Lugar de Encuentro de lo sagrado y lo profano

Procesos en el Santo Oficio

02-Septiembre-2008    Celso Alcaina
    Ya hemos publicado en ATRIO otros retazos de las memorias de Celso Alcaina (ver COLABORADORES en la columna de la izquierda). Él conoce la Congregación para la Doctrina de la Fe muy por dentro, por haber trabajado allí ocho años. Hoy no se refiere a un caso concreto, sino a los procedimientos que se han ido recrudeciendo últimamente hasta volver casi a las prácticas de su antecesor Santo Oficio.

Procedimiento doctrinal en el Santo Oficio. Evolución histórica

Ocho años dentro del horno en el que se cocinaron dogmas, se quemaban herejes y se chamuscan teólogos. Yo, un cocinero más, un fogonero de Vulcano. Lo que acabo de publicar en “Compostellanum” (LIII, 2008, pp. 187-245) va más allá de una exégesis de los recientes reglamentos para procesar a autores descocados. Lleva un componente de catarsis. Mi participación en la redacción de la “Agendi Ratio” de Pablo VI fue intensa, no precisamente decisiva.

El Vaticano II aportó un soplo de libertad a la Teología. Un tímido tránsito del exclusivismo al inclusivismo religioso, olvidado ya el “extra Ecclesiam nulla salus”. El Santo Oficio, antes Supremo Tribunal de la Inquisición, aparentó desaparecer y dio paso a la “Sagrada Congregación para la Doctrina de Fe”. Un acto de voluntarismo de Pablo VI. Algunos asesores del mismo Concilio, así como otros teólogos y pensadores de lo religioso, vieron el camino abierto para indagar, concluir y publicar sus reflexiones. Ello incluía una crítica, a veces despiadada, del secular dogmatismo de la Iglesia y de aspectos doctrinales considerados intocables hasta entonces. La Curia Romana seguía sin impregnarse del espíritu conciliar. Ante la aparente o clara heterodoxia, el ex-Santo Oficio se creyó obligado a intervenir. A estos intentos de fiscalización curial, los teólogos, y no sólo ellos, respondieron exigiendo garantías procesales. El Dicasterio de la Fe se vio precisado a elaborar y publicar, en menos de 30 años, dos sucesivos “procedimientos doctrinales” para legitimar su intervención autoritaria, ahora que las arbitrariedades inquisitoriales no tenían cabida en nuestra sociedad ilustrada. Del recorrido histórico que se realiza en este artículo y del análisis de esos dos documentos puede concluirse que el ex-Santo Oficio tiene todavía tarea por delante para adecuar su proceder a la equidad que demandan los cultivadores de la Teología. En la tensión “autoridad” vs. “libertad” deberán coexistir e interrelacionarse todos los carismas que San Pablo legitima en sus epístolas.

Improcedente colgar aquí en ATRIO las 58 páginas. Se reproducen las que contienen valoraciones: introducción y conclusión. Se enuncian los capítulos centrales: historia, exégesis y crítica de los documentos atinentes.

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PREFACIO

Al “club de los amonestados” pertenecen o han pertenecido muchos de los más preclaros teólogos contemporáneos. Se consideran prestigiados, más que estigmatizados. Que el Vaticano les haya prestado atención, leído, estudiado, desaprobado o condenado, es visto por ellos con orgullo, al tiempo que provoca una oculta envidia en nosotros, parias estudiosos cuya audiencia se limita a nuestros alumnos o a pocos fieles lectores. Helos aquí, sin agotar el elenco y sin hacer distinción entre creadores y divulgadores.

Marciano Vidal, Casiano Floristán, J. Mª Díez Alegría, Benjamín Forcano, Juan José Tamayo, Pedro M. Lamet, Manuel Fraijó, Xabier Pikaza, J. Mª Castillo, Juan Aº. Estrada, Juan Bosch, Juan Masiá. Son algunos de los “amonestados” más cercanos en tiempo y lugar.

Los cultivadores de la Teología de la Liberación: Gustavo Gutiérrez, Juan L. Segundo, Leonardo Boff, Jon Sobrino, José Mª Pires, Sor Ivone Gebara, Giulio Girardi, Juan B. Metz, Ernesto y Fernando Cardenal, y obispos como P. Casaldáliga, B. Carrasco, Samuel Ruíz….

“Amonestados” también en el mundo anglosajón y anglooriental: Charles Curran, Anthony Kosnik, John McNeill, Anthony Wilheim, Tisa Balasuriya, Roger Haight, Aloysius Pieris, André Guindon, Mathew Fox, Reinhard Messner, Paul Collins, Anthony de Mello, Robert Nugent, Sor Jeannine Gramick.

