Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

II DIOS SE HACE CARNE EN LA “CREACIÓN

    Por Juan Luis Herrero del Pozo

En el capítulo precedente hemos observado algo importante: el conocimiento de Dios no era una evidencia sino una apuesta razonable por su existencia. Ahora bien este salto hacia la trascendencia lo hemos efectuado desde las realidades que nos rodean y no por argumentos de autoridad sino gracias a la capacidad de nuestra mente. Ahora damos un paso más: no existe otro camino que sea más seguro y con menor riesgo de error; ni mucho menos existe otro camino que pueda superarlo. La palabra de un profeta está supeditada a idéntica subjetividad que la nuestra propia; añade además una mediación más que ha de pasar todos los filtros de la crítica histórica. En la “creación” el misterio de Dios se entrega por entero, el cosmos es su palabra. Desde este ángulo Dios no nos puede fallar… pero puede fallar nuestra relación con las cosas que pueden cerrar o desdibujar el acceso a Dios. En estas pocas líneas se alzan preguntas definitivas sobre la dogmática cristiana. Enseguida lo vemos.

II. 1 Las cosas son las huellas de Dios.

Utilizo el término “creación” porque es conocido en nuestra cultura aunque matizaré su contenido tradicional.

Si tan sólo nos rodea la realidad creada parecería que nos encontramos bien solos e indefensos ante la ambigüedad con la que el mundo se presenta. Es la firma y rúbrica del Creador, es su huella, su grito, el destello de su grandeza y belleza, puede, sin duda ser su icono pero también el ídolo que lo suplanta. Esto dice bastante de lo extremadamente delicado que puede ser su manejo. Esto dice mucho de la sensibilidad espiritual que inundaba al hagiógrafo cuando deslumbrado en su experiencia interior por la trascendencia de Yahvé prohibió rotundamente sus imágenes. Difícil equilibrio: todo es imagen de Dios y al mismo tiempo su fetiche. Algo serio nos están diciendo los hijos de Ismael con su radical rechazo de cualquier representación divina a los cristianos que las prodigamos sin pudor. ¿No es esta prohibición bíblica la lejana raíz de la radicalidad apofática a que se sintieron impelidos los místicos ante la deslumbrada experiencia del Inefable? Deslumbrados por la suprema Belleza, toda representación directa les hería en lo más hondo: “¡No, Dios no es así, atrás los idólatras!” Y sin embargo…

Es preciso insistir en esa perversión de erigir en algo absoluto el carácter de seductora inmediatez que del icono hace un ídolo. Me explico: con el icono captamos el destello que las cosas reflejan de Dios. El destello es mediación no inmediatez. El destello sólo nos indica la fuente de luz, no la sustituye. Cuanta más grandiosidad de ser refleja la criatura más cercano sugiere a Dios. Por eso mismo, los ojos asombrados de un niño casi transparentan a Dios pero esos ojos ¡hay que saber mirarlos! ¡Por ahí se mueve la oración contemplativa! Cuando se alcanza esa mística penetrante que se identifica con la más grandiosa cumbre de la metafísica con corazón ¡se queda corto el hablar tan sólo de unión! Por ejemplo, cuando la unión alcanza su cenit en Jesús con el Padre se roza el infranqueable límite de la fusión. Y entonces la tenue y luminosa transparencia que distingue todavía creador y criatura confunde al extasiado discípulo y le hace poner en labios de Jesús “quien me ve a mí ve al Padre” y de su carácter de puro mediador apenas da cuenta el balbuceo jesuano “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús debió quedar corto y Pablo insiste solapando creador y creatura “¡No es eso, no es eso! Ni ojo vio, ni oído oyó…”

Pienso que el más desnudo apofatismo es el callado lenguaje de las maravillas del Universo proclamando a su Creador: hablan en silencio, dicen sin decir, cantan en un vacío infinito su incontenible Inmensidad. Sólo en la silenciosa unión orante se nombra al Innombrable. Sólo cuando, transido el ser del Presente-Ausente, un día cualquiera, se desliza una callada lágrima por la mejilla ardiente atisba el espíritu sorprendido el latido del Ser tan cercano… Sólo cuando la mente y el corazón humanos perciben como Francisco en la humilde florecilla el grito de Dios se despierta y despereza la fe.

En nuestra existencia nos golpean evidencias sin saber de dónde brotan. Cuando se ha tornado romo y torpe nuestro sentir de las cosas, a fuerza de medirlas, etiquetarlas, definirlas, encerrarlas en conceptos, en precios de mercado, en cachivaches de adorno o disfrute, cuando se desvanece, en una palabra, la sabiduría que saborea la realidad honda de las cosas…creemos necesitar profetas que nos hablen en nombre de Dios y libros sagrados en que estén transcritas sus palabras. Cuando hemos inundado de ruidos nuestra celda secreta recurrimos al parloteo de los charlatanes sagrados. Charlatanes que no testigos del Inefable. Porque los auténticos Testigos del Inefable son aquellos en quienes se funden palabra y acción por la vivencia radical de la Buena Noticia del “otro mundo posible”. Los profetas charlatanes -casi siempre sin credenciales- nunca sustituirán nuestra lectura torpe de las cosas salidas de la mano de Dios.

