Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

IV. DIOS SE HIZO CARNE EN JESÚS DE NAZARET

Seguimos en el mismo ámbito de la encarnación de Dios en la creación, en toda la creación y, dentro de ella, en cada uno de sus elementos conforme a su capacidad receptiva. En la cúspide de la evolución cósmica, por cuanto nos es dado conocer, se sitúa la humanidad. Dios se hace carne en todos los humanos y, de un modo especial, en todos los hombres y mujeres santos entre los que se encuentra Jesús de Nazaret.

IV.1 El Jesús (histórico) ofrece sobre sí más garantías que el Cristo (de la fe)

Para no dejar lugar a ningún malentendido sobre el contenido de este capítulo IV adelanto que coincido con las siguientes tesis de J.Hick en “La metáfora de Dios Encarnado” (Abya Yala, Quito 2004) “Jesús no enseñó que él mismo fuese Dios Encarnado…, esta idea formidable es una creación de la iglesia (pág.14); y de J.M. Vigil : “Existe un amplio acuerdo entre los exegetas sobre el hecho de que Jesús no reivindicó para sí el atributo de la divinidad, ni tuvo en absoluto la pretensión de ser Dios encarnado” (Teología del Pluralismo religioso, p 167).”Un hijo de Dios metafórico se transformó en el Dios Hijo metafísico, segunda persona de la Trinidad [1]” (Hick,l.c. 71); “El dogma de la encarnación es cuestionado por un gran número de teólogos tenidos en alta consideración” (Hick ibid. 25); “El cristianismo del Cristo dogmático es otro cristianismo, o sea, un cristianismo diferente del cristianismo del Evangelio del Reino de Dios y del seguimiento de Jesús” (Vigil, l.c. 171).

Es claro que, especialmente en este capítulo , mantengo el método de indagar todo lo que una razón abierta pueda dar de sí modestamente en el conocimiento del personaje de Jesús sin recurrir a autoridades eclesiales o bíblicas pretendidamente avaladas por la autoridad divina. Lo que no obsta manejar los textos bíblicos como testimonios cristianos concernientes al personaje Jesús. Textos que no se pueden tomar al pie de la letra sino que, como en cualquier caso, están hermenéuticamente sujetos al método científico de la crítica histórica. No es una precaución supérflua dado el ingenuo vicio en el mundo cristiano de interpretarlos tal como suenan. Así por ejemplo, el cuarto evangelio es manipulado sin rubor sin tener en cuenta estas mínimas precauciones como advierte J.Hick :”Después de D.F. Strauss y F.C. Bauer, el evangelio de Juan ya no puede ser tomado por nadie como una fuente de palabras auténticas de Jesús”.

Así pues, al no haber acuerdos contrastados entre los especialistas sobre los “ipsissima verba Iesu” sobre éste sólo disponemos con plena garantía de afirmaciones mediadas: cómo los autores de dichos textos o las personas que originaron las tradiciones orales previas a tales escritos, entendieron e interpretaron con ardor y con buena fe indudable los acontecimientos y palabras de un personaje tan fuera de lo común. Formular lo dicho como “lo que dicen que dijo e hizo Jesús” matiza los resultados pero en manera alguna invalidad un núcleo duro de máxima importancia, pese a contornos algo difusos, de los hechos y dichos del Maestro. No sería aventurado proceder respecto a los evangelios con dos afirmaciones contrapuestas: ni se agota en ellos obviamente la complejidad del Jesús histórico ni existe plena garantía de la inexistencia de alguna deformación interpretativa en razón de la propia subjetividad humana. Esta reflexión que nos parecería obvia en el caso de textos de o sobre cualquier personaje antiguo sólo nos puede parecer abusiva en el caso de Jesús a causa de la creencia en la “intervención” del Espíritu que da origen al que hemos dado en llamar “el Cristo de la fe”. Personalmente entiendo que, agotada la aproximación histórica a Jesús, todo lo demás que se diga pertenece al ámbito de “la experiencia interior” de los testigos y posteriores seguidores, única sede de lo que se ha llamado “revelación”. No me detengo en algo ya expuesto en “Religión sin magia”.

IV.2 Contornos ambiguo del Cristo tradicional.

Debo reconocer con sencillez el agobio que las antiguas creencias me causaban. El lío no dejaba de ser considerable: ¿era preciso orar siempre al Padre “·por Jesucristo nuestro Señor”? ¿en qué circunstancias tenía sentido dirigirse más bien al Hijo? El colmo era la preocupación que me ganaba por postergar un tanto al Espíritu. Al parecer otros eran menos técnicamente piadosos e invocaban sin remilgos a “nuestro Padre Jesús del gran Poder”. No acababa ahí la dificultad. Dado que Jesús era hombre y Dios, mi confusión crecía: ¿habría de orar a su divinidad a través de su humanidad? ¿o apiadaría más fácilmente al Señor dirigiéndome directamente a su humanidad? A mi entender, la dificultad aún sería mayor para él: ¿cómo podía crecer Jesús humanamente en sabiduría si ya lo sabía todo como Dios? Su psicología humana y su sabiduría divina ¿se mantenían en compartimentos estancos? ¿O qué relaciones mantenían? Y el tema de las voluntades aún dio más quebraderos de cabeza a los teólogos medievales. Su voluntad humana no podía fallar a su ser divino y, por eso, no podía pecar. Pero entonces ¿las tentaciones iban en serio dado que de ningún fallo tenía que preocuparse? Si su inteligencia gozaba de la visión beatífica, la propia y plena del cielo, como decían los teólogos, incluso desde su mismo estado de embrión ¿cómo esa máxima felicidad le permitió sufrir sobre la cruz? Me agarraba a los teólogos más fiables ávido de una explicación pero me parecían éstas tan peregrinas que me era más cómodo refugiarme en el misterio., como siempre se nos aconsejaba. Lo que no me evitaba que la vida interior y de relación con lo divino anduviese incierta y desorientada entre tantos interlocutores divinos con los que me esforzaba por cumplir sin marginar a ninguno.

Los laicos han sido parcos al hablar de estas cosas, les daba apuro quedar mal ante los clérigos. Pero algunos acababan por insinuar tímidamente su desorientación y, según recuerdo, no quedaban satisfechos con nuestros apaños teológicos. A mí personalmente Jesús me seducía por su forma de enfrentar los problemas humanos, por su independencia ante lo cultual y religioso, por su apuesta progresiva por la masa de marginados de aquella sociedad terriblemente injusta. Pero siempre me quedaba yo en la incómoda ambigüedad de si Jesús actuaba como hombre como yo o si todo le venía dado de su naturaleza divina.

Trascurrido el tiempo desde mi conversión del año 85 fui cayendo en la cuenta de que mi lamento “¡qué tarde, Señor, te conocí!” se dirigía a Dios en general. Jesús no era interlocutor aunque su parábola sobre el carácter absoluto del tesoro escondido hubiera preparado el terreno. Jesús fungía como referente en mi enfoque de la espiritualidad: yo creía como Jesús más que en Jesús. Porque el personaje seguía teniendo algo de híbrido y desorientador para mi fe De ahí que Jesús fue uno de los elementos que antes se benefició de la deconstrucción-reconfiguración resultante de rechazar todo intervencionismo de Dios en la historia que desbordase el marco de las realidades naturales. El Verbo se hizo carne era metáfora poética no metafísica. Insensiblemente la figura de Jesús se fue desprendiendo de su ropaje ‘encarnatorio’, se fue despojando de su ambigüedad híbrida…Y apareció Jesús, el hijo de José y de María, vecino de Nazaret, curioso individuo desconocido de quien la gente sólo comenzó a hablar cuando era ya en aquella sociedad un adulto maduro. Con la mayor sinceridad y honradez debo confesar que sólo con la ayuda del nuevo paradigma he comenzado a descubrir a Jesús. Sólo en la medida en que releyendo los evangelios me aparece con inusitada novedad la humanísima humanidad del Maestro galileo. Y sólo entonces cobra sentido y atisbo la humanísima divinidad de Yahvé.

IV.3 Jesús no es Dios ni igual a Dios

Así, pues, Jesús no rompe la evolución natural de la historia, no es un caso único sino uno entre otros ¿El más grande? Es una pregunta ociosa porque no disponemos de un patrón de medida. En cualquier caso la competitividad en este terreno sería un mal comienzo en el diálogo interreligioso. Jesús no fue celoso como lo eran sus amigos de quienes también hacían milagros. Es normal que en nuestro contexto cultural el más asequible entre los grandes hombres de Dios sea Jesús pero nada nos impide recibir de otras fuentes, Buda, LaoTse, Mahoma…

Hemos atisbado un Dios que se oculta y se revela en toda sus criaturas en la medida en que participan de su bondad a lo largo de la evolución cósmica. No es el mismo reflejo el que refracta una bella gema, un perrito, un recién nacido o el anciano ante el que se rasga el velo del santuario al salirle al encuentro desde su propia interioridad el Santo de los santos. Jesús es una cumbre de la evolución aunque no la única. Está hecho de la misma pasta creatural pero qué humanísima belleza la de este icono de Dios en cuyo seguimiento vamos a consumir nosotros toda una vida aprendiendo a ser ‘hijos de Dios’ y hermanos de todos.

En el imaginario religioso cristiano Jesús es Dios en el sentido más fuerte de la afirmación que constituye, nos aseguran, el corazón irrenunciable del cristianismo. Si queremos evitar una posible trampa del lenguaje verifiquemos en el comportamiento del pueblo cristiano lo que creemos: Jesús es adorado con la misma categoría de Dios.

