Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

San José encarnación del Padre

29-Diciembre-2007    Atrio

Mañana se celebra la fiesta de la Sagrada Familia y va a ser aprovechada la ocasión para organizar una movilización política-episcopal en contra de las leyes del Gobierno. Nosotros ya estamos cansados de ello. Preferimos abrir horizontes de teología y espiritualidad con este texto de Leonardo Boff sobre San José, el Padre. En vez de ir contra Calcedonia, propone que se extienda lo que allí se dice de la unión hipostática a la de la Primera Persona en San José y tras él a todo padre. Eso sí que es apertura. Y no lo de quitar el buey y la mula de la escena del nacimiento. Por cierto, añadimos una meditación del mismo Leonardo sobre estos animales.

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CONCLUSIÓN AL LIBRO “SAN JOSÉ”. (Sal Terrae, 2007, pp. 181-186))

TODA LA SANTÍSIMA TRINIDAD ESTÁ ENTRE NOSOTROS

Al hablar de san José, hemos tenido que hablar de Dios, pero de Dios según la forma cristiana de llamarlo, que es siempre como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

  • 1. Una visión completa y totalizante de Dios
  • La reflexión cristiana sobre san José fue madurando lentamente a lo largo de los siglos, pero ha crecido tanto que en nuestros tiempos se ha logrado percibir que san José pertenece al orden hipostático, es decir, forma parte de la comunicación de Dios Trino a la humanidad.

    Esto es tan cierto que ha sido asumido oficialmente por el propio Magisterio de la Iglesia, como se ve en la Exhortación Apostólica del papa Juan Pablo 11 sobre san José, Redemptoris custos, donde se dice claramente que en el misterio de la encarnación Dios no sólo asumió la realidad de Jesús, sino que además «fue asumida la paternidad humana de José» (n. 21). La teología había visto su relación con el Verbo, por ser padre de Jesús, y su relación con el Espíritu Santo, por ser esposo de María. Faltaba ver su relación con el Padre celestial, por ser él también padre. Fue mérito de la teología de la segunda mitad del siglo XX subrayar esa visión, hasta que un brasileño de la Amazonía Legal, fray Adauto Schumaker, dijo explícitamente que san José es la personificación del Padre. En nuestra reflexión hemos procurado presentar las bases teológicas sobre las que se funda esa afirmación. Al llegar al final, nos sentimos premiados con una visión completa y totalizante de la realidad divina y de la realidad humana. La Trinidad, que es la Familia divina en el cielo, se ha personificado en la familia humana en la tierra. El Padre se ha personificado en José; el Hijo, en Jesús; y el Espíritu Santo, en María. Toda familia humana y todo ser humano han sido insertados en ese proceso de personificación, porque todos, lo queramos o no, somos hermanos y hermanas de Jesús, María y José. La misma humanidad que está en ellos y que fue asumida por la Santísima Trinidad está también en nosotros. Algo de nuestra común humanidad, por tanto, pertenece para siempre al Dios Trino. El deseo de infinito que nos devora encuentra aquí su plena satisfacción.

  • 2. La espiritualidad de lo cotidiano
  • Toda buena teología debe desembocar en una espiritualidad. Por eso queremos resaltar al final algunos puntos de una espiritualidad que se deriva del silencio y de la vida anónima del artesano carpintero en Nazaret. El hecho de pertenecer al orden hipostático no anula ni modifica el orden humano normal de las cosas.

    Para san José, personificación del Padre, valen las mismas afirmaciones que el Concilio de Calcedonia (451) hizo refiriéndose a la encarnación del Verbo en Jesús. Allí se afirma que Jesús es a vez Dios y Hombre, sin confusión, sin mutación, sin división y sin separación de las naturalezas humana y divina. Las propiedades de cada naturaleza quedan preservadas. Ello significa que todo lo que es humano aparece en Jesús: alegrías y angustias, amor e indignación, intimidad con Dios y tentaciones… Pero, debido a la unión de 1as naturalezas en la misma Persona, esas propiedades del hombre pasan a ser propiedades de Dios. Por esta razón podemos decir que Dios nació, que Dios se irritó, que Dios lloró y que Dios murió. Vale también decir: el hombre es infinito y el hombre es eterno. Aplicando esta dialéctica a san José, diremos que vivió como cualquier otro carpintero de su tiempo; que era piadoso y estaba perfectamente integrado en la comunidad (el sentido original de «justo»); que fue un esposo fiel y un padre cuidadoso; que pasó por las crisis y las perplejidades (el, Mt 1, 19 20), los miedos y las preocupaciones propios de quien huye con su mujer y su hijo de una persecución mortal; y que vivió también otras situaciones de alegría y de realización inherentes a la condición humana. Pero, porque era la personificación del Padre, todas esas realidades pertenecían también al Padre.