II. 2 Del icono al ídolo.

Podemos dar un paso más. Las cosas son como las huellas del caminante.

Es más, son su imagen, ha quedado dicho, y el único camino hacia Dios al alcance -sin más revelaciones- de todos los seres de la historia y del mundo. Sin embargo, también ha quedado dicho que la sabiduría mística de los más antiguos hebreos proscribió toda imagen de Dios. Prohibición, por cierto, que los primeros cristianos, tan pronto contaminados de paganismo, enseguida debieron considerar ridícula y obsoleta. Tardaron en multiplicar imágenes y reliquias tan poco como, añorando a Jerusalén y a Garizim, en alzar nuevos templos y recuperar los viejos sacerdocios. La idolatría parece el reverso de la latría, perturba la función del icono degradado en imagen. La imagen siempre se ha prestado a la ambigüedad de representar o de sustituir. Pero el riesgo de perversión no invalida su función originaria, tanto más cuanto que, según lo dicho, la realidad cósmica, incluido el ser humano es la única vía hacia Dios. Pero cabe preguntarse si esa distorsión de perspectiva puede, en ciertos casos, alcanzar la inconsciencia de pasear por las calles unas imágenes santas como única manifestación de espiritualidad.

II.3 Del icono al silencio (apofatismo)

¿Qué ligazón básica es de todo punto necesario descubrir entre creatura y creador que nos sea significativa sin que implique proyección sobre lo numinoso de algo indebido y distorsionante?. Porque en relación tan delicada el más mínimo error de partida es capaz de generar las disfunciones más engañosas por creer que hemos acercado a Dios cuando sólo lo hemos contaminado. A cualquiera le resulta sugerente el abajamiento o “kénosis” de Dios pero no es difícil percibir que este concepto, salvo que sólo sea metáfora, es de muy delicado manejo. En cualquier instante podemos hacer saltar en pedazos el apofatismo. Nada más peligroso que un fetiche de buen porte ¿Cuál es la respetuosa sobriedad del lenguaje sobre Dios que salvaguarde su Perfección, conscientes de que un mínimo error no es a él a quien afecta sino a nosotros mismos?

Supuesto que el conocimiento de Dios no es inmediato sino mediado, por sus criaturas desde donde aquel arranca, el apofatismo a la postre constituye el tratamiento adecuado para no contaminar la fontal ligazón de Creador y criatura. Y aquí sí que habremos de evitar hablar por no callar: ni un concepto, ni una imagen, ni una palabra de más al asentar sobre el Ser Supremo todo cuanto existe o es pensable. El concepto que no sea estrictamente NECESARIO será SUPÉRFLUO… o, más precisamente, nefasto. No cabe término medio. (No me refiero, como es obvio, a esas perfecciones creadas que pueden ser dichas de Dios a guisa de metáfora y analógicamente, Padre, Amor, Misericordia, etc. aunque siempre con extrema cautela). Este punto es capital y el discernimiento metafísico que merece es además severo porque afecta a la íntima realidad del ser limitado y del Ser Infinito o a la relación entre ambos.

Cuando hemos abordado con la máxima precaución el conocimiento posible aunque imperfecto de la existencia de Dios por nuestra mente ¿a qué mínimos nos hemos ceñido? Sólo hemos afirmado que si las realidades conocidas no encontraban en Dios LA ULTIMIDAD DE SENTIDO todo quedaba sumido en el absurdo. Son afirmaciones lógica y ontológicamente solidarias. Sólo se afrontan juntas y juntas perecen cuando no se decide apostar por ellas. Parece que la historia de la filosofía lo reconoce.

¿Qué queremos decir al apostar por la existencia de Dios en razón de la ultimidad de sentido que confiere al cosmos? Que se diluía totalmente la inteligibilidad del ser de la criatura si no le encontrábamos su razón de ser y sentido que de por sí sola no posee. Que es tanto como decir que tiene en el Ser Supremo su principio y fundamento. Con la sobria afirmación de Dios Fundamento Óntico está dicho todo cuanto cabe decir: que cualquier criatura tiene en Dios su razón de ser ella lo que es ¿A alguien se le ocurre algún añadido que además de no ser superfluo no arriesgue la infinita trascendencia de Dios?

Parecería que no y, sin embargo, los filósofos han introducido algún elemento perturbador del que enseguida nos ocupamos, acto seguido de la siguiente observación.

