Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿Qué pasa con María, la madre de Jesús?

06-Noviembre-2007    Mariano

Si no me equivoco, nunca he leído en Atrio reflexión alguna sobre María.
Comprendo que en la experiencia europea se trate, en gran medida, de un icono del conservadurismo católico. En América Latina, por otra parte, el catolicismo popular (que tiene similitudes pero enormes diferencias con el europeo) se torna impensable sin la consideración de la piedad mariana.

Sea por lo primero o lo por lo segundo, me parece importante asumir el tema.

No hay dudas de que María, la madre de Jesús, ocupa en los evangelios un lugar de significativa importancia. No es mucho lo que sabemos sobre cual fue el tratamiento de su memoria en los primeros siglos del cristianismo. Pero sí sabemos, que en el Concilio de Éfeso (431) fue declarada “Theotocos” (Madre de Dios). Y ello, en el contexto de la desaprobación de la doctrina nestoriana.

Nestorio, monje alejandrino, afirmaba que Cristo era Dios y hombre, pero que estaba constituido por dos personas, la humana y la divina a la vez. María, entonces, era madre del hombre que habitaba en Jesús, pero no de Dios. Así, la declaración de María como “Theotocos” parece impulsada no tanto por la pretensión de enaltecer a su persona, como por constituirse en otro mecanismo para reafirmar la “consustancialidad” del Padre y el Hijo afirmada en Nicea (325). En este mismo sentido, me parece entrever que la posterior promoción de la piedad mariana, tuvo como principal objeto la reafirmación de la divinidad de Jesús. Y en un segundo momento, la reafirmación de la llamada identidad católica frente a la reforma.
Sea como sea, lo cierto es que su “popularidad” se extendió de modo admirable. Y este es el punto que me interesa considerar.

  • Apropiación popular de María
  • ¿Porqué María ocupa, en el catolicismo popular, un lugar de tan elevado privilegio?
    No me formulo esta pregunta desde una consideración de tono teológico, en el sentido de qué es lo que se ha predicado y se predica de ella desde la institución eclesiástica, ni de todo lo que se dice que habría dicho en sus innumerables apariciones, sino más bien, desde la recepción popular de esa predicación y, por tanto, desde una perspectiva prioritariamente antropológica y socio-religiosa.

    En primer lugar me parecen ver dos características, íntimamente unidas, que darían alguna razón de semejante recepción en términos más o menos universales.

    La femineidad de Dios: con María, lo femenino toma un lugar de relevancia en la recepción de cristianismo. Entre tanta masculinidad y tanto machismo, se convierte en la primera referencia femenina “fuerte” de la predicación evangélica. No me refiero a que, en primera instancia, se haya recepcionado como una “bandera” para reivindicaciones de género. Claro que no. Digo que en la persona de María parece descubrirse el rostro femenino-maternal de un Dios que era presentado, exclusivamente, como padre y varón. Se trata, si no me equivoco, de una relectura y de una apropiación popular de la Theotocos. No se la convierte en “diosa”, pero sí, en el símbolo en el que se atisba a Dios como mujer.

    La maternidad: en la distinción clásica (común a la mayoría de las culturas) de los roles paternos-maternos, mientras el padre es el proveedor y quien impone las normativas de la casa, la madre es la que organiza el hogar y cuida afectuosamente de la familia. Aunque en las sociedades modernas estos roles hayan perdido la rigidez de otrora y aunque se haya insistido ideológicamente en ellos a efectos de arrinconar a la mujer en la cocina, lo cierto es que desde la predicación de un Dios distante, juez e irascible (¡macho, si los hay!) se hizo necesaria, en la conciencia popular –imposibilitada de modificar doctrinariamente a un Dios de ese talante- la construcción de una imagen maternal de Dios que se proyectó sobre María.

    Estas dos características que no anulan, pero tampoco consideran su virginidad ni su excepcional concepción ni su particular asunción a los cielos, se insinúan como estando en la base de esa popularidad a la que aludimos más arriba.

  • María: madre del pueblo
  • Si las notas anteriores parecen contener cierto grado de universalidad, lo que sigue se refiere específicamente a algunos aspectos de la experiencia latinoamericana.