  • 3. San José, patrono de la «Iglesia doméstica»
  • Toda personificación significa también, desde el punto de vista del Padre, una kénosis, es decir, un abajamiento, una renuncia a los atri¬butos divinos y una inmersión en el ambiguo mundo de los humanos. El Padre invisible se hace también invisible en José. El Padre del si¬lencio eterno se hace silencio temporal en la vida de José.

    Esta kénosis tiene un gran significado teológico y funda una es¬piritualidad que ha sido bastante olvidada por el cristianismo oficial, en el que los papas, los obispos, los presbíteros, los pastores y los ministros son los que ocupan el escenario, hablan, enseñan, animan y dirigen a la comunidad de fe. El cristianismo oficial es el que tie¬ne visibilidad.

    Pero, junto a él existe, un cristianismo popular, cotidiano y anó¬nimo, que no tiene visibilidad, que no es noticia para los medios ni se hace notar demasiado ante esa Iglesia institucional. A él pertenece la gran mayoría de los cristianos (nuestros abuelos y nuestros padres, nuestros tíos y nuestras tías…) que se toman en serio el evangelio y se dejan inspirar por la práctica de Jesús y de los apóstoles. San José, con su silencio y su anonimato, pertenece también a ese cristianismo popular. Más que patrono de la Iglesia universal, como pretenden los papas, es el verdadero patrono de la «Iglesia doméstica», de los her¬manos y hermanas menores de Jesús (cf. Mt 25,40).

    En efecto, la inmensa mayoría de los fieles viven en el anonima¬to, sepultados en su oscura cotidianeidad, ganándose la vida con mu¬cho trabajo, sosteniendo a sus familias como pueden y alegrándose o sufriendo, al final de la semana, por las victorias o derrotas de su equipo preferido… Son personas fundamentalmente honradas, solida¬rias y religiosas; pero la suya es una religiosidad popular, más orien¬tada por el sentimiento de Dios que por el pensamiento sobre Dios. Para la gran mayoría, Dios y su presencia en las diversas circunstan¬cias de la vida constituyen evidencias existenciales. Dios no es un problema; es más bien una luz para los problemas.

  • 4. La espiritualidad de la «gente buena»
  • Éstas personas viven la espiritualidad de los pobres de Yahvé, como, fueron denominadas por las Escrituras judeo cristiarías. Una «pobre¬za» que tiene más que ver con una actitud fundamental de apertura y acogida de Dios que con una condición social de pobreza material Lógicamente, la pobreza material facilita vivir esta actitud de apertura (normalmente, las personas necesitadas piden a Dios ayuda en sus.. tribulaciones), pero no está condicionada por ella, porque entre los. pobres de Yahvé puede haber también personas de clases sociales más beneficiadas. Y también ellas pueden mostrarse abiertas a Dios, lo cual se manifiesta en una actitud de apertura al mundo de los pobres,

    San José se encuentra entre esos pobres de Yahvé. ¿Cómo podríamos traducir esta expresión bíblica a nuestro lenguaje moderno, más fácilmente comprensible para las personas que no poseen más referencias religiosas? Nosotros diríamos que los pobres de Yahvé constituyen lo que comúnmente llamamos «gente buena» o «buena gente».