Cualquier lector habrá observado mi empeño en evitar la más mínima trasgresión del principio apofático exigido por el respeto al Creador en el que no cabe, estrictamente hablando, ningún antropomorfismo: de Dios no sabemos nada. Y, sin embargo, no es trasgresión decir que Dios es el Fundamento óntico porque, con tal denominación en realidad, nada afirmamos directamente de Dios. Lo hacemos tan sólo de las criaturas de las que afirmamos que carecen en sí mismas, por su indigencia y contingencia, de la ultimidad de sentido.

II. 4 El peligro del factor tiempo

Nadie va a considerar el ser de Dios como algo que dura y se prolonga en el tiempo. La dificultad está en su relación con el cosmos. No tenemos otro modo de hablar que considerando la eternidad del ser divino como coexistente con el cosmos extendido en el tiempo.

Sin embargo el factor tiempo nos ha jugado sin advertirlo una mala pasada cuando hemos afirmado el comienzo del cosmos en el tiempo como si esto fuera indispensable para preservar la eternidad de Dios. Al margen de consideraciones científicas es un error definir la contingencia del cosmos mediante la apelación a su comienzo temporal. Las coordenadas tiempo y espacio no afectan al ser en la simple consideración de su ser existente sino cuando lo entendemos como dilatado en su duración y situado en un espacio determinado. El hecho de que nuestra mente no pueda ‘imaginar’ algo fuera de las coordenadas espacio-temporales no impide que lo pueda ‘pensar’ como ser realmente existente. No merece la pena detenerse en esto porque no ofrece dificultad en filosofía. A lo que quiero ir es a que no habría contradicción en el hecho de que rebobinando hacia atrás en la historia del mundo no nos topáramos en algún momento con un punto inicial. Cuando en metafísica se habla de la contingencia de los seres creados frente al absoluto necesario del Creador no es en términos espacio-temporales como tal realidad se establece. Remito al párrafo VIII.2 ¿Una creación eterna? Pág. 124 y ss. de “Religión sin magia” donde expongo que, salva nuestra extrema indigencia metafísica, parece más plausible pensar un mundo sin comienzo y que sea coexistente pese a su contingencia con la eternidad de Dios. Si es pensable que siendo Dios más que ningún otro ‘bonum diffusivum sui’ (el bien tiende a expandirse), nunca debería ser considerado como no creador. El Ser Absoluto sería necesariamente Creador y en términos poéticos ¿por qué no imaginar el cosmos como habitando el tibio útero de la Diosa Madre eternamente preñada?

Aparte estas consideraciones, la dificultad metafísica se acrecienta si el comienzo temporal del cosmos mediante la llamada creación “ex nihilo” repercute inevitablemente - y es difícil explicar cómo no habría de ser así- en una mutación en Dios de un estado de ocio -la nada o vacío absoluto de realidad y tiempo- a la acción creadora, acción eterna en Dios pero temporal en su efecto.

II. 5 Ruina del apofatismo: el “pensamiento mágico”.

Bien pensadas las cosas observamos que la dificultad metafísica principal surge cuando transgredimos el principio apofático al añadir al concepto de Dios como Fundamento Óntico el de Causa Agente. Con ello queda abierta la caja de Pandora: con este nuevo concepto aplicado a Dios es inimaginable no entenderlo como Causa en continua acción sobre toda realidad histórica. Perdón, no vale lo dicho porque así es efectivamente como se ha ‘imaginado’ a Dios en cualquier mitología, como actor principal de la historia. Ahora bien, nos encontramos con algo metafísica y apofáticamente incorrecto: modificar indebidamente la autosuficiencia significativa del concepto de Fundamento óntico añadiéndole el de Causa Agente. Y no se trata, por cierto, de un aditamento inocente: es el prejuicio dogmático de la revelación sobrenatural el que impone tal ‘intervencionismo’ divino. Cosa que en virtud de la presunta revelación se ha aceptado sin pestañear a lo largo de la historia mientras la mente humana ha estado inficionada por el pensamiento mágico. Pensamiento mágico que consiste esencialmente en no reconocer la autonomía del cosmos y negar su esencial realidad evolutiva y las leyes que la rigen. No ofendía al sentido común contemplar tal autonomía permanentemente en entredicho por las intervenciones sobrenaturales divinas. Desbaratado el apofatismo, todo estaba permitido: la metáfora de la historia de salvación quedaba erigida en ontología y se establecía la mitología dogmática judeocristiana en todo su realismo fundamentalista. Hasta la Ilustración no comenzó a tomar cuerpo el movimiento de cuestionamiento racional del sobrenaturalismo cultural de siglos (cósmico, social, político, religioso). La Ilustración respetó inicialmente la dogmática y sólo en el momento teológico actual se están sacando todas las consecuencias. Éste es el objeto del libro ya citado “Religión sin magia”.