    Las culturas precolombinas (si no todas, la mayoría) reconocían deidades masculinas y femeninas. En este contexto, el paso del politeísmo al monoteísmo no sólo significó el abandono de creencias ancestrales sino también una nueva relegación de la femineidad tanto en la creación del cosmos como del estar en su devenir. Así pues, la Theotocos, Virgen y Madre, nada más ni nada menos que del mismísimo Dios (imaginen lo que esto significa en una mentalidad mítica), pasa a ocupar ese lugar vacío.

    Otro dato, de enorme importancia, es el de la asociación entre María y la Pachamama o Madre Tierra, símbolo por antonomasia de la mujer como dadora de vida. No se las identifica sin más, pero en la apropiación del cristianismo por parte de algunos de los pueblos originarios (kollas, aimaras, quichuas…) a María se la “sabe” como la tierra que da la vida y en la cual y desde la cual esa vida se desarrolla. En la sabiduría de estos pueblos, Dios no sólo está arriba en el cielo, también está abajo en la tierra, raigalmente, “sosteniendo” la vida (¿fundamento óntico?).

    Con el posterior mestizaje y la aparición del criollo, se fue construyendo el pueblo latinoamericano. Y en el devenir de esa construcción, María no es sólo “una creencia más”. Es experienciada como fundadora, o mejor, como madre desde la que emerge y que acompaña la emergencia de ese nuevo pueblo. Se hace símbolo de la totalidad indecible que ese pueblo constituye con el cosmos y con Dios. María es la experiencia del Dios que hermana; pero que lo hace más por ser madre que por ser padre. Así, en el “nosotros estamos” - originario de la América Profunda – que como se dijo incluye tanto al Otro como al cosmos en una unidad plural, María se ubica en el centro de una tridimensión que es horizontal (los otros), ascendente (Dios) y descendente (la tierra) y por ello, se constituye en la referencia religiosa del ámbito ético-político. El hecho de que cada localidad, cada provincia, cada región y luego cada Nación, hayan sido puestas bajo el amparo y el patronazgo de alguna advocación particular (Luján, de los Treinta y tres, Aparecida, Copacabana, del Carmen, Caacupé, Guadalupe…) representa mucho más que una mera decisión candorosa, refleja que la organización de la polis tiene como fundamento y dirección el modelo sociopolítico que el Hijo propone: el reino de justicia y solidaridad nacido de María.

    Si esto es así, si la devoción mariana expresa esa búsqueda de construcción social basada en la fraternidad, se constituye entonces en el clamor por la liberación de todo cuanto lo impide, es decir, de todo mecanismo opresor que pretenda avasallar, quebrantar y/o diluir el ethos que está en el origen de estos pueblos. (Cabe aquí preguntarse, qué es lo que ha ocurrido en la experiencia histórica de los pueblos latinoamericanos, que no han logrado plasmar ese ethos en la instituciones político-económicas. Parece que la respuesta se encuentra en la tradicional y demoledora distancia existente entre pueblos y elites, incluida la eclesiástica).

  • De la hiperdulía al anuncio liberador
  • La brevedad de estas líneas no me permite muchas más distinciones ni aclaraciones. Sólo decir que las veneraciones espiritualistas –más o menos alienantes, según los casos- que se fueron construyendo en torno de María, no parecen responder a su originaria recepción popular, sino más bien, al resultado del esfuerzo oficial por desencarnar su imagen (la pura y siempre Virgen, mediadora de todas las gracias…) con pretensiones claramente apologéticas. En la misma lógica, no parece por acaso que las apariciones europeas más sobresalientes (Medalla Milagrosa, Lourdes, Fátima…) se hayan dado en el contexto sociopolítico del laicismo promovido desde la revolución francesa. Y tampoco parece por acaso que, en América Latina, se haya forzado la instalación de algunas advocaciones (Rosa Mística, Medjugorje, Garabandal…) completamente ajenas a la apropiación originaria descripta más arriba.

    En este escenario, se hacen comprensibles las voces de tantos que prefieren “olvidarla”; pasar de la hiperdulía al hiperabandono. Considero, sin embargo, que recuperar el profundo sentido original del destacado lugar de María en los Evangelios, símbolo de la humanidad en la que se gesta el anuncio liberador del reino (“Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías…”), es un camino mucho más adecuado y acorde a su recepción popular, que el de soslayar su presencia.

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