Efectivamente, para no instalarnos en el equívoco hagamos alguna precisión.

Según los concilios cristológicos en Jesús existen dos naturalezas, humana y divina, sustentadas por la persona única del Verbo. Así se pensó salvar el misterio, dualidad de naturaleza y unidad de persona. Los teólogos modernos conceden con facilidad que se impone romper el corsé de la ontología helenista y reinterpretar el misterio.

Como quiera que ello se entienda el lenguaje popular se atiene a la fórmula “Jesús es Dios”. Para no perdernos en distinciones atengámonos a tal afirmación y preguntemos: ¿qué indica para el pueblo el verbo ES, identidad o unión? ¿Jesús se identifica con Dios hasta el punto de constituir una misma y única realidad con él? Esto parecen indicar tanto el culto de adoración por parte del pueblo cristiano como la afirmación dogmática de que Jesús era homoousios toi patri, de la misma naturaleza que el Padre. La identidad de Jesús con Dios parece tanto como afirmar la identidad entre criatura y Creador, contingente y Necesario, finito e Infinito. A partir del supuesto de la identidad ¿cómo no caer, pues, en la pura y simple contradicción, es decir, en una afirmación carente de sentido real?

Si no se admite la identificación entre Jesús y Dios sólo queda hablar de unión entre ambos. Ahora bien la unión sólo tiene como frontera la misma que el panteísmo para el que la multiplicidad de seres desaparece en la unidad. Por muy extraordinaria que entendamos la unión de Jesús con Dios nunca su realidad humana se puede confundir con la divinidad.

Tal vez estas afirmaciones tan abstractas se formulen mejor acudiendo al símil ya utilizado al hablar de la creación de la que Jesús es un caso concreto. Dios, entendido en la creación como Don no se limita por sí mismo sino por el receptor, como sucede al agua con un recipiente. Dios se entrega al ser humano pero la medida de la receptividad de éste está constituída por lo más específico y constitutivo de la realidad personal, la libertad. Pues bien, como ya se dijo, la realidad de la persona es entitativamente (no accidentalmente) evolutiva. Evolución que es un proceso que va desde su inicio embrionario (en el que convendría hablar más bien de organismo de ser humano que de persona) hasta la plenitud de la persona en la que ésta se define definitivamente en función de su relación o unión con Dios en la máxima medida lograda que constituye su plenificación.

No otro es el caso de Jesús. En su embrión el Don de Dios se adapta a la recepción que ofrece un embrión en el que su configuración genética anuncia sus posibilidades que sólo serán reales en la medida de la libertad de sus opciones. Pero ni tal embrión es ya simplemente Jesús ni menos se identifica con Dios. En resumen unión sí, identificación no. No veo cómo el conocimiento humano, en su dimensión cognitiva, pueda dar más de sí.

Si esta reflexión a través del recurso a la recepción del Don de Dios en el recipiente humano dice todavía poco, podemos recurrir a alguna otra formulación.

Valdrá decir por ejemplo que Dios ESTÁ en Jesús, habita la realidad de Jesús. O que Jesús es el símbolo en el que se manifiesta y vierte la entera realidad del Dios Altísimo.



[1]“Aquí se ha dado un salto cualitativo. Cuando el Logos o la Sabiduría son una personificación (figura de lenguaje que se refiere metafóricamente al mismo Dios) tiene un sentido claro afirmar que la sabiduría de Dios o su Logos se hacen presentes en Jesús. Pero cuando pasan a ser una “hipostatización”, es decir, un ser real, distinto de Dios Padre, entonces la afirmación que se está haciendo es bien diferente

IV. 4 Dicen que Jesús lo dijo.

En el imaginario popular, el personaje de Jesús por muy familiar que lo haya hecho la historia del cristianismo no deja de ser una realidad ambigua de la que, precisamente por ello, difícilmente habrá dos creyentes que se hagan la misma representación: se salta de lo humano a lo divino y de lo divino a lo humano sin saber a qué carta quedarse. En el momento concreto de un pasaje bíblico, ante una palabra o un comportamiento de Jesús ¿ante quién nos hallamos, ante la sabiduría eterna del Logos o ante un conocimiento humano que puede errar? ¿cómo entender que es tentado como hombre pero no puede caer en la tentación como Dios? En la medida en que un creyente subraye su ser humano su imagen de Jesús no coincidirá con la de otro creyente que destaque su divinidad. Con cuánta razón Rahner temía que la doctrina cristiana (popular o erudita) estuviera sacrificando alguna de las dos naturalezas (monofisismo) que se le atribuyen.

Por otra parte ¿sabemos realmente tanto sobre Dios como para hacernos una idea de la expresión Jesús es Dios? ¿Tomamos verdaderamente en serio el apofatismo por el que afirmamos que de Dios no sabemos nada? ¿O bien, tal vez, el personaje Jesús nos transparente en alguna medida la divinidad, aunque él no sea propiamente Dios?

¿No es incluso equívoco el concepto Dios en la misma mentalidad del pueblo? ¿Hemos reflexionado alguna vez sobre este extremo? ¿Ya sabemos lo que decimos cuando aseguramos que Jesús es Dios? Incluso yendo más a la raíz, si Jesús afirmó ser Dios, o sus seguidores lo dijeron de él en momentos diferentes ¿ya nos consta en qué sentido utilizaban un vocablo tan polisémico? Aseguramos que la encarnación es un gran misterio, sin embargo los pensadores cristianos han transitado entre palabras, conceptos, afirmaciones, inteligencias y voluntades humanas y divinas como si se tratara del más familiar de los panoramas. Y, sin embargo, si se examina la tradición teológica se observa sin remedio que Santos Padres y teólogos navegaban incesantemente entre Scyla y Caribdis sorteando con mil precauciones el acecho de la contradicción.

En cualquier caso, si nos constara fehacientemente como hecho indudable que Jesús afirmó ser Dios en aquel sentido fuerte y pleno que justificaría rendirle el mismo culto que a Yahvé como lo ha interpretado la tradición cristiana, nada ni nadie nos eximiría de aceptarlo como cristianos con el acatamiento obsequioso de la fe. Pero, a mi juicio, tal hecho no consta. A lo más que alcanzamos es a afirmar que algunos dijeron que lo dijo aunque sin poder precisar exactamente el sentido en que lo dijo. Por lo demás difícilmente podrían haberlo precisado en un ámbito cultural, sea hebreo como griego, en que lo mágico, lo mitológico, lo metafórico, lo poético, lo histórico y lo ‘metafísico’ andaban tan entremezclados.

IV. 5 ¿Quedamos desestabilizados o liberados?

Cuando despojamos a Jesús de las adherencias de la historia desaparece la ambigüedad pero ¿no ocurre que entonces nos parece quedar también nosotros desamparados? La carcasa dogmática que ha modelado nuestra mente durante siglos no salta en pedazos sin producirnos la impresión de quedarnos tiritando de frío a la intemperie. Y esto en un primer momento parece desestabilizarnos. Sin embargo, no existe razón para temer una catástrofe espiritual, nada esencial de nuestro ser cristiano se pierde. Cuando tamizamos la compleja mitología ‘redentora’ -en sus diferentes versiones- con la que hemos entendido la función mesiánica de Jesús nada importante queda suprimido: queda despejada e intacta la construcción del reino que es a lo que él nos invitó. Lo sacrificado es tan sólo magia y mitología.

Pero el hecho de centrarnos en el proyecto de construir el reino implica relativizar la ortodoxia. La ortodoxia no es esencial, es incluso peligrosa porque en realidad ha fungido en la historia como fuente de conflictos (herejías y cismas) e instrumento de poder mediante el sometimiento de las conciencias. Sólo la ortopraxis es definitiva y definitoria de la identidad cristiana: “no el que dice ‘Señor, Señor’…” y “lo que hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños a mí me lo hicisteis” (Mt. 25). Ése es el corazón del ser cristiano. En cambio, afirmar o negar de Jesús que sea Dios es muy aleatorio dado que el supuesto doctrinal que lo sustentaba se ha esfumado: no ha existido aquel pecado original, ofensa infinita a Dios y esclavitud de todos los seres humanos que quedarían privados de él… El pecado original, el de los ‘primeros padres’ es sólo un mito. No es necesario ningún redentor que nos libre de tan triste herencia. Los males que nos aquejan forman parte inexorable de la condición humana limitada pero ésta está provista por el Creador de lo necesario para superarse y caminar hacia su plenitud. Por decirlo de otra manera, en una teología tan razonable o más que la tradicional han desaparecido todas las razones por las que se postuló que Dios debía encarnarse. Dios sigue habitando las profundidades de toda realidad creada y eso basta para afirmarla ‘salvada’.

A lo largo de los años de hablar y escribir sobre este paradigma no me he encontrado un solo caso de persona que, habiéndolo entendido correctamente, haya manifestado sentirse perturbada o frustrada por esta nueva perspectiva en su vida religiosa o espiritual. Al contrario después de un cierto tiempo de extraña sensación de desamparo (los viejos esquemas mentales son tenaces) pronto se han descubierto como liberadas y han iniciado un nuevo tipo de posicionamiento ante Jesús de Nazaret. Por supuesto se abre una nueva etapa en la que se percibe la necesidad -porque pese a las deformaciones Jesús nunca ha dejado de atraer- de preguntarse cómo era realmente Jesús, cómo vivió su relación con Dios y con la gente y qué puede significar hoy en nuestra vida. ¿Es sólo el recuerdo amable de alguien perdido en la historia o nos acompaña con algún modo de presencia? En una palabra, a quienes sentimos que algo importante nos cautivó en él ¿cuál es el Jesús real que podemos descubrir? Y ya, en primer lugar ¿dónde encontrar elementos con los que reconstruir su imagen y su misión?