II. 6 Dios, Principio y Fundamento, de toda la “creación”

Voy a pedir comprensión por la aridez de este párrafo. Es la base de todo. Todo pensamiento religioso se fundamenta bien o mal en la idea que podamos hacernos con el mayor rigor posible de la forma de entender la interrelación Dios/cosmos. Aquí se origina sea un discurso válido aunque modesto, sea una visión de pensamiento mágico. Un error en el comienzo condiciona todo el camino.

Estamos sólo en las bases del apofatismo: lo que la experiencia mística tiene tan claro por experimentarlo interiormente, la parálisis de todo lenguaje sobre Dios, la filosofía se ha empeñado siempre en perfilar algunos contornos. Pero nada válido puede decir de él; tan sólo tiene a su alcance el ámbito de su entorno y puede escudriñar las criaturas y utilizarlas como un cliché en negativo, como un pobre balbuceo sobre el ser divino. Sin embargo, en todas las religiones y particularmente las cristianas hemos imaginado un Dios como una figura más de las mitologías, aunque la más excelsa y la más cercana, que ha culminado la obra de su creación haciéndose él mismo hombre. Pero no pasemos por alto el primer episodio de su historia: la creación del mundo.

Si Dios es el artífice, el creador desde la nada del inmenso cosmos que nos rodea, después de semejante proeza ¿qué no podrá hacer sobre él? ¿Quién podrá extrañarse de que intervenga cuando libremente quiera? Ha quedado apuntado en el párrafo anterior: sin advertirlo, con la incorporación de la noción de Dios-Causa agente ha quedado abierta inevitablemente la caja de Pandora y, con ello, el inicio de una mitología más dentro de la cual el error inicial acarrea toda suerte de contradicciones. Baste señalar como exponente de la libertad divina la odiosa y arbitraria “elección” que constituye uno de los conceptos básicos de la Biblia judeo-cristiana. Dios elige a alguien y discrimina al resto. Y será inútil el recurso a la infinita presciencia divina o la responsabilidad del elegido a favor de todos para evitarle a Dios la sospecha de arbitrariedad. El accionar divino se embarra en dificultades sin cuento: ‘Concurso’ divino en cualquier acción libre (considerado en teodicea), providencia ordenadora de la historia personal y colectiva, “gracia actual” eficaz, predestinación… Dios “interviene” sin cesar: es el pecado original de la historia de salvación, el pecado estructural de la teología que acumula antropomorfismos de imposible inteligibilidad: un Dios que pasa del no hacer al hacer, de la potencia al acto, del ámbito de la nada a la existencia del mundo, de la existencia del mundo a su mutación sobrenatural…; magia y mitología se combinan sin saber dónde detenerse. Me parece claro que no podemos desbordar un ápice el concepto de Dios como Fundamento. Con el concepto de Fundamento Óntico llegamos a la raíz del ser eludiendo con el adjetivo al máximo el menor residuo metafórico del sustantivo.

La noción de Principio y Fundamento del ser creado la hemos asociado tradicionalmente al concepto de creación de la siguiente manera. Dios ha hecho el mundo. Y obviamente ello sucedió en el tiempo, de algún modo, cuando nada existía. Nos es difícil pensar fuera del patrón tiempo y así explicaremos: hubo una situación en la que sólo Dios existía y nada más (creación de la nada, decimos); ahora bien Dios abandona su soledad para construir el mundo. Por inofensivo que parezca, al añadir a Dios- Fundamento esta forma especial de acción (la de crear) ya se ha colado de rondón la carcoma de la magia que arguye así: donde y cuando nada existe todavía, un simple chasquido de la mano de Dios (valga la imagen) hace aparecer portentosamente el cosmos, sea ya completo, sea in nuce (big bang). Sin advertirlo hemos traicionado la sobriedad primera del concepto Dios-Fundamento y se nos ha ‘colado’ el concepto de Dios-Actor, Dios-Causa agente: Dios ha hecho el cosmos de la nada. En primera instancia el paso dado parece inocente y, en parte lo es porque aún no se puede hablar de autonomía creatural de la que Dios se desdiría. La dificultad no afecta a la autonomía de la criatura sino a Dios mismo al que parece difícil negarle una mutación en su “obrar”. No obstante todo ha quedado pervertido como se verá luego al estudiar de cerca el “accionar” de Dios. ¿Cómo recuperar, pues, en su totalidad la inocente desnudez del contenido estrictamente ontológico del Dios Principio y Fundamento? Porque, no me cansaré de repetirlo, con este simple concepto nos jugamos mucho si aportamos o no una explicación suficiente a la ultimidad de sentido que precisa cualquier ser existente, el cosmos, la evolución histórica toda, la realización y búsqueda de plenitud del ser humano. Es un concepto estrictamente apofático que apunta directamente a la criatura y sólo indirectamente a Dios: Dios fundamento óntico afirma escuetamente: todo existente es un ser-desde-Dios. Parece poco pero es el todo. Cualquier añadido desemboca en magia y mitología.

