Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Aquella promesa que ha quedado sin cumplir

18-Junio-2008    Raniero La Valle
    En Italia la figura de Raniero La Valle sugiere lo que aquí fue Alfonso Carlos Comín, que desgraciadamente no está para poder contarlo cuarenta años después, como Raniero hace en ADISTA. Como Alfonso Carlos, Raniero asimiló tanto el Concilio y el compromiso con la realidad que se comprometió en política, entrando con otro grupo de cristianos de izquierda en las listas del PC, dentro del espíritu de lo que se llamó “Compromiso histórico”.

Raniero La Valle ha sido director del diario católico L’Avvenire d’Italia, periódico que llegó a ser el intérprete de los fermentos innovadores del Vaticano II. A causa de las primeras tendencias normalizadoras del post Concilio, en 1967 fue obligado a dimitir. De 1976 a 1992 fue parlamentario por la Sinistra Indipendente. De 1978 a 1992 ha dirigido la revista Bozze, de la que es fundador. Comprometido desde siempre con los temas de la paz, del derecho internacional y de la defensa de la Constitución.

El Concilio fue el 68 de la Iglesia y el detonador del ‘68 en el mundo. El ‘68 a su vez ha sido una paradoja para la Iglesia y un diluvio sobre los frutos apenas nacidos del Vaticano II. Al menos para los cristianos, estos dos eventos no pueden desunirse y su relación es difícil.

El 68 ha resultado ser una paradoja para la Iglesia, porque después de haber odiado tanto al mundo y haberlo descrito como perverso y perdido, con el Concilio ella se había reconciliado con él , y con una inmensa corriente de simpatía (Pablo VI) lo había rehabilitado y abrazado. Y he aquí que el 68, por el contrario, acusaba al mundo de brutalidad, represión y alienación, y lo hacía trizas con la idea de hacer de él uno nuevo. La Iglesia estaba asombrada, las cartas del juego boca arriba, y alguno, como el perito conciliar Ratzinger, sufrió por ello un trauma indeleble. Pero el Concilio había anticipado y preparado el 68 del mundo, y en la Iglesia lo había realizado sin asperezas y sin destruirlo.

Pero ¿qué fue en realidad el ‘68?

Fue poner en discusión todas las instituciones totalitarias, desde el Estado al manicomio. El Concilio por su parte había abierto la cortina del templo, había hecho correr el viento fresco del Espíritu en los conventos y en los seminarios, y a aquella Iglesia romana —tan única y absoluta que se decía que fuera de ella no había salvación—, la había pensado nuevamente como histórica y relativa, hasta el punto de reconocer que en ella subsistía, pero no se agotaba, la Iglesia del cielo. El 68 fue una gran reivindicación de libertad, fundada sobre la prioridad del sujeto sobre la ley, y sobre la reconciliación de cada ser humano consigo mismo. El Concilio había dado a la libertad un fundamento divino, la había descubierto en el comportamiento de Cristo y de los apóstoles, la había arrancado de la contradicción con la verdad, la había arraigado en el «sagrario» de la conciencia, cuyos dictámenes cada cual debía seguir, sin «ser forzado ni impedido». El 68 fue una gran comunicación de idiomas, de culturas, de sueños, el inicio de la globalización. El Concilio había puesto a dialogar y a discutir, como nunca antes había sucedido, a obispos e Iglesias de todo el mundo, había derribado el muro de la enemistad entre las distintas confesiones cristianas, restablecido una relación espiritual y carnal con los judíos, saludado los signos de gracia y las vías de salvación presentes en las demás religiones, apreciado cuanto de bueno y de justo hubiera en todas las culturas y en todas las personas.

El 68 dijo hagamos el amor y no la guerra. Respecto a la guerra, el Concilio la había detestado, aunque sin llegar a condenarla sin excepción; declaró como inadmisible pecado contra Dios y contra los hombres y mujeres: la guerra de exterminio. En cuanto al amor, el Concilio le había retirado aquel carácter secundario e instrumental que según la Iglesia lo convertía en ilegitimo, e incluso no humano y animal, fuera de la procreación, y lo había elevado a la dignidad de fin, como milagro de unión entre las personas, aunque sin dejar de rodearlo de un halo de sospecha. Cierto, el amor reconocido era el amor entre los esposos, sin tacharlo, como hubiera querido el cardenal Ernesto Ruffini, arzobispo de Palermo, de «fétido onanismo conyugal». Pero en todo caso, el amor había sido restituido a lo humano, tanto que después del 68 la Iglesia ha podido entender, aunque sin aprobar, a los jóvenes que hacían el amor en los campus universitarios, en las escuelas ocupadas, en los grandes meetings juveniles, reunidos día y noche con el papa. En cuanto a la política, el 68 ha traicionado todas las esperanzas, hasta el punto de que hoy estamos en guerra perpetua, e Italia ha optado por entrar en conflicto abierto con los talibanes en Afganistán sin consultarlo con el Parlamento, mientras un segundo fascismo emerge nuevamente en los barrios, en las plazas, en los estadios y en los periódicos, aun antes de ser institucionalizado, con medidas xenófobas y represivas, por el nuevo gobierno.

El Concilio sin embargo había expresado una idea alta de la política, había retirado el aval religioso a toda política de abusos, de intolerancia y de guerra, había celebrado el valor permanente de la democracia y había destituido de fundamento eclesial al vinculo de la unidad política de los católicos, reconociéndoles también a ellos la legitimidad de tener opiniones distintas «sobre como debía organizarse la sociedad temporal» y de defender de modo honesto «también en grupo» su punto de vista. En la Pacem in terris la Iglesia había, pues, señalado luminosos «signos de los tiempos» —desde el rescate del trabajo al restablecimiento de la dignidad de la mujer, a la liberación de los pueblos de la dominación, a las garantías de los derechos sancionados en la Constitución—, cual modernos contenidos históricos del bien común. Desgraciadamente los católicos italianos no han sabido aprovechar la ocasión y aún no entrado en el papel.

Después del Concilio Vaticano II los católicos italianos han hecho algo, ocuparon catedrales, tomaron opciones «socialistas», eludieron la obediencia a la Democracia cristiana, dialogaron con los comunistas, hicieron leyes futuristas en el Parlamento; pero lo mejor de sí y de su herencia todavía está por dar.

[Traducción para Atrio de MJG]

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