IV. 6 Las fuentes de nuestro descubrimiento de Jesús, los evangelios y nuestra condición humana.

Es claro que en esta tarea no partimos de cero. Aunque se imponga un trabajo de selección en ese inmenso acervo de ideas y mensajes que nos han llegado sobre Jesús a lo largo de la vida, desde el “Jesusito de mi vida, tú eres niño como yo…” que nos enseñaba a rezar nuestra madre al acostarnos hasta el “Jesús vive en los crucificados de la pobreza” de la teología de la liberación… ¿a qué fuentes recurrir para encontrar un Jesús actual humano y fiable?

1.- Los textos bíblicos del N.T. son, sin duda, la fuente principal. Pero no es tan fácil como se ha pretendido su manejo: abordarlos en su desnuda literalidad es abocarse al fracaso por dar lugar a una peligrosa manipulación -harto frecuente, por desgracia- que va a atribuir a tales textos los contenidos más peregrinos y contradictorios. De entrada, se trata de un trabajo humano de corte científico que no soporta ningún tipo de prejuicio preestablecido. Por fortuna va ganando adeptos la convicción de que textos tan antiguos y ajenos a nuestra cultura actual pero miles de veces repetidos exigen ser retomados con una cierta distancia para aplicarles el método llamado de crítica histórica mediante el cual podremos establecer con relativa exactitud lo que pretendieron trasmitir.

(Este trabajo no hubiera sido necesario si los textos escritos hubieran seguido siendo acompañados a lo largo de generaciones por una vivencia cristiana semejante a aquella que los hizo posibles y comprensibles ¿Cuándo y cómo se produjo la quiebra de la ‘tradición viva’ o traición de la institución eclesial? Grave tema a estudiar explícitamente por los expertos si esta hipótesis mereciera consideración).

  • - La crítica histórica nos dará acceso a través del análisis del proceso redaccional harto complicado de los textos a un determinado contenido: de una o varias comunidades surgió una cierta tradición oral que pudo enriquecerse y modificarse con los años antes de ser consignada por escrito por uno o varios autores. Esta tradición oral se asemejaría a un conjunto de apuntes biográficos y reflexiones sobre Jesús de un testigo, o recibidos de otros testigos, enriquecidos con las propias vivencias interpretativas de la comunidad y destinados a las catequesis, a la contemplación orante personal o cultual. Se trata, pues, de unos contenidos de compleja y prolongada elaboración sin parangón con la elaboración de textos modernos. Nada más lejos, pues, de un protocolo de biografía histórica. ¿Qué nos transmiten, pues, estos textos? Estos -y otros muchos no desdeñables aunque no canónicos- nos trasmiten cómo entendieron e interpretaron las comunidades los recuerdos que les habían trasmitido sobre Jesús de Nazaret.

El conocimiento de Jesús no nos llega, pues, directamente sino mediatizado por sus amigos y seguidores en un lento proceso de elaboración. El resultado da lugar a un cuerpo testimonial, el único que tenemos de cuyo núcleo sustancial no existen motivos razonables de peso para poner en duda. Sustancialmente no se transmite ni nos llega un Jesús deformado. Incluso en el supuesto poco probable de una diferencia muy sensible con el modelo originario la vivencia de esas comunidades encierra un modelo de vida de la más alta categoría para un proyecto vivencial humano.

Esta última reflexión exige un mínimo comentario. Los textos bíblicos disfrutaron de una vida y evolución propias. Probablemente se combinaron tradiciones de diferentes testigos y distintas comunidades, intervinieron diversos redactores, hubo interpolaciones, retoques. De esta suerte la información, interpretación, reflexión y meditación orante en torno a Jesús de aquellas comunidades constituyen un cuerpo redaccional en el que no resulta fácil deslindar la influencia del Jesús histórico de la experiencia interpretativa de la comunidad que lo revive.

En una palabra, en la hipótesis, que no comparto, de una mayor autonomía y distancia de los textos respecto a los hechos esto reduciría la importancia del hecho histórico del personaje Jesús, no la grandeza intrínseca del texto. Personalmente creo que fue la fuerza del personaje histórico la que originó la formación del discipulado, el nacimiento de las comunidades y sus vivencias espirituales. Y ellas vehicularon la formación de unos textos de tan singular fuerza. Es el Jesús histórico el que provocó tales vivencias, el que ha marcado la historia y ha conformado los ideales de vida de sus seguidores hasta hoy. Los textos del N.T. son, pues, la primera fuente de nuestro conocimiento de Jesús.

2.- La común condición humana.

¿Existe alguna otra fuente del conocimiento de Jesús? Pienso que, una vez despojado de su divinidad, su semejanza con nosotros deja de presentarse desdibujada y ambigua y nos puede ser de utilidad. La formación del canon es a este propósito significativa. De los diversos “evangelios” que se fueron escribiendo las comunidades cristianas retuvieron cuatro y relegaron otros varios. El criterio de selección parece claro: quedaron relegados los de más fantasía, mayores ribetes míticos y ‘sobrenaturalismo’ milagrero y se mantuvieron aquellos en los que, pese al género literario todavía exuberante de exaltación de la fuerza singular del personaje, destaca más su natural humanidad. Por muy obvio que resulte ésta parece ser la segunda fuente de nuestro conocimiento de Jesús, su semejanza con nosotros, sobre todo si afrontamos el evangelio desde una connaturalidad de criterios y de vida. Es significativo que de la mayor parte de su vida, es decir, hasta que inicia la etapa propiamente mesiánica el evangelista sólo dice subrayándolo dos veces en diez versículos, “Jesús iba creciendo en saber, en estatura, y en el favor de Dios y de los hombres” (Lc 2, 40 y 52) según descripción en Proverbios del buen judío.

Jesús compartió nuestra condición humana sin más añadidos que los que expresaban su particular misión en un itinerario de progresiva apuesta por los más pobres (el Reino) y su paralela y creciente intimidad con el Padre.

La semejanza con nosotros es además, en virtud de la resurrección, especial cercanía: Jesús no es sólo un admirable personaje del pasado, es una realidad próxima en nuestra historia presente que para mayor abundancia no está condicionada (su realidad) por los parámetros espacio-temporales. Jesús es la figura más destacada y de mayor influencia benéfica dentro de ese cortejo jubiloso de nuestros difuntos queridos que viven resucitados con Dios. Y esta presencia silenciosa pero cálida y actuante hace que uno se sienta más propenso a hablar con Jesús que sobre Jesús.

IV. 7 Pinceladas de cercana humanidad

Tú, Jesús, crecías en edad y sabiduría como cualquiera de nosotros. Pero ¿qué hiciste, por dónde anduviste tantos años, casi la totalidad de los años de vida de un varón de aquella época? ¿Por qué tardaste tanto en reaccionar ante la injusta y humillante situación de la mayoría de tus vecinos? ¿No te ardía el corazón de indignación a la vista de la vecina Séforis pagana, ciudad explotadora de toda la comarca? ¿cómo interpretar que tus amigos no hayan transmitido ningún dato real de tus andanzas de aquellos años?

No me cabe duda que fueron 30 años de trabajo manual y de silencio contemplativo más que de bullicio y notoriedad, que tu soledad estaba poblada de reflexión, de textos bíblicos rumiados, de contemplación de atardeceres y noches estrelladas. Pero no deja de resultarnos misteriosa aquella tan dilatada y desconocida época de tu vida. Tus padres te vieron crecer como un muchacho normal, tan normal que quedaron sorprendidos por las noticias que comenzaron a llegarles de tu ruidosa actividad cuando recorrías el país, tanto que les alarmaron como si no estuvieras en tus cabales. Habías sido un chico sensato y maduro, bien equilibrado. Nadie en tu pueblo y alrededores había observado en ti nada digno de especial mención.

Debiste sentir el alboroto y efervescencia de sentimientos y emociones propios de la adolescencia. Debiste conocer sus altibajos, inseguridades y miedos. Sensible a la belleza lo fuiste sin duda, también a la femenina. Algo de especial respeto y ternura debiste desde siempre tener hacia la mujer para que, en medio de una sociedad tan machista, manifestaras a varias de ellas un trato cercano y libre lleno de afecto.

Aunque en marco algo artificial y prototípico, tus amigos conservaron algún relato tuyo sobre tus tentaciones. En la realidad del día a día éstas te solicitarían desde variados ángulos como a cualquiera. Y si como la de cualquiera tu progresión humana fue más sinuosa que rectilínea la afirmación de Pablo “semejante en todo menos en el pecado” es más bien teológica que factual.

¿Estuviste casado de joven como cualquier otro compatriota? ¿Fue María de Magdala beneficiaria de un especial afecto? Nada nos consta y no vamos a elucubrar pero es absurdo excluir por falsos presupuestos cualquier comportamiento propio de un varón normal.