    ¿Quién es «gente buena» o «buena gente» No es fácil formular un concepto de la misma. Pero lo cierto es que topamos con ella a me¬nudo en nuestra vida. Es la gente honesta, recta y trabajadora; gente con buena integración familiar, siempre dispuesta a ayudar a los demás y que manifiesta honradez en su vida diaria. Si no logramos definirla, sí la identificamos, sin embargo, con facilidad, pues es gente acogedora, sin malicia en la mirada, con rostro franco, benevolente… Gente con la que nos sentimos bien. Gente en la que intuimos que podemos confiar. Así como los pobres de Yahvé no se encuentran sólo entre los materialmente pobres, así también la «gente buena» se puede encontrar también en los estratos más sofisticados de la sociedad. Son personas que, a pesar de todo, han mantenido su humanidad esencial inmune a los simulacros de la sociedad de la representación. Por eso el concepto de «gente buena» o «buena gente» responde más a un estado anímico que a una clase social; es más una cualidad del corazón que atraviesa todos los estratos sociales que una prerrogativa de un grupo determinado. «Gente buena» es el trabajador que susti¬tuye sin ningún problema al compañero que no ha podido acudir al trabajo, porque las cosas tienen que ser así y deben funcionar, con in¬dependencia del sacrificio que conlleven; o la cocinera que alarga in¬definidamente su horario sin arrugar el rostro, porque ha habido una fiesta de familia que se ha alargado más de lo previsto; o la dueña de un restaurante, comprometida con los problemas ecológicos de la co¬munidad, que no se incomoda por perder algunos clientes… y también algún dinero, para coordinar los trabajos y estar siempre presente, animando la participación en las iniciativas comunitarias. La «gente buena» no es necesariamente religiosa, pero sí es siempre respetuosa; y cuando es religiosa, no hace alarde de ello: reza discretamente sus oraciones y se confía por la mañana y por la noche al buen Dios. La «gente buena» es la «gente humilde» de la canción inigualable de Chico Buarque: aquellos que viven en los suburbios y, por la tarde, se sientan a la puerta para conversar y ver pasar la vida; que van ade¬lante solos, sin tener a nadie con quien contar; que son valientes, ho¬nestos y trabajadores.

    San José es un representante de la «gente buena» y de la «gente humilde». Está en medio de las multitudes de la humanidad que son «buena gente». Unas multitudes que hacen caminar al mundo y fun¬cionar a la sociedad, a pesar de los corruptos y de los políticos, que, por regla general, mienten sobre la situación real de pobreza y mise¬ria del país y del mundo.

    Norberto Bobbio (muerto en 2004), el gran filósofo italiano de la política y de la democracia moderna, nos dejó esta sabia lección: el valor de una sociedad no se mide por su perfecto ordenamiento jurídico, sino por las virtudes que los ciudadanos viven y manifiestan. La «gente buena» vive de las virtudes simples y cotidianas, y es ella la que hon¬ra a un pueblo y construye un país.

    Con esas virtudes simples y anónimas está adornado san José, co¬mo hemos tratado de mostrar a lo largo de nuestro texto. A mi entender, la mayor alabanza que los evangelios hacen de Jesús no se re tanto a su condición de Mesías esperado, sino de Hijo del H e Hijo de Dios. Todas estas afirmaciones, importantes y vernos expresan la real identidad de Jesús. Pero la alabanza mayor aceptada por todos es la contenida en el testimonio: «Pasó haciendo el bien, haciendo oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7.37)

    De san José podemos decir lo mismo: todo lo hizo bien. Era, sim¬plemente, «un hombre justo», como afirma de él el evangelio de Mateo (1, 19). En esa palabra están contenidas virtudes humanas y divinas.

    Nuestro trabajo teológico ha consistido en descubrir las dimensiones del misterio que envuelve la figura de san José como la perso¬nificación del Padre celestial, pero sin disminuir en nada su «ser jus¬to» y el anonimato de su vida y actuación. Son valores perennes que animan a los cristianos, especialmente a aquellos que viven la misma condición humilde que él vivió y están tan lejos de cualquier especu¬lación teológica.

    Posiblemente, san José no entendía nada de teología, ni de los escribas y fariseos de su tiempo, ni de las Iglesias de hoy, y mucho me¬nos de la nuestra, que tratamos de elaborar en este libro. No importa. Para José, más importante que saberse la personificación del Padre era vivir con radicalidad, sinceridad y humildad las virtudes del pa¬dre, del esposo, del educador y del trabajador. En ellas y por ellas apa¬recía, bajo frágiles indicios, el mismísimo Padre celestial.

    Concluyo este libro con las palabras de un apócrifo, que inspira¬ron nuestras reflexiones. Nos gustaría que fuesen un llamamiento a todos los cristianos, hombres y mujeres:

      «Cuando seáis revestidos de mi fuerza
      y recibáis el Soplo de mi Padre
      esto es, el Espíritu Paráclito,
      y cuando seáis enviados a predicar el evangelio,
      predicad también el respeto a mi querido padre José».

    Hicimos nuestra parte. Que otros completen lo que nos faltó y ha¬gan crecer el conocimiento del misterio de Dios personificado en la humilde figura de san José.