Dios es la raíz y sustento del ser, su explicación suficiente y sobrada, el Fundamento Óntico de cuanto existe. La brizna de hierba, el elegante alazán, la polícroma mariposa, los ojos de un niño, el arrepentimiento de un convertido, las lágrimas de una víctima dolorida, la entera salvación cósmica, todo tiene en Dios su razón de ser. Es cuanto podemos decir. Pero que nadie pregunte el cómo de esa relación fontal entre la divinidad y el cosmos porque transformará en burda mitología lo que acostumbramos a nombrar metafóricamente “historia de salvación”.

Esta ascesis apofática, que prácticamente sólo es posible desde una especialmente depurada metafísica, es simple respeto del misterio Dios/cosmos, el Uno de los orientales, según parece, el Uno y lo Múltiple de la tradición occidental. Estamos en el punto nuclear, vital, decisivo en el que se genera el nuevo paradigma. Dios no es a nuestra imagen, pero siendo nuestra imagen reflejo de la suya en nuestro espejo lo percibimos a él, al menos cuando en la unión mística el espejo está tan limpio que nada estorba para abismarse en el Creador.

Basta, pues, decir que Dios es el sustrato ontológico de cualquier realidad. Introducirlo, así pues, en el torbellino de causas, cambios, modulaciones del ser y de la historia es pura perversión imaginativa de nuestro conocimiento del Absoluto. Un error en este inicio de percepción de Dios lo distorsiona por entero, a Dios y a su criatura.

Resumiendo, pues. Cuando hablamos de lo que Dios puede hacer siendo omnipotente, el problema no reside en el “puede” sino en el “hacer“. Éste es un concepto que no cabe en el modo en que el nuevo paradigma concibe a Dios. El concepto de Fundamento Óntico es suficiente para entender cualquier evento, entraña el respeto apofático, mientras que el concepto de Causa Agente es innecesario y superfluo. Es además perverso y destructor: sobre él se asienta el montaje “intervencionista” con el que hemos pensado a Dios en la evolución cósmica y en el desarrollo histórico de la humanidad.

II. 7 Apofatismo no es deísmo.

Algún lector se ha quejado de que la expresión Fundamento Óntico sugiere un Dios lejano e indiferente, el Dios del deísmo que una vez fabricado el reloj lo abandona a su suerte. Igualmente se reprocha a tal expresión excesiva frialdad metafísica, carencia de vigor y vitalidad. Nada más equivocado. Es ignorancia entender como excluyente de otros uno de los varios ángulos de visión de una realidad. La función de nuestro concepto filosófico sólo pretende cerrar el camino a antropomorfismos no simbólicos sino ontológicos atribuidos a Dios. Es una función estrictamente negativa, es decir, apofática que descarta falsas o peligrosas ideas de Dios, tal, por ejemplo, la de Causa Agente en apariencia tan inofensiva. Es de la mayor importancia cerrar de entrada el camino que pretenda encerrar al Infinito en definiciones precisas. Incluso en el concepto de Fundamento estamos hablando más de la criatura que del Creador. La necesidad de ésta de encontrar para sí misma algo que no posee como es la ultimidad de principio y de sentido sugiere un Dador pero no lo define. La huella del caminante en el barro lo sugiere, no lo define.

La sobriedad de esta denominación indica que cualquier otro nombre o característica que se atribuya a Dios dentro del crisol de la analogía deberá gozar de dos condiciones: que no entrañe ningún aspecto de imperfección o negatividad y que lo que siendo estrictamente positivo se afirme de Dios análogamente y como “por exceso” (por excelencia”, se decía antes).

Este apofatismo se daba en los místicos como por instinto o, mejor dicho, como impronta del ser trascendente, del Totalmente Otro. Y sobre esa base, no acecha apenas ningún peligro de antropomorfizar a Dios. El místico más que idolizar a Dios tiende a abismarse en el silencio frente al Creador y “perder” la propia identidad. Paradójicamente el corazón prendado de Dios ya nada arriesga al dar rienda suelta a su emotividad poética frente al totalmente Otro. Ejemplo es el Cantar de los Cantares bíblico, la réplica de Juan de la Cruz con el Cantico Espiritual y toda la inagotable poesía mística de todas las culturas. Cualquier buen creyente percibe en algún momento la amorosa, apacible pero penetrante presencia-ausencia de Dios. Pero incluso en este caso lo esencial de esa experiencia mística no es el consuelo sensible; la cercanía real la aporta la fe desnuda por mucho que se inscriba en las sinapsis neuronales.

El simbolismo espiritual es inagotable: El ‘Abbá’ (papaíto), El Amor paterno, la unión entre esposos, “el tibio útero de la Diosa Madre”, la Luz cálida, el Agua viva, el Amigo del alma, la transverberación (Teresa de Ávila), el Océano infinito, el Pan de vida, el Banquete de Bodas, el Artífice cósmico, la Noche callada, el Espíritu consolador, el pálpito de la yugular (Mahoma), la Brisa tenue, la Zarza ardiente…Elenco inacabable de simbología mística. Símbolos todos que apuntan al Infinito Absoluto sin agotarlo, sin encerrarlo ni definirlo.

