Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

¿Dónde aparece la divinidad de Jesús?

23-Febrero-2008    José Arregi
    Hoy son dos los textos de José Arregi que publicamos. Los dos arrancan de acontecimientos de la semana pasada: un eclipse de luna y una lectura litúrgica. Y los dos aprovechan la ocasión para apoyar a dos teólogos torpemente acusados: Jon Sobrino y Jose Antonio Pagola.

  • 1. El amanecer tras el eclipse de luna (21-2-2008)

¡Qué día tan bello de invierno primaveral en Arantzazu! ¡Dios mío! Unas nubes blancas, muy tranquilas, muy ligeras, diluyen suavemente el azul del cielo. Todos los pájaros cantan. Casi todos cantan distinto, y algunos que cantan igual se responden y rivalizan, porque el otro igual siempre nos da miedo, y ellos en el canto se reconocen iguales y buscan cada uno un sitio único en el mundo. ¡Ojalá encuentre cada su sitio único en el mundo y puedan vivir en armonía y cantar juntos al Misterio que nos hace vivir a todos!

Ayer nos anunciaban que por la noche, a las dos de la madrugada, se iba a poder ver un eclipse total de luna. No sé qué habrá sido esta noche de la luna y su eclipse, porque mis ojos entraron en eclipse mucho antes que la luna. Es bello y admirable que, en una noche clara, la luna desaparezca y se apague en la sombra de la Tierra. Podría merecer toda una noche en vela para verlo. Pero siempre me deja pensativo este excesivo interés que prestamos a las cosas que suceden sólo de vez en cuando. Los periódicos y los noticiarios nos hablaron de este eclipse porque no se daba desde el año 2004 y porque no volverá a darse hasta dentro de dos años. Está bien. Pero si la luna luciera en el cielo sólo una vez cada cinco años, ¡entonces sí que merecería la pena velar toda la noche! Pues resulta que la luna brilla durante tres semanas, con una forma y un brillo distinto cada noche, y por la mañana antes de amanecer sigue ahí en el otro lado del cielo, y ningún periódico nos habla de ella y casi nadie se detiene para mirarla. Y cada vez que una nube oculta la luna, es como si desapareciera en la sombra de la tierra, y casi nadie se sorprende. Sucede que miramos el mundo según las noticias, y casi siempre sucede que el prisma de los medios nos oculta el mundo tal como es cada día. El mundo real. El mundo maravilloso y el mundo doloroso. Un mundo doloroso para el que cada luna nueva y cada luna llena anuncia la pascua cada noche.

El mundo real. ¿Cuál es el mundo real? Hace unos días tuve ocasión de acompañar a Jon Sobrino a una entrevista que iba a hacerle la televisión vasca. Jon Sobrino es un hombre de ojos vivaces y buenos, algo cansados de ver lo que ven y sin embargo buenos. En el año 60 -dice- había en el mundo un rico por cada 30 pobres, y ahora hay un rico por cada 100 pobres. Eso es lo que ven sus ojos, y sin embargo siguen siendo buenos y siguen mirando en paz. Pero entre tantas cosas que ha visto y que sabe, sólo le interesan dos; sólo dos cosas son para él “realidad real”. Primero: que hay pobres que sufren y que Dios está y padece con ellos, como Jesús. Segundo: que hay que buscar una alternativa para esos pobres, y que la alternativa es Jesús. Y podría añadir una tercera, que es igualmente crucial para este hombre universal y bilbaíno (tan bilbaíno que se emocionaba al mirar desde los estudios de ETB el arco de San Mamés y del Athletic): que la alternativa de Jesús es su humanidad compasiva, y que ahí aparece la divinidad más excelsa de Jesús.

