Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

III. EL SER HUMANO, MÁXIMA ENCARNACIÓN DE DIOS

    Por Juan Luis Herrero del Pozo

Que Dios se hace carne en la creación es la idea básica del presente desarrollo sobre el nuevo paradigma. Dentro de la creación resta por ver algunos elementos constitutivos de ella : el ser humano, los grandes testigos de Dios, en especial Jesús de Nazaret, y la resurrección como consecución de la Plenitud a que está destinado todo ser humano por el hecho de serlo.

III.1 La emergencia del homo sapiens

Cuando en la inmensidad del universo y en lo dilatado de los siglos se topara un foráneo con un ser humano quedaría alucinado por el portento que se le ofrece. ¡Qué presencia y energía creadora debió habitar el diminuto núcleo inicial (precedido de otros tal vez indefinidamente) que originó con el big bang el comienzo de todo como para alcanzar el grado de ser de ese “milagro” de un niño que nos hace extasiarnos y buscar más allá de él. Lo he dicho más de una vez, ante mi nieto juguetón mi impulso a duras penas reprimido sería caer de rodillas consciente de que transparenta al Indecible.

Todo trasparenta a Dios en la creación si se caen las escamas de los ojos. Cierto que muchos seres humanos, cualquiera de nosotros, lo cela igualmente con la porquería que acumulamos. No importa. La vista se puede hacer penetrante y más allá de la miseria física y moral de un borracho pordiosero en las escaleras de un Metro se acaba vislumbrando la grandeza que se esconde.

Oh, Dios, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? Ni más ni menos que un crucificado sanguinolento y asediado de desesperanza que está apunto de llenarse de luz y belleza en los brazos del Padre.

La evolución cósmica ha parido un cuasi-Dios. Al cabo de un milenario proceso de imperceptible perfeccionamiento, dejando atrás bifurcaciones miles en busca de la emergencia de lo más perfecto, las galaxias, los planetas menos inhóspitos, las primeras células vivas, los microorganismos de los océanos, y así de ‘salto’ en ‘salto’ evolutivo hasta unos primates que se alzan en pie y en su cerebro se dibuja el rústico instrumento de un palo, en sus ojos apuntan unas lágrimas al morir un hijo junto al que entierra su manjar preferido para el camino; se dibuja una sonrisa furtivamente dirigida a un congénere con el que antiguamente se disputaba a dentelladas un manjar. Quedan siglos y avatares de evolución pero ha surgido una mente que se mira sorprendida a sí misma, se siente hacedora de su historia y, no sé cómo ni en qué momento, apuntan ciertas preguntas todavía borrosas ¿Quién soy? ¿qué hago aquí? ¿para qué me afano? ¿de dónde vengo? ¿alguien me escucha cuando estalla el relámpago o amenaza el volcán?

¿Son éstas fantasías o aproximaciones a la emergencia de la mente inteligente?

III. 2 La mente, una chispa del Logos. El Logos se hizo carne.

Chispa del Logos es una metáfora, no tenemos otro lenguaje. Si cada criatura, carente de ultimidad de consistencia y sentido, apunta más allá de sí misma a un Fundamento Último de todo ser de quien es modesta e imperfecta transparencia, la mente del homo sapiens es el espejo más bruñído y revelador. A Dios no le ha visto nadie y nada se puede decir de él pero en el espejo creatural se manifiesta al menos cómo no es Dios aunque también en los rasgos de la imagen reflejada se vislumbra el Modelo. Y, dado que la consciencia percibe al Dador de sentido, se inicia un diálogo libre. El diálogo es esencialmente comunicación entre dos ‘logos’ que lo son aunque medie un abismo.

Es el modo más básico, radical, poderoso, fontal e insuperable de ‘encarnación’ de Dios. Dios es Don y se entrega sin medida. No cabe ninguna elección arbitraria, discriminatoria o excluyente vista la donación desde el lado de Dios.