Francia, en otros tiempos rica en esta categoría de teólogos, aporta ahora a Jacques Pohier y el obispo Jacques Gallot. De Bélgica es Jacques Dupuis

Naturalmente, están los “clásicos” europeos “amonestados” en el siglo XX: Teilhard de Chardin, Henry de Lubac, Jean Danielou, Karl Rahner, Yves Congar, Marie Dominique Chenu, Hans Küng, Eugen Drewermann, Edward Schillebeeckx, Bernhard Häring. A ellos quiero añadir el italiano Antonio Rosmini, censurado en el siglo XIX, recientemente rehabilitado y en vías de beatificación.

Los citados, y otros que han podido olvidárseme, han sido acreedores del monitum del Santo Oficio o su equivalente romano o local. Casi todos los por mí llamados “clásicos” han sido rehabilitados, admirados, escuchados y seguidos por la ortodoxia romana. Más aún, algunos fueron elevados a la categoría de asesores pontificios o creados Cardenales. Y, como queda apuntado, Rosmini está en el camino de los altares. La muerte suele hacernos buenos.

Esa es nuestra Iglesia, grande e insignificante, segura y cambiante, con dogmas y errores, que rehabilita a Lutero y Galileo Galilei, al tiempo que suspende a divinis a sacerdotes nicaragüenses sólo por formar parte del gobierno sandinista.

Por lo demás, la pujanza de la Teología va ligada a la heterodoxia de los teólogos y a la excelencia de su labor investigadora. Gracias a ellos, avanzamos y no agonizamos. Sólo los osados que se atreven a explorar nuevas galaxias en el universo de la Revelación, incluso fuera de las formulaciones dogmáticas, podrán descubrir centelleos que atisban un rayo del Ser supremo. Como brisa fresca de esperanza, hay que resaltar la vinculación de los recientes “amonestados” con la praxis de las comunidades cristianas de base, que proporcionan perspectivas de auténtica espiritualidad y retorno a las fuentes.

La actualidad del tema que desarrollo en este estudio es evidente. Durante los pontificados de Pío XII y de Juan Pablo II fueron amonestados, suspendidos o prohibidos los más insignes teólogos del siglo XX. El órgano ejecutor fue el Santo Oficio, antes llamado “Supremo Tribunal de la Romana y Universal Inquisición”, ahora “Congregación para la Doctrina de la Fe”. Los Cardenales Alfredo Ottaviani y Josef Ratzinger fueron los ideólogos y directos responsables, mucho más que el papa de turno. Pero Ottaviani o Ratzinger eran sólo cabeza de un cuerpo teológico que se transforma en magisterial cada semana, para, finalmente, proclamarse dogmático.

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- I -

 

INTRODUCCIÓN

 

Lo que llamamos “autoridad” en la Iglesia tiene unas connotaciones no aplicables a la autoridad civil. Jesús habló de servicio. Pero la Jerarquía, sobre todo a partir de Constantino el Grande, no sólo se apropió de la manera de mandar de los potentes de este mundo, sino que, paulatinamente y según las circunstancias, excogitó, fundándolo en la Revelación, un eficaz dominio sobre las almas y sus dos excelsas facultades: entendimiento y voluntad.

A este propósito, cabe mencionar las excomuniones, las indulgencias, el purgatorio, el infierno eterno, las definiciones dogmáticas, el monopolio de marchamo de santidad, la potestad vicaria… Una escalada que culmina en la definición dogmática del Primado y de la Infalibilidad del obispo de Roma.

A partir del Concilio Vaticano I, y como consecuencia de una galopante culturización y secularización, ciertos sectores eclesiásticos, en un esfuerzo introspectivo, iniciaron la línea descendente en el fenómeno del dominio o “autoridad” en el seno de la Iglesia.

Restringiéndonos al campo dogmático, la “autoridad” eclesiástica intervino, a veces de manera nefasta y cruel, en la inteligencia humana. Y ello no sólo en la actividad intelectual discursiva, sino incluso en la intuitiva. No sólo en doctrinas religiosas, sino también en verdades técnicas y científicas. El caso de Galileo Galilei es proverbial.

La Inquisición institucionalizó la tendencia dominadora ascendente de la Jerarquía. La historia de la Inquisición es incomprensible desde una visión evangélica. Es un descrédito de los discípulos de Jesús ante el mundo moderno civilizado. Se diría que la Inquisición es antídoto contra toda credibilidad en la Jerarquía eclesiástica.