Tendemos a imaginarte como un dechado de equilibrio emocional. Sin duda hacia ello progresaba tu evolución como persona en camino hacia la plenitud. Cosa que no excluye -todo lo contrario- una particular riqueza de sentimientos o emociones: rechazaste sin contemplaciones el retorno a la aldea que te urgían tus familiares, lloraste sobre Jerusalén de dura cerviz y tan ajena a los favores de Yahvé, tuviste réplica fácil, rápida y enérgica con tus malévolos contradictores desarmando sus argucias con aplomo y fina ironía, te conmoviste ante el sufrimiento ajeno, fustigaste indignado y hasta violento a los jefes del pueblo, reprendiste severamente a alguno de tus íntimos, arrasaste los tenderetes comerciales del Templo, mantuviste entereza y dignidad delante de tus jueces y en medio de los tormentos… Es claro que deslumbraste a tus seguidores pero sobre todo les ganaste el corazón. Tu personalidad era arrolladora, galvanizaba a las masas, las elevaba por encima de la rutina diaria…

Pero todo ello no es sólo bello recuerdo. Tú sigues aquí a mi vera, tú sí que intervienes y brindas a cualquiera buenas ‘vibraciones’. Aunque en distinta dimensión sigues perteneciendo a nuestra humanidad y está dentro de sus posibilidades y leyes ser impulsada vigorosamente por tu fuerza sin atisbo de magia. Tu potencia activa es esperanza y consuelo. Sobre todo cuando dos o tres nos reunimos y compartimos el vino y el pan en recuerdo tuyo. En los párrafos siguientes intentaremos articular tu espiritualidad dentro de tu triángulo vital, es decir tú, los pobres y el Padre, buscando deslindar su interrelación y prioridades antropológicas. Desde dónde arranca el movimiento, de abajo (tú y los pobres) a arriba (el Padre) o de arriba hacia abajo. Esta dinámica prepara y desemboca en la Plenitud de tu ser por la resurrección.

IV.8 La realidad de Dios habría anulado la conciencia

autónoma de Jesús Hombre y su devenir personal.

Es claro que nos aventuramos en arenas movedizas. Salvo la del silencio total, cualquier otra humildad dejaría expedito el camino a inoperantes elucubraciones sobre una realidad tan sencilla y armoniosa como fue Jesús de Nazaret. Tomada esta precaución aventuro alguna reflexión que busca superar las argucias de aburridas especulaciones de la dogmática tradicional.

En la tesis tradicional de Jesús hombre y Dios o bien renunciamos a cualquier intento -por estéril- de aproximación al pretendido misterio o algo deberemos advertir si no queremos que el espesor de la niebla más densa inunde completamente la lectura jugosa de los evangelios; niebla que favorece el subjetivismo: en la interpretación de éstos es demasiado cómodo saltar a voluntad de donde Jesús actúa como hombre a donde actúa como Dios. Pero en este segundo caso, si Dios es realmente inefable (apofatismo) ¿qué alcance tendría nuestro parloteo? En cambio de lo ya un poco conocido, como es el ser humano, podemos colegir lo desconocido, Dios, no a la inversa.

Marcel LÉGAUT, lúcido como pocos, en su texto Hacerse discípulo publicado en Cuadernos de la Diáspora 2 e la Asociación Marcel Légaut, ofrece una serie de reflexiones como rara vez he encontrado más profundas en mis lecturas. Su particular visión se centra en la humanidad de Jesús, a partir de un comentario que golpea ya de entrada como queja contenida. El cristiano, dice, ve en Jesús al Dios imaginado conforme a la cristología tradicional en lugar de centrarse en su humanidad en plenitud… Las apretadas páginas de Légaut rebosan experiencia sin duda personal por la fuerza con que se expresa. Siguiendo con su consejo de afrontar en Jesús lo más conocido, su humanidad, sospecho que cualquiera de nosotros tiene tarea para la vida entera en una relectura de los evangelios con ojos tan agudos y nuevos como los del laico francés. En comparación con este creyente vigoroso, hoy a poco me puedo atrever yo, sólo a algo muy limitado y fragmentario, con temor y temblor ante una de las cumbres de la humanidad, Jesús.

Me centro en un interrogante en apariencia secundario para justificar mi ruptura con mi anterior visión de Jesús de Nazaret. En la teología tradicional la afirmación de que Jesús es Dios nos da de bruces con una disyuntiva insoslayable y preocupante: ¿la conciencia de Jesús percibió o no su realidad de ser divino? ¿Existe estanqueidad o comunicación entre ambas conciencias, divina y humana? El planteamiento más tradicional era rotundo: Jesús sabía que era Dios ejerciendo como tal, y, dado el monoteísmo de su cultura judaica, se autodefinió nada menos que como igual al Padre, Verbo eterno, Hijo predilecto del Padre atisbando el mismísimo misterio trinitario.

Si Jesús no hubiera tenido conocimiento de su ser divino a qué o a quién habría servido la hipótesis de su divinidad. ¿Qué sentido tendría asegurar que sólo por ser Dios nos pudo ‘salvar’ si no tuvo conciencia humana de estar haciéndolo? ¿No afectaría a Dios en su propia realidad el hecho de tal ignorancia que se disfraza como ‘kénosis’, ocultamiento o abajamiento (¿ante quién?), tomado el texto de Filipenses como afirmación sustantiva más que como sugerente lenguaje poético?

Parece, nos aseguran, que Jesús debió tener al menos conciencia “exercita”, ejercida (J.Lois) de su ser divino. De otro modo ¿cómo pudo perdonar los pecados? ¿O esto era ya afirmación teológica interpretativa de la primera comunidad? Demos por legítima una conciencia de Jesús sobre su divinidad. Pero en tal supuesto surge una mayor dificultad: no pudo ser humano como nosotros si hemos de negarle como Calcedonia el ser persona, es decir, el ser naturaleza humana cabal, tan persona humana como cualquiera. Ahora bien, lo específico de la persona -en la antropología moderna- es su carácter evolutivo, su ir construyéndose a través de la incertidumbre, la lucha, el tanteo, el afecto y el desamor existenciales en un status de relacionalidad interpersonal constituyente. El ser humano es una realidad ‘in fieri’, en devenir. Cosa que en Jesús habría quedado descartada. A poco consciente que hubiera sido de su identidad con Yahvé, ello le habría ahorrado toda tentación e imposibilitado todo dolor y le habría situado directamente (¿en qué momento?) en el status terminal de ‘bienaventurado’ o beneficiario de la ‘visión beatífica´ celeste. ¿No son acaso incompatibles el gozo de la plenitud final y el devenir de una biografía incierta? Jesús habría sido un ser humano extrañísimo más que misterioso, ciertamente en nada semejante a nosotros. Además el problema rebota: si tenía ciencia divina ¿cómo pudo equivocarse sobre el final inminente del mundo, del propio Reino que él aseguraba inaugurar?

Es muy cómodo apelar al misterio, pero habrá que arrostrar sus consecuencias: incluso aunque por hipótesis de estricto misterio no fuese el ser de Jesús pura contradicción, lo que sí parece cierto es que no se dejaría “ser pensado” y lo que no puede ser pensado carece de sentido o significatividad y su verbalización es una cáscara vacía sobre todo en la mentalidad moderna. Cáscara vacía que es inútil rellenar con voluntarismo verborréico acumulando aparatosamente dilatadas, complejas y celestiales especulaciones bien sonantes… No nos engañemos, el público ya ha abandonado el teatro.

El hecho de que Jesús fuese Dios parece perfectamente irrelevante y sin significado en el mundo de hoy. Incluso en cualquier hipótesis cultural hubiera sido previo e inevitable haber tomado conciencia de cómo el pensamiento cristiano elaboró la necesidad de tan extraña fórmula de encarnación de Dios. Está claro que fue a partir de la idea de que el pecado original de nuestros míticos padres Adán y Eva nos había privado a sus descendientes por generación directa de un pretendido status sobrenatural en el que habría sido creada de modo doblemente gracioso la primera pareja, es decir como seres humanos y como hijos de Dios. Aquel bendito pecado (o felix culpa) torció el proyecto del Creador y no hubo más remedio, por amor, que ir desvelando que Yahvé era tres en uno y enviar a la tierra a uno de los tres.

Tal cosmogonía sólo se explica desde una mente mágico-mítica bastante infantil de la que, con perdón de los así creyentes, aún no se ha liberado el imaginario religioso, tanto culto como popular.

Sólo he pretendido hablar claro y despejar así el camino. Ahora hay cosas muy provechosas que decir desde la comunidad de naturaleza de Jesús con nosotros.

IV.9 El triángulo existencial de Jesús: su Yo, los otros, el Otro.

Un doble factor condiciona esta reflexión.

Despojado el personaje histórico de Jesús de los postizos oropeles -en mi criterio- de la divinidad penetramos en un panorama realmente desconocido. Desconocido porque durante toda mi vida se superponían las dos ‘transparencias’, las dos diapositivas, la divina y la humana de Jesús. Y entonces

  • 1) Todo cambia al quedar una sola y es tarea a recomenzar la del conocimiento de Jesús. Despejada la niebla en que se movía el personaje en mi imaginario mental he de rehacer toda la tarea de búsqueda de los rasgos de la diapositiva humana restante. Y advierto que no es fácil recomenzar a leer todo el evangelio con ojos nuevos. Me siento muy condicionado por mi largo pasado de ambigüedad frente al Maestro. Sin embargo adivino que puede ser apasionante.
  • 2) Presiento que el infinito respeto en que merece ser envuelto cualquier encuentro profundo con otro ser humano se crece sin medida frente a Jesús. En Jesús más que en ningún otro ese respeto exige estar a la altura, es decir, implica una sintonía interior, una connaturalizad especial para no perderse lo mejor del encuentro. El desnivel existencial entre Jesús y yo produce escalofríos ante tanta grandeza humana apenas vislumbrada. Cómo necesito crecer para entender.