El diálogo es comunicación pero ésta es posible porque la chispa del Logos habita la del ser humano haciéndolo ser. Y haciéndolo ser en su autonomía es como se le está comunicando en un Don sin medida que no se entrega a retazos sino en plenitud. Plenitud nunca deficiente (Dios no se arrepiente de su Alianza creadora), ilimitada en sí misma, sólo limitada por la apertura que le ofrezcemos.

La chispa creadora del Logos, simple y total en sí misma, no hace emerger un ser acabado sino esencialmente extendido en una evolución histórica. Es decir, la creación confiere (como Fundante no como Causa eficiente) la capacidad de desplegarse hasta el infinito: la evolución es “la apertura infinita de la conciencia y de la libertad” (Torres Queiruga). Es una trampa imaginativa pensar que la capacidad de evolución, tanto física como espiritual, está colgada de un surtidor de intervenciones de lo alto suvcesivas y calculadas. Ello sería volver a los viejos esquemas y olvidar el profundo sentido de la autonomía de lo creado a que nos abrió la ilustración.

(Una precaución para las personas de buena voluntad: cuando rechazamos el pensamiento mágico como destructor de la autonomía de lo creado, de ningún modo ponemos en tela de juicio la conciencia subjetiva que acierta en su relación con Dios pese a que el sustrato metafísico inconsciente de su percepción esté objetivamente equivocado)

En la literatura cristiana disponemos de una bellísima metáfora en el cuarto evangelio: el logos, la sabiduría de Dios, el ser inteligente de Dios se comunica desde la eclosión misma de todo ser, y por antonomasia al ser humano y así “El Verbo de Dios se hace carne y habita entre nosotros” (literalmente “planta su tienda entre nosotros”).

Es el modo germinal más radical de ‘encarnación’ de Dios, llamado a superarse sin medida. Dios es Don y se entrega sin cicatería. De nuevo la medida sólo adviene desde el receptor, desde la acogida que se presta al Don: “Estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre entraré y cenaré con él”. (Apocalipsis) Si alguien, es decir, cualquiera, la sola condición es la de abrir, la llamada es indiscriminada, no preselecciona al comensal. Desde una sana idea de ‘creación’, desde un planteamiento religioso hecho desde la racionalidad, rotundamente, no cabe la noción bíblica de “elección” salvo como lenguaje antropomorfo del orgulloso seleccionado.

La encarnación sin medida de Dios en el ser humano es tanto como decir que el objetivo y fin últimos de una conciencia abierta al Infinito es alcanzar la Plenitud de que el ser inteligente es capaz. Ahora bien, dado que la Plenitud de Dios es inigualable ningún cielo imaginado será una situación de reposo aburrido. Ver a Dios “cara a cara” es introducirse en un chorro de plenitud de gozo desbordante, siempre creciente y renovado.

Tal es la evolución constructora de nuestro ser NATURAL en virtud del proyecto creador. Ningún añadido “sobre-natural” por parte de Dios es pensable. A ninguna mediación tiene por qué subordinar Dios su cercanía plenificadora. Las mediaciones (nunca exentas de pecado), religiones, iglesias, símbolos, instituciones, liturgias, procesiones se las busca el ser humano desde su necesidad expresiva en su precariedad de caminante

III.3 Al encarnarse el Logos en la persona le confiere su dignidad absoluta.

El progreso de la humanidad ha buscado una base consensuada en la que se asienten los derechos y libertades humanos, de los que en parte y contra toda lógica se desmarcó la Iglesia persiguiéndolos incluso. No obstante la base de derechos y libertades nadie niega ya que estriba en la ABSOLUTA DIGNIDAD del homo sapiens, para creyentes y no creyentes. Por más que el calificativo de ‘absoluta’ encuentra en el no creyente tal vez un soporte teórico de menos clara justificación lógica: ¿merece alguna realidad la consideración de absoluta?