II. 8 La totalidad del Don de Dios en todo el devenir.

No sería acertado imaginar el misterio del Dios creador que hemos denominado Principio y Fundamento óntico como si Dios hiciera surgir donde y cuando nada existía un cosmos completo y definitivo. Primero porque, al parecer, la característica de algún comienzo temporal no es imprescindible para un concepto desnudo de creación; ésta no sé si desde la ciencia pero ciertamente desde la filosofía, no encierra contradicción por el hecho de afirmarla como eterna y coexistente con Dios. Tampoco Dios como Fundamento es la causa creadora del comienzo del mundo que habría de seguir interviniendo en cada una de las etapas y transformaciones posteriores. No es eso lo que los filósofos o teólogos denominan “creación continua”, al menos en el sentido de que la acción de Dios haya de estar generando, creando “ex novo” la aparición de cada “novum” de ser que surge como si la evolución no fuese un “continuum” sino una sucesión de puntos. La realidad es esencialmente dinámica, no estática. No es preciso pensar en una sucesión de “nova” (en neutro). La hipótesis misma del big-bang habla más bien de un despliegue de realidades contenidas en el núcleo inicial que explosiona: la materia ni se crea ni se destruye sino que se transforma. En el Alfa inicial va incluida la Omega final (prescindo ahora del enigma en dicha evolución constituido por el acto humano libre que quedaría negado, al parecer, por su inclusión en algo diferente y anterior a sí mismo).

La función, pues, de la realidad de Dios como Fundamento acompaña a la realidad creada que por naturaleza no es un ser estático sino evolutivo, en lo físico, en lo psicológico y en lo espiritual. Añadamos un nuevo ángulo de visión. La realidad es en su complejidad dilatada y esencialmente dinámica y nunca conoce un reposo final porque el puro Don divino nunca se extingue ni agota por haber llegado a término.

El Don Total es, así pues, otra expresión del mismo Fundamento óntico con el que intentamos dar razón de la ultimidad de principio y sentido del cosmos. Dios se da, se entrega al cosmos. Con el término Don estamos entendiendo la creación no como resultado de una acción divina sino como una cierta comunicación o participación del ser. El ser de la criatura está tan hondamente enraizado en el ser de Dios que roza la fusión. Siempre será un misterio -salvo en una visión panteísta estricta- que siendo Dios la Plenitud del ser, exista algún ser además de él, jamás IDENTIFICADO con él. Ésta es una expresión del Misterio creador que me parece más correcta que la de contingencia creatural por la que se afirma que las cosas existen pudiendo no haber existido. Porque tal vez han existido siempre, no por propia necesidad sino por intrínseca necesidad (no dependencia) del mismo Dios que es inevitablemente fecunda comunicación. Pero no me detengo en ello. El ser de lo creado es, pues, un ser regalado, dado. Dios se comunica, se da, es puro Don. Y siendo su ser infinito en plenitud, se da como es, en totalidad: ahí está ya incluida, por definición, cualquier mejora o salvación. La limitación no proviene de la cicatería del Infinito sino de la capacidad del receptor que inevitablemente limita el Don de Dios: Dios no es participado en igual grado de ser en la piedra, en el perrito o en el acto bueno salvador del ser humano consciente y libre. En la limitación de cada realidad se refleja parcialmente la infinitud del Don que, en el ser libre sobre todo, irá ampliando su presencia, sin nuevos añadidos, conforme a la capacidad evolutiva de la libre plenificación. De tal modo que si el ser humano consciente y libre está, según pienso, positivamente abierto y sediento de Plenitud el Don inicial responderá sin restricción a su llamada. Es pura mitología recurrir un mundo “sobrenatural” añadido al natural originariamente creado.

Es ininteligible, pues, que el Don de Dios se entregue fraccionado o en veces. O que después de crear Dios el universo haya de añadir un plus de ser en cada etapa de la evolución sea física, anímica o espiritual (un plus, por ejemplo, de salvación). Todo está dado y el Don constituye a la criatura en lo que es y en lo que, mediante la libertad, va a devenir. Hace que la criatura sea lo que es, constituida en su ser autónomo evolutivo y perfectible. Es decir que estando enraizada en el Fundamento es éste el que da consistencia a su autonomía de modo que no es pensable una intervención posterior que la modifique, la corrija o la complete.