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    El Papa y dicen que reputado teólogo Benedicto XVI ha preferido que esta Natividad en El Vaticano no apareciesen en el tradicional Belén de la Plaza de San Pedro las figuras del buey, la mula y los pastores. Aseguran los expertos que así el santo Padre que vive en Roma se ciñe estrictamente a lo que consta en la Biblia, según leo en la información que acompaña a la imagen. Aprovecho por eso la oportunidad para remitir al lector al magnífico texto que sobre los dos animales vinculados en la imaginería popular al pesebre de Jesús escribe otro teólogo no menos reputado, Leonardo Boff, sirviéndose de una tradición mucho más reconfortante que la que cuenta que la mula y el buey fueron condenados a no tener descendencia por comerse las pajitas de la cuna de Cristo:

      Los evangelios no hablan del buey y la mula que habrían estado en el pesebre junto a Jesús sobre las pajas. Pero la tradición habla de ellos. Su historia es conmovedora y encanta a niños y adultos. Y en estos tiempos ecológicos adquiere un significado especial. Vamos a contar la verdad de esta historia antigua que es narrada a su manera en cada lengua.

      Un campesino tenía un buey y una mula muy viejos e inservibles para el trabajo en el campo. Se había encariñado con ellos y le habría gustado que muriesen de muerte natural, pero se consumían día a día. Así que resolvió llevarlos al matadero. Cuando tomó la decisión se sintió mal y no consiguió dormir en toda la noche. El buey y la mula notaron que había algo raro en al aire. Movían inquietos sus osamentas sin poder dormitar. La vida había sido dura. Habían pasado por varios dueños. De todos habían recibido muchos palos. Era su condición de animales de carga.

      Hacia la media noche, de repente sintieron que una mano invisible los conducía por un estrecho camino hacia un establo. Decían entre sí: «¿Qué nos obligarán a hacer en esta noche fría? Ya no tenemos fuerzas para nada».

      Fueron conducidos a una gruta donde había una lucecita trémula y un pesebre. Pensaban que irían a comer algo de heno. Quedaron maravillados cuando vieron que allí dentro, sobre unas pajas, tiritando, estaba un lindo recién nacido. Un hombre inclinado, José, procuraba calentar al niño con su aliento. El buey y la mula comprendieron inmediatamente. Debían calentar al niño. También con su aliento. Acercaron sus hocicos. Cuando percibieron la belleza y la irradiación del niño sus viejos esqueletos se estremecieron de emoción. Y sintieron un fuerte vigor interno. Con sus hocicos bien cerquita del niño empezaron a respirar lentamente sobre él, y así se fue calentando.

      De repente, el niño abrió los ojos. «Ahora va a llorar», dijo la mula al buey, «verás que le asustaron nuestros feos hocicos». El niño, por el contrario, los miró amorosamente y extendió su pequeña mano para acariciar sus hocicos. Y seguía sonriendo, como si fuera una cascada de agua.

      «El niño ríe», dijo José a María. «No para de reír». «Debe ser que le hizo gracia el hocico del buey y la mula». María sonrió y quedó callada. Acostumbrada a guardar todas las cosas en su corazón, sabía que era un milagro de su divino niño. El hecho es que los propios animales se sintieron alegres. Nadie les había reconocido ningún mérito en la vida. Y he aquí que estaban calentando al Señor del universo en forma de niño. Cuando volvían hacia casa notaron que otros burros y bueyes los miraban con un aire de admiración. Estaban tan felices que al avistar la casa, hasta se arriesgaron a un galope. Y ahí se dieron cuenta de que estaban realmente llenos de vitalidad.

      Volvieron al establo. Por la mañanita vino el patrón para llevarlos al matadero. Ellos lo miraron compungidos, como diciendo: «¡déjanos vivir un poco más!». El patrón los miró sorprendido y dijo: «¿pero son éstos mis viejos animales?, ¿cómo es que están tan vigorosos, con la piel lisa y brillante y las patas firmes y fuertes?»

      Y dejó que se quedaran. Durante años y años sirvieron fielmente al patrón. Pero él siempre se preguntaba: «Dios mío, ¿quién trasformó de repente en jóvenes y robustos a aquella mula y aquel buey tan viejitos?» Los niños, que saben del niño Jesús, pueden darle la respuesta.

      Con el Niño, el buey y la mula les deseo «Feliz Navidad a todos los lectores y lectoras».

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