Es desde nuestra propia vivencia profunda desde donde podemos acercarnos un poco al conocimiento (no del todo teórico) de Jesús y, mediante tal esfuerzo, descubrir nuevas profundidades de nosotros mismos y de nuestro desarrollo humano. Aparte de lo específico de Jesús que es, por su alto grado de unión mística, transparentar al Padre Jesús es el mejor pedagogo para el encuentro con uno mismo. Aunque sólo sea en su globalidad la figura del Maestro en los relatos evangélicos remueve todos los parámetros mentales, desestabiliza todas las seguridades y abre horizontes que parecen no poder ser nunca alcanzados.

Dicho lo cual reconozco que, una vez superada la niebla de las dos ‘transparencias’ superpuestas, me siento apenas iniciando como neófito esa tarea, cosa que me obliga a la mayor modestia. De modo que, de momento, me voy a ceñir a señalar las coordenadas en las que parece enmarcarse inevitablemente la biografía del gran profeta galileo.

Jesús desarrolla su aventura de construcción personal dentro del triángulo común a cualquiera aunque obviamente de modo bastante singular en su caso: su YO adulto, los que le rodean y más le impactan (‘los otros’) y Yahvé, el Otro inefable. En dicho triángulo es difícil asignar de entrada no tanto una centralidad teórica cuanto una cierta prioridad a alguno de los ángulos. Sospecho que entre los tres se produce un movimiento de autoconstrucción en espiral ascendente, aunque no lineal sino de va-y-ven circular y retroactivo entre los tres ángulos existenciales mencionados: El Yo de Jesús y los otros se fecundan incesante y recíprocamente. A su vez el Yo de Jesús se construye frente al Padre a partir de los otros y frente a los otros a partir del Padre. La amplia circularidad del movimiento es el origen de una densificación singular y plenificante de la persona de Jesús. Circunstancia, por lo demás, que al no serle privativa pero sí especialmente subrayada en los relatos evangélicos nos brinda un marco natural de encuadre vital.

IV. 9.1 El Yo de Jesús es una autoconstrucción abierta al Infinito.

Es lo propio del carácter sustancialmente evolutivo de la persona cuya múltiple relacionalidad la va modificando y construyendo siempre abierta hacia delante, hacia una plenificación que no puede dejar de ser, en toda conciencia inteligente y libre, su destino natural. Jesús crecía en toda la línea de lo humano, viene a decirnos Lucas en dos versículos casi seguidos para subrayarlo.

Este crecimiento es una lenta evolución que en su fase de madurez propiamente tal implica haber superado la etapa infantil de prevalencia de lo más instintivo junto a los condicionantes exteriores. La conciencia va cayendo en la cuenta de modo más o menos consciente y reflejo de lo específico del yo. Éste va logrando el encuentro consigo mismo. Es esa presencia a sí mismo que establece algunos parámetros esenciales: conciencia del propio valor al mismo tiempo que de la precariedad y carencias existenciales y personales, conciencia de potencialidades múltiples sin consentida limitación, mezcla de esperanza y temor ante la incertidumbre de la vida y, en especial, despunte de la afectividad altruista…En la etapa inicial de la infancia si existe la noción Dios es un elemento más aunque eminente del puzzle cultural del que el individuo ha sido más bien sujeto pasivo. Respecto a ese conocimiento de Dios se puede hablar de creencia cultural, no de fe. En cuanto al conocimiento de ‘los otros’ se puede afirmar que en la infancia están todavía lejos de ser algo integrado. Los otros son salvaguarda del miedo, refugio del afecto instintivo (los familiares y amigos) o, al contrario, eventuales contrincantes y peligrosos enemigos de quienes protegerse.

Jesús vive, sin duda, en su hogar un clima de afecto, solicitud y protección. Por los efectos de notable equilibrio y madurez de que dio muestras Jesús cabe inferir el alto nivel de cualidades y armonía del nido familiar; sin descartar en sus padres defectos y manías; los propios de la imperfección congénita de la que sólo una tardía tradición pretendió preservar a María. Su salvación preventiva del pecado original carece de sentido por inexiste éste y por incompatible su mera hipótesis con el desarrollo natural de la personalidad. En alguna otra ocasión he apuntado que es vano el intento de salvar el dogma mediante un pecado original entendido como congénita y natural precariedad de la condición humana de la que nadie, ni siquiera Jesús, se ha salvado. Superada nuestra concepción de relación mágica con la divinidad, desde cualquier ángulo que abordemos el constructo mitológico cristiano resulta ser un castillo de cartas que se derrumba cuando falla una cualquiera.

La noción que en su infancia tuvo Jesús de Dios debió ser ya bastante depurada, solidaria de la tradición profética y sapiencial con seguras y fuertes connotaciones escatológicas a juzgar por la vocación mesiánica que despertó pronto en él y que tan preponderante papel desempeñó en la percepción por sus amigos de la resurrección de quien habría de volver, dejada a medias su misión.

Poco o nada podemos afirmar de esta creencia cultural de Jesús sobre Dios pero sin duda debió ser algo natural y espontáneamente humano, lo más alejado de una percepción estrábica por la que su Yo como Verbo preexistente habría abarcado en él, distinguiéndolos, lo humano y lo divino; como si se descubriese hombre al mismo tiempo que “se creía” a sí mismo Dios. ¿O no vivió Jesús también de la fe sin perjuicio de su “visión beatífica”? Puestos a aceptar misterios… Ya se percibe que no estamos ante algo ‘pensable’ sino ante una “verdad” nido de contradicción que preservamos afirmándola como misterio pero que, no siendo ‘pensable’, en nada ayuda a nuestro conocimiento.

La conciencia humana de Jesús procesa, en cambio, su madurez en ese movimiento tan de nuestra especie por el que la percepción aguda de nuestra precariedad va acompañada, por ser inteligencia abierta, de una ilimitada aspiración a la perfección y a la supervivencia. Aspiración que se intuye como potenciación activa o capacitación para una plenitud tal vez sólo ilimitada pero no infinita (¿qué diferencia habría en el caso humano?) o tal vez infinita si la sed insaciable de nuestro espíritu indica una fuente inagotable, viva, sin límites.

Es preciso, no obstante, superar los simples contornos del Yo de Jesús precisamente para mejor conocerlo.

Es Yo que se hace presente a sí mismo, inicio de la madurez, se presenta de modo inevitable, como en todos nosotros, supeditado al acierto y la decisión de encarar debidamente a ‘los otros’.

IV. 9. 2 Para Jesús ‘los otros’ preferidos son los marginados.

Si Jesús fue construyendo su madurez fue sin duda en el descubrimiento y la apertura progresiva a los otros seres humanos cada uno de ellos como un ‘otro yo’ (alter ego), un semejante digno de amor por sí mismo y no sólo por su utilidad para satisfacción de las propias necesidades. Este proceso no tuvo por qué ser temáticamente elaborado pero sí profundamente vivido. Es el nivel de conciencia imprescindible en la madurez. Pero hubo más.

De niños consideramos como natural lo que aparece como algo común, habitual, generalizado. No es fácil ni se hace espontáneamente caer en la cuenta de las posibles anomalías de lo que abunda. Aquella sociedad era cruelmente injusta y desequilibrada. Una realidad social de escandalosos contrastes entre una minoría que, pese a la intención originaria de los años sabáticos, se había hecho con la propiedad de las tierras mediante el expolio de la mayoría. Una inmensa mayoría de personas y familias débiles y sufrientes hasta un grado difícil de imaginar que, privados de tierra, quedaban reducidos a la venta de su propio trabajo agrícola acompasado a veces con diversas chapuzas de ruda factura. Jesús era uno de los últimos, aunque no un marginado. Y por numerosos y cercanos que pudieran ser algunos de los más pobres no se acostumbró a la rutina. Su sensibilidad madura y afinada nunca pudo vivir ajena a tanto sufrimiento. Al menos así se manifestó cuando abandonó tan tardíamente el hogar (¿qué había hecho hasta entonces?): es uno de los datos más fiables de los relatos evangélicos, la sorprendente compasión de Jesús en el sentido pleno de sufrir-con.

Con no menor sensibilidad fue descubriendo la pobreza moral de muchos de sus conciudadanos y no necesariamente los más materialmente pobres. Es manifiesto que a Jesús se le rompían las entrañas ante semejante espectáculo hasta el extremo de que sus acompañantes, pese a la sobriedad de los relatos, advirtiesen cómo lloró a la vista de la ciudad santa de Jerusalén.

Su compasión aguda y auténtica no se amilanó con pasiva impotencia. Se dio en él un doble sobresalto: denuncia vigorosa de tan clamorosas injusticias y maldades morales y un desvivirse por aliviar cuantos sufrimientos le salían materialmente al camino o llegaban a sus oídos. Tal comportamiento estaba animado por una tan extraordinaria energía que, al igual que ciertos personajes de la historia, producía efectos insospechados comenzando por generar potentes impulsos de superación y curación en muchos: “tu fe te ha salvado”, interpretaba él con naturalidad.

Fue, sin duda, la cercana convivencia con tales miserias y sufrimientos la que alimentó su implacable denuncia de ricos y autoridades religiosas, responsables éstas de la peor perversión de lo religioso, el ‘culto utilitario’, enervador y anestesiante de la conciencia moral. La denuncia de Jesús fue implacable y las autoridades religiosas omnipresentes en la sociedad acusaron el golpe. Bajo toda clase de pretextos pronunciaron entre ellas una sentencia a muerte del incómodo profeta de Nazaret. Jesús, sensible siempre a los desgraciados y marginados fue cargando el ambiente. No dejaron de señalarle los de su entorno algo que él mismo había advertido. Jesús no fue creyente puntilloso; al contrario, no predicó la religión sino la justicia y arrostró sus consecuencias sin titubeo: acostumbrado caminante a lo largo y ancho de Galilea en el entorno del lago llegó un momento en que ante el estupor y miedo de los suyos decidió subir a Jerusalén donde no tardó en ser apresado, condenado y apresuradamente asesinado.

