Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El mosquito contra el elefante

27-Octubre-2007    Braulio Hernández
    Hoy hace 454 años era quemado vivo en Ginebra el español Miguel Servet. Cuando estamos promoviendo memoria histórica en nuestro país para condenar todo tipo de intolerancia y reivinicar a las víctimas, bueno es recordar que en su tiempo sólo una voz se alzó contra la tiranía religiosa de Calvino, exponiendo su vida en la defensa de Servet. Ese profeta de la libertad religiosa se llamaba Castellio.

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El mosquito contra el elefante

    (A Castellio, apóstol y profeta de la tolerancia, en el aniversario de Servet)

El derecho a la libertad de conciencia fue uno de los pilares de la Reforma. Parecía impensable que una nueva Inquisición pudiera arraigar en ella. Con el “asesinato piadoso”, de Miguel Servet, “el primer mártir del protestantismo”, la supremacía de la libertad de conciencia frente al vasallaje se quebró. Servet era un creyente que murió como héroe y mártir por defender que la libertad de conciencia es el más sagrado de los derechos del hombre. Servet fue ejecutado dos veces. Primero por la Inquisición romana, quemado en efigie, junto a sus libros, tras huir de sus cárceles (se sospecha que detrás de aquella denuncia podría estar el propio Calvino). Después, el 27 de octubre de 1553, en la Plaza Champel de Ginebra, quemado vivo, a cámara lenta, junto a sus escritos, por un nuevo fundamentalismo surgido en la Reforma.

El asesinato de Servet supuso una conmoción que, nadie, en aquella “dictadura espiritual” se atrevió a denunciar públicamente. Nadie, excepto Sebastián Castellio: un “luchador solitario” que, arriesgando su vida y prestigio, se atrevió a proclamar que la libertad de conciencia y la tolerancia son valores inherentes al cristiano. Su frase “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre” le inmortalizó. Castellio, que no quiso someterse al yugo de la Inquisición romana, no tuvo la mano protectora de ningún príncipe o alto dignatario, para su defensa, como la tuvieron Erasmo o Lutero.

Servet y Castellio fueron admiradores del gran teórico de la Reforma, Calvino. Carta tras carta, Servet le insiste en sus tesis ahondando en ella. Calvino le responde, con paternalismo, disuadiéndole de sus errores y atrevimientos. Pero el paternalismo se torna en desprecio cuando el aragonés, muy tozudo, le remite a Calvino su manual Institutio Religionis Christianae, embadurnado con las anotaciones y errores encontrados por él. Muy confiado, en su afán de ser fiel y ensanchar el espíritu de la Reforma, Servet le remite su propio manuscrito, Christinismi Restitutio, una réplica al de Calvino. Un acto de “insolencia” para el francés. Consumada la ruptura, Servet reclama la devolución de su manuscrito, pero Calvino se niega. Lo retiene como el más preciado testigo de cargo contra el hereje. Por primera vez Servet presiente que su vida corre peligro: “… como discípulo de Cristo, avanzo tras las huellas de mi maestro”, escribe a un teólogo. En igual tesitura, unos años después, también Castellio escribirá: “Acosáis y alentáis al magistrado para provocar mi muerte”.

La condena de Servet “fue perseguida y lograda por Calvino”, un predicador de la palabra de Dios, un hombre de “espíritu elevado” cuyos severos sermones edificantes eran un alegato llamando a la disciplina, a la sumisión y al temor de Dios. Exiliado en Ginebra, este gran estratega y organizador –de salud enfermiza pero con una voluntad de acero– había denunciado en su día: “Perseguir con las armas a los que son expulsados de la Iglesia y negarles los derechos humanos es anticristiano”. Su extremada intransigencia convierte al perseguido en perseguidor, erigiéndose en el gobernador teocrático de Ginebra. Víctima de su radicalismo sin compasión, Servet es condenado a morir de la forma más atroz: quemado vivo, a muerte lenta, tras un penoso cautiverio (“las pulgas me comen vivo…, no tengo vestidos ni muda”). Vestido con sus harapos, fue llevado desde el calabozo al patíbulo al día siguiente de escuchar su sentencia.