El pensamiento primitivo -y el actual lo sigue siendo si no supera el pensamiento mágico- entendía la dependencia de Dios de tal modo que necesitaba su continua intervención para existir y para cualquier nueva modalidad de existencia. Dios movía cada astro (él o su ángel), Dios mandataba al príncipe de modo que su autoridad provenía de la elección divina (”por la gracia de Dios”). Por disposición divina existían clases sociales, ricos y pobres, libres y esclavos. No cabía ningún pensamiento autónomo, la filosofía era ‘ancilla theologiae’ Tal era la cosmovisión imperante por muy absurdo que hoy parezca. La mente humana era tan limitada que era incapaz de rebasar un cierto linde o barrera en el conocimiento o en la “salvación” espiritual. Barrera artificialmente introducida mediante el concepto de “elección” -o intervención divina no debida a la naturaleza humana- que desde ese momento servía de parteaguas entre el mundo de lo natural y el supuestamente constituído “sobrenatural” en virtud de una elección graciosa. De la elección arranca, pues, toda la serie de continuas intervenciones divinas en la historia santa: concepción inmaculada, concepción virginal, revelaciones, hierofanías, apariciones, milagros, vocaciones especiales, predestinaciones, intervenciones providenciales, “gracia santificante”, “gracias actuales”, gracias y carácter sacramentales, carismas especiales, poder de transustanciar, inspiración de la Biblia, especial asistencia del Espíritu a la jerarquía, oraciones de petición atendidas o no según los designios divinos, etc. Dios como Don se iba destilando como gota a gota, de modo fraccionado en la construcción del ‘pueblo elegido’ y su historia de salvación, fuera de cuyo ámbito por dogma definido no existía durante siglos ninguna otra perspectiva de salvación (o, al menos, no había sido revelada por Dios). Pero no hay mal que por bien no venga (aforismo providencialista): en aras de la salvación universal millones de misioneros y guerreros arrasaron pujantes culturas imponiendo su religión bajo anatema. Por fortuna, esta épica epopeya estaba bastante ‘descafeinada’ cuando me dio alcance suscitando mi vocación particular. Lo que no impidió que Pablo VI nos amenazara severamente…”quien, puesta la mano en el arado, vuelve la vista atrás…” Yo volví la vista atrás y me quedé sin trabajo y sin profesión ¡Quién hubiera dispuesto entonces del nuevo paradigma!

II. 9 Secularidad versus sacralidad

Tal es la cosmovisión artificial a la que se enfrentó el pensamiento ilustrado. Y en su rechazo se empeñaron los enciclopedistas de la Ilustración dando origen a una revolución que generó un segundo tiempo axial tan profundo y decisivo por lo menos como el de la revolución del neolítico. Si se pudiera destilar la esencia de la modernidad se resumiría en una palabra, AUTONOMÍA: Autonomía de lo secular y superación de toda sacralidad, salvo la del mismo Dios. La sociedad, la mente humana, la cultura, en general, acceden a la edad adulta y se emancipan de la omnímoda tutela de la religión. El mismo Vaticano II, después de las sucesivas condenas de las libertades modernas por los papas de hace un siglo reconoció no sin arduas resistencias y consagró la autonomía de la realidad del mundo pero el sector más conservador la entendió, como siempre, supeditada tal secularidad a lo religioso institucional. De ahí la crucial dificultad y los enconados debates que rodearon el reconocimiento conciliar de la libertad religiosa. Nada tiene, por tanto, de extraño que sea éste uno de los puntos de la involución integrista de los últimos decenios. Nada de extraño que el actual pontífice -que nunca ha entrado en la profundidad del problema- enarbole el fantasma de la secularización confundiendo pérdida de valores religiosos y morales y autonomía congénita de las realidades temporales.

II. 10 la “Secularidad” del mundo es cercanía de DiosParecería que este proceso de secularización es antirreligioso; lo es en cierto sentido. En la medida en que no se cae en la cuenta de que la presencia de Dios, la íntima cercanía del Don de Dios que constituye la realidad como autónoma en su ser evolutivo, en el olvido, digo, de tal inmediatez de Dios, el espíritu humano lo ha considerado lejano e ineficaz y ha tendido siempre a fabricarse puentes que aproximen a Dios y al cosmos, es decir, mediaciones sagradas, un mundo separado, el mundo de lo religioso.

Cuando digo que lo que destaca en Jesús no es que se confunda IDENTITARIAMENTE con Dios sino que su gigantesca y genial humanidad autónoma se manifestaba totalmente libre frente a las mediaciones sagradas (la Ley, el sábado, el templo) para ir construyendo la MÁXIMA UNIÓN -NO IDENTIDAD- con el Abbá. Y, proporcionalmente, estoy afirmando lo mismo de la identidad cristiana que es inmediatez con el Ser, unión con él hasta la frontera de la fusión, sin resquicio por parte de Dios para ninguna mediación. Sólo por parte de la creatura puede caber la mediación como instrumento expresivo o simbólico de su apertura al Don amoroso de Dios. La relación Creador-creatura es tal que cuanta más cercanía e inmediatez se da, se precisan menos mediaciones sagradas interpuestas. En mi mentalidad clásica cuando era estudiante de teología me preguntaba cómo los “padres del desierto” se pasaban la vida sin un solo sacramento, y probablemente sin Biblia. Su soledad acompañada por el Misterio, su unión mística no dejaba espacio a mediadores sagrados, era el propio Santo quien los llenaba.