“Humano: ésa es la última palabra”, me decía. La última palabra, el último criterio, no es ser “demócratas”, o ser ortodoxos, o ser de una patria o de otra, o que sea obispo éste o aquél, o que digan los obispos esto o aquello. La última palabra es “humano”. “Es que después de esta palabra, ya no sé qué otra palabra más utilizar”. Es la última explicación. La humanidad compasiva es lo verdaderamente divino de Jesús y de todo ser humano. Es la última teología.

“Humano” viene de “hombre”, claro está, como “humanizar” y “humanamente” y tantas otras palabras esenciales, y también “homenaje”. Pero “hombre” y “humano” vienen a su vez de “humus”, es decir, tierra (¡qué feliz que “Adán” en hebreo, siendo una lengua tan distinta, también signifique a la vez “ser humano” y “tierra”). Y de “humus” viene “humilde” y también “humor”, es decir, bondad y esperanza. “Homenaje” al hombre. Y, por supuesto, al decir “hombre” no lo entiendo como “varón”, sino como “ser humano”. Todo varón lleva dentro una mujer, sin poder serlo nunca, y toda lleva dentro un hombre, sin poder serlo nunca. Todos somos la misma y diversa tierra, y junto con todas las criaturas aspiramos a ser lo que aún no somos del todo. Por eso admiramos la luna y nos preparamos a la pascua.

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  • La transfiguración de Jesús
  • (2º Domingo de Cuaresma 17-2-2008)

Amig@s: el evangelio de hoy nos presenta a Jesús subiendo y bajando de la montaña, del Tabor, junto con tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Subir y bajar la montaña: ésa es nuestra cuaresma, es el itinerario de nuestra vida, es la vida de todo ser humano. A veces subimos y a veces debemos bajar, y llega un momento, el momento decisivo, en que nos toca sobre todo bajar.

Seguramente pensamos que es más difícil subir a la montaña que bajar de ella; que una vez alcanzada la cima, la bajada se hace sola. “Bajar es fácil, subir es lo que cuesta”. Pues bien, las cosas se nos presentan a la inversa en el evangelio de hoy. ¡Tantas veces resulta ser el evangelio a la inversa de lo que pensamos! Así es también en este evangelio. Pedro, Santiago y Juan suben gustosos en compañía de Jesús; lo que no quieren es bajar; preferirían quedarse allí; se resisten a descender. Prefieren subir con Jesús que bajar con él. La bajada es lo que les cuesta.

Y es comprensible. Pues en la montaña han visto a Jesús transfigurado, han observado la gloria divina de Jesús, han sido testigos presenciales de la divinidad de Jesús. E incluso se les han aparecido Moisés y Elías, personificación de todo el Antiguo Testamento, la Ley entera y todos los Profetas rendidos ante Jesús, reconociendo su divinidad. ¡Qué mejor visión para unos pobres pescadores de Galilea! Pero, en realidad, no se han enterado en absoluto de lo sucedido en la montaña. Así lo delatan las palabras de Pedro, el portavoz: “¡Qué bien estamos aquí! ¡Aquí arriba todo es luz y bienestar! ¡Aquí sí que Dios está cerca! ¡Aquí sí que Jesús es Dios! Y nosotros somos testigos únicos de la sublime divinidad de Jesús, testigos privilegiados por encima de todos!” Se sienten como en una nube de felicidad, y quisieran quedarse allí para siempre –¿quién no lo querría?–. Y quisieran instalar unas tiendas, y retener la dicha de la cima. Pero se equivocan.

Lo mismo nos sucede a nosotros. Y, justamente, este evangelio quiere narrarnos lo que nos sucede a nosotros, no lo que entonces sucedió. No creo, por supuesto, que la transfiguración de Jesús haya sucedido históricamente tal como el evangelio nos lo cuenta. Los evangelios no han sido escritos para contarnos lo que entonces pasó, sino para decirnos lo que nos pasa ahora a nosotros. Y se sirven para ello de un lenguaje y de un relato simbólicos, como en este pasaje de la transfiguración. ¿Qué es, pues, lo que nos pasa a nosotros? Lo mismo que a los pobres Pedro, Santiago y Juan: nos gustaría ver la divinidad de Jesús allí arriba, en la montaña, entre las nubes, junto a los ilustres Moisés y Elías, y si estamos solamente nosotros, mejor que mejor.

