Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

La serpiente tenía razón

29-Noviembre-2007    Francisco Margallo
    El autor quiere dedicar este artículo al Padre Juan Masiá, teólogo moralista que lleva años reflexionando sobre la vida humana como don de Dios en contacto con la mejor ciencia y sufriendo en su persona el oscurantismo que todavía está implantando sobre este tema en las iglesias cristianas.

A pesar la esperanza que está proporcionando la investigación con células madre para eliminar enfermedades tan terribles como el Alzheimer, que yo he vivido muy de cerca, Parkinson y otras, todaviá esta semana se ha llevado a los tribunales al ministro de Sanidad, Bernat Soria especialista en el tema, por la ley que ha dado vía libre para investigar con ellas, primero en Andalucía y después en el resto de España. Es inútil aferrarse al pasado. Hoy se espera mucho de la revolución genética, la teoría sobre la evolución de las especias de Darwin ha quedado desfasada. Se dice que la especie humana no depende ya de la biología, sino de la tecnología.

El ministro refirió recientemente en una tertulia en TV lo bonito que es ver que unos padres puedan engendrar un nuevo hijo para curar a su propio hermano sentenciado a morir. Efectivamente, este caso se ha dado hace pocos años en una familia valenciana con una niña con anemia de Falconi. Los genes del hermano la salvaron. Ellos no buscaban un hijo a la carta, sino curar a su hija (Jaime Prats, El País 17 de mayo 2004). Con la Ley de Reproducción Asistida que se preparaba, el portavoz de la Conferencia Episcopal dijo que con esta ley se va a salvar a un hermano y se van a echar unos cuantos a la papelera. Me quedo sin palabras.

Todos los involucionistas manifiestan con su intransigencia que ellos son los responsables del retraso de la ciencia en su desarrollo. Pero afortunadamente el cardenal de Cusa ya en el Renacimiendo no pensaba como ellos, sino que hizo un gran elogio al científico llamándolo “Dios de ocasión”, porque él nos desvela los grandes proyectos divinos que se ocultan en la ciencia. En términos semejantes el ministro de Sanidad dijo en la tertulia televisiva que hoy los milagros los hacemos los hombres.

El filósofo-teólogo Ernst Bloch se remonta al mito del paraíso y lo considera enemigo primero de la ciencia, en el que los involucionistas fundamentan su posición. Pero finalmente el mito ha sido desmitificado y bien interpretado a la luz de la propia ciencia: El verdadero pecado no es querer ser como Dios, ni conocer el bien y el mal, sino permanecer como animales en el paraíso. Por la serpiente, dice, vino la felicidad al mundo. Es cierto que es portadora de veneno, pero en el báculo de Esculapio es curación y lo fue para los israelitas enfermos de lepra, que se curaban al mirarla sobre lo alto en un palo durante la travesía del desierto (Núm 21, 4-9). La misma liturgia cristiana desde los primeros tiempos se vuelve sobre la gesta de paraíso y la canta agradecida en la noche de pascua: ¡Feliz culpa que mereció tal redentor! Esta culpa preparó el camino a Jesucristo, hombre libre, que fue puesto en lo alto de la cruz, como la serpiente de Moisés en el desierto. Su delito fue abrir los ojos al mundo y anunciarle su liberación.

El gran pecado contra el Espíritu Santo, apostilla Ortega y Gasset, es el horror a las ideas y las teorías, es decir, a la ciencia y al conocimento. La inconsciencia es para él lo que se opone a la virtud de la ciencia y cuando esta terrible enfermedad inficiona la vida de un pueblo lo convierte en uno de los barrios bajos del mundo. No obstante, la herida abierta en tantos combates cotra ciencia sigue abierta y no cicatrizará, si nos empeñamos en oponer ciencia y religión. El C. Vaticano II zanja la cuestión en Gaudium et spes al “deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe” (GS 36). En contra de lo que se cree, la ciencia es una virtud muy humilde. Sócrates, padre de la ciencia, la llama docta ignorancia.

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