Dios se encarna en todo ser humano y lo hace inviolable por principio. Es su imagen, su icono, su misma carne visible. ¿En qué medida somos conscientes de ello? Al menos actuamos como si lo fuéramos. Vivimos inevitablemente siendo el centro del universo. El egocentrismo es inevitable, a no confundir con el egoísmo. Es imposible no referir todo al yo, sensaciones emociones, conocimientos, penas y satisfacciones, pasado y futuro. La consciencia es percibir todas las cosas desde la propia idntidad. Así es el ser de la naturaleza inteligente. El gran filósofo que fue Tomas de Aquino asegura que seríamos incapaces de abrirnos y amar a Dios si no lo percibiéramos como un bien para nosotros. Basta observar nuestro comportamiento espontáneo en cualquier tertulia: sólo una actitud educada aprendida nos frena y mantiene discretos sin permitirnos caer en el ridículo de acaparar la atención como centro principal. Aunque el reflejo de la madurez nos preserve del narcisismo es inevitable - y natural- que nuestro yo actúe de algún modo como un absoluto. Es la raíz misma de nuestra dignidad como persona la que no tolera la injusticia ni siquiera ser reducidos al papel de simple instrumento o medio para algún fin. Lo que vivimos y defendemos como dignidad inalienable ¿no es la forma de entendernos como un existencial absoluto? Para el creyente es la salpicadura del Infinito de Dios de quien nos decimos imágenes, iconos vivientes. Ello hace que la persona nunca pueda ser simple parte de un todo y aquí radica la razón última de la democracia. El individuo, él mismo, es un TODO, único e irrepetible, radicalmente solo en su grandiosa mismidad. Sólo algo o alguien a su lado que no lo anule puede serle compañía en su inevitable soledad. Para un ser no pegado a la epidermis de las cosas Dios habita esa soledad con tal plenitud que un preso aislado en una celda si pudiera abrirse a su realidad profunda se sentiría inundado de fuerza y de luz. El Padre Damián besaba y abrazaba a los leprosos en los que veía a Dios.

III. 4 Creaturalidad insaciable, abierta al Infinito

Hay más. El conocimiento humano es de tal índole que su capacidad de percepción es, de por sí mismo, ilimitada salvo por su soporte neuronal . Ninguna realidad limitada puede brindarle un reposo total: siempre hay más realidad de ser que abarcar, nunca puede estar saciado. Y arrastrada por el conocimiento la ansia de felicidad es inagotable. Como dije antes ni la unión con su máximo Bien conoce un tope. Sin duda no lo hay por parte de la plenitud de Dios pero tampoco cabe entender que lo haya por parte de la criatura. No se entiende desde qué condicionante su capacidad cognitiva y volitiva podría alcanzar un “no va más”. Rigurosamente hablando “en la misma medida en que la mente es imagen de Dios puede abarcarlo (”capax Dei”) y participar de él” (Agustín de Hipona). La simple creación abre a la Plenitud del Infinito en conocimiento y felicidad. La condición de “capax Dei” no acaba de recorrer el camino hacia la unión máxima posible porque Dios es inagotable.

La simple contemplación de tal rebosamiento sin medida de Dios sobre el ser humano hace redundante e imposible cualquier complemento. Es decir si el ser humano por su simple creaturalidad es “capax Dei” no es pensable ningún otro don que se le pueda añadir: cualquier meta-creaturalidad, cualquier sobre-natural es inconcebible.

Es claro que la criatura es precaria y defectible (único contenido del mito del pecado original) pero sería una creación a medias la que no la dotara de todas las capacidades para recuperarse si falla, enderezarse si se tuerce, SALVARSE en suma y alcanzar por su propia fuerza creatural (es decir, cimentada en el Fundante óntico) la Plenitud a la que hemos visto que estaba destinada. Mediante el misterio de la Creación todo lo divino queda introyectado en cada criatura, según su propia receptividad y cualquier otra pretendida “intervención” salvadora divina es redundante y supérflua. Al parecer - y no percibo haber dado ningún paso en falso lógico o metafísico hasta este momento- la simple razón humana se basta para satisfacer las exigencias de entendimiento de la andadura humana hacia Dios.len sin que el resto de los “misterios” de la historia santa El El resto de los “misterios” de la historia santa sólo servirían como apuntes mitológicos desde una lectura literal (fundamentalismo) de la Escritura. Y merecería la pena hacer un recorrido para descubrir cómo se han construido desde presupuestos injustificados, tal el pecado original que exige un redentor, tal la unicidad exclusiva de la salvación universal por Cristo a la que se agarran quienes infravaloran su función de prototipo ejemplar (que da sentido nada menos que al “seguimiento”).