En el triángulo “Jesús- los otros- Yahvé” ¿cuál fue el elemento dinamizador de su tarea mesiánica, el Padre o los hermanos? Probablemente la alternativa existe sólo teóricamente pero la vivencia del día a día del Jesús incansable itinerante impregnado hasta la médula del sufrimiento de aquella sociedad no deja lugar a dudas: Dios y los pobres no concurrían para él en competencia sino que se retroalimentaban, en mi modesta opinión.

El dilema ha recorrido los siglos en la reflexión de los creyentes y bien podría constituir el elemento que funge como parteaguas definitivo en la dialéctica de la vivencia religiosa: ir por Dios hacia los pobres o encontrar en éstos a Dios. Es precisamente el debate entre sector conservador de la iglesia y movimientos progresistas, en particular las comunidades de la Teología de la Liberación. Debate precisamente ilustrado por la controversia en estos mismos días entre los hermanos Boff, Clodovis y Leonardo. Los creía a ambos más hermanados por el espíritu que por la sangre. Error. El primero acaba de adoptar la posición más vaticanista que condenó en su día a los teólogos de la Liberación. Leonardo le ha replicado con energía. Como botón de muestra significativo Leonardo observa que en el largo discurso de su hermano no existe una sola cita de Mateo 25 que es precisamente el principio fundamental de la Teología que representa: no seremos juzgados por nuestra creencia religiosa sino por el comportamiento con los hermanos incluso desde la ignorancia de Dios “¿cuándo, Señor, te vimos hambriento o sediento o encarcelado…”

Desconozco si en alguna otra religión existe una intuición tan novedosa y desconcertante por ir a contrapelo de lo religioso tradicional. Tan desconcertante que ni siquiera a estas alturas de la historia han caído en la cuenta de tal intuición jesuánica los epígonos de la tendencia conservadora con el papa Ratzinger y Clodovis Boff a la cabeza , aferrados a un purismo más aristotélico que evangélico. Ellos declaran que el principio fundante de la teología y de la praxis cristianas es Dios o Cristo, no el pobre.

Esta intuición tan heterodoxa y religiosamente descabellada de Jesús obliga a pensar que pese a la manifiesta circularidad entre Dios y los hermanos, fue la proximidad de Jesús a los pobres la que le alzó a tan alto grado de espiritualidad. Vivió con tanta fuerza la fraternidad que al Dios Sebaot, Dios de los ejércitos, sustituyó su “abbá”, su Dios tan tierno como una madre. Decididamente, el Evangelio para Jesús es la Buena Noticia que proclama y realiza la salvación-liberación de los pobres y en ella encontramos todos al Dios salvador.

IV, 9. 3 Jesús descubre a su “abbá” Dios en los hermanos.

Lo esencial de este apartado ha sido dicho en el anterior. Baste ahora subrayar el “principio encarnación” que es el armazón real de todo este escrito. Verdaderamente Dios se ha encarnado en las obras de sus manos que son su imagen llegando al punto culminante de esta encarnación en el ser humano. En éstos, especialmente los más desprotegidos, es donde se volcó el profeta galileo y haciéndolo descubrió el rostro bondadoso del Padre que era tanto más Padre cuanto más necesitados y sufrientes estaban sus hijos. No me cabe la menor duda, los heridos junto al camino de la vida con los que Jesús se encontraba le ‘transparentaban’ a su “abbá”. Y esa fue la razón de la intuición desconcertante que es recogida en Mateo 25 y que 50 años después fue una de las líneas de fuerza de la mística joanea: al Dios que no vemos lo amamos en el hermano que vemos. Tanto para Jesús como para nosotros el hermano es el sacramento de Dios, la diafanía, la transparencia, la encarnación de Dios.

En otros lugares me he preguntado, partiendo incluso del en apariencia irracional enamoramiento, qué ocurría para que la persona, que se percibe como un cierto absoluto y a la que su consiguiente egocentramiento tendería a encerrarla en un radical solipsismo, qué ocurría, pregunto, para que se abra al otro con un amor desinteresado y lo tenga por un semejante, por alguien igualmente absoluto, nunca susceptible de ser entendido y tratado como simple instrumento y medio para un fin ajeno. ¿Por qué esta capacidad de descentramiento del ego? Siempre he creído que en esta superación del propio ego -que lejos de negarse se realiza- latía la llamada misteriosa del Absoluto de Dios. En toda la creación encontramos huellas del creador, en el reconocimiento de la alteridad, en el enamoramiento, en toda la dinámica del amor altruista, resonaría el canto de sirena del abismo del absurdo, del más falaz sin sentido si no nos estuviera esperando la llamada del Dios de Jesús, como a él mismo le ocurrió en su experiencia vital con los más pobres y pequeños. No me escapo por las nubes, sé que subrayo una intuición que muchos han compartido… Apuesto que también Jesús la vivió sin aparatosidad conceptual. Como nosotros vio en sus hermanos al Dios invisible. Como nosotros se encontró con el Padre cuando amó a sus hermanos.

Tal vez se comience a entender el misterio de la creación de Dios que encierra la total Realidad de lo que hemos acostumbrado llamar Encarnación y Salvación.

Sólo nos queda descubrir, por fin, que Jesús, “abandonado” por el Padre en la cruz le entregó su espíritu y que, con toda su humanidad renovada, fue re-creado a su derecha. ¿Estamos reconociendo que Jesús “resucitó”? Por supuesto ¡como todos!

IV. 10 ¿Resucitó realmente Jesús? ¡Como todos!

La resurrección de Jesús es el misterio de su vida que asumo sin dificultad porque, pese a la tradición, no es el de Jesús un caso excepcional. Incluso desde la más ortodoxa de las posturas cuando se afirma que Jesús resucitó no se está negando (aunque inconscientemente se suponga) que ningún otro ser humano difunto haya resucitado. Mi tesis es que la resurrección de Jesús no es fundamento para la fe por ser única sino porque nos confirma y aporta la clave de sentido de las infinitas resurrecciones que han ocurrido y siguen ocurriendo cada vez que un ser humano muere. La resurrección no es un misterio sobrenatural ni milagroso. Aunque no sea una realidad empíricamente verificable como nada de cuanto ocurre post mortem no por ello es un coto vedado a la reflexión humana. No obstante, reservo ésta para el siguiente y último capítulo, el V, en el que intentaré una hipótesis plausible sobre la que llamo Plenificación, que es el despliegue y consumación en el seno de Dios de las aspiraciones de toda la humanidad. En este momento, pues, nos ceñimos a la resurrección de Jesús. Muerte y resurrección constituyen en él el anverso y el reverso de la misma realidad, siendo la resurrección la clave de sentido y resolución sin la cual la muerte, máxima concreción del Mal, se impondría como exponente del absurdo de toda la historia humana y cósmica. Me limitaré a apuntar las líneas maestras.

IV. 11 Profeta en una sociedad quebrantada.

Todos los autores convienen en atribuir a Jesús, como punto de arranque de la experiencia religiosa que sus primeros seguidores vivieron junta a él, el sentimiento de ser el “ungido” de Dios, destinado a colmar las expectativas de Israel, mediante el establecimiento del Reino de Yahvé. Misión que no dejaba de ser altamente arriesgada por revolucionaria dado el contexto de desestructuración y descomposición social agravado por el sometimiento a una potencia extranjera. Si esta misión no fue la convicción primera de Jesús, no tardó en asentarse en su conciencia humana. Se sintió el “profeta escatológico” venido a aportar al presente y futuro de Israel la buena noticia de una liberación integral sobre todo de los pequeños, marginados y desheredados de Israel en la más pura línea del profetismo judío. Era el vector religioso principal de la fe judía: Yahvé es fiel a sus promesas y no dejará que los suyos sucumban bajo la servidumbre y la injusticia…

Jesús mismo había comenzado por hacer en su familia y en sus propias carnes la experiencia hiriente de aquella sociedad tremendamente injusta. Tuvo treinta años para caer en la cuenta y empaparse de la situación. En Israel no se estaba cumpliendo la sabia previsión de un año sabático cada siete en el que las tierras, riqueza principal, volverían a sus antiguos dueños para reparar el expolio acumulado por los ricos y poderosos. Al fallar la reparación sabática la inmensa mayoría de la población rural no disfrutaba de la tierra de modo que se veía empujada o a alquilar su fuerza de trabajo y/o a emplearse en menudas labores artesanales para subsistir en condiciones de severa precariedad. Los padres de Jesús y él mismo formaban parte de esa mayoría rural desposeída.

A esa discriminación se añadían todas las demás, en especial una configuración religiosa dual de una minoría de devotos y puntillosos cumplidores de la Ley que despreciaba y esclavizaba al resto de “pecadores”, es decir, los incapacitados para satisfacer las ofrendas debidas al Templo, los agobiados de deudas, los que no cumplían la multitud de preceptos y prescripciones, las mujeres siempre sospechosas, los enfermos (¿han pecado ellos o sus padres?), las prostitutas abundantes cuando no hay que comer, los asalariados temporeros, los recaudadores de impuestos para el poder religioso o civil… Una sociedad de pobres realmente desgraciada.

¿Por qué Jesús tardó tanto en tomar conciencia de ello y en reaccionar? No nos lo dicen. En cualquier caso su conciencia pudo ir cargándose como una olla a presión hasta que un pase de reflexión en la soledad del desierto le hizo caer en la cuenta de la hondura del mal y de la urgencia de una denuncia profética en la línea de sus antepasados y de su propio primo Juan aunque bastante más pragmático que este tonante predicador.

