Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

El juicio al Arzobispo de Granada

16-Diciembre-2007    José Mª Castillo
    Es normal que todavía colee esta sentencia. Y lo que coleará, pues habrá recurso. Plantea el tema más a fondo, con dolor por la causa radical de que esto haya ido a los tribunales civiles, la falta de derechos y justicia en el interior de la Iglesia, quien acaba de publicar un excelente libro sobre el tema: La Iglesia y los derechos humanos.

El proceso, el juicio y la condena del arzobispo de Granada, Javier Martínez, ha producido lógicamente reacciones muy distintas y, en no pocos casos, enfrentadas. Es seguramente la primera vez que, en mucho tiempo (no sé si siglos), nos vemos ante un hecho así. Y al ser el reo y el condenado quien es, hay desde quienes se sienten abatidos y escandalizados hasta quienes se frotan las manos diciendo que ya era hora de poner las cosas en su sitio, sin que seguramente falte quien diga que el juez se ha quedado corto en su sentencia y ha usado con el arzobispo una benignidad que probablemente no tiene con otros. ¿Qué pensar de todo esto?

A mí me parece que lo primero, en un caso como éste, es lamentar profundamente lo que ha ocurrido. Porque este tipo de situaciones van inevitablemente asociadas a sufrimientos y humillaciones que siempre son dolorosas y, a veces, más dolorosas de lo que sospechamos quienes, desde fuera, enjuiciamos el caso, cargando juicio sobre juicio. Nos ha de doler, por tanto, el dolor de los que se han visto implicados en el proceso. Y también nos tiene que doler el malestar y seguramente el escándalo de quienes no entienden, ni pueden entender, que un sacerdote lleve a su obispo ante los tribunales. O también la indignación de quienes no pueden comprender que un sacerdote se vea en tal situación que no tenga otra salida que denunciar a su obispo ante la justicia ordinaria. Sinceramente, todo esto me produce mucha pena. Y confieso que me he sentido y me siento mal con todo este embrollo. Como supongo que mal se tienen que sentir otros cristianos en Granada y fuera de Granada.

Pero hay algo mucho más serio en todo este asunto. Un arzobispo, antes que arzobispo, es ciudadano. Y se tiene que atener a las exigencias y consecuencias que lleva consigo la condición de ciudadano. Digo esto pensando, no sólo en el arzobispo, sino igualmente en las numerosas personas que han vivido, y están viviendo, este proceso como si se tratarse de un ataque a la Iglesia o incluso que la Iglesia está siendo perseguida. En España, que sepamos, nadie persigue a la Iglesia. Lo que ocurre es que vivimos en un país en el que casi siempre ha mandado la derecha política. Y bien sabemos que la derecha y la Iglesia se han entendido y se han ayudado mutuamente hasta el punto de que muchos hombres de Iglesia ven los privilegios que les ha concedido la derecha como si se tratase, no de “privilegios”, sino de “derechos”. De ahí que, para los católicos rancios y los curas chapados a la antigua, verse privados de los privilegios de antaño es tanto como verse despojados de derechos que les competen a ellos, y a ellos solos. Por eso, llevar a un arzobispo ante los tribunales es cosa que no nos tendría que sorprender, ni por eso nadie se tendría que llevar las manos a la cabeza. Y menos aún organizar oraciones extraordinarias en la catedral. Oraciones para pedir ¿qué? ¿que el juez no cumpla con su obligación de dictar una sentencia justa? Porque, a fin de cuentas, ¿qué es más importante? ¿que se haga justicia o que se salvaguarde a toda costa el buen nombre del arzobispo?

Si algo bueno ha tenido el proceso contra el arzobispo es que todo el mundo ha visto que, en ningún caso, la condición de creyente, de clérigo, de obispo o de arzobispo, está antes que la condición de ciudadano. De todas maneras, incluso en este caso “con la Iglesia hemos topado” Es verdad que de este enredo han salido malparados tanto el arzobispo como el canónigo. Pero, sinceramente, cualquiera entiende que ha sido el canónigo el que se ha llevado la peor parte. Porque, a fin de cuentas, el arzobispo despacha el asunto pagando tres mil y pico de euros, cosa que para el arzobispado no es problema. Mientras que el canónigo, Javier Martínez, se ha quedado, al menos hasta ahora, con su suspensión “a divinis”, sin poder ejercer el sacerdocio, expulsado del cabildo de la catedral, prácticamente sin oficio ni beneficio. Con lo cual se ha demostrado que el derecho penal del Estado es bastante más benigno que el derecho canónico de la Iglesia. Además, el derecho del Estado es eso, un “derecho” en sentido propio. Es decir, un derecho del que si un ciudadano se ve privado, puede poner una demanda. Pero el derecho de la Iglesia está supeditado, en última instancia, a la voluntad del papa, juez supremo en los asuntos religiosos (canon 1442). Por tanto, hay que preguntarse: el canónigo que ha sido absuelto en el juicio, ¿a quién acude ahora para que le restituyan todo lo que el arzobispo le ha quitado? Me sospecho que Roma va a ser más indulgente con el arzobispo que con el canónigo. Lo que, en definitiva, plantea un problema mucho más serio: en la Iglesia no hay derechos propiamente tales y con las debidas garantías de ser reconocidos y aplicados. Por muchos cánones que tenga el Código de Derecho Canónico, los curas están a merced de lo que disponga el obispo. Como los obispos están a merced de lo que disponga el papa. ¿Qué solución tienen las personas en una institución que funciona así? No les queda más salida que fomentar la mística de la sumisión, bien condimentada con adecuadas dosis de disimulo, ocultamiento y, a veces, de hipocresía. Con lo que se da pie a que prevalezca, no el derecho de las personas, sino la adulación o incluso el envilecimiento de los que no quieren caer de donde están. Por no hablar del extraño proyecto de quienes, en una institución gobernada así, pretenden hacer carrera, subir y alcanzar puestos de honor y dignidad.

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