Por otra parte, el carácter conservador de la Iglesia lleva a ésta a quedarse rezagada mientras las civilizaciones seculares avanzan a velocidad siempre mayor.

Aunque tarde, el Concilio Vaticano II no tuvo más remedio que reconocer la marginación de la que era objeto la Iglesia Institución. Sus ancestrales y narcisistas pruritos de dominio la relegaban a la categoría de una recortada sociedad masónica.

En este contexto histórico, las primeras críticas van contra la Inquisición o Santo Oficio. Los mismos sujetos activos del poder espiritual se avergonzaron de sostener un tal órgano. Pablo VI se apresura a cambiar su nombre. Parece como querer decir: nec nominetur in nobis. Surge así el Motu Proprio “Integrae servandae”. Un intento revisionista.

Pero, desgraciadamente, la Iglesia Institución ahora ya no se sostiene sin esas columnas del “poder”. Por eso, aún en vida de Pablo VI, un ulterior documento viene a neutralizar el referido Motu Proprio. Se trata de la “Agendi Ratio in doctrinarum examine”. Veintiséis años después, Juan Pablo II se reafirma en la misma postura, incluso echando mano de penas medievales. Es el “Regolamento per l’esame delle dottrine”, precedido de la regresiva Constitución Apostólica “Pastor Bonus”.

El presente trabajo quiere trazar una línea histórico-crítica en lo que podemos llamar intervencionismo doctrinal jerárquico. Sólo unas pinceladas en lo que va desde la fundación de la Iglesia hasta la primera estructuración curial de Sixto V.

Benedicto XIV, San Pío V, San Pío X y Benedicto XV son los Papas que, con anterioridad al Concilio Vaticano II, han incidido más directamente en el Dicasterio romano fundado por Paulo III. De esos pontífices me ocuparé expresamente en la primera parte.

Pero a lo que dedicaré más espacio será a los citados documentos papales, el “Integrae servandae” y la “Pastor Bonus. También a los dos posteriores reglamentos aplicativos de los mismos. Cuarenta años de historia contremporánea y pisando el suelo de dos milenios de historia de la Iglesia.

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- II a VI -

 

Partes históricas y jurídicas del artículo en Compostellanum.

Esquema

A) Excursus histórico: Antecedentes de la Inquisición, Inquisición medieval, Inquisición española, Fases del proceso inquisitorial español, Origen de la Inquisición romana y del “Índice”, Organización curial de Sixto V, Benedicto XIV y su llamada a la equidad, León XIII y su nueva llamada a la equidad, San Pio X y su reestructuración curial, El Codex, Reforma de Pablo VI dentro del Vaticano II.

B) Análisis del vigente “procedimiento doctrinal“: Motu proprio “Integrae servandae”, Garantías procesales al teólogo, La “Nova Agendi Ratio” de Pablo VI, Luces y sombras de la “Agendi Ratio”, Organigrama de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Fases del procedimiento doctrinal ordinario o/y extraordinario, Relator pro auctore, Reforma de Juan Pablo II y su “Regolamento”, Involución, Penas canónicas “in forma specifica”.

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- VII -

 

CONCLUYENDO

 

El Santo Oficio es uno de los capítulos más sórdidos y contradictorios del Cristianismo, acaso de la Historia de las Religiones. Como “oficio” y como “institución” nada ha tenido de “santo”. Con esto no pretendo enjuiciar a los sujetos, exponentes y representantes, a veces también responsables, del Santo Oficio. Una conciencia invenciblemente errónea, fruto de la mentalidad de la época, avivaba en ellos el fanatismo religioso, no exclusivo del Catolicismo. Como arma política, el Santo Oficio pudo haber sido eficaz, incluso ejemplar. Visto desde el Evangelio, ha de considerarse una verdadera plaga.

Pero, si cabe alguna excusa respecto de las “Inquisiciones” -la medieval, la española o la romana-, nada hay que legitime el Santo Oficio de los últimos cien años. Aún habiendo elegido los métodos incruentos por imperativos sociológicos, los responsables del Santo Oficio ignoraron la evolución jurídica y procesal postnapoleónica y, lo que es más inexcusable, en ninguna época respetaron las normas procesales del Derecho Romano clásico.

Como he evidenciado, no han faltado Papas que reconocieron la injusticia del procedimiento del Santo Oficio, el cual, en nombre del mismo Romano Pontífice, juzgaba de manera implacable los delitos contra la fe y la moral. Faltó poco para que los dos últimos Concilios Ecuménicos condenasen solemnemente el Santo Oficio. Como consecuencia y como legitimación de las quejas de los Padres Conciliares, León XIII y Pablo VI se apresuraron a retocar el Santo Oficio. Letra en papel mojado.