Pero no. Jesús los hace bajar de la montaña, a donde la gente, a donde los enfermos, a donde los campesinos y los pescadores empobrecidos. Es ahí, abajo, y no en otro sitio, donde se manifiesta la sublimidad de Jesús, es entre los pequeños donde aparece su grandeza, es en su humanidad compasiva donde se deja ver la verdadera divinidad de Jesús. La divinidad que los discípulos han visto en la montaña no es real allí arriba, sino aquí abajo. Por eso les dice Jesús: “No se lo contéis a nadie, pues nadie lo entendería”. No, no podemos entender correctamente la divinidad de Jesús si la emplazamos en sucesos milagrosos, en apariciones extraordinarias, entre las nubes resplandeciente de una montaña.

Siempre tendemos a eso. Os pondré un ejemplo. Algunos teólogos han denunciado con extrema dureza el hermoso libro de José Antonio Pagola sobre Jesús, como otros denunciaron antes a Jon Sobrino. Acusan a Pagola de no mostrar y afirmar debidamente la divinidad de Jesús. Yo creo, por el contrario, creo que la muestra y afirma admirablemente. Pero ¿dónde y cómo se manifiesta la divinidad? Ésa es la cuestión, y ésa es la clave del evangelio de hoy. Lo que mejor afirma la divinidad de Jesús no es el dogma de Nicea, sino la parábola del buen samaritano, que es la parábola de la vida de Jesús. Jesús manifiesta su divinidad en su amistad con los pequeños, en su proximidad con los marginados, en su solidaridad con los pobres, en su compasión con los enfermos, en una palabra: es en su humanidad compasiva donde Jesús revela su divinidad. En consecuencia, ¿cómo se mostrará mejor la verdadera divinidad de Jesús? Mostrando su humanidad compasiva. Y eso es lo que hace Pagola, y lo hace magistralmente.

¡Ojalá aprendan nuestros ojos y nuestro corazón que la divinidad de Jesús no consiste en hacer todo lo que quiere, ni en saberlo todo de antemano, o en no tener ninguna duda, o en no sufrir ninguna herida! La auténtica divinidad de Jesús consiste en su acogida misericordiosa de los heridos. Y la cruz fue consecuencia de su conducta compasiva. Pero también la pascua sucedió precisamente ahí, en esa compasión divina, no en un milagro singular del domingo de pascua. Eso es lo que, en última instancia, quiere enseñarnos el evangelio de la transfiguración: que la gloria, la pascua, la divinidad de Jesús se manifiesta en ese camino de bajada, en esa conducta solidaria, en la cruz misma, en ninguna otra parte. No hay más que mirar dónde han colocado los evangelios esta escena de la transfiguración: le precede el anuncio de la muerte y le sigue la curación de un muchacho epiléptico. Es curioso. Ése es el lugar verdadero de la pascua y de la divinidad.

Amig@s, no busquemos a Dios arriba, no lo encerremos en una tienda en lo alto de una montaña, alejado de nuestros gozos y alegrías, separado de nuestras penas e impotencias. Dios no necesita ninguna tienda allí arriba; se hace pascua entre nosotros, para que también nosotros transfiguremos nuestro camino cotidiano de cruz, y ahí precisamente vivamos la pascua. Ahí, abajo, con los de abajo, al igual que Jesús.

Bajemos como Jesús, bajemos al fondo de nosotros mismos y a los que están más abajo. Y ahí seremos libres y felices, como Dios. Bajemos sin miedo, pues abajo encontraremos a Jesús, a Dios, siempre a nuestra altura, siempre junto a nosotros, como gozo y paz, como gozo y pascua en nuestra cruz de todos los días.

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