Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Un significado histórico

15-Noviembre-2007    Rafael Aguirre
    “El tiempo irá haciendo ver el significado histórico de la obra de Arrupe. Los grandes cambios en la vida de la Iglesia no los realizan expertos organizadores, sino místicos, personas abiertas con libertad a la acción del Espíritu”. Estas palabras son de este artículo que ayer publicó el Diario Vasco , con ocasión del centenario del nacimiento del que fue General de los Jesuitas -”Papa negro”- desde 1965 a 1983. ATRIO lo reproduce y se identifica plenamente con lo que en él se expresa.

Era el último trimestre de 1966 y recordaré siempre la conferencia de prensa del Padre Arrupe en un amplio local de la Via della Conciliazione, que desemboca en la plaza de San Pedro. Yo era estudiante en Roma y no me perdí el acontecimiento. Era la última etapa del Vaticano II y Arrupe asistía como padre conciliar. Una nube inmensa de periodistas de varias nacionalidades hacían todo tipo de preguntas sin filtro alguno. Arrupe, de pie, respondía sin andarse por las ramas, con lenguaje directo, con enfoques positivos de las cuestiones, en los más diversos idiomas, pues los utilizaba todos, pero creo que sin gran perfección fonética, lo que era una gran ventaja porque le entendíamos mejor. Causó una impresión fascinante. Aquello no tenía nada que ver con el lenguaje eclesiástico habitual, melifluo, escurridizo y lleno de circunloquios. Era la conferencia de prensa de un hombre elegido para un cargo de los de más trascendencia en la Iglesia, general de la Compañía de Jesús, que le obligaba a moverse por Roma y sus entresijos vaticanos y curiales, pero que no procedía de estos ambientes que suelen cooptar a sus protagonistas.

Arrupe había vivido 25 años en Japón, había viajado muchísimo por todo el mundo, poseía una visión amplia y universal de los problemas. Tenía una formación extensa y sólida, pero no era estrictamente un intelectual, era un hombre de acción abierto a la realidad con enorme sensibilidad ante los problemas humanos. En el origen de su vocación religiosa está el descubrimiento de la pobreza en los suburbios de Madrid. Casi al final de su generalato, cuando en vista de las tensiones quería dimitir y el Papa se lo impedía, fue decisión suya volcar a la Compañía en ayuda de los ‘boat people’, de los refugiados del mar, que ocupaban los titulares de la prensa. Era 1980 y, pese a todos los problemas, su capacidad de captar el sufrimiento y su creatividad apostólica no se había apagado un ápice. El propósito de Arrupe desde que fue elegido general en la Congregación 31 de los Jesuitas fue incorporar plenamente la renovación conciliar a la vida de la orden y cumplir los renovadores decretos de la mencionada Congregación. Ardua tarea. Había que encauzar un grupo humano de más de 30.000 miembros, en más de 100 países y con multitud de obras e instituciones. Además, desde los años 30 del siglo pasado convivían en la Compañía dos almas: quienes veían a la orden como el baluarte de una Iglesia enrocada en torno a un Papa idealizado, caracterizada por la estricta observancia de las normas, por un moralismo rígido, por una teología nostálgica y teocrática del Reino de Cristo en la Tierra; pero también estaban quienes veían la misión de la Compañía en la vanguardia en el diálogo con la cultura, en la investigación bíblica, en el compromiso social. En el Vaticano II había jesuitas que asesoraban a la mayoría conciliar, pero también había entre los que más duramente se oponían a los derroteros que iba tomando el Concilio.

¿Qué es lo que hizo Arrupe cuando asumió su cargo? Impulsar decididamente la transformación de la Compañía con fidelidad al Vaticano II y los decretos de la Congregación 31 (1965-66), en la que le habían elegido y, posteriormente, de la Congregación 32 (1975-76), que él convocaría. Afrontó la tarea con su optimismo innato, con confianza en Dios, convencido de que estaba allí el soplo del Espíritu, con una visión crítica pero de empatía con los procesos de la modernidad, con visión a largo plazo y persuadido de que la Iglesia tenía que ir al encuentro de las culturas emergentes, abrirse a la universalidad superando el eurocentrismo, que la Compañía tenía que cambiar su tradicional papel de asistente espiritual de las elites acomodadas para ponerse decididamente al lado de los pobres y a su servicio. Demasiado, evidentemente, para las mentes burocratizadas y esclerotizadas del clericalcentrismo y vaticanocentrismo. Arrupe impulsaba una «reconversión», fue su expresión al día siguiente de su elección, una transformación en profundidad de la Compañía para recuperar la inspiración originaria de San Ignacio, de su espiritualidad y de su visión apostólica.