Es en este contexto en el que afirmo que Jesús era arreligioso y que la construcción de una religión con nuevas mediaciones sagradas era lo que menos le preocupaban en la formación de sus seguidores: ni templos, ni sábado, ni sacerdotes, ni maestros, ni jefes, ni ritos sagrados…Poco le costó, al parecer, al autor del cuarto evangelio sustituir la sagrada Cena eucarística por el gesto servil del Maestro de rodillas lavando los pies de sus amigos…: mera sustitución de un gesto, la cena pascual, por su equivalente. Sus seguidores adoran “en espíritu y en verdad”, no en el Templo judío o samaritano, se cuidan del herido del camino mientras los clérigos se van a sus rezos… Visto desde Jesús parece que el “seguimiento” no necesita institución, ni leyes, ni cánones, ni liturgias…Sólo un corazón honesto y solidario. Lo humano bien humano, bien a ras de tierra, porque en nosotros como en Jesús “cuanto más humano, más divino”.

Esto nos lleva a entender que la autonomía de la creación no es sinónimo de distancia de lo divino, eso sería deísmo. El Don de Dios, decíamos, consiste precisamente en dar consistencia a toda realidad, en hacer que sea lo que realmente es en su autonomía evolutiva. No existe mayor cercanía de Dios que el hecho de que nuestro ser en todas sus dimensiones, por todos sus poros, en toda su actividad, se entienda establecido, asentado, enraizado, cimentado en el único Fundamento de ser. Es como si el rayo de luz en lugar de hacer estallar en destellos el trozo de puro cuarzo, lo construyera y creara. Ninguna otra realidad se halla más cercana, más próxima que Dios a la íntima fuente de nuestro ser. Dios es “lo más profundo de mi mayor interioridad” (”interior intimo meo”). Sólo el ignorante encuentra en la metafísica dificultad espiritual. Si la metafísica se ocupa de lo más profundo de las cosas, será laborioso y arduo su proyecto conceptual y formulativo, pero no deja de coincidir -aún siéndole inferior, sin duda- con la mística si ambas realidades son vivenciales y no simples conatos especulativos. Es cuestión de sensibilidad perceptiva, no mayor o menor sino diferente, me permito observar a quienes fruncen el ceño ante el esfuerzo metafísico y se refugian en las trampas de la imaginación. Quien al oír nombrar a Dios con la formula de Fundamento óntico reprocha su adusta desnudez o bien anda escaso de reflexión o bien de sensibilidad para lo que no es estrictamente sensitivo. Además de ser esta denominación tan respetuosa apofáticamente para con Dios es la que, a poco que se reflexione, va nocionalmente más a la raíz de la cercanía y presencia de Dios, la que más respeta su inmanente trascendencia, la que se experimenta casi más como fusión que como unión, es decir, la que, al menor descuido, parece panteísmo.

II. 11 La creación es la carne visible de Dios

Y aquí se vislumbra el concepto más fuerte que puede existir de encarnación de Dios. La creación es la carne visible de Dios. . Dios no precisa llegar de fuera para sostener o promover a su criatura, está dentro, es su soporte vital, su energía existencial. Cuando la criatura es el ser inteligente, ha recibido o está recibiendo sin cesar, en su densidad autónoma, la capacidad de Dios (‘capax Dei’), es decir, está fontalmente habilitada para des-velar a Dios, unirse a él, hundirse en su misericordia. Dios es el punto de arranque interior de su progresiva maduración y de sus irrestrictos logros. Sólo la chata percepción y talante del pensamiento mágico concibe la historia como un Don por entregas, una sucesión de dones divinos, de aportaciones de conocimiento y vigor: Dios crea, habla, elige, amenaza, castiga, se acerca, se aleja, adquiere realidad humana, redime-salva del pecado… Cuando percibimos a Dios con respeto y amor, como el Fundamento Óntico éste encierra en sí en su entrega al ser humano la entera capacidad evolutiva y perfectible hacia toda Plenitud. El Don divino irá adueñándose de todo e impregnando los más recónditos recovecos de cada criatura. Impregnación plenificante que sólo se verá limitada por la capacidad de cada cosa o por la libre voluntad de la persona. Si esto no llena nuestra visión religiosa siempre quedará el recurso a la ‘historia sagrada’ con sus diversas secuencias mitológicas. Por supuesto que respeto cualquier camino para llegar a Dios, dentro de la tradición cristiana como en otras tradiciones religiosas.

(Para ulteriores detalles de este proceso “secularizador” ofrezco las reflexiones del texto “Desacralizar es humanizar. Humanizar es divinizar“).