“¡Misericordia!”. Con este alarido de impotencia reacciona Servet –atónito e incrédulo, seguro de su inocencia– tras escuchar la sentencia impresa en el pergamino que los secretarios del Consejo desenrollan en la celda de la prisión. Sin cargos previos, arbitrariamente, Servet fue arrestado, a instancias de Calvino, su verdugo moral. La ejemplar ley de Ginebra establecía que todo acusador debía presentarse y permanecer en prisión, junto al acusado, hasta demostrar que su acusación era fundada. Pero Calvino, que sólo irrumpe en escena en el momento preciso, se vale de intermediarios, de sus hombres de paja; en este caso quien se presenta en los calabozos es su secretario Nicolás de la Fontaine.

Fue una condena por simples diferencias de opinión en cuestiones teológicas en torno a la Trinidad (y la defensa del bautismo en la edad adulta). Una muerte, “por venganza personal”, que escandalizó a muchos pensadores de la época. Dos posturas teológicas opuestas: la obstinación de un teólogo, fiel a la Reforma empeñado en defender lo que le dicta su conciencia, frente a la obstinación de un predicador fanático que busca a toda costa una condena: “para corroborar el carácter sagrado de la interpretación calvinista de Dios”. No era una muerte por “expiación”, para salvar su alma, como hacía la Inquisición; sino por endiosamiento, por despotismo personal de un líder religioso, recalca Stefan Zweig, exiliado a causa del nazismo, autor de Castellio contra Calvino. Conciencia contra Violencia. Este gran ensayo, escrito en 1936, coincidiendo nuestra Guerra Civil, supuso para muchos una voz de aliento contra el nazismo en un momento decisivo.

En aquel ambiente de “dictadura espiritual”, sólo Castellio –para algunos el más ilustre humanista de su época– se atreverá a levantar la voz. Era un gran biblista, que se adhirió a los principios de la Reforma. Sus divergencias teológicas con Calvino le impidieron en 1544 ejercer como pastor, su gran pasión, renunciando a su cargo y dignidad, para salvaguardar la libertad interior. Tuvo que abandonar Ginebra y malvivir con oficios varios subalternos, impropios de su condición, hasta ser nombrado profesor universitario en Basilea. En ella se refugian teólogos y humanistas de distintos credos –católicos, protestantes, anabaptistas–, que no comulgan con las dictaduras eclesiásticas, de Roma o de Alemania.

¿Qué es un hereje? se preguntará Castellio, hombre profundamente religioso y un ejemplo sublime de moderación y tolerancia. Él cae en la cuenta que La Biblia habla de los ateos o paganos, y de los castigos a éstos… pero ésta no habla de los herejes. Un hereje es aquel creyente que no piensa como yo. Mientras desde los púlpitos otros cacarean sus dogmas con voz estridente, tratando a los demás como vasallos, Castellio propone con humildad su llamada a la tolerancia: “no os hablo como profeta…”. En medio de los desvaríos de su tiempo, Castellio afirma que “todas las sectas edifican sus religiones sobre la palabra de Dios y todas consideran la suya como cierta…”. Él quiere combatir con la pluma y la palabra lo que otros Torquemadas, en nombre de Dios, combaten con la espada, la coacción, o la purga. “Tu primera acción consistió en detenerle. Encerraste a Servet y durante el proceso no sólo excluiste a cualquier amigo suyo, sino a todo aquel que no fuera su adversario” le dice a Calvino.

Bajo el seudónimo de Martinus Bellius, Castellio publica en 1554 De Haereticis: en contra de quienes defendían que los herejes deben ser exterminados. Pero sus valientes escritos en defensa de la libertad de conciencia son juzgados en la Ginebra de Calvino como una nueva herejía: el “belianismo” (en referencia a su autor). Le acusan de que su defensa de la tolerancia en cuestiones religiosas es contrario a la palabra de Dios. Convocan un Consejo de guerra contra el libro. Con su táctica habitual, Calvino se vale de Théodore de Beze, otro hombre de paja, para hacer un libelo contra la nefasta herejía de la tolerancia religiosa. De Beze (que será el sucesor de Calvino), dirá que la libertad de conciencia es una doctrina del diablo (“Libertas conscientiae diabolicum dogma”). Conocedor de la condición humana, Castellio sabe que el modo más cómodo e infalible de deshacerse de un adversario personal, es hacerle sospechoso de herejía. Es un viejo truco. Sabe que es la estrategia, la coartada, que usan todos los dictadores cuando se les contradice: acusar al disidente de “alta traición a la patria”.