La fundación de la Compañía de Jesús supuso una novedad radical en la forma de entender la vida religiosa. Rompía con el esquema medieval de hábitos, rezos comunitarios varias veces al día y vida comunitaria muy reglada. Había que responder a la modernidad naciente con el Renacimiento, e Ignacio de Loyola promueve una espiritualidad individualizada, una vida religiosa al servicio del apostolado, organizada, pero flexible y sin hábito. La Compañía de Ignacio nace bajo el signo de la innovación, no de la restauración. Por eso las tensiones de la Compañía con la Santa Sede, contra lo que se suele creer, han sido constantes a lo largo de la Historia. En 1773 Clemente XIV, cediendo a las presiones de los reyes de Portugal, España y Francia, disolvió la Compañía para salvaguardar la supervivencia política del Papado. La Compañía es restaurada en 1814, en un momento equivocado, lo que iba a condicionar su futuro. G. La Bella, que ha dirigido una excelente investigación histórica sobre Arrupe, afirma: «La orden que renace al comienzo del siglo XIX se sitúa abiertamente al lado de las vacilantes monarquías europeas, azotadas por el viento de la Revolución Francesa y de los nuevos ideales ilustrados.

Aunque refundada la Compañía nace vieja (…) marcada por el antimodernismo y la intransigencia». En esta perspectiva el generalato de Arrupe adquiere una enorme trascendencia histórica: su tarea es recuperar la inspiración originaria de la Compañía, revirtiendo el curso seguido durante los dos últimos siglos. La transformación emprendida por los jesuitas ejerce una decisiva influencia en otras órdenes religiosas y en la Iglesia en general. La proyección pública de Arrupe es impresionante. Viaja sin cesar. Se encuentra a gusto en los medios de comunicación y en la televisión ‘atraviesa la pantalla’; es portada en las revistas más prestigiosas. «Mi hobby es hablar con las personas», dice. Su trato personal -y puedo dar fe por propia experiencia- es encantador por su sencillez, su humildad, su inteligencia, su capacidad de escuchar. Su figura encuentra adhesiones entusiastas, pero también detractores furibundos. A Arrupe le acusan de ingenuidad, de ser blando y tolerante en exceso, de confiar demasiado en sus colaboradores, de no imponer con firmeza las indicaciones que le llegaban del Vaticano.

También dentro de la Compañía la oposición se hace notar entre jesuitas de cierto prestigio, sobre todo en España, donde el peso de los sectores tradicionales es fuerte y cuentan con el apoyo decidido de prelados influyentes, hasta el punto de que comienzan las gestiones para reestablecer la ‘vera Compañía’, lo que supondría en la práctica un auténtico desgarro en la orden. En la curia vaticana la desconfianza respecto a Arrupe es también muy notable. Tengo grabada en la memoria la visita que hice a Loyola para enseñarles la casa de Ignacio a dos teólogos españoles con mucho predicamento en el episcopado. Al final, sentados en la terraza de un bar con la Basílica enfrente, su comentario era que «en el desconcierto que vive la Compañía por culpa de Arrupe está la raíz de los males que aquejan a la Iglesia».

Es indudable que en aquellos años frenéticos se cometieron muchos errores y algunos graves, pero estoy convencido de que lo que se cuestionaba, lo que no se aceptaba eran las decisiones de fondo de Arrupe porque suponían un reto muy serio para la Iglesia, cambiaban la función social conservadora de la Compañía y tenían una fuerza de contagio para otras órdenes religiosas y en la vida eclesial en general. Sabido es que Arrupe sufrió mucho por todo ello. Era un apóstol, su punto de referencia era hacer relevante el Evangelio de Jesús en las circunstancias sociales y culturales más difíciles y, como dice La Bella, «no tiene la habilidad de moverse con destreza en los complicados laberintos del mundo romano». El tiempo irá haciendo ver el significado histórico de la obra de Arrupe. Los grandes cambios en la vida de la Iglesia no los realizan expertos organizadores, sino místicos, personas abiertas con libertad a la acción del Espíritu. Y éste es el rasgo más definitorio de Pedro Arrupe. Los historiadores de la Iglesia vincularán su juicio sobre Arrupe a la interpretación que den del Vaticano II.

Me temo que no corren tiempos propicios cuando se ensalza con los máximos honores litúrgicos a quien, mientras se estaba celebrando, despotricaba y se oponía al rumbo conciliar. Nadie me lo ha contado, yo he sido testigo. Arrupe no se anticipó a su tiempo, pero miraba lejos y siempre resulta arriesgado seguir a quienes abren caminos difíciles y sacuden inercias inveteradas. Hoy hace 100 años que este hombre nació en Bilbao. Es uno de los muchos hijos de la villa que recibió la impronta conservadora y moralista de la educación jesuítica, tan influyente por aquel entonces. Cambiando la Compañía que conoció y amó en su juventud sacudió la vida entera de la Iglesia católica.

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