Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

CONFESIONALIDAD EXCLUYENTE

15-Febrero-2006    José Mª Castillo

El conflicto que han provocado las caricaturas de Mahoma está alcanzando proporciones que nadie podía imaginar. No sólo por la extensión casi mundial del conflicto, sino sobre todo por la gravedad de los problemas que se están poniendo de manifiesto con este motivo.
En el debate, que todo este asunto ha desatado, lo que más se suele destacar, especialmente en Europa, es la reacción desproporcionada y (a veces) violenta, que unas imágenes religiosas han causado. Por eso es frecuente oír, en ambientes de matriz cristiana, la acusación de intolerancia y fanatismo que mucha gente hace contra el Islam y sus fieles seguidores, especialmente contra los más fundamentalistas de ellos. De lo cual se sigue, como es lógico, un acrecentamiento de la secular confrontación que, en España concretamente, se vive entre musulmanes y cristianos.

No es mi intención, por supuesto, restregar más en una herida que, como todos sabemos, por mucho tiempo que pase, no acaba de cicatrizar. A mí me parece que lo más sano, en estos casos, es que cada cual se fije en sí mismo y, con toda la honradez que le sea posible, piense seriamente si tiene las manos limpias para tirar la primera piedra. Y conste que, al decir esto, no estoy pensando ni en el “Santiago matamoros” que todavía se venera en tantos templos de la cristiandad, ni en las patéticas historias de aquellos siglos de antaño en los que moros y cristianos nos odiábamos descaradamente unos a otros. Nada de eso. Estoy pensando en lo que pasa ahora mismo. ¿A qué me refiero en concreto?

Cuando todo este desagradable conflicto sale a relucir en nuestras conversaciones, es frecuente que alguien salte enseguida acusando a los moros de fanáticos e intransigentes. Yo no sé si todos los musulmanes son así. Lo dudo mucho. Como tampoco todos cristianos tenemos el mismo grado de intolerancia. Pero, sea de esto lo que fuere, hay una cosa evidente, que nunca deberíamos olvidar los que nos interesamos por estos temas. Me refiero a que, con demasiada frecuencia, las confesiones religiosas suelen ir asociadas a convicciones y comportamientos de marcado carácter excluyente. Y lo peor del caso es que, por lo general, quienes se alimentan a diario de una “confesionalidad excluyente” no se suelen dar cuenta ni, por tanto, son conscientes de lo que realmente viven como la cosa más natural del mundo. Con una particularidad que jamás deberíamos olvidar: los sentimientos de exclusión suelen ser tanto más frecuentes y más profundos cuanto el sujeto que los lleva dentro es más religioso y más ferviente. El ateo, el agnóstico y el indiferente religioso suelen ser personas a las que todo esto les trae sin cuidado. El peligro está en quienes viven sus creencias confesionales con intensidad y como algo en lo que se juegan el ser o no ser, la salvación o la perdición. Ahí es donde está el peligro.

Un ejemplo concreto podrá ayudar a entender mejor lo que digo. Muchas veces, nos quejamos de que los musulmanes nos consideren a los cristianos como “infieles”. O lamentamos que ellos tengan la idea de que son superiores a nosotros. Como es lógico, solemos decir, que eso fomenta la división, el resentimiento y quizá el odio. Pero lo que pocas veces pensamos los cristianos es que nosotros tenemos, poco más o menos, las mismas convicciones con respecto a los musulmanes. Y aquí viene el ejemplo que quiero recordar. En la tradición judeo-cristiana ha estado muy arraigada la idea teológica según la cual la Iglesia es el “pueblo de Dios”, es decir, el “pueblo elegido” y “preferido” por Dios. Esto, sin ir más lejos, está dicho en el concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia (cap. II). Ahora bien, esto es muy serio. Porque, entonces, los que no son cristianos, ¿a qué pueblo pertenecen? Si no están dentro del pueblo “de Dios”, ¿están en el pueblo “del diablo” o en qué pueblo están? Refiriéndose a esta compleja problemática, el conocido teólogo católico Juan B. Metz ha dicho, con toda razón, que “durante mucho tiempo la Iglesia sostuvo frente a Israel una funesta teoría de sustitución, una peligrosa teoría de “suplantación”: sin preocuparse demasiado de lo que hacía, se autocomprendió como el “nuevo Israel”, como la “nueva Jerusalén”, como el “auténtico” pueblo de Dios, interpretando así a Israel, con sesgo minusvalorativo, como premisa histórico-savífica, ya superada, del cristianismo, como si en la historia post Christum natum (a partir del nacimiento de Cristo) ya no hubiese sitio para ese Israel bíblico”. Y, como es natural, si los cristianos no hemos admitido ni a los judíos, nuestros antecesores en la fe, en el “verdadero” pueblo de Dios, imagínese Vd si ahora vamos a tolerar que el “infiel sarraceno” se considere entre los “elegidos” con el mismo derecho que nosotros.

Decididamente, lo mejor y lo más honesto, que todos podemos hacer, es repensar nuestras creencias. No para ponerlas en duda. Sino para extirpar de ellas toda raíz de “exclusión”. La confesionalidad excluyente que envenena las relaciones entre las personas. Si las insultantes caricaturas de Mahoma nos sirven a todos para expulsar de nosotros la intolerancia que posiblemente llevamos dentro, sin duda podemos decir que no hay mal que por bien no venga. Porque ya es hora de que todos los creyentes tomemos en serio aquel aforismo sufí: “Un día visito una iglesia; otro una mezquita. Yendo de templo en templo, no te busco más que a Ti”.

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