En resumidas cuentas, es el mismo Dios quien hace emerger en la cumbre de la evolución cósmica una criatura insaciable cuyo destino natural es la máxima unión con su Creador (resurrección-plenificación) para cuyo cometido ha sido pertrechada con todos los medios oportunos.

III. 5 La unión con Dios nunca alcanza la identidad con él.

Éste puede considerarse como un axioma de orden ontológico estricto: expresa simplemente la diferencia irreductible entre creador y criatura, finito e Infinito. Estando convocada la creatura a la máxima unión no cabe pensar que al lograrlo pierda su propia identidad disolviéndose en el Ser creador. Una unión que se consumase en la fusión en una de las dos realidades sirve como metáfora mística o como afirmación de panteísmo estricto que dudo que éste sea el fondo del pensamiento oriental tan difícilmente descifrable para la mente occidental. Ni siquiera la imagen de la gota de agua que se pierde en el océano puede ser algo más que un símil de la unión mística con Dios: las moléculas de la gota se añaden a las del océano confundiéndose con él sólo en apariencia.

Estas afirmaciones no restan fuerza a la realidad de la unión mística, al contrario. Cuando el ser humano se va uniendo espiritualmente a Dios en modo alguno se pierde sino que se gana plenificándose en él. Nunca mejor aplicación de las palabras de Ireneo de Lyon “gloria Dei, vivens homo”, Dios manifiesta su gloria en que el hombre VIVA y, en el fondo, que viva permaneciendo para siempre en su máxima realidad de imagen del Dios vivo. El proceso de progresiva unión con Dios, especialmente en su culminación, debe ser indescriptible y de una fuerza ejemplarizante y de arrastre sin par con capacidad de polarizar corazones y dejar huella indeleble en la historia. Una persona que vive la unión con Dios en grado de excelencia revela a otro ser humano lo mejor de sí mismo y le abre caminos insospechados. Así son los verdaderos Maestros en humanidad.

En cambio no parece pensable para el verdadero ser humano en camino hacia Dios ninguna situación intermedia entre la unión y la identificación, ningún ser mitológico mitad hombre mitad Dios, en parte criatura en parte creador.

    Es realmente conmovedora la visión de la cercanía de un Dios que se manifiesta, que se hace carne visible en los seres del universo creado, en cada uno según su densidad, capacidad y autonomía. El impacto es ya desconcertante cuando se hace hombre/mujer: este misterio participa del de Dios y es insondable. La dignidad de todo ser humano es, en alguna medida, absoluta como meta de la evolución cósmica y máximo reflejo visible de la Plenitud del Creador.

III. 6. La persona, realidad relacional

Pero el ser humano es único sin ser el único porque es persona y la persona parece una quimera (si ya no una contradicción) fuera de una red de semejantes. El “yo” no es un ‘in se’ si no es un ‘ad alios’, diría cualquier filósofo personalista o, incluso, cualquier psicólogo. La profundidad de la persona es la relacionalidad, el ser esencial y antropológicamente relación a las demás personas. Si no es relacional no es persona; parecería incluso una ‘contradictio in términis’. Lo antropológico profundo se verifica en la observación psicológica e histórica como es el caso del “niño salvaje” de Hesse y de múltiples otros niños criados sólo entre animales y en los que ha resultado casi imposible hacerles alcanzar características humanas básicas. La psicología corriente observa también que la perturbación severa en un individuo de las relaciones interpersonales es el mejor camino de la pérdida de identidad, de la enajenación. Inversamente la buena socialización y el acierto en las relaciones con los semejantes fortalecen la propia personalidad.