Castellio sabe que, si calla, otros mil Servet irán a la hoguera detrás. Su escrito Contra libellum Calvini se convierte en el “yo acuso” de su época. Por Basilea circulan copias clandestinas, pero su escrito no llega a la imprenta. Poderosas razones de Estado lo impiden. Ginebra busca provocar un incidente diplomático con Basilea. “Es una suerte que los perros que ladran ya no pueden morder” dirá, aliviado, Calvino. Tendrá que pasar casi un siglo para poder ser impreso. Castellio empieza aclarando que él ni defiende ni acusa a las tesis de Servet, que no quiere hablar de doctrina, ni entrar en exégesis. Él sólo quiere denunciar que un hombre ha llevado a la hoguera a otro hombre. En Ginebra exigen su cabeza. Para desacreditarle, se le tienden trampas, pasquines anónimos, atroces insultos, libelos difamatorios, como Calumniae nebulonis cujusdam: “este libelo difamatorio de Calvino puede servir como uno de los más memorables ejemplos de hasta qué punto la furia partidista puede envilecer el espíritu de un hombre elevado” dice S. Zweig.

En el paroxismo de la locura integrista se acusa a Castellio de “ladrón”. Por haber “pescado”, un tronco de madera, durante una crecida del Rin; algo gratificado por los magistrados, porque así se evitaba que los puentes se cegaran. Castellio se defiende, dejando en evidencia a los sembradores de tan estrafalarias calumnias. Y, de paso, con elegancia suprema, pone patas arriba la tesis de la Predestinación: “¿No debería sentir más bien compasión hacia mí, ya que Dios me ha reservado ese destino y ha hecho que me sea imposible no robar? (…) En este caso, abstenerme de robar me resultaría tan imposible como lo es añadir una pulgada a mi estatura”.

Lutero había declarado que “los herejes no pueden ser reprimidos o contenidos por medio de la violencia externa, sino sólo combatidos con la palabra de Dios, pues la herejía es una cuestión espiritual, que no puede ser lavada por ningún fuego, por ningún agua de este mundo”. Castellio denuncia que quien “en diez años ha implantado más novedades que la iglesia Católica en seis siglos”, refiriéndose a Calvino, no puede condenar a otro por el hecho de que, según su opinión, “tergiversó el evangelio de modo temerario y llevado por un inexplicable deseo de innovación”. “Al reflexionar acerca de lo que es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a los que no están de acuerdo con nuestra opinión”. “Las verdades de la religión son por naturaleza misteriosas, y desde hace más de mil años, constituyen la materia de una inagotable controversia, en la que la sangre no dejará de correr hasta que el amor no ilumine los espíritus y tenga la última palabra”.

El 29 de diciembre de 1563, repentinamente, –de modo “providencial”– Castellio muere, a los cuarenta y ocho años, en la más extrema pobreza: sus amigos tienen que pagar el ataúd y pequeñas deudas. Acusado de ser cómplice y cabecilla de las más salvajes herejías, muere “escapando de las garras de sus enemigos con la ayuda de Dios” confiesa un amigo. Los estudiantes portan el féretro hasta la catedral. Voltaire, dos siglos después, hablando de las vejaciones a Castellio, señalará que fue expulsado de Ginebra por envidia. Sin nadie que le haga sombra, la moral puritana implantada por Calvino, se expande triunfante, especialmente por Norteamérica. “Con razón, Weber, en su famoso estudio sobre el capitalismo, ha demostrado que nadie ayudó tanto a preparar el fenómeno de la industrialización como la doctrina calvinista de la obediencia absoluta, pues ya en la escuela las masas son educadas de forma religiosa en la uniformidad y en la mecanización”.

“Desde el punto de vista del espíritu, las palabras “victoria” y “derrota” adquieren un significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como Castellio frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo advenimiento de la humanidad a la tierra” (S. Zweig). Castellio se adelantaba, casi cinco siglos, al diálogo de civilizaciones.

Braulio Hernández Martínez.

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