Por su actualidad, he dedicado el mayor espacio de este trabajo a los documentos “Agendi Ratio” y al Regolamento per l’esame delle dottrine“. He tratado de presentarlos, aclararlos, encuadrarlos en su contexto histórico y enjuiciarlos en muchos puntos.

No se puede negar que ambos documentos demuestran un esfuerzo de aggiornamento en el Palazzo. Pero son documentos desfasados. Acaso, hubieran supuesto un avance en el siglo XVIII, como lo fue realmente la “Sollicita ac provida. Es triste constatar que ambos documentos del siglo XX, más que ofrecer un avance procesal y pastoral, suponen un retroceso respecto de la Constitución Apostólica de Benedicto XIV.

Además, en los dos documentos se advierte una disconformidad de la normativa procesal doctrinal respecto del Concilio Vaticano II y de la Declaración universal de los derechos humanos de la ONU.

Según el Concilio Vaticano II, el teólogo católico, por persona, por miembro de la comunidad eclesial y por experto en materia teológica, tiene derecho a la “justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los campos que son de su competencia”.

La “Declaración universal de los derechos humanos” aprobada por la ONU en 1948 proclama el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión, de opinión, de expresión y de difusión de las propias opiniones (art. 18s); afirma la personalidad jurídica de todo ser humano (art. 6), el derecho de recurso efectivo ante los Tribunales (art. 8 ), la presunción de inocencia mientras no se pruebe la culpabilidad (art. 11), el derecho a ser oído y juzgado ante un tribunal imparcial (art. 10), la exclusión de la arbitrariedad (art. 9 y de ingerencia en la vida privada (art. 12). Como límites al ejercicio de los derechos, se establecen el respeto a los derechos de los demás, las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general de la sociedad (art. 29).

Nótese que Juan XXIII, en su Encíclica “Pacem in terris”, reconoce como derecho fundamental del hombre el poder buscar la verdad libremente . Y, refiriéndose a la “Declaración universal de los derechos humanos” de la ONU, reafirma los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad , así como la legítima y eficaz defensa de sus propios derechos .

¿Cómo conjugar la “Agendi Ratio” y el “Regolamento” con las palabras del Concilio Vaticano II y con la “Declaración universal de los derechos humanos” de la ONU? ¿Dónde está el derecho de recurso efectivo, el derecho a ser oído y juzgado ante un tribunal imparcial, la exclusión de la arbitrariedad, la eficaz defensa de los propios derechos?

Cierto, este razonamiento tiene un punto flaco. Nos movemos en el campo administrativo y no en el campo puramente judicial. Y, en el fondo, late la eterna cuestión de la verticalidad u horizontalidad de la Comunidad formada por los seguidores de Jesús. En cualquier caso, la equidad debería ser salvaguardada. Por lo demás, tanto la “Agendi Ratiocomo el “Regolamento” se parecen a un procedimiento judicial, lo que es de alabar, pues con ello se intenta demostrar objetividad y equidad en el examen doctrinal, excluyendo arbitrariedades, autoritarismos y paternalismos.

La misión carismática del teólogo qua talis en la Iglesia es absolutamente imprescindible (1 Cor 12, 4-10 y 27-30; Rom 12, 6-8; Ef 4, 11s). Ahora bien, negar al teólogo los derechos fundamentales de libertad de investigación y expresión sería neutralizar su misión específica, además de interceptar los derechos fundamentales humanos. Ninguna admisible autoridad jerárquica podrá destruir un derecho fundamental que es anterior a la misma autoridad. A ésta sólo competiría coordinar los derechos, no suprimirlos ni obstaculizarlos.

Pero todo derecho, por fundamental que sea, tiene límites en su ejercicio. ¿Cuáles son los límites del ejercicio de los derechos del teólogo? Además del respeto debido a similares derechos de los demás, el teólogo tiene como normas-límite la Revelación y el Magisterio auténtico. Revelación entendida en sentido vital, eternamente actual y abierta a “toda” Revelación. Magisterio que sea el carisma eclesial coordinador de los carismas y custodio del “depositum”.

