Anglicana se plantea ahora, en nuestro lugar, es muy clara: ¿qué le sucede a un grupo, a una iglesia, que se enfrenta a elegir entre la confusión y la tiranía, entre la anarquía y el autoritarismo, entre la unidad y la uniformidad? Realmente, ¿sólo hay dos posibles opciones en un momento como éste? ¿No hay ningún terreno intermedio?

La lucha que está teniendo lugar en la Comunión Anglicana sobre la ordenación de sacerdotes homosexuales y el reconocimiento del modo de vida homosexual como un estado natural no es exclusiva del Anglicanismo. Este tema está en el aire que respiramos. Los anglicanos simplemente han llegado antes que los demás. Y, de esta manera, pueden convertirse en un modelo para todos de cómo tratar estas cuestiones. Si el tipo y la velocidad de los cambios sociales, biológicos, científicos y globales continúa a este ritmo, todos los grupos religiosos se pueden encontrar, más bien pronto que tarde, en el punto de ruptura entre “tradición” y “ciencia”.

Abundan las cuestiones teológicas forzadas por los nuevos descubrimientos científicos, las nuevas realidades sociales, las nuevas posibilidades tecnológicas. ¿Es moral utilizar células de una persona para el tratamiento de otra si todas las células humanas potencialmente pueden dar lugar a la vida? ¿Es esto destruir la vida? Si la homosexualidad es “natural”, es decir de nacimiento, ¿por qué es inmoral que los homosexuales vivan en uniones homosexuales –aunque sean obispos? Después de todo, ¿no es eso lo que dijimos –y, de hecho, hicimos– cuando argumentábamos “científicamente” que los negros no podían ser ordenados porque no eran tan humanos como los blancos? Y así les excluíamos de nuestros seminarios y nos llamábamos “cristianos” al hacerlo. Sin ni siquiera tener la delicadeza de sonrojarnos.

Lo que pone a prueba una iglesia no es si nos consideramos morales. Quizá la medida de nuestra propia moralidad es hasta qué punto hemos estado seguros de nuestra inmoral moralidad a través de la historia. Esto nos debe poner en guardia. En una época dijimos que cobrar interés en los préstamos era gravemente inmoral, que era pecado mortal no ir a Misa un domingo, que no se podían leer los libros del Índice, que las personas divorciadas no podían volver a casarse. Y no tolerábamos que se cuestionaran ninguna de estas cosas. La gente estaba dentro o fuera, eran buenos o malos, religiosos o no, según que estuvieran en un extremo u otro de estos espectros.

Está claro que el problema no es que las definiciones de moralidad puedan cambiar a la luz de datos nuevos o realidades sociales nuevas. El problema está en que no parece que sepamos cómo tratar las situaciones que preceden a estas nuevas percepciones. Parece que pensamos que sólo tenemos dos opciones: el modelo autoritario que exige uniformidad intelectual y la llama “comunidad”, o una especie de anarquismo intelectual que destruye el tejido de la tradición en un mundo en cambio. El problema está en que, amenazados por el cambio, nos inclinamos más por suprimir la cuestión profética que por encontrar el tipo de estructuras que puede liberar el Espíritu, que nos puede conducir más allá de la sumisión ciega mientras, a la vez, honramos la tradición y ponemos a prueba los espíritus.

No es una tarea fácil. Y hemos tenido suficientes cismas para demostrarlo. Es interesante constatar que el catolicismo ha sabido preservar las diferencias teológicas mejor de lo que se supone. A las diferencias les llamábamos “tradiciones antiguas” o “ritos” étnicos, o “costumbres”, o “terreno privado”. La iglesia reconocía que había situaciones o culturas para las que algunos ideales sencillamente no eran ciertos. Pero todo esto funcionaba en un mar de uniformidad, en culturas esencialmente monocromáticas y en países fundamentalmente unidimensionales en idioma e historia.

Pero ahora vivimos en una avalancha de conciencia, de interacciones culturales, de posibilidades científico-tecnológicas. En este momento, adoptar una postura con demasiada certeza y demasiado pronto puede destrozar los grupos. En todos los lugares, las iglesias están polarizadas. En un estudio que se hizo en Minnesota en 1983 entre personas que iban a la iglesia con regularidad, los católicos conservadores y los luteranos conservadores tenían más en común que los católicos conservadores y los católicos liberales. Pero en semejante clima social, ¿cómo mantenemos lo mejor de lo de antes y admitimos lo mejor de lo de ahora? El ser tajantes, las actitudes absolutistas, el insulto y la difamación lisa y llana han envenenado la atmósfera, convierten la búsqueda en impura, han atascado el diálogo.

Los conservadores, volcados en lo que consideran ser una verdad inmutable, asumen la fidelidad al pasado. Los liberales, decididos a explorar las dimensiones morales de las situaciones nuevas, se consideran fieles a la visión de futuro del Vaticano II. Pero lo cierto es que el compromiso con lo que subyace a los cambios y a la renovación es lo que desarrolla una tradición y le vuelve a dar forma. No son opuestos. Son dos caras de la misma moneda y, si todos tenemos que sobrevivir juntos, debemos aprender a respetarnos unos a otros hasta que llegue el amanecer y brille la luz.

Desde mi punto de vista, necesitamos personas que puedan desarrollar un modelo de fe en tiempos de incertidumbre en los que se aprecie la tradición y se honre lo profético. A menos que queramos vernos abocados a la tiranía o a la anarquía, más nos vale rezar por los anglicanos para que ellos nos muestren cómo debemos hacerlo.

Notas de la Traductora:

    *La Iglesia Episcopaliana (que es la Iglesia Anglicana en Estados Unidos) tiene de plazo hasta el 30 de septiembre para decidir, inequívocamente, que no ordenará más obispos homosexuales ni autorizará la bendición de uniones de personas del mismo sexo. El artículo completo se puede leer en este enlace de la NCR.

    ** John F. Kennedy (1917-1963) fue el único presidente católico (hasta la fecha) de Estados Unidos, elegido en 1960.

[La H. Joan Chittister, OSB, pertenece a las Hermanas Benedictinas de Erie, PA, USA. Ella es conferenciante y autora conocida internacionalmente. Directora ejecutiva de Benetvision (benetvision.org). Este artículo se publicó en ncronline.org para la revista National Catholic Reporter. Ha sido traducida por MR para Atrio.org con permiso de la autora]

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