No es éste un tema ajeno a lo religioso. Se podría decir que constituye el sustrato básico de la ‘regla de oro’ de todas las religiones que exige el mínimo de tratar a los demás como uno quisiera ser tratado y, en la tradición judeo-cristiana, el mandamiento del amor. Y más que un mandamiento es la única realidad en la que se compulsa el amor de Dios y se verifica la autenticidad de la fe (Mateo 25). La fe cristiana - y cualquier fe real- es indisociable de la solidaridad y del amor fraterno. Somos hermanos porque tenemos un Padre-Madre común.

El ser persona es así, a mi entender, un caso concreto de lo Uno referido necesariamente a lo Múltiple. La dialéctica de lo Uno y lo Múltiple parece afectar al ser en su totalidad. Se da en Dios -y no pienso en su interioridad (¿Trinidad?)- sino en general: Dios no ha existido sin el cosmos (ni éste, por tanto, comenzó en el tiempo), sino que ambos serían coeternos, uno como contingente, el Otro como Bondad inexorablemente difusora de bien (”Bonum est diffusivum sui”).

Demos un paso más en el que retomamos el valor icónico del ser humano en cuanto reflejo de la trascendencia de Dios.

La realidad dialéctica de la persona es tensión entre el “en sí” (in se) y el “hacia los otros” (ad alios), entre la ‘inseidad’ y la ‘alteridad’. Históricamente su conciliación no innata o espontánea, sino fruto de la ‘vis’ evolutiva hacia la plenitud que puede quedar fallida. Y, así, la plenitud no puede ser alcanzada en la unión con el Uno más que en la apertura a la alteridad, a lo Múltiple. Sin la alteridad, el yo quedaría definitivamente enclaustrado en un solipsismo frío, estéril, infernal.

Una realidad tan universal como el enamoramiento parece denotar desmesura e irracionalidad. Quien lo experimenta vive algo parecido al éxtasis. Nada como él transporta más allá de sí mismo, ni con tal fervor. En cambio, el observador desde fuera tendería a sonreír si él no hubiera sido en algún momento actor. Desde fuera no se percibe proporción entre el ‘peso específico’ de la persona amada (sus cualidades y valores reales) y la entrega desbordante del enamorado ¿Es irracional el enamoramiento? En alguna medida cabría pensar en una trampa de la naturaleza. Sin la fuerza de atracción del instinto que parece magnificar exageradamente su objeto ¿quién se embarcaría en la que, según la experiencia, parece ser la aventura más arriesgada de la vida, ámbito de grandes gozos pero también de crueles dramas. Más que trampa, en nuestra parte animal, es garantía de supervivencia. Y contra ello nada pueden los fracasos ajenos o, tal vez, propias. Pero hay algo más. El enamoramiento vehicula el instinto de la especie, pero además, y sobre todo, aunque sólo la fina reflexión profunda lo descubra, el enamoramiento como apuesta tan riesgosa y desmedida, transparenta la atracción del Trascendente que interpela y atrae des ‘el otro’ siempre misterioso.

III. 7. El Y0 se trasciende en el OTRO (el alter ego)

Es evidente que la espiritualidad, realidad profundamente humana, no es privativa del creyente. Cualquier persona no sumida en la ‘distracción existencial’ se siente íntimamente invitada a abordar las cosas en su hondura. El creyente llamará Dios a esa hondura. El no creyente no lo hará obviamente aunque experimente no menos hondura. Ambos convergen sustancialmente en la misma vivencia si ésta les lleva a apostar sin miramiento por la orientación de vida honesta y comprometida que la inmensa seriedad de las cosas le señala.

Pues bien, entre todas las realidades, la que resulta constituir el test principal de la autenticidad de nuestra biografía, y, por tanto, también de nuestra fe, es la persona, ‘el otro’ a quien reconocemos y aceptamos como ‘otro yo’, por quien llegado el caso expondríamos la vida. Ahí se juega la humanidad su historia.

De una u otra manera todas las culturas reconocen que si no nos abrimos a los demás, sucumbimos. El testimonio de Jesús, sin duda alguna, ve en tal hecho la verdadera Trascendencia. Parece que se trata de un dato antropológico universal y, por ello, con fundamento en la realidad humana ¿En qué medida?

