Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La paz es cuestión de imaginación

14-Noviembre-2007    Joan Chittister

Hay algunas cosas en la vida que, si de verdad las queremos, no nos queda más remedio que hacerlas nosotros mismos. Estuve en Corea la semana pasada, en el pequeño Condado de Hwacheon (se pronuncia Wa-shon) y lo comprobé con mis propios ojos.

Por supuesto, la tentación es esperar a que lo haga alguien. Pero si esperamos el tiempo suficiente, al final nos damos cuenta de que no tiene sentido esperar a que alguien haga algo que todos sabemos que se debe hacer. Los otros tienen otros intereses, u otras prioridades, o distintos planes. O quizá hasta tengan otras razones para seguir dejando las cosas como están.

Y así nos encontramos con que podemos elegir qué hacer. Sencillamente nos podemos olvidar de todo. Podemos decir, “las cosas son así”. O podemos seguir un año y otro, como si tal cosa, aceptando las cosas como están pero esperando algo más. O podemos decir, “bueno, algún día seguro que sucede. Es cuestión de tener paciencia”. O posiblemente podemos decidir, esperanzados, que es mejor morir intentándolo que no intentarlo en absoluto. No hay duda de que es un dilema. Por ejemplo, imagina este.

Corea está implicada en la guerra inacabada más larga de la historia moderna. Atrapada entre los intereses de las cuatro grandes potencias (China, Japón, Rusia y Estados Unidos), la Guerra de Corea –un apéndice de la Segunda Guerra Mundial, un producto secundario de esta guerra— estalló en junio de 1950 para controlar la expansión del comunismo en aquella región y, a la vez, asegurar al Oeste un reducto en Asia. Los coreanos dicen “nosotros en realidad nunca fuimos a la guerra; sólo hemos luchado en lugar de otros”.

Para 1953, 37.000 soldados americanos habían muerto en la Guerra de Corea, así como 350.000 coreanos, y más de 100.000 chinos –en la Guerra que Sencillamente No Acaba.

Pero las estadísticas militares no cuentan la historia verdadera. Como resultado de la Guerra de Corea, murieron, o resultaron heridos, 2 millones de civiles y los desplazados llegaron a 10 millones. Las familias quedaron separadas y la tierra divida en dos, y hablar de reunificación se consideraba traición. Los efectos sicológicos e intelectuales de la Guerra de Corea persisten a día de hoy. “Nuestros hijos han sido indoctrinados para odiar a sus hermanos y hermanas del Norte”, nos dijo el profesor. “Nuestros jóvenes intelectuales están ‘discapacitados’. No pueden pensar más allá de las barreras internacionales. Ni siquiera pueden pensar en leer a Karl Marx. No hay libertad intelectual. Están discapacitados y aislados”.

Cincuenta y siete años después, las dos Coreas mantienen un incómodo alto el fuego y están separadas por la frontera militarizada más larga del mundo. Una Tierra de Nadie, la Zona Desmilitarizada, simboliza la distancia síquica entre dos partes del mismo país, y la impuesta división de las familias en una cultura orientada a la familia. Hasta el día de hoy, 2 millones de tropas armadas –hermanos, primos y tíos— están frente a frente a cada lado de las 4 millas de Nada que les separan.

Los políticos han pasado años poniéndose vallas y cercas unos a otros, jugando a la Guerra Fría en medio de lo que la gente de allí llama “la Paz Fría”, levantando torres de vigilancia para observar cómo las tropas de los otros plantan cultivos o suben y bajan las montañas, con gran estruendo, en camiones mientras no pasa nada más.

Y nadie hacía nada. Y entran en escena un hombre y un pequeño Condado para cambiar la situación. El Condado de Hwacheon está junto a la zona desmilitarizada. Tiene 27.000 habitantes y 35.000 soldados. Vivir en Hwacheon es como vivir en una guarnición militar esperando, esperando, esperando, quién sabe a qué? O cuándo? O dónde? O por qué?

El Condado de Hwacheon es un valle estrecho ensartado de pequeños arrozales, cultivos de ginseng y huertas. En aquel sitio también hay una base militar tras otra y, ah sí, la Presa de la Paz. Se construyó únicamente para proteger aquella zona de posibles inundaciones en caso de que se rompiera la Presa norcoreana de Imnan, situada a 36 km, o –Dios no lo quiera– fuera deliberadamente abierta. La Presa de la Paz es, en realidad, una presa de guerra. No retiene agua, no produce electricidad y no tiene ninguna función secundaria. Es, sencillamente, un bol de 40 millones de dólares que está vacío (mide 601 m de largo, 125 de alto y 260 de ancho; puede contener 2.630 millones de toneladas de agua). Por si acaso.

La Presa de la Paz es, dicho de otra manera, una metáfora de un país suspendido en una guerra que ha sido domesticada hace mucho tiempo, pero que no ha desaparecido. Es una nube de guerra ya distante, pero siempre presente, que se cierne sobre la frontera del Condado de Hwacheon y que sigue recordando hasta hoy el dolor, el miedo y la furia de la guerra y que quiere que desaparezca.

Pero un día de 2005, en un encuentro casual en una calle de un pueblo, el alcalde, Jeong Gap-Cheol y el filosófo local, Profesor Kim Yong-Bok, Canciller de la Escuela de Graduados ‘Asia Pacífico’ para el Estudio de la Vida, decidieron que si la paz no llegaba a Hwacheon, Hwacheon llegaría a la paz. Decidieron que “la paz empieza en Hwacheon, la Capital Mundial de la Paz”. Para probarlo quieren crear una Campana de la Paz Mundial con cartuchos usados de todo el mundo. Quieren convertir la zona desmilitarizada, un monumento a la muerte, en una Reserva de Animales Salvajes. Y quieren convertirse en un centro de estudio de la relación entre la ecología y la paz, con la nutria –especie en peligro de extinción en aquella zona— como su símbolo.

“Después de todo”, te dicen, “las campanas se pueden oír al otro lado de la frontera y las nutrias nadan libres a ambos lados de la zona desmilitarizada porque no hay presas ni alambradas que se lo impidan”.

Ahora están haciendo la campana de metal y la colgarán el próximo año, aproximadamente en estas fechas. De momento una campana de madera –que no suena— marca el lugar. Este proyecto es casi surrealista. Desafía la separación política. Redefine la libertad como algo más que el alto el fuego. Celebra la vida –tanto humana como animal– que la guerra amenaza. Pero sobre todo, llama la atención tanto de Corea del Norte como de Corea del Sur –y del mundo entero— sobre el deseo, la demanda, de paz de todos aquellos que se niegan a seguir participando en juegos políticos de guerra y de prejuicios.

Desde mi punto de vista, es un proyecto muy atrevido. Algunos pueden decir que imposible. Incluso estúpido. Pero, ah, tan hermoso, tan racional, tan claro. Y, a propósito, justamente como lo imaginaron, la gente empieza a llegar desde todas las partes del mundo para estar allí con ellos en la frontera de una locura del siglo 21, donde un alcalde, un profesor y un pequeño condado están diciendo no a la guerra y sí a la comunidad humana.

    [La H. Joan Chittister, OSB, pertenece a las Hermanas Benedictinas de Erie, PA, USA. Ella es conferenciante y autora conocida internacionalmente. Directora ejecutiva de Benetvision (benetvision.org). Este artículo se publicó en ncronline.org para la revista National Catholic Reporter. Ha sido traducida por MR para Atrio.org con permiso de la autora]

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