Los dos documentos a los que vengo refiriéndome, la “Agendi Ratioy el “Regolamento”, están lejos de esta perspectiva. Es por ello que nuestro optimismo se funda en anteriores documentos pontificios todavía no actuados por el Santo Oficio, así como en iluminadas futuras aportaciones de la Comunidad eclesial, de la que son punta de lanza intelectual y carismática los propios teólogos. Por lo demás, la verdad no se “posee”, se busca.

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- VIII -

EPÍLOGO - UN SUEÑO

 

Jesús de Nazaret vivió y predicó hace dos milenios. Nos legó un modo de vivir, más que un sistema de ideas. Colocó las obras sobre la Ley, el amor sobre las ideas. Apostrofó a sacerdotes y leguleyos. Acogía a públicos pecadores y a infractores de la Ley. También a los cismáticos y excomulgados del judaísmo, como eran los samaritanos.

Durante los tres primeros siglos del Cristianismo, principalmente en la época apostólica, los discípulos de Jesús compartían sus vidas, sin disensiones ideológicas importantes, siguiendo las pautas del Maestro. El Espíritu Santo les alentaba y fortalecía.

A partir del siglo IV, cuando cristaliza el binomio clérigo/laico, cuando el Cristianismo se transforma en Cristiandad, cuando la “ortopraxis” cede terreno ante la “ortodoxia”, cuando la modélica “comunidad cristiana de Roma” se polariza en la persona de su obispo y la diaconía se transforma en jerarquía, es entonces cuando surgen o se agudizan las preocupaciones ideológicas, las disensiones y luchas filosóficas. La manía de encerrar en rígidas formulaciones dogmáticas la riqueza del legado de Jesús marginó y expulsó a quienes no compartían tales esquemas. Eran los emperadores quienes, sin importarles la Teología o la Filosofía, sólo por política, decidían cual de las facciones conciliares poseía la verdad. Y, una vez que el Imperio Romano desaparece, es el obispo de Roma en solitario, el heredero del Emperador, el Summus Pontifex, quien dirime las contiendas ideológicas, incluso con penas, y no sólo espirituales.

La Cristiandad se agranda de manera inesperada y colosal, particularmente con las externas conversiones masivas. Países y continentes enteros aceptan, sin rechistar, las adhesiones que sus jefes militares o políticos realizan en busca de alianzas inconfesables.

Durante el primer milenio de nuestra Era, no existía una Curia Romana y, por ende, no había Santo Oficio, ni Universal Inquisición, ni Congregación para la Doctrina de la Fe. Ocasionalmente, el obispo de Roma, entonces sólo patriarca de Occidente, era interpelado para dirimir una contienda. Sólo a partir del siglo XII existe una Curia Romana que, durante siglos, hasta el XIX, se ocupó principalmente de asuntos de los Estados Pontificios cuyo residuo es la Ciudad del Vaticano. El único Estado-Religión en el mundo.

La Reforma protestante, con origen en los errores y abusos del Papado, trajo, por reacción, el fortalecimiento de la burocracia papal, y endureció el sistema de condenas, profusamente evidenciadas en el Concilio Tridentino. Y del Tridentino al Vaticano I y al Syllabus. Del Vaticano I al Codex. De la autoridad patriarcal a la papal. De los Concilios a las definiciones papales. De la autonomía de las iglesias locales a la rígida centralización en Roma. De las censuras y excomuniones puntuales a las penas automáticas bien codificadas.

El retorno al espíritu de los años apostólicos. Ése era el sueño de Juan XXIII, quien, cual sensible historiador, tenía una mirada en las raíces y otra en los frutos. El Vaticano II inició esa vuelta a las fuentes. Nos deslumbra la providencial aparición de las Órdenes Mendicantes medievales. Un látigo divino para la Roma corrupta, un soplo de espiritualidad evangélica para una Europa desesperada. Todo un señuelo para nosotros, sin olvidar, como recuerda J. Ratzinger, que de ellas Roma se sirvió para invadir competencias de las Iglesias locales. Cabe denunciar la complejidad burocrática de nuestro Cristianismo Romano que ha ido acomodando sus estructuras y su proceder a los parámetros de los regímenes mundanos, sin reparar en que es el Espíritu Santo, al margen y muy por encima del Summus Pontifex, quien garantiza la continuidad del movimiento profético de Jesús. Con nuestros caducos postigos legales estamos impidiendo la acción del Espíritu que sopla donde, cómo y cuando quiere. No precisamente en el modo y en la dirección que marcan unos purpurados.

Madrid, enero 2008.

Celso Alcaina es Doctor en Teología, Filología y Ciencias Bíblicas. Licenciado en Derecho. Abogado de la Rota. Durante 8 años, oficial del S. Oficio.

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