En mi opinión el enamoramiento nos pone en la pista. Aquel impulso emocional tan potente que he llamado trampa del instinto porque desborda toda medida en que una persona puede objetiva y racionalmente ser ‘amable’ (merecedora de amor), sin duda responde a la sabiduría de la naturaleza en la conservación de la especie. Sin embargo, opino que no es todo: en ‘el otro’ nos hace un guiño el Absoluto. Si no lo acogiéramos -no conceptual sino vitalmente- seríamos incapaces de trascender nuestro potentísimo Yo y no nos hallaríamos lejos de la soledad existencial que esteriliza el ser.

III. 8. El otro”, encarnación icónica de Dios.

Que nadie, salvo el psicótico grave, es tan narcisista como para vivir un egocentramiento total, un solipsismo radical, parecería un dato de experiencia, salvo mejor criterio profesional. Sería el suicidio como persona. El propio egoísmo lleva instintivamente a conectar con los demás. Pero este mismo instinto, salvaguarda del yo, es tal porque traduce la realidad honda del ser. El instinto indica que el individuo racional no puede autorrealizarse en el solipsismo y parece alcanzar en el otro, antropológicamente hablando, la llamada de un absoluto complementario sin el cual el propio absoluto se diluye ¿Complementario? ¿Por qué si la propia dignidad, como hemos visto, nos impide fungir como parte de un todo ajeno?

Tal complementariedad, pr tanto, aunque es indudable, no es la explicación final. Hay algo más. Tal complementariedad no daría cuenta de la superación del egocentrismo que bien podría ampliarse a un egoísmo ampliado como puede darse en una pareja. La inserción del egocentrismo, sin su supresión, en el amor, que es experiencia integrada de la alteridad, responde a algo más que a una necesidad de complemento del ser indigente. Aunque estamos tratando una realidad sutil, entiendo que en ‘el otro’ no resuena simplemente una absolutez tan limitada y precaria como la nuestra propia sino que, obscuramente, en ‘el otro’ se halla agazapada la llamada del ‘Otro’. La alteridad (alter=otro) practicada es necesaria en una primera instancia vital de salud, superadora del solipsismo suicida, pero sería una salud engañosa si permaneciera incurvada en el círculo cerrado de un solipsismo ampliado. No sólo soy consciente de que el tema es sutil, sino de que no manejo ni ofrezco propiamente un argumento de evidencia, sino un suplemento de sentido al ser humano. Al igual que no existe evidencia al apostar por el Absoluto divino en la fundamentación y sentido último del ser, no la puede haber aquí como si nos hubiera salido al encuentro otra vía de toparnos con Dios. Nos movemos simplemente -y no es poco para la exigencia humana de racionalidad- en el ámbito de la congruencia: la apertura al prójimo, más allá de un egoísmo ampliado, se esclarece si, en todo amor auténtico, late el Amor de quien es el Bien “diffusivum sui”, el Bien generador de amor. En una palabra, la persona es la imagen sagrada, el icono en el que se desvela y nos topamos con Dios.

Sin este amor humano pasaríamos una eternidad proclamando “¡Señor, Señor…! sin que, como denuncia el texto evangélico, no poseeríamos por ello ápice de fe. Para Tomás de Aquino, como filósofo, en cualquier acción buena como tal, se encerraba, estaba implicada una opción por lo Absoluto del Bien. Idéntica reflexión -y ‘a fortiori’- vale para la acción humana amorosa.. De la mano de Blondel, Maritain y muchos otros merecería la pena descubrir cómo existe mayor densidad de afirmación vital (en oposición a la afirmación conceptual) y, por ende, de fe auténtica en la acción que en el concepto. Es la razón última de la primacía de la ortopráxis sobre la ortodoxia.(ampliar en Religión sin magia pgs.226-231)

(Seguirá IV Dios se encarna en Jesús de Nazaret y V Resurrección natural plenificante)