IV. 12 Misión mesiánica de alto riesgo.

Cuando salió de casa, sabía lo que quería y probablemente sospechaba lo que le esperaba sin mucho tardar. No era difícil para un espíritu lúcido barruntar a lo mucho que se exponía al desafiar tanto a la Autoridad religiosa como, de rechazo, a la civil. Primeros contactos con gente sencilla del entorno del lago Tiberíades, pescadores varios de ellos. Largas conversaciones con aquellos primeros seguidores compartiendo acontecimientos, cosas de la vida diaria, encuentros diversos, primeros conflictos. Su vida interior era tan rica e intensa en sentimientos, ideas, conocimiento de los recovecos del corazón humano, su libertad y valentía frente a los jefes del pueblo tan decididas, sus criterios sobre la realidad tan sorprendentes, su lenguaje tan sencillo, su ternura con los más indefensos tan desbordante que aquellos rudos galileos quedaron literalmente cautivados. Pronto lo llamaron ‘rabí’, maestro. Se extendió su fama como reguero de pólvora y enseguida quedó engullido por las demandas de aquella inmensa masa de desheredados, tan ávidos de cariño como de pan, convencidos de su magnetismo sanador, apaciguados en su espíritu por el aire de familiaridad con Dios que se desprendía de Jesús más que de urgencias legales…Todo en él era limpio, claro, sincero, honesto, decidido, desbordante de esperanza en medio de una sociedad sin porvenir. Jesús se vio pronto arrebatado por un torbellino de gentes que le solicitaban hasta la extenuación, forzado a veces a adentrarse en el lago para respirar. Era imposible que no se alarmasen los jefes del pueblo, comidos de envidia.

IV. 13 Estalla el conflicto final.

Los escribas y fariseos comenzaron, pues, a acosarle con zancadillas tanto religiosas como humanas para desacreditarle ante el pueblo. En vano. Su dialéctica era apabullante por lo sencilla, de puro sentido común. Y el maestro de Nazaret proseguía sus prédicas socráticas. Veladas al atardecer con los más cercanos al calor de la lumbre. Infatigable caminante. En busca de silencio y oración por la noche. Sus adversarios estrechaban el cerco rechinando de dientes, incapaces de soportar al advenedizo maestro tan querido por el pueblo. A la vista de sus encuentros, tertulias, respuesta a mil demandas de sanación y ayuda la misión de proyecto mesiánico (‘el reino’ siempre a la vista) no necesitaba refinadas estrategias. La cruda realidad se le imponía perentoriamente.

Sus mismos amigos y seguidores reflejaban en sus dudas y comentarios las inmensas esperanzas que ponían en él (”nosotros esperábamos…” dicen los de Emaús). Y él lo tenía claro en su conciencia, el proyecto de Yahvé para Israel de más justicia y bondad (”el reino”), había comenzado con él. De modo que Jesús arreció en sus denuncias. El conflicto era imparable. Jesús se dio de bruces con la oposición cerrada de sus adversarios, descarada ya, violenta en palabras y rostros furibundos. En lugar de arredrarse Jesús les echó un órdago decisivo: ante el espanto de los suyos emprendió desde el retiro de Galilea la larga caminata y finalmente áspera subida a Jerusalén. Jesús, cabalmente consciente de las consecuencias, retó a sus adversarios con un gesto sonoro de autoridad tirando por tierra los tenderetes del indecoroso comercio dentro del Templo. La suerte estaba echada. En cualquier momento podía sobrevenir el arresto. Jesús iba a morir por vivir como vivió, sin necesidad de recurrir a ninguna extraña teoría sacrificial y redentora.

Blasfemos los teólogos que hicieron del ‘abbá’, el buen papá Yahvé, el victimario en razón de no sé qué ofensa mítica del comienzo de los tiempos…A ofensa infinita, reparación justa e infinita ¿No es ésta una inimaginable afrenta y traición al espíritu de Jesús por parte de la raza de víboras, la jerarquía de todos los tiempos, que tomó el relevo de los fariseos y consintió una teología que hasta tal grado de insensatez desfiguró el rostro del Padre que se reflejaba en el del Maestro bueno? ¿Con semejante bajeza se pudo imaginar la ‘redención’ torturando al maestro para luego esclavizar y destrozar las conciencias de los seguidores? ¡Siglos de truculentas doctrinas sobre la salvación sacrificial en la historia cristiana!

IV. 14 Por vivir como vivió murió como murió

Se precipitaron los acontecimientos de lo inevitable. En pocos segundos Jesús se encontró maniatado. Fracasó su misión de cambiar la sociedad y hacer justicia a los pobres. Atrás quedó el abrazar a un leproso, iluminar la mente de un desesperado, consolar a una madre, devolver a un padre a su pequeña medio muerta, defender a ninguno de sus seguidores de las insidias clericales, cambiar el corazón de una mujer pidiéndole de beber, librar a otra acorralada a punto de ser lapidada, cruzar una mirada tierna con otra valiente que se había metido en la boca del lobo de la cena ‘solo para hombres’ y le ungía con caro perfume los pies…¿Qué torbellino de sentimientos inundó la cabeza de Jesús? ¿se frustraba el proyecto de Yahvé de un mundo mejor (el reino) apenas comenzado? ¿quedaba alguien que siguiera confiando en el “abbá”? Jesús no tenía las claves del futuro y no esperaba una legión de ángeles llegados del cielo para permitirle proseguir su misión. ¿Qué estúpida corazonada le había llevado a salir de su refugio en Galilea? Bien nos hubiera gustado conocer algo más de la mente del profeta y de sus discípulos. Bien poco sabemos de aquellas horas. ¿Qué sentimientos contrapuestos parecían imponérseles hasta el punto de arrancar de ellos aquella semilla que había quedado enterrada en lo hondo del corazón al cabo de tantas conversaciones, de tan jugosas tertulias al calor de la lumbre en las frías noches del invierno palestino cuando nadie les ofrecía dónde reposar la cabeza. Toda la buena y ‘nueva noticia’ de que eran depositarios se secaba irremediablemente como flor en el desierto. Se les había esfumado el reino sin siquiera haber tomado posesión de alguna prebenda. Para colmo el Maestro que había hecho recular más de una vez en Galilea a quienes le querían prender había tirado la toalla, “envaina tu espada, Pedro”. Y este valiente se arruga delante de una criada y jura no conocerlo ¡Desesperante! ¡Todo se había venido abajo!

IV. 15 “¿Por qué me has abandonado, abbá?” y al poco… “Abbá, me abandono en tus brazos”

En pocas horas, Jesús, después de ser sometido a acusaciones y torturas se ve camino del lugar de ajusticiamiento de esclavos y bandoleros. Los recuerdos nos llegan matizados, filtrados, interpretados no por testigos directos sino a través de flashes múltiples transmitidos de unos a otros. Pero las palabras y gestos del Maestro que mayor impacto produjeron gozan de mayor garantía de historicidad…

No estoy bordando imaginaciones. Bastan media docena de palabras de Jesús trasmitidas por la tradición para tener idea de lo esencial. Me quedo con dos palabras de Jesús a poca distancia una de otra que encierra su particular ‘purgatorio’. El tiempo puede ser un instante y un instante puede encerrar la densidad de muchos años. Según como se viva. A Jesús le quedaba muy poco tiempo, estaba claro y cada instante de indecible dolor era una eternidad. Dos palabras desgarradas que enmarcan un breve pero densísimo proceso de ‘conversión’ (dicho con todas las comillas que se quiera): “¿Por qué me has abandonado, papaíto?” - “Mi buen papá, en tus brazos me abandono”. Dos extremos de un combate a muerte, el desgarro de una blasfemia y la afirmación de la total confianza.

El grito de estar abandonado era el peor reproche a Dios en la boca de un creyente israelita : ¡Dios, no eres fiel a tus promesas! ¡me has abandonado! ¡no lo entiendo! ¿por qué este desastre? (¿Nadie ha repetido lo mismo alguna vez en algún momento de la vida?). El proceso interior de Jesús era sencillo. El proyecto inicial estaba claro “Venid a mí los que estáis agobiados”. Le tomaron la palabra y multitudes de desgraciados se colgaron de él. Pero todo había acabado. Sintió en sus carnes la mordedura del fracaso total y no entendía nada. Jesús, permíteme que te diga lo que me decía mi madre ante algún gesto solidario un poco loco “¿Quién te manda a ti meterte a redentor?” ¿Quién te mandó a ti ir cargando con todas las desgracias que te salían al paso? Debías haberte blindado un poco: es imposible endosar todo ese sufrimiento de tu pueblo. Cuando por la calle avanzo edificio tras edificio es como si a cada puerta y detrás de cada ventana se cociera un drama que lanzara al paseante un chorro de dolor y negatividad. Uno bien quisiera…Pero ¿quién puede cargar con todo? Acompañé con mi esposa a unas monjas de la Compañía De María a una sucursal lejos de su misión. Fueron horas tensas. Llovieron enjambres de chiquillos y de mayores, cada uno con un problema importante. Por mucho que nos multiplicábamos no había quien diera abasto. Aparte de reclamar al Estado soluciones más estructurales las monjas llegaban a poco en cada gira. Pensé que el regreso sería de un tenso sufrimiento pero me sorprendieron con una canción de esperanza. Manifesté mi extrañeza ante tanto contraste y me respondieron :D e algún modo nos tenemos que blindar para poder seguir volviendo cada semana ¿Quién les mandaba ‘meterse a redentoras’ a estas heroicas mujeres? Muy sencillo, la luz del Maestro iluminaba sus vidas. Ellas simplemente “le seguían”. Si Jesús hubiera podido adivinar lo que iba a influir en la historia…Pero colgado de aquel madero no había lugar para la esperanza. Jesús bebió hasta la última gota el cáliz del fracaso definitivo: ninguna perspectiva de construcción del Reino, el Padre le había abandonado. Que no se piense en una frase literaria de épica para la ocasión. Ni el más débil rayito de esperanza atravesaba los nubarrones sobre su cabeza. Todos le habían abandonado (aunque el redactor bíblico edulcorara luego la escena), Jesús quedó solo. Le asaltaban rostros y nombres de cientos de pobres, marginados, sufrientes ¿De qué le servía la conciencia de que todo era resultado de su defensa de la justicia y del amor? Eso era ‘meterse a redentor’, no había más misterio en lo que saltaba a los ojos meridianamente claro. A esa realidad tan sencilla de apuesta por sus hermanos se le dio muchos nombres en clave mitológica: kénosis, expiación, redención, sacrificio, perdón de los pecados…Algún papel desempeñaron tales vocablos en siglos pasados. Hoy ni se entienden ni interesan a los jóvenes que si no pueden eludir el “sermón” aguantan el rollo con un gesto que está diciendo “¡aún se creen esas cosas!” Y nosotros tan ufanos de que hemos evangelizado “opportune et impportune”. Me consta que ése es el efecto de vergüenza ajena que producen en muchos nuestras floridas y biensonantes glosas de la mitología cristiana: movimiento kenótico, alumbramiento emergentista, avance escatológico, madre sin concurso de varón, procesiones trinitarias, sepulcros vacíos, apariciones con llagas que se tocan, ascensiones entre nubes, cambios transustanciales de alquimia sobrenatural…Con qué barroca verborrea medieval envolvemos las cosas más sencillas: A Jesús le mataron por defender y liberar al pobre de la injusticia y de la Ley. Punto. Éste es el estilo sobrio y correoso que tanto me sorprendió hace unos años por su huída de la altisonancia religiosa en un pensador laico francés que no ha pasado de moda aunque tampoco figura -injustamente- entre las estrellas de la teología, Marcel LÉGAUT. Me permito recomendarlo a los más barrocos que necesitan volver a las cosas sencillas!

IV. 16 ¡Jesús volverá, Jesús vive!

¿Qué pensaba Jesús en la cruz? Sin duda, en que por haber vivido como había vivido, se había ganado a pulso lo que le ocurría? Pero ¿no cabía ninguna esperanza? A diferencia de los saduceos, sacerdotes del templo (¡qué incoherencia, no?), Jesús creía en la resurrección como la mayoría del pueblo desde el tiempo de los macabeos. Pero qué podía bien entender Jesús por resurrección? Otra de las palabras más ambiguas de la historia, incluida la cristiana. Jesús que había anunciado su resurrección según el decir de los suyos (profecía ex eventu probablemente), ¡quién sabe si tenía las ideas teológicas más claras que el común de judíos creyentes! Algo, sin embargo, parece que fue cuajando con cierta rapidez en su mente luego de aquella su queja desesperada y blasfema por el abandono del Padre. Posiblemente tuvo su parte la opinión generalizada sobre la inmortalidad. Más probablemente aún se le fue imponiendo en el corazón la convicción más acendrada de la fe judía que no falló del todo ni durante el exilio: Dios era fiel a sus promesas. En plena ‘noche oscura’, sin embargo, el espíritu de Jesús se fue apaciguando… y creyó. De la desesperanza volvió a la esperanza: “En tus brazos me abandono, mi fiel papá”. En los brazos en que siempre había vivido, lo seguiría haciendo aún después del tormento. Su conversión le había llevado a la más alta unión mística con Yahvé ¡Consumatum est!

Entre tanto, acabado todo, sepultado Jesús por un amigo o, lo más probable, arrojado a la fosa común de los ajusticiados, sus seguidoresamigos que se habían dispersado, habían iniciado un camino semejante al itinerario interior del Maestro. Comenzando -no cabe duda- por las mujeres que más le habían querido.

Funcionó en ellos la misma clave de la fe judía: Dios es fiel. Jesús había iniciado la liberación integral desde abajo, desde los más necesitados, de la opresión de la enfermedad, del demonio, de la injusticia, de todos los males que aquejaban al pueblo judío. Parecía, incluso, que en sus últimas semanas Jesús había extendido su misión a los samaritanos herejes y a algunos paganos de las orillas del lago. El “reino”, el mundo mejor deseado por Yahvé había comenzado. Dado que Dios no se arrepiente de sus promesas y que Jesús no había llevado a término su misión profética…¡TENÍA QUE VOLVER! Jesús seguía vivo. Con temor y temblor, mirándose a los ojos, se fueron atreviendo a comunicarse la arrolladora experiencia interior de conversión: El Maestro vive, he visto al Maestro. El proceso de conciencia de tanta esperanza, de tanto amor acumulado fue ganando el terreno a la desesperanza y al miedo y se impuso una evidencia mayor que la de la carne y la sangre. Si Dios era fiel, el maligno no podía tener la última palabra sobre Jesús. Cada uno expresó a su manera algo que era indecible: ¡Jesús vivía! ¡Jesús estaba vivo! ¡y contaba con ellos! “¡Id y proclamad la buena noticia de su liberación a los pobres!”

IV. 17 Perspectivas y conclusiones

De estas perspectivas se desprenden algunas conclusiones de profundo calado que establecen una cosmogonía esperanzadora y exultante. Para ello no ha habido que sacrificar nada de la esencial intuición cristiana sino que, al contrario, su realce ha ganado al cercenar dudosas elucubraciones de contenido más bien mitológico. Son una explicación más razonable que unos elementos míticos que no tienen fundamento en el núcleo útil de la confesión cristiana de la resurrección.

  • 1) Lo realmente importante para la confesión cristiana y en lo que ésta tiene su fundamento no es la afirmación de que resucitemos porque Jesús resucitó y fue el único que lo hizo. Lo importante es que la experiencia vivida de los apóstoles de que Jesús seguía vivo confirmó algo a lo que la intuición de todos los pueblos había llegado de alguna manera y con muy diferentes modos de expresión: que la muerte inexorable era una evidencia. Pero existía alguna prolongación del ser, se llamase resurrección o como quiera se llamase. Y esta continuación del ser era mejor explicación que la lóbrega caída en la nada de esa ansia irrefrenable en todo ser humano de pervivencia y de plena felicidad.
  • 2) La misma experiencia interior de los apóstoles expresada como visión de apariciones del resucitado desvela del todo algo que la propia conciencia natural podía intuir, que el dolor, la muerte y el mal, en general, el gran escándalo para la inteligencia y el corazón del hombre, no pueden tener la última palabra. Porque ésto sería la manifestación de que ese misterio que llamamos creación es, en realidad, el fracaso de Dios, además de constituir el mayor de los absurdos. Lo podemos condensar en dos frases: a) ninguna ley nos asegura apodícticamente que este cosmos habrá de volver a la nada; b) sin embargo, el ser inteligente, que es considerado como la culminación de la evolución cósmica, sí que habrá de volver a la nada.
  • 3) El punto único de cualquier revelación divina se realiza, pues, en las experiencias fuertes de la conciencia subjetiva con el aval de su verificación práxica. Sobra la revelación como aporte exógeno de información sobre lo numinoso. La experiencia interior de los primeros cristianos constituye sin duda un hito que no tiene por qué ser el único. Y se refuerza con el testimonio de cualquier persona espiritual comprometida de cualquier religión (o ateísmo honesto), es decir, de experiencia interior fuerte verificada en la entrega a los demás. Cualquier experiencia espiritual con esperanza incrementa las ganas de vivir. “Toda alma que se eleva, eleva al mundo”, decía alguien.

Salvo que -aseguran algunos, tal vez, por miedo a un seísmo dogmático- Dios retome su obra y la corrija o complete mediante una nueva intervención, la llamada ‘nueva creación’, la salvación en Cristo. Así pues, la exultante experiencia interior de los apóstoles sobre la indiscutible fidelidad de Dios a sus promesas es como creencia un acontecimiento, aunque no empírico, de especial trascendencia en la marcha de la historia. Ellos, al igual que cuantos realizan una experiencia interior fuerte, la de la vivencia unitiva con Dios mediante el amor (consciente o inconsciente, explícito o implícito en el obrar), constituyen una más razonable y dinamizadora percepción del destino de la humanidad. Nuestra dolorosa y atormentada historia tiene mejor sentido que el sin sentido de que el punto álgido de la evolución cósmica como es el ser humano esté destinado a su pérdida absoluta en la nada.

Sirve aquí retomar la expresión de Ireneo de Lyon dándole ahora un sentido plenamente totalizante. “Gloria Dei vivens homo”: el colmo de la glorificación de Dios estriba precisamente en que permanezca y viva la humanidad.

Qué podemos entender por resurrección es, pues, algo secundario, nunca quedará despejado su misterio para los mortales. En el próximo y último capítulo al reflexionar, sin evidencia empírica aunque con mente crítica pero abierta, sobre el desenlace que probablemente haya de tener una humanidad ávida de eternidad, ensayaremos alguna aproximación a lo esencial de la resurrección: después de la muerte y en ese mismo instante (ya no instante sino eternidad) la identidad de la persona alcanza su máxima afirmación mediante su potenciación en la unión (sin confusión) con Dios para siempre.